27/11/2024
Ni somos políticamente solidarios ni somos intelectualmente internacionalistas. Nos damos lecciones entre nosotros, como dice Carañana, sin salir de nuestro caparazón etnocéntrico, oscilando entre la denuncia ostentosa y la sospecha autocomplaciente.
Santiago Alba Rico *
Agradezco a Aleardo Laría (https://ctxt.es/es/20220401/Firmas/39381/aleardo-laria-guerra-ucrania-rusia-alba-rico-neorrealismo.htm) y a Joan Pedro-Carañana (https://ctxt.es/es/20220401/Firmas/39429/joan-pedro-cara%C3%B1ana-ucrania-rusia-alba-rico-izquierda.htm) el sosiego dialogante de sus críticas a mi artículo sobre Ucrania y la izquierda. (https://correspondenciadeprensa.com/?p=25460) No voy a entrar en el detalle de sus observaciones, algunas de valor y otras menos. Me limitaré a aceptar dos de sus objeciones, a enumerar algunos principios y a plantear algunos dilemas.
Empiezo por aquello en lo que sin duda tienen razón. Tanto Laría como Carañana reprochan a mi texto una tendencia a la “simplificación”. Es verdad. No puedo negarlo. En artículos anteriores había desplegado yo algunas dudas minuciosas y algunas aporías desconcertantes para todos; pero en el que nos concierne ahora, dirigido contra la izquierda de la que formo parte, mi propósito declarado era justamente el de simplificar. Simplificar en dos direcciones: contra una simplicidad de signo opuesto (la de los prorrusos sin ambages) y contra una complejidad cegadora (la de los contextualizadores enclaustrados en el contexto). Frente a los primeros, a los que llamaba “estalibanes”, insistía en defender la legalidad internacional, como hicimos en Irak, y en abandonar dobles raseros tácticos propios de la Guerra Fría. Frente a los segundos, más sutiles y casi siempre honestamente preocupados por la situación, invitaba a no disolver el presente (el de la agresión rusa y el sufrimiento ucraniano) en un historicismo claustrofóbico, cuya minuciosidad mecánica –y a menudo arbitraria– contribuye a emborronar la diferencia entre una presión geopolítica y una agresión militar o, si se quiere, entre Versalles y Hitler. Este exceso de “contexto”, sugería, entraña desafortunadas consecuencias políticas en la medida en que induce, de alguna manera, dos percepciones engañosas: la de que la responsabilidad de la guerra es compartida y la de que no se trata tanto de una invasión como de un conflicto por delegación entre la OTAN y Rusia. Simplificaba, en definitiva, para afirmar, al mismo tiempo, la responsabilidad de Rusia y la existencia de Ucrania, cuestionadas por Putin pero debilitadas asimismo por los que se limitan a considerar a los ucranianos meros peones pasivos o meras víctimas colaterales de la realpolitik, cuando no de la OTAN y de los EE.UU. Simplificaba premeditadamente a la manera en que lo hace, por ejemplo, el Derecho: contra los que consideran que esto es un partido de fútbol entre “nosotros” y “ellos” y contra los que difuminan las responsabilidades en marcos tan complejos o tan abstractos (declaraciones de vicesecretarios de Estado del año 1967 o crisis global de recursos energéticos) que borran el presente y cierran toda salida al futuro. Mi simplificación se llamaba, de hecho, Derecho, un invento humano del que la izquierda a menudo ha desconfiado, como instrumental o hipócrita, ignorando que, incluso incumplido o malversado, ha materializado algunas frágiles victorias de los más débiles contra la barbarie e introducido en el mundo, como recuerda el gran jurista y narrador Philip Sands, “cambios en la conciencia humana”, “imaginación” y “esperanza”. (https://www.jotdown.es/2022/03/philippe-sands/)
Es verdad –y aquí también tiene razón Carañana– que mi texto, con pocas referencias de autor, parece difuminar la línea entre los dos grupos mencionados. Pido disculpas si no me tomé el trabajo de marcar con trazo rojo una diferencia que la mayor parte de los lectores han captado sin dificultad, del mismo modo que han identificado, también sin dificultad, a ese sector de la izquierda, evocado en el artículo, que es todo lo contrario –por desgracia– de un “muñeco de paja”. Como sabemos, hay un nutrido racimo estalibán, más allá de los grupúsculos rojipardos, dentro del PC, de IU y de UP, y muchos más en gobiernos y partidos de América Latina; y hay multitud de contextualizadores suspicaces que, en nombre de Chomsky (¡y de la paz!), dictan de alguna manera el