23/12/2024
Por Revista Herramienta
STATHIS KOUVELAKIS
El rechazo a la invasión rusa no puede conducir al alineamiento con las acciones de los gobiernos occidentales: estas solo conducen a una escalada del conflicto y a la probabilidad de nuevas guerras.
Partamos de esta constatación: existen hoy, dentro de la izquierda radical, la que se ha movilizado contra las guerras imperiales de las últimas décadas, enfoques diferentes y, en ciertos puntos, divergentes sobre la guerra de Ucrania. En Europa y, más ampliamente, en los países «occidentales» (este término problemático adquiere sin embargo un significado más preciso en este contexto), las posiciones de apoyo a Rusia son marginales. Incluso partidos comunistas abiertamente nostálgicos de la URSS, como el griego y el portugués, han condenado la invasión rusa como una «guerra imperialista» y han subrayado que el régimen de Putin es «capitalista» y busca la «unificación capitalista de los países de la antigua URSS». En cambio, en los países del Sur Global, en América Latina, África, el mundo árabe-musulmán y en gran parte de Asia, el apoyo a Rusia, o al menos una forma de benevolencia hacia ella, está mucho más extendido, tanto en la opinión pública como en algunos sectores de la izquierda. Sin embargo, también en este caso, muchas organizaciones de la izquierda radical (las más importantes son los partidos comunistas de Chile e India) han condenado la invasión de Ucrania, aunque de forma menos contundente.
Esta tendencia se refleja también en las posiciones de un número importante de gobiernos, treinta y cinco de los cuales se abstuvieron en la ONU durante la votación de la resolución de condena de la invasión rusa, entre ellos China, India, Vietnam, Cuba, Venezuela y Bolivia. Surge así una fractura Norte-Sur, que hay que comprender antes de condenarla o descalificarla, porque las guerras son sobre todo reveladoras de las fracturas que atraviesan el mundo y anunciadoras de las que vendrán.
El hecho es que, en los sectores de la izquierda europea y occidental que se han opuesto a las guerras imperiales, y que ahora están unidos en su condena de la guerra contra Ucrania, están surgiendo diferencias que son cualquier cosa menos secundarias. Se refieren en particular a puntos como: el grado o el tipo de responsabilidad de los gobiernos occidentales en la situación que condujo a la guerra actual, las valoraciones que se hacen del actual régimen ucraniano y sus responsabilidades en el desenlace actual y las formas que debe adoptar la acción contra esta guerra. La cuestión de la OTAN, la solicitud de envío de armas a Ucrania y la actitud ante las sanciones están en primera línea de estas diferencias.
El texto de Gilbert Achcar, «Memorándum sobre una posición antimperialista radical a propósito de la guerra en Ucrania», nos permite discutir gran parte de estas cuestiones. Antes de explicar mis puntos de acuerdo y desacuerdo con las posiciones que defiende, me gustaría a) hacer una observación metodológica sobre las formas que puede adoptar la discusión dentro de la izquierda que se opone a esta guerra y b) aclarar mi propio punto de vista.
En las guerras, las voces disidentes siempre han sido acusadas, por los gobiernos y las clases dirigentes implicadas en estos conflictos, de «hacer el juego al enemigo». A Jaurès se le acusó de ser pro-alemán (lo pagó con su vida), a Lenin de «agente del Kaiser» (hay toda una literatura reaccionaria sobre el «vagón blindado»[1]), a Trotski de ser pro-Hitler (en el discurso estalinista)… Más recientemente, la izquierda que se opuso a las intervenciones imperialistas occidentales después de la caída de la URSS fue acusada regularmente de ser «pro-Saddam Hussein», «pro-Milosevic» y, últimamente, «islamoizquierdista», cómplice del terrorismo de Daech y otros. Hoy en día, ya podemos ver que cualquiera que formule objeciones al discurso imperante, que se niegue a la demonización del adversario y al belicismo que satura el discurso mediático, es etiquetado con etiquetas similares, «pro-Putin», «derrotismo», etc. En un articulo reciente, David Broder tiene razón al decir que la izquierda no debe dejarse intimidar por esas declaraciones, que debe «defender [su] derecho a hablar sin miedo y sin acusaciones de deslealtad», lo que también significa que debe tener cuidado de no reproducirlas dentro de sus filas.
Este conflicto se inscribe en la agudización de las contradicciones interimperialistas que rigen el mundo tras la caída de la URSS. El «campo comunista» se ha desintegrado en un capitalismo globalizado, pero el campo occidental, bajo la hegemonía estadounidense, se ha mantenido, ampliando su dominio militar y económico y redefiniendo el campo de sus adversarios. Rusia, en cambio, se ha convertido en un Estado capitalista cuya clase dirigente es una oligarquía que se formó mediante el saqueo de la antigua propiedad estatal, con el pleno consentimiento y ayuda de Occidente. Bajo el mandato de Putin, su aparato estatal, destruido bajo Yeltsin, está siendo reactivado bajo los auspicios de una gobernanza cada vez más autoritaria y una ideología reaccionaria, compuesta por retazos heterogéneos del pasado ruso y cimentada por el nacionalismo y el anticomunismo. Impulsado por una voluntad imperial de poder, su expansionismo se despliega, como en el pasado, sobre las zonas limítrofes de su territorio, empezando por las que formaban parte de la URSS, y por intervenciones exteriores de baja intensidad, la más significativa de las cuales es la de Siria, único país fuera de la zona exsoviética donde tiene una base militar.
