22/12/2024
Por Mazzeo Miguel
Para los libertarios una teoría simple, con tonos conspirativos, explica las causas de la fealdad del mundo, identifica amigos y enemigos: mercado y Estado, sector privado y sector público, contribuyentes y subsidiados, frugales y derrochadores, trabajadores y vagos. El mundo es feo porque la “gente con iniciativa”, la “gente que se esfuerza”, los “contribuyentes”, en fin: la “gente común” y “el hombre sencillo”, no acceden al premio del consumo, el bienestar y la prosperidad material, porque hay “villanos” que interfieren y hacen que el “esfuerzo” y el “mérito” no sean una garantía para lograr la meta: el Estado con sus impuestos, sus regulaciones, sus burocracias políticas y administrativas que no entienden el mecanismo automático del mercado; el Estado con su “gasto innecesario”, con su vocación por sostener a empresarios “marginales” e “ineficientes” y a la fuerza de trabajo “menos capacitada”.
Los libertarios afirman que si se dejara de mantener a los políticos y a otras castas parasitarias, si se eliminaran todos los subsidios, los contribuyentes dispondrían de muchos más medios para adquirir más mercancías. Es evidente que sobredimensionan deliberadamente los costos de la burocracia política y administrativa. Como el resto de la derecha maniobran sobre el mal sentido del sentido común que está diseñado para producir la “indignación” masiva por el salario de un diputado rimbombante o un oscuro concejal y no por las diversas formas de la renta capitalista, por el contrabando a gran escala o por el endeudamiento externo, para nombrar solo algunas pocas situaciones significativas. Intentan capitalizar las condiciones generadas por la cultura de masas y su agobiante empirismo, por la sociedad del espectáculo, por el imperio de lo superficial y lo contingente en la política, en fin: por el “olvido” impuesto a las clases subalternas y oprimidas respecto de la dimensiones relacionadas con la totalidad social, con el poder y con el futuro.
Entonces, con planteos de ribetes pseudo “honestistas” y con aires de tecnocracia virtuosa, los libertarios buscan capitalizar el enorme déficit de la democracia delegativa mientras generan la ilusión de que son ajenos a los aparatos políticos tradicionales y a sus lógicas. Se presentan como algo diferente a los cuerpos políticos extraños. Aprovechan la crisis de representación para representar. De esta manera, logran avanzar en una politización de lo antipolítico. Se convierten en un canal político e ideológico reaccionario del fervor antipolítico de una parte de la sociedad argentina.
También la mismísima Nación puede aparecer como parte del “campo enemigo” –aunque no todos los libertarios lo reconocen abiertamente– dado que sus principios aglutinantes resultan onerosos. En fin, la única “comunidad” en la que creen es la “comunidad del dinero”. Por supuesto, también creen en las “comunidades de negocios” y en las “comunidades” generadas por las redes de fundaciones para “la libertad” y otras con nombres por el estilo dispersas por casi todos los países de Nuestra América pero con una especial predilección por Argentina y Brasil. Cabe señalar que la fundación “madre” de todas las fundaciones libertarias actuales es la Atlas Economic Research Foundation presidida por el argentino Alejandro Antonio Chafuen, vinculada al mismísimo Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Así de simple y cínico es el mundo libertario. Con menos meandros y alambiques que ese “mundo progresista” que considera que una “política popular” se reduce a la ciudadanía liberal, a la administración de la subsistencia de los y las pobres, a una cuestión impositiva o al reparto (en comodato) de algunas hectáreas de tierras fiscales a un par de familias campesinas.
El mundo libertario tiende a ser mucho más realista y radical y, aunque resulte terrible, mucho más seductor para algunos sectores de la sociedad. Entre otras cosas porque los libertarios, sin disimular sus prejuicios egoístas, sin ahorrarse ninguna crudeza, rechazan las soluciones esquizoides que el mundo progresista promueve a través de la opción por los significantes anacrónicos del capitalismo; significantes “reformistas”, “fordistas” y otros similares que están en crisis desde hace unos cuantos años. Por ejemplo, los libertarios militan el extractivismo y la exclusión, jamás se les ocurría plantear un “extractivismo con inclusión”. Para los libertarios toda idea de justicia social remite lisa y llanamente a la caridad. A diferencia de lo que ocurre en el mundo progresista donde muchas veces se busca darle un barniz de justicia social a prácticas de fondo caritativo. Los libertarios asumen la faz impiadosa del capitalismo y no pierden el tiempo tratando de construirle unas máscaras humanas. Los libertarios son “clasistas”, su proyecto se identifica con las clases dominantes y no hay espacio para las conciliaciones.
Aunque los libertarios expresen la voluntad de profundizar una tendencia real y concreta del mundo, su particular “estilo” los muestra como intentado rehacerlo. El grado de exageración es tan alto que los libertarios parecen anormales y contraculturales.