pensamiento mainstream de la izquierda. En cuanto a nuestro admirado lingüista y disidente, creo que es muy capaz de escuchar una crítica como la que le dirige Yassin al-Haj Saleh y de modificar a partir de ella su posición. Esa crítica presupone, en efecto, el innegable compromiso de Chomsky con la verdad, compromiso que constituye en sí mismo una invitación a no dejarse intimidar por su autoridad intelectual; lo criticamos porque lo sabemos tolerante y receptivo, porque no solo valoramos su influencia planetaria sino que admiramos también su rigor, honestidad y sensibilidad. Obviamente ni a al-Haj Saleh ni a mí se nos ocurriría jamás incluir a Chomsky entre los “estalibanes”, a los que se ha enfrentado durante toda su vida; pero sí le concierne, a mi juicio, el reproche bien razonado que le dirige el intelectual sirio. Carañana, que a veces parece estar contestándole más a él que a mí, ignora, sin embargo, el alcance y tenor de sus argumentos, limitándose a llamar la atención sobre una menudencia un poco torcida. Al-Haj Saleh no ha tildado nunca a Chomsky de “anti-estadounidense”; más bien, al contrario, lo considera “demasiado” estadounidense. Todos los imperialismos, porque son injustos e inhumanos, producen sus disidentes y ningún imperialismo ha producido uno tan valiente y lúcido como Chomsky. Pero Chomsky es también, si se quiere, igual que todos, un producto del imperialismo estadounidense, como Bartolomé de Las Casas –por ejemplo– fue un producto del imperio castellano. De Las Casas tuvo sus ángulos ciegos, como los tiene Chomsky. De Las Casas juzgaba el mundo nuevo desde la Castilla cristiano-vieja, con sus prejuicios de sangre pura; Chomsky, dice con razón al-Haj Saleh, juzga el resto del mundo desde los EE.UU., lo que le lleva a veces –y así ocurrió con Siria– a considerar marginales o negociables las voces locales que, equivocadas o no, reivindican la autonomía de las luchas y el derecho equivalente de todos los sujetos políticos a defender la democracia en cualquier lugar del mundo, y ello con independencia de su inscripción en el tablero de la realpolitik global.
Si creemos que esos sujetos están equivocados, nuestro deber es dirigirnos a ellos para convencerlos de que no tienen razón. La cuestión va más allá del intelectual estadounidense. Porque es ese un ángulo ciego, me temo, que compartimos todos. Me refiero al hecho de que los debates de estos días –como éste que nos traemos entre manos– se desarrollan “entre nosotros”, en el ecosistema de la izquierda occidental. Que al-Haj Saleh critique a Chomsky ofende a Carañana, nos ofende un poco a todos, porque Saleh nos habla desde fuera y se atreve a censurar a nuestro tótem; a duras penas, por lo demás, encontramos estos días en los medios progresistas artículos, manifiestos o declaraciones de las izquierdas ucraniana y rusa, cuyos puntos de vista deberíamos buscar, al contrario, con denuedo e interés. El viejo internacionalismo de la Guerra Fría acababa imponiendo en las provincias las estrategias del komintern; hoy, muerto el internacionalismo, ni siquiera escuchamos las voces de nuestros pares sobre el terreno. Los que creemos que también las víctimas tienen sus ángulos ciegos deberíamos buscarlas e interpelarlas y no necesariamente para –invirtiendo la vieja lógica colonial– acatar sin resistencia sus análisis y demandas sino para, además de solidarizarnos con ellas, discutir juntos una estrategia de salida común a la crisis. No hacemos ni una cosa ni la otra; ni somos políticamente solidarios ni somos intelectualmente internacionalistas. Nos damos lecciones entre nosotros, como dice Carañana, sin salir de nuestro caparazón etnocéntrico (o levocéntrico), oscilando entre la denuncia ostentosa y la sospecha autocomplaciente. Somos demasiado desconfiados para la solidaridad; somos demasiado sabios para el internacionalismo. Y se las entregamos –la solidaridad y el internacionalismo– a la UE y a la OTAN, lo que tiene la ventaja inestimable de que acaban dándonos la razón sobre el carácter intervencionista de nuestras malvadas instituciones occidentales.
Como quiera, en todo caso, que mis últimos textos parecen prestarse a equívoco, me importa aclarar brevemente mi posición, en la medida en que yo mismo pueda hacer luz dentro de mi cabeza. Lo intentaré mediante la exposición de dos principios –lo simple– y tres dilemas –lo complejo.