El discurso de Putin del 21 de febrero, que anunció el inicio de la invasión de Ucrania, debe ser tomado en serio. Rebosante de anticomunismo, culpó a Lenin y a los bolcheviques de los males de Rusia, de la reducción de su territorio y de su poder, y los acusó de haber creado artificialmente a Ucrania como entidad separada. En consonancia con la tradicional narrativa nacionalista-imperialista de la «Gran Rusia», la Revolución de Octubre y el comunismo se equiparan con elementos destructivos de la nación rusa. A Stalin se le conceden algunas circunstancias atenuantes, pero, en última instancia, incluso él habría quedado atrapado en el marco de Lenin.
Sin embargo, aunque revela la ideología de su régimen, esta retórica enmascara más que ilumina los verdaderos objetivos de Putin. Por el momento, no están claros: ¿cree realmente que la instalación en Kiev de un régimen a su entera disposición y la ocupación duradera del territorio ucraniano podrían conducir a algo más que a un estancamiento de un conflicto a largo plazo y a la creciente implicación del campo occidental? ¿Busca una partición de Ucrania, a la que el reconocimiento de las dos repúblicas separatistas serviría de preludio, y que permitiría la constitución de una «zona tapón» bajo control ruso? ¿Se trata, como sugiere la propia celebración de las negociaciones ruso-ucranianas, o las palabras de un asesor de Zelensky sobre un posible estatuto de neutralidad para Ucrania, de situarse en una posición de fuerza para alcanzar un compromiso que descarte el ingreso de Ucrania en la OTAN? Es demasiado pronto para decirlo, y es bastante realista pensar que la resistencia ucraniana combinada con la movilización de la opinión pública -empezando por la de Rusia, donde una fracción no despreciable de la población rechaza la guerra (y la rechazaría aún más si se empantanara)- puede influir positivamente en el curso de los acontecimientos. Sin embargo, esta movilización por parte del pueblo ucraniano debe evitar por sí misma el deslizamiento hacia el belicismo, debe tener una comprensión de la complejidad de la situación y también debe bloquear los planes agresivos del imperialismo estadounidense y del campo occidental.
Una cosa es cierta: esta guerra no puede ser en ningún caso la guerra de las fuerzas que luchan por la emancipación humana; por sus objetivos y su lógica propia, es la negación exacta de la misma. Es una agresión dirigida contra el pueblo ucraniano, cuyo derecho a la autodeterminación es negado por Putin, y que, independientemente de su gobierno, no tiene otra opción que luchar para defender su país. Esta guerra está cargada de terribles consecuencias y peligros para Europa y el mundo: el de una escalada y extensión del conflicto, con el riesgo del uso de armas nucleares (de las que Rusia posee el segundo arsenal mundial). Una de sus primeras consecuencias nefastas es que complica aún más las tareas vitales de la «izquierda radical» occidental: negarse a solidarizarse con «su» imperialismo sin ceder en nada su condena a la agresión rusa. Porque la cuestión es la siguiente: la invasión rusa de Ucrania se inscribe en un contexto más amplio, configurado por el estado de la relación de fuerzas a nivel europeo y mundial. Y este es el punto decisivo, al que volveré en un momento, que estas relaciones de poder siguen siendo dominadas por el imperialismo estadounidense y sus aliados del «campo occidental», que tienen una gran responsabilidad en la escalada de tensión que condujo a la guerra actual.
Acontinuación, me refiero al texto de Gilbert Achcar (GA). Comienza planteando una tesis tan esencial como relevante, que sitúa la coyuntura actual en la secuencia de las últimas décadas:
La invasión rusa de Ucrania es el segundo momento decisivo de la nueva Guerra Fría en la que se ha sumido el mundo desde el cambio de siglo, como consecuencia de la decisión de Estados Unidos de ampliar la OTAN. El primer momento definitorio fue la invasión estadounidense de Irak en 2003.
En escritos anteriores, GA establecía el inicio -acertadamente, me parece- de esta «nueva Guerra Fría» en un momento anterior, el de la intervención de la OTAN en Yugoslavia (1999), momento que comparaba con el de la Guerra de Corea (1950-1953) como la antesala de la «primera Guerra Fría»[2].
Sea cual sea la versión elegida, la conclusión no cambia mucho: la nueva configuración global está determinada por la supremacía de EEUU y la centralidad de la OTAN. La OTAN no solo no se disolvió tras el final de la URSS y el Pacto de Varsovia, sino que ha seguido expandiéndose, integrando a tres países del antiguo bloque soviético en 1999 y a otros trece hasta la fecha. Son, como escribe GA, estas «decisiones» las que han «sumido al mundo en la nueva Guerra Fría», expresión del reajuste de la supremacía estadounidense a nivel global. Por supuesto, otros actores, especialmente los imperialismos secundarios como la Rusia postsoviética, Francia y el Reino Unido, también jugaron su papel, pero no fueron los que determinaron la base del orden mundial que prevaleció durante todo este período.