No es casual, entonces, que los principales referentes libertarios sean personajes mediáticos, deliberadamente construidos. Bizarros, bien entrenados en el arte de injuriar, utilizan el arrebato y el insulto como recurso simplificador. El debate no les interesa en absoluto. Son performers televisivos de la sacralidad del mercado. Sin embargo, discusivamente, los libertarios rompen con la monotonía del gris de la política reducida a la gestión de lo que hay.
La convicción empresarial que alimenta la ilusión del individualismo propietario, la apología de la especulación y la explotación, arrasa con la inconsistencia de los balbuceos liberales o populistas (esto últimos considerados, claro está, en términos absolutamente distintos a los de los libertarios, cuyos paradigmas no están en condiciones de diferenciar lo populista de lo popular). Los libertarios rompen, pues, con las propuestas inmediatistas. Rompen con el discurso promedio.
Porque los libertarios (y otros grupos fascistizantes) no convocan a una felicidad de opereta, convocan a matar o morir en el mercado. Y cada vez importa menos que la contienda sea terriblemente desigual (algo que ya se sabe de memoria). Esa certeza ya no le resta credibilidad a un llamamiento que igual puede resultar tentador para quienes se aferran con uñas y dientes a un pequeño “privilegio” (por ejemplo: ser hombre, más o menos blanco, relativamente instruido, de clase media baja) y quieren hacerlo cotizar frente a quienes no lo tienen. Los libertarios no solo interpelan a yuppies, ceos o empresarios sino también a quienes pretenden erigir una aristocracia a partir de una ventaja miserable y a los que, desprovistos de cualquier ventaja, están hastiados de las agonías diferidas. Se trata de un llamamiento que, en un sentido más general, viene siendo atractivo para alguien que está cansado de soportar este mundo pero está absolutamente descreído de la posibilidad de otro. Este tipo de convocatoria es la que les permite a los libertarios captar la energía molecular del deseo de una parte de la sociedad argentina.
El mundo libertario no tiene, por ahora, un mundo emancipador/revolucionario con el que confrontar, por lo menos no uno coherente y masivamente identificado y vivenciado. En los últimos años, el radicalismo político pasó a ser un atributo de la derecha. La izquierda parece dormida, conservada como feto en frasco de formol, incapaz de producir coyunturas y de plantear alguna iniciativa en el terreno de las luchas (que siguen siendo fragmentadas y discontinuas). Lo que demuestra que las contradicciones, por sí mismas, no producen alternativas ni conciencia antagonista.
Los libertarios dicen que vienen a acabar con la vida repleta de frustraciones de las clases medias (especialmente en sus estratos más castigados y empobrecidos). Dicen que vienen a barrer con la angustia que genera la fealdad del mundo. Y aseguran tener la clave para embellecerlo. Consideran que la sociedad capitalista es un paraíso que, en la Argentina, padece un régimen de ocupación. Y proponen liberarlo. Si bien su discurso se centra en la lucha contra la “ocupación” del Estado como principal instancia reguladora, su verdadero enemigo es el trabajo: las posiciones que el trabajo todavía conserva y el poco Estado que aún lo ampara legal y políticamente. Porque, no lo olvidemos, los libertarios sostienen que esas posiciones del trabajo y del Estado (absolutamente defensivas) expresan diversos grados de “explotación” del trabajo (y el Estado) sobre el capital. Los libertarios son una especie de policía de los valores de cambio, una policía cebada y lanzada a perseguir a los valores de uso.
Podría decirse que los libertarios actuales constituyen, en buena medida, una “subcultura” con una buena estrategia publicitaria. Su función es más ideológica que política. Atentos a los códigos de época que celebran la rareza inofensiva (estilo freak), han construido un lenguaje y un formato relativamente masivos basados en una receta tan sencilla como eficaz: 1) La economía del pensamiento y la renuncia explícita a cualquier mirada profunda, crítica y sensible de la realidad. Todo rigor conceptual se considera artificiosidad. Todo sentimiento humano se considera pusilanimidad. No se trata de entender, sino de creer en las recetas de los “ganadores”. 2) Una apelación permanente a la retórica burguesa de la heroicidad y al prototipo del héroe burgués defensor de los y las contribuyentes. Pero, este caso, se trata de héroes poco esbeltos y sin mandíbulas volitivas: “héroes raros”. Esta apelación se expresa en el recurso a figuras políticamente incorrectas, freakys despeinados, eruditos apasionados y viscerales, invariablemente patéticos, que se plantan frente a las cámaras como posesos y claman venganza. 3) Un corrimiento deliberado y diáfano hacia uno de los polos (en este caso el más reaccionario) del escenario político; esto es: la abierta identificación con la derecha y la ultra derecha y la consiguiente ruptura con la moderación Zen, el juste-milieu y todas las inconsistencias típicas del liberalismo democrático.
Lanús Oeste, 9 de junio 2021
* Miguel Mazzeo es Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales. Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Investigador del Instituto de Estudios de America Latina y el Caribe (IEALC-Facultad de Ciencias Sociales-UBA). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Venezuela, Chile y Perú.