El primer principio es el de la responsabilidad. ¿Esta guerra era evitable? Sí, lo era. Rusia, en efecto, podía haberla evitado. La OTAN, es verdad, podía haber evitado la ampliación hacia el este; Ucrania podía haber evitado pedir una incorporación a la Alianza que nunca le concedieron; los EE.UU. podían haber evitado tirar de las orejas al oso imperial ruso; la UE podía haber evitado las divisiones internas y las dependencias energéticas; y los votantes europeos podían evitar, en general, votar contra sus intereses. Pero la guerra sólo la podía evitar Rusia, que es quien la desencadenó.
El segundo principio tiene que ver con el legítimo derecho a la defensa del pueblo ucraniano y, por tanto, con el pacifismo. Lo decía de manera sucinta el tuit reciente de una mujer ucraniana: “Si Rusia deja de luchar ya no hay guerra; si Ucrania deja de luchar ya no hay Ucrania”. El pacifismo es un medio de lucha, no una inhibición equidistante o un expediente de capitulación. Hay que apoyar la resistencia pacífica en las ciudades ya ocupadas de Ucrania; hay que apoyar el pacifismo arriesgado de la izquierda rusa; hay que apoyar el pacifismo activo del papa Francisco –siempre silenciado– porque, pese a su fracaso con el patriarca Kirill, es el único que tiene la autoridad para mediar sin alineamientos previos. Pero hay que apoyar también, mientras no decidan rendirse, la resistencia armada de los ucranianos, víctimas de una invasión militar.
A partir de aquí todo son dilemas.
El primero tiene que ver con una evidencia que todos compartimos. Cuanto más dure la guerra, más armas se entreguen a los ucranianos y más belicistas se muestren los europeos, más posibilidades hay de que el conflicto bélico se extienda al resto de Europa y desemboque en una confrontación nuclear. Es un hecho. Pero hay otro adherido a él. Porque la paradoja es que, al mismo tiempo, solo si los ucranianos resisten los rusos accederán a negociar. Este es un principio elemental de realpolitik que me asombra ignoren precisamente los que siempre han insistido en que “las relaciones internacionales se rigen por la fuerza, no por el derecho”, esos mismos que ahora, de pronto, quieren dejar indefensos a los ucranianos en nombre de la paz mundial. ¿Para qué va a negociar Rusia si puede vencer? Solo las negociaciones pueden poner fin a la guerra, sí, pero las negociaciones mismas, a su vez, solo pueden ser el resultado de nuevas relaciones de fuerza establecidas en el escenario bélico. No se puede seguir luchando y no se puede dejar de luchar. Esa es la maldición de las guerras de conquista y por eso el delito mayor es desencadenar una. Los que sí creemos en el Derecho, nos resignamos a aceptar que, en determinadas condiciones, el Derecho solo se puede imponer, restablecer o revisar impidiendo militarmente la victoria del agresor militar: siempre y cuando, claro, los ucranianos –a los que no se puede obligar ni a luchar ni a rendirse– así lo decidan. Es normal, por otra parte, que los ucranianos cierren filas en torno a su gobierno y que reclamen el aumento de una ayuda militar que nosotros, en cambio, juzgamos excesiva o peligrosa. La ventaja de los que no estamos obligados a ser ni pacifistas ni soldados es esta: podemos dar la razón a los ucranianos sin hacernos ilusiones sobre Zelensky o sobre los que, en su propio interés y casi siempre de manera irresponsable, le prestan ayuda desde fuera. Deberíamos utilizar esa ventaja para alertar, como hacemos, sobre el peligro de la escalada armamentística (¿cuántas armas? ¿cuáles? ¿a dónde?) pero también para disputar el monopolio de la solidaridad a nuestros gobiernos. Los palestinos y los saharauis se sienten abandonados por los Estados y acompañados por las izquierdas; a los ucranianos les ocurre exactamente lo contrario. En cuanto a los sirios, los abandonaron todos.