La ampliación de la OTAN es una parte clave de este redespliegue imperialista, pero no se limita a ella. Hay que añadir la evolución de la doctrina militar estadounidense, que, tras centrarse en los enemigos asimétricamente débiles (el «eje del mal» Corea del Norte-Irán-Libia, la «guerra contra el terrorismo»), designa como objetivos a «adversarios militares de nivel equivalente», es decir, China y Rusia[3]. Bajo la presidencia de Trump, EE.UU. se retiró del tratado de desarme nuclear firmado con la URSS, una decisión que Biden no ha revertido, a diferencia de su decisión sobre el tratado climático. Por supuesto, como señala GA, estas décadas han estado marcadas por múltiples intervenciones militares a gran escala por parte de Estados Unidos y sus aliados, desde la guerra de Irak (desde 1990, por cierto, no solo desde 2003) hasta Afganistán, pasando por Yugoslavia. Pero no menos importantes, y con consecuencias criminales, son las sanciones que Estados Unidos impone a cualquier país que considere adverso, pero rara vez a los países que violan flagrantemente las decisiones de la ONU.
También en este caso, aunque el mecanismo es preexistente (véase el embargo a Cuba, en vigor desde 1962), la desaparición de la URSS «dio paso a lo que se conoce como la ‘década de las sanciones’, durante la cual el Consejo de Seguridad [de la ONU] adoptó no menos de trece regímenes restrictivos»[4]. Las sanciones afectan actualmente a unos cuarenta países, con regímenes políticos muy diversos (de Irán a Cuba, de Venezuela a Corea del Norte), pero no a Israel, ni a Turquía, que sin embargo ocupa partes del territorio de tres de sus vecinos, en Irak, Siria y nada menos que el 40% de Chipre, el único país de la UE cuya capital sigue dividida por un muro…
Recordemos las palabras de Madeleine Albright, secretaria de Estado con Clinton, que dijo sobre los cientos de miles de muertos iraquíes (en su mayoría niños y personas frágiles) como resultado del embargo: «Creemos que el precio valió la pena». GA se refiere con razón al embargo como un «costo cuasi-genocida para la población», ya que es una empresa de deshumanización de poblaciones enteras, que pueden por tanto ser condenadas a la muerte masiva. Los que piensan que los pueblos del Sur han olvidado este tipo de «humanismo» se equivocan…
Estados Unidos sigue siendo el imperialismo archidominante, e incluso dominante de forma asimétrica respecto a otros imperialismos. Por supuesto, desde el punto de vista de Malí, Chipre o Ucrania, entran en juego otras potencias, ya sean regionales o mundiales. Las relaciones internacionales implican una multiplicidad de actores, pero siguen estando marcadas por la posición asimétrica que ocupa Estados Unidos, su capacidad para cimentar una verdadera hegemonía, para asumir el liderazgo de un «campo» más amplio (Occidente) que, tras la desaparición del bloque soviético, no tiene ningún competidor serio a nivel mundial. Ningún otro país es capaz de igualar su poderío militar, ni su potencia de fuego económica y tecnológica; China podría hacerlo en un futuro no muy lejano, pero por el momento sus ambiciones expansionistas son económicas. En cuanto a Rusia, a pesar de su arsenal nuclear (que envejece, pero sigue siendo el segundo del mundo), es un imperialismo secundario y desmantelado, como Francia o el Reino Unido, que busca recuperar su posición de potencia mundial. Sus exportaciones de armas siguen floreciendo, convirtiéndose en el segundo país del mundo, pero su gasto militar es menos de una doceava parte del de Estados Unidos, comparable al de Francia, Alemania y el Reino Unido. Su PIB está por debajo del de Italia y la estructura de su economía, basada mayoritariamente en los hidrocarburos y las materias primas, es la de un país llamado «en vías de desarrollo», como se dice eufemisticamente, y no de una potencia industrial.
Todo esto pesa sobre la forma «campista» en que se percibe a la Rusia de Putin, una potencia imperialista secundaria y regresiva, en la escena mundial, y que amerita algunas explicaciones. Es esta percepción distorsionada, subproducto de la abrumadora dominación de Estados Unidos, la que, mediante una especie de ilusión óptica, le atribuye algunas de las características de la URSS de antaño, a pesar de que su régimen se enorgullece de su anticomunismo y apoya a las fuerzas radicales de derecha y extrema derecha en todo el mundo. Así, los países que se consideran parte del «campo occidental» lo ven con diversos grados de hostilidad, mientras que los otros, es decir, los del Sur que pretenden jugar su propia carta (entendamonos: con algunas excepciones, se trata igualmente de países capitalistas como China o la India), lo ven con (diversos grados de) benevolencia, como aguafiestas frente a la hiperpotencia estadounidense. Y aunque estos países no suelen ser muy democráticos, hay muchas razones para creer que, al menos en este aspecto, sus gobiernos gozan de un apoyo popular masivo. Porque en estas partes del mundo, el discurso moral de Estados Unidos y de los países occidentales, y su defensa del «derecho», tan selectiva como absurda, son ampliamente percibidos como lo que son, es decir, una monumental hipocresía al servicio de una empresa de esclavización. De ahí la reacción de China, India, Vietnam (¿debería sorprendernos?), de ciertos países latinoamericanos y de la opinión pública de estos y otros países, incluidos sectores de la izquierda.
A riesgo de escandalizar, podemos atrevernos a hacer esta comparación: tras el final de la guerra de Argelia, la Francia gaullista gozó de una benevolencia comparable en amplias zonas del mundo. Es cierto que libró espantosas guerras coloniales, y todo el mundo comprende que era un país imperialista debilitado y que mantenía (y sigue haciéndolo en la medida de sus menguantes medios) un neocolonialismo caricaturesco en su patio trasero «francoafricano». Siguió siendo una fuerza que perpetuaba su dominación a través de los sectores económicos compradores y de las élites políticas corruptas y brutales. Sin embargo, en otros lugares gozaba de cierto prestigio, que todos los presidentes que han sucedido a De Gaulle han tratado de recuperar.
Por supuesto, esta actitud incluía una referencia a la historia, al mito de 1789, al «país de los derechos del hombre», etc. Pero, por decirlo de forma sencilla, veíamos la diferencia entre De Gaulle y, por decirlo de forma rápida, Guy Mollet, el primer ministro socialista que había lanzado a Francia a la expedición de Suez y a la escalada asesina del conflicto argelino (los «poderes especiales»). Estábamos agradecidos a De Gaulle por mostrar una cierta autonomía de los Estados Unidos -no a pesar, sino precisamente porque estaba tratando de salvar lo que podía salvarse del poder imperialista francés-, y, de hecho, permitir un cierto equilibrio en las relaciones internacionales-, y de este modo facilitar «objetivamente» la tarea de los países que trataban de hacer oír su propia voz, aunque estuvieran lejos de compartir las orientaciones políticas e ideológicas del general. Así, se desarrollaron relaciones privilegiadas entre China y Francia, primer gran país occidental que reconoció oficialmente a la República Popular (1964), e incluso una «empatía especial» con Cuba, entonces en el apogeo de su compromiso internacionalista, alimentada por «la política exterior de De Gaulle… que se ganó la admiración del gobierno revolucionario cubano»[5].
Las relaciones internacionales, de Estado a Estado, se rigen de hecho por la lógica de las relaciones de poder, y no por grandes principios morales o ideológicos. Los dirigentes bolcheviques lo sabían perfectamente cuando, ante la intervención militar y el bloqueo de los imperialismos vencedores de la Entente, firmaron acuerdos con los perdedores de la Primera Guerra Mundial (en particular el llamado «tratado de fraternidad» con Atatürk en 1921 y el tratado de Rapallo con Alemania en 1922), rompiendo así el «frente único de los capitalistas». Más prosaicamente, estos tratados, fruto de complejas maniobras diplomáticas, sacaron al joven Estado soviético del aislamiento; hicieron posible el desarrollo de relaciones económicas, diplomáticas e incluso militares, modificando a su favor el equilibrio de poder, de forma literalmente abrumadora. Pero los dirigentes bolcheviques tuvieron cuidado de distinguir los acuerdos entre Estados de las relaciones políticas con las organizaciones revolucionarias de los países en cuestión.
Es a este nivel, y solo a este nivel que el internacionalismo de clase recupera sus derechos -aunque haya que apostar por su eficacia última-, como explica Trotski en un conocido pasaje de La revolucion traicionada; El gobierno de los soviets firmó a partir de entonces varios tratados con Estados burgueses: el Tratado de Brest-Litovsk en marzo de 1918; el tratado con Estonia en febrero de 1920; el Tratado de Riga con Polonia en octubre de 1920; el Tratado de Rapallo con Alemania en abril de 1922 y otros acuerdos diplomáticos menos importantes. Sin embargo, nunca se le ocurrió al gobierno de Moscú ni a ninguno de sus miembros presentar a sus socios burgueses como «amigos de la paz» ni, con mucha mayor razón, invitar a los partidos comunistas de Alemania, Estonia o Polonia a apoyar con sus votos a los gobiernos burgueses que firmaron estos tratados. (…) La idea básica de la política extranjera de los soviets era que los acuerdos comerciales, diplomáticos y militares del Estado soviético con los imperialistas, acuerdos inevitables, en ningún caso debían frenar o debilitar la acción del proletariado en los países capitalistas interesados; pues la salud del Estado obrero no está asegurada en última instancia, más que por el desarrollo de la revolución mundial.
«En última instancia», es decir, en una temporalidad que no es la del momento, sino la de un tiempo desarticulado, lleno de tensiones y abierto a bifurcaciones, incluso hacia lo peor… Hasta entonces, en cuanto se conquista una posición en uno de los «eslabones débiles» de la cadena imperialista, se trata de aguantar. Lo mejor que se pueda. Manteniendo en la medida de lo posible ambos extremos -de las maniobras entre y con los Estados y de la política de las fuerzas vivas- sin confundirlos, ni sacrificar uno a otro.