El segundo dilema, prolongación del anterior, es aún más inquietante. Porque si los rusos llegan de pronto a la conclusión de que no pueden ganar esta guerra, reputada una “cuestión existencial” (una especie de lebensraum putinesco), existe el riesgo no desdeñable de que Rusia, en lugar de ceder, acabe recurriendo al armamento nuclear. Una Rusia fuerte es peligrosa para Ucrania; una Rusia débil es peligrosa para el mundo. Otro motivo, se dirá con razón, para negociar. Sin duda. Ahora bien, este es el tercer dilema concomitante: ¿para negociar quién? ¿Para negociar qué? ¿Qué quiere Rusia? Nos tomamos muy en serio –y hacemos bien– viejas declaraciones de Albright, Brzezinski o Kaplan, pero no hacemos lo mismo con las de Putin, Lavrov, Medvédev o Karaganov. No solo no escuchamos a las izquierdas locales, ucraniana y rusa, sino que, contra todas las evidencias, atribuimos a Rusia una racionalidad geopolítica que su declarado proyecto ideológico-imperial desmiente. No hay ningún motivo fundado para pensar que Rusia se conformaría con la neutralidad de Ucrania y un estatuto de autonomía para el Donbass. La idea de que habrá que ofrecer a Rusia una salida para evitar males mayores es sin duda realista y sensata; la idea de que Rusia está pidiendo o deseando esa salida –que la UE y la OTAN le negarían– no se corresponde, me parece, con la realidad. Al menos de momento. Lo malo es que la prolongación del “momento”, responsabilidad rusa, mérito de la resistencia ucraniana, renueva sin parar todos los dilemas y agrava sin solución todos los peligros.
Habida cuenta de estos principios y estos dilemas, ¿cuáles son nuestras propuestas?
Faltos de recursos y de imaginación, creemos suficiente repetir la palabra “paz” tantas veces como sea necesario para que pierda todo significado. Lo pierde, entre otras razones, porque los que la pronuncian con solemne unción moral no la dirigen contra el belicismo activo de Rusia sino contra el presunto ardor guerrero y el ansia de victoria de los ucranianos, a los que estas voces imaginan ya tomando y destruyendo Moscú con ayuda de la OTAN. No sé cuántos generales o políticos en Washington estarán soñando esa escena; seguramente algunos; pero sí sé que es necesario inventarla y anticiparla para dar sentido al pacifismo suntuario de los que no estamos en guerra. Solo se puede ser pacifista en Madrid si se considera que España es causante o cómplice de la guerra; y solo se puede solicitar que las instituciones internacionales se hagan cargo de los daños causados por Rusia –como proponía un reciente manifiesto– si se considera que Rusia es, de alguna manera, inocente de la destrucción “natural” de Ucrania. Puede que mi fantasía haya excogitado un “muñeco de paja”, pero son muchos los articulistas de izquierdas que, con la mejor intención del mundo, acostumbrados a pensar contra los EE.UU. y la OTAN, están defendiendo estos días un pacifismo vacío que, sin querer, invierte los papeles: como la OTAN no está interesada en la democracia –lo que nadie puede negar– es que la OTAN está atacando Rusia; como los ucranianos desean la victoria en una guerra que se les ha impuesto, son los ucranianos los que están invadiendo Moscú. No es un muñeco de paja: es –dice un amigo– el pasadocentrismo de tantos y tantos que no son capaces de concebir ni su militancia ni su prestigio sin la centralidad de los viejos enemigos y sin la soledad heroica de las viejas izquierdas derrotadas.
Reconozcamos que la izquierda española, incapaz de movilizar a los ciudadanos, puede hacer muy poco. Puede hacer apenas dos o tres cosas. Una, no utilizar de manera partidista la guerra en Ucrania para dirimir luchas internas destructivas. Otra, situarse públicamente al lado de los ucranianos y de la mayoría social que los apoya, de manera que nadie pueda obtener ninguna ventaja política de nuestra ambigüedad o nuestro elitismo. Otra, dar visibilidad a las izquierdas ucraniana y rusa que, por distintas vías y con distintos recursos, se oponen a la invasión de Ucrania; lo que incluye, sin duda, esa resistencia no violenta a la que se refería Gerardo Pisarello en un reciente artículo. Otra –en fin– deliberar sobre el papel de Europa en un contexto complejo de guerra en el que, desunida y desnortada, pero más necesaria que nunca, tiene que compartir el mundo con un imperio fallido (Rusia), un imperio en decadencia (EE.UU.) y un imperio en ciernes (China), tres potencias peligrosas con las que habrá que llegar a acuerdos sin renunciar a los propios valores. Y todo ello, ay, en medio de una sociedad global que, de alguna manera, da por perdidos o por inútiles el Derecho y la democracia –y busca apenas un mechinal con techo, a cubierto de la lluvia, en las angosturas de la realpolitik.
* Santiago Alba Rico, es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".