Pero volvamos a la cuestión de la ampliación de la OTAN. Se sabe que para obtener el acuerdo de Gorbachov a la reunificación alemana y la disolución unilateral del Pacto de Varsovia, James Baker, el Secretario de Estado de EEUU, y otros líderes occidentales (incluidos los alemanes) se comprometieron verbalmente a no ampliar la OTAN. Este punto, largamente controvertido, ha sido confirmado por documentos estadounidenses desclasificados. El propio Yeltsin, que no es precisamente un enemigo de Occidente, como es bien sabido, había intentado obtener tales compromisos de Occidente y de los dirigentes ucranianos de la época, especialmente en lo que respecta a Ucrania, pero sin éxito. Cabe señalar que la decisión de ampliar la OTAN se tomó bajo el mandato de Clinton, cuando Yeltsin aún estaba en el poder (solo se anunció tras su reelección en 1996), por tanto, antes de que Putin se convirtiera en presidente y antes de que su plan para restaurar el poder ruso tomara forma. Cuando se anunció la primera ampliación, George Kennan, el «cerebro» de la política de «contención» anticomunista de la Guerra Fría, declaró en un famoso artículo de opinión del New York Times en febrero de 1997:
La ampliación de la OTAN sería el error más desastroso de la política estadounidense en la era posterior a la Guerra Fría. Cabe esperar que una decisión de este tipo inflame las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas de la opinión rusa; que tenga un efecto negativo en el desarrollo de la democracia rusa; que restablezca la atmósfera de la Guerra Fría en las relaciones Este-Oeste; y que dirija la política exterior rusa en direcciones que no nos gustan en absoluto…
Y esto lo escribió cuando esta ampliación solo afectaba a tres países (Hungría, República Checa y Polonia), ninguno de los cuales tiene frontera con Rusia…
Este escenario se ha repetido desde entonces de forma idéntica: sucesivas oleadas de países de Europa del Este que se incorporan a la OTAN y que, en cada ocasión, suelen preceder en varios años a su integración en la Unión Europea, una cuestión de allanamiento, sin duda. Con la primera ampliación, se había dado la señal para la guerra que GA había descrito en su libro de 1999 como el momento inaugural de la «nueva Guerra Fría». Como recuerda el historiador británico Perry Anderson : doce días después de que Polonia, Hungría y la República Checa se unieran a la Alianza, se inició la Guerra de los Balcanes, la primera ofensiva militar a gran escala de la historia de la OTAN. Este exitoso bombardeo fue una operación norteamericana, con una ayuda simbólica de auxiliares europeos, y prácticamente no hubo disidencia en la opinión pública. Las relaciones euroamericanas eran entonces armoniosas. No hubo ninguna carrera entre la UE y la OTAN en el Este: Bruselas se sometió a la supremacía de Washington, que alentó e impulsó el avance de Bruselas.[6].
La actual impotencia de la UE, cruelmente revelada durante los vanos intentos de mediación de la pareja franco-alemana en las semanas previas a la invasión, viene pues de lejos. Proviene de su creciente subordinación a Estados Unidos, acentuada por la continua ampliación, bajo las alas de la OTAN, hacia esta «nueva Europa» querida por el difunto Donald Rumsfeld.
Por tanto, es ridículo afirmar, como repiten incansablemente los gobiernos y los medios de comunicación occidentales, que Putin es solo un paranoico desequilibrado que fantasea con que Rusia está «rodeada» por potencias hostiles. No, todo esto es desgraciadamente cierto, y empezó a suceder mucho antes de Putin, cuando Rusia estaba completamente desangrada y de rodillas ante Occidente, por no mencionar que el propio Putin llegó al poder siguiendo inicialmente los pasos de Yeltsin y sus políticas prooccidentales. Esta actitud del bloque capitalista dominante no se debe a un error ideológico o a una voluntad de poder desencarnada, sino a su naturaleza imperialista. Para perseverar en su ser, necesita enemigos, y tras la caída de la URSS nunca aceptó invitar a su mesa a la nueva clase capitalista rusa, ni siquiera cuando estaba encabezada por un felpudo como Yeltsin, porque siempre ha prevalecido la idea de Rusia como una alteridad inasimilable y una amenaza potencial. También hay que señalar que las élites de los países del antiguo bloque soviético, o de la propia URSS (incluida Ucrania, sobre todo después de 2014), jugaron esta carta a fondo para consolidar el poder de los nuevas capas capitalistas y legitimar su posición frente a unos pueblos que querían vengarse del antiguo poder tutelar.
Por lo tanto, no se puede jugar al juego de la inocencia fingida y pretender que la ampliación de la OTAN no es más que un pretexto, o una distracción, inventada por Putin cuando, desde hace muchos años, Estados Unidos y sus aliados occidentales están inmersos en una escalada de presión y de cerco a Rusia, que se considera cada vez más explícitamente como un adversario sistémico -aunque ya no hay apenas divergencia de regímenes socioeconómicos con Occidente. Como dijo Bernie Sanders, difícilmente asimilable a un «campista», que también condenó enérgicamente la invasión de Ucrania: «¿Alguien cree realmente que Estados Unidos no tendría algo que decir si, por ejemplo, México formara una alianza militar con un adversario de Estados Unidos?» Y recordemos su reacción ante la instalación de misiles nucleares soviéticos en Cuba, a pesar de que Estados Unidos había intentado invadir la isla a través de comandos anticastristas y de que la realidad de la amenaza militar para la isla era innegable.
Recordemos lo esencial: el texto de GA comienza con un análisis justo, en sus líneas generales, de la secuencia actual. Sin embargo, en cuanto se afirma, esta observación inicial se olvida. Tras señalar la importancia de la ampliación de la OTAN en el desencadenamiento de la nueva Guerra Fría, este factor desaparece del resto del texto, como si no hubiera desempeñado ningún papel en la espiral que condujo al estallido de la guerra actual. El razonamiento continúa con un paralelismo entre la invasión rusa de Ucrania y la invasión estadounidense de Irak, señalando el fracaso de esta última y las consecuencias positivas: «la propensión del imperialismo estadounidense a invadir otros países se ha reducido considerablemente, como confirma la reciente retirada de sus tropas de Afganistán». GA concluye que:
El destino de la invasión rusa de Ucrania determinará la propensión de todos los demás países a la agresión. Si fracasa, el efecto sobre todas las potencias mundiales y regionales será de una fuerte disuasión. Si tiene éxito, es decir, si las botas de Rusia logran «pacificar» a Ucrania, el efecto será un cambio importante en la situación mundial hacia una ley de la selva sin límites, envalentonando al propio imperialismo estadounidense y a sus aliados para que continúen con su propio comportamiento agresivo.
Este razonamiento es doblemente insostenible. En primer lugar, el paralelismo entre la invasión de Ucrania e Irak es en gran medida engañoso. Es cierto que ambos fueron actos de agresión y violación de la soberanía e integridad de un Estado. Pero la comparación termina ahí. Porque Irak está a miles de kilómetros de Estados Unidos y no era cuestión de que se uniera a una alianza militar hostil a Washington, ni siquiera de sugerir que, revisando sus compromisos anteriores, podría renegar de su abandono de las capacidades nucleares; como hizo Zelensky en referencia al Memorándum de Budapest de 1994 en su discurso del 19 de febrero en Munich. En la actualidad, Ucrania cuenta con el apoyo militar, económico y diplomático de todo el campo occidental, encabezado por Estados Unidos, mientras que Irak no contaba con el apoyo de nadie y los talibanes solo con el de Pakistán. Si, gracias al apoyo masivo de Occidente, gana militarmente, lo que sería justo en la medida en que defiende la integridad de su territorio contra un invasor, será todo el bloque occidental el que celebre esta victoria como propia. Y, precisamente por esta victoria, podrá borrar las desastrosas imágenes de Kabul y Bagdad, que es sin duda una de las principales razones de la histeria belicista que recorre actualmente las capitales y los medios de comunicación occidentales. Al borrar sus imágenes de derrota, se envalentonará para continuar su marcha hacia el este y seguir imponiendo su dominio a nivel mundial, aunque de forma menos costosa que las expediciones tipo Irak y Afganistán.
Es aquí donde se ponen de manifiesto las consecuencias de abandonar el análisis del papel de la OTAN en el camino. Porque lo que se oscurece entonces es el lugar de Ucrania en esta empresa de ampliación, que altera la naturaleza misma del conflicto en curso, incrustándolo en las contradicciones interimperialistas que oponen Occidente a Rusia. En consecuencia, como volveremos más adelante, la «posición antimperialista radical» que defiende GA equivale a abogar no por la paz, sino por una victoria militar para Ucrania que el apoyo logístico occidental debe hacer posible. Esta posición asume su belicismo, de ahí su pretensión de «radicalidad», a la que dota de una dimensión «antimperialista», ya que se trata de derrotar al imperialismo ruso; salvo que en este aspecto es Joe Biden quien se convierte en el verdadero campeón del antimperialismo. Ignora el carácter interimperialista del actual conflicto y malinterpreta las consecuencias -por muy previsibles que sean- de una victoria obtenida en estas condiciones, a saber, una Ucrania vasallada, integrada orgánicamente en la OTAN, una Rusia rodeada por todos lados por una alianza militar que la trata como un objetivo, el atlantismo triunfando sin oposición sobre Europa y más allá. En otras palabras, no la paz, sino una carrera precipitada hacia la militarización de las relaciones y la certeza de nuevos conflictos en el Viejo Continente.
Esta sombría posibilidad no hace que la resistencia ucraniana a la invasión rusa sea menos legítima, pero debemos tener claras las implicaciones de la configuración actual y no engañarnos. La dificultad fundamental a la que se enfrenta la izquierda antibélica en este momento es que, como en cualquier conflicto interimperialista, la victoria de uno u otro bando tiene consecuencias devastadoras, la peor de las cuales es sin duda una conflagración generalizada en Europa. Una conflagración catastrófica para el continente, pero perfectamente manejable para Estados Unidos, que está separado del teatro de operaciones por todo un océano, lo que le asegura una cómoda posición de retirada. Tanto más cuanto que la «ley de la selva» mencionada por GA como consecuencia de un posible éxito ruso es sencillamente la que rige las relaciones internacionales y esto ha sido así siempre en un sentido. Porque, a diferencia de lo que ocurre dentro de los Estados, en las relaciones interestatales no hay una autoridad superior que pueda imponer normas de derecho a las partes libres e iguales. El funcionamiento de las Naciones Unidas, que se deriva de su propia estructura, se rige por las relaciones de poder entre los Estados, como en la granja orwelliana donde algunos animales resultan ser «más iguales» que otros. La cuestión es, por tanto, si solo uno de estos depredadores podrá reinar en la jungla o si tendrá que lidiar con los demás de alguna manera, lo que implicaría una profunda alteración del «orden mundial» que sucedió a la bipolaridad de la «primera» Guerra Fría.
De los seis puntos enumerados por GA, los tres primeros pueden ser ampliamente acordados entre las fuerzas de la izquierda antibélica: la retirada de las tropas rusas de todo el territorio ucraniano, la resolución de las disputas sobre las provincias escindidas y Crimea «mediante el libre ejercicio por parte de los pueblos afectados de su derecho a la autodeterminación democrática», y el rechazo a la «intervención militar directa» o a una «zona de exclusión aérea», que conlleva el riesgo de una guerra mundial entre potencias nucleares. GA reconoce así que las cuestiones de Crimea y de las repúblicas separatistas de Donbass son cuestiones reales y no una mera estratagema propagandística de Putin. Aunque se hayan celebrado en condiciones cuestionables, los referendos de Crimea y Donetsk no pueden descartarse sin más. En lo que respecta a las repúblicas separatistas, el régimen ucraniano tiene una gran responsabilidad en el deterioro de la situación, por su negativa a aplicar los acuerdos de Minsk, la continuación de los bombardeos y la política de discriminación de sus ciudadanos rusoparlantes, sobre todo en lo que respecta al idioma. También hay que recordar que la difusión de ideas y símbolos comunistas y soviéticos está prohibida en Ucrania desde las «leyes de descomunización» de 2015, las actividades de las organizaciones comunistas (incluida su participación en las elecciones) congeladas, en un momento en el que un Stepan Bandera, dirigente de la OUN (Organización de los nacionalistas ucranianos), colaborador de los nazis y participante en el exterminio de judíos, es reconocido como héroe nacional[7] y el regimiento Azov, una milicia neonazi activa en el frente del Donbass, se integra en las fuerzas armadas ucranianas[8].
La disputa resurge en el cuarto punto, en el que GA defiende el envío de armas a Ucrania, que los gobiernos occidentales han estado dispuestos a proporcionar; incluida Alemania, donde están cayendo los últimos diques contra la remilitarización de la política exterior. GA escribe:
Estamos a favor de la entrega incondicional de armas defensivas a las víctimas de la agresión, en este caso, al Estado ucraniano que lucha contra la invasión rusa de su territorio. Ningún antimperialista responsable le pidió a la URSS o a China que entraran en guerra en Vietnam contra la invasión estadounidense, pero todos los antimperialistas radicales estaban a favor de un mayor suministro de armas de Moscú y Pekín a la resistencia vietnamita. Darles a los que luchan en una guerra justa los medios para luchar contra un agresor mucho más poderoso es un deber internacionalista elemental. Oponerse en bloque a estas entregas contradice la solidaridad elemental debida a las víctimas.
Este paralelismo con Vietnam parece, como mínimo, de mal gusto. El gobierno ucraniano es un gobierno burgués, al servicio de los intereses de una clase de oligarcas capitalistas, en todo comparable al que domina Rusia y las demás repúblicas de la antigua URSS, y que pretende atar al país al campo occidental sin preocuparse de las previsibles consecuencias de tal opción. Aunque es víctima de una agresión inaceptable, no representa ninguna causa progresista más amplia, y sería completamente absurdo que las fuerzas de izquierda dignas de ese nombre abogaran por su armamento. Además, si los «antimperialistas radicales» de antaño pidieron a China y a Rusia que les entregaran armas, no fue porque fueran «solidarios con las víctimas», como quiere la ideología humanitaria de nuestro tiempo, sino porque, a pesar de las críticas (perfectamente justificadas) a sus regímenes, consideraban que los países en cuestión compartían algo de la causa antimperialista y revolucionaria de los vietnamitas, que también era la suya. En la actualidad, dada la naturaleza de las fuerzas implicadas, la entrega de armas a Ucrania solo puede tener un propósito, asegurar su futuro vasallaje y su transformación en un puesto avanzado de la OTAN en el flanco oriental de Rusia.
Esta pregunta también se puede plantear de otra manera. Si, a la vista de los incalculables riesgos que conllevaría, ¿por qué deberíamos, como sostiene la GA, oponernos solo a la «intervención militar directa» en este conflicto y no a cualquier forma de intervención militar? ¿Es el innegable riesgo nuclear una razón suficiente para limitar la restricción a la «intervención directa» únicamente? ¿El envío de armas a Ucrania, como han anunciado a bombo y platillo Estados Unidos y la Unión Europea, no conduce también a una escalada y ampliación del conflicto, convirtiendo a los países implicados en cobeligerantes y complicando la futura convivencia con Rusia, que es inevitable sea cual sea el régimen y el resultado de este conflicto? ¿No podría la entrega de armas, acompañada de sanciones, fomentar una intervención más amplia, si parece que estos medios son insuficientes para detener el avance de las tropas rusas? ¿Por qué, habiendo puesto el dedo en la llaga, Occidente no va a subir una marcha, sin enviar tropas pero estableciendo, por ejemplo, una «zona de exclusión aérea» como insiste la parte ucraniana, apoyada por la parte más belicosa del establishment estadounidense? Esto significaría derribar los aviones rusos que sobrevuelan Ucrania, avanzando así hacia un enfrentamiento directo con Rusia, que posiblemente llevaría a un tercer conflicto mundial. La línea que separa la intervención directa de la indirecta es menos clara de lo que algunos parecen pensar.
Como podemos ver, la cuestión de negarse a escalar el conflicto militarmente mediante la entrega de armas a Ucrania traza una línea divisoria entre las fuerzas de la izquierda. El caso de España es especialmente interesante en este sentido. La derecha española se mostró disconforme con las reticencias de Podemos, que participa en el Gobierno presidido por el socialista Pedro Sánchez, a aprobar la entrega de armas a Ucrania y pidió a Sánchez que les expulsara del Ejecutivo, acusándoles de ser «socios del enemigo, enemigos de los ucranianos, de Europa, de la paz y de la libertad». Tras no enmendarlo, Podemos acabó votando a favor de la resolución del Parlamento Europeo que pide reforzar las sanciones contra Rusia y la entrega de armas a los ucranianos. Los demás partidos de la izquierda radical ibérica (los comunistas, la izquierda vasca de Bildu y Anticapitalistas, la sección de la Cuarta Internacional del Estado español) son más firmes en su oposición a la escalada militar, ya que sus representantes electos se han abstenido (en el caso de los dos primeros) o, en el caso del eurodiputado de Anticapitalistas Miguel Urban, han votado en contra del mismo texto.
Pero este asunto va más allá de las fronteras de la izquierda. Cualesquiera que sean estas motivaciones, ciertamente relacionadas con el deseo de preservar un margen de autonomía en una configuración europea marcada por un atlantismo exacerbado, ¿no demostró Emmanuel Macron (al menos en el plano discursivo) una sabiduría mayor que la del «antimperialismo radical» preconizado por GA al declarar, en su último discurso que «no estamos en guerra con Rusia» y evitando entre las acciones implementadas cualquier referencia al armamento de Ucrania (en el que participa Francia)?
Queda el tema de las sanciones contra Rusia. GA apoya una especie de posición agnóstica, subrayando sus consecuencias contradictorias, algunas de las cuales pueden perjudicar a Putin y su régimen, otras solo a la población rusa. Recordando que los antimperialistas han hecho y siguen haciendo campaña a favor de sanciones contra Estados como la Sudáfrica del apartheid e Israel, concluye con un «ni-ni»:
Nuestra oposición a la agresión rusa, combinada con nuestra desconfianza en los gobiernos imperialistas occidentales, significa que no debemos apoyar sus sanciones ni exigir su levantamiento.
Se podría estar de acuerdo con esta precaución, pero también en este caso los paralelismos establecidos son engañosos. Por supuesto, los antimperialistas y la izquierda antibélica no son por principio hostiles a las sanciones contra los Estados. Sin embargo, cuando se movilizan por estos objetivos, no es para apoyar la acción de sus gobiernos, sino para oponerse a ella. Se trataba de poner fin a las florecientes relaciones económicas que todos los países occidentales mantenían con el régimen del apartheid y ahora se trata de dejar de apoyar a Israel, un Estado que lleva más de medio siglo ignorando todas las resoluciones de la ONU que condenan la ocupación y la colonización de los territorios invadidos en 1967 y que no solo sigue sin sancionar sino que se beneficia de la «cláusula de nación más favorecida» de la UE.
Esta duplicidad constante simplemente hace indefendibles los regímenes de sanciones que Occidente lleva aplicando desde hace décadas, y su capacidad para hacerlo sirve para confirmar su supremacía económica, China y Rusia no estan más que de forma marginal en el origen de los acontecimientos relacionados con dichas medidas (3% en 2020[9]). La tarea de la izquierda es denunciar la función política de este dispositivo y mostrar que es sobre todo un instrumento para asfixiar a un país que perturba el orden mundial configurado por la supremacía estadounidense y occidental, un instrumento que en el fondo se diferencia poco de un acto de guerra.
Por otro lado, sólo se puede estar de acuerdo con GA en el último punto que menciona: la acogida incondicional de los refugiados ucranianos. Pero no se puede hacer sin señalar que el cuasi-consenso que lo rodea es un ejemplo flagrante del «doble rasero» del discurso cínico dominante. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de la alcaldesa de Calais, que se enorgullece de acoger a los refugiados ucranianos y facilitar su paso al Reino Unido, mientras que al mismo tiempo exige constantemente la intensificación de la caza estatal de (otros) migrantes en su ciudad, que lleva años, llegando incluso a prohibir la distribución gratuita de alimentos y agua? ¿Cómo admitir el cinismo de Gerald Darmanin, que se permite criticar la «falta de humanidad» mostrada por los británicos al negarse a acoger a los ucranianos, mientras él mismo no deja de hacer gala de su destreza en la caza de inmigrantes?
Si no se puede hacer pagar a los refugiados ucranianos la política asesina de la «Fortaleza Europa», no es menos inadmisible defender, aunque sea por omisión, una acogida selectiva, que opera según criterios (no tan) inconfesables. Porque si a unos se les concede lo que a otros se les niega, es seguramente porque tienen la triple «desgracia» de no ser víctimas de los rusos, de no ser blancos y, sobre todo, de no ser musulmanes. Así que sí a la acogida de los ucranianos, pero sin ningún régimen excepcional, en igualdad de condiciones con todos los que huyen de las guerras y las persecuciones.
El mundo actual está profundamente afectado por fuerzas oscuras, que tienen su origen en la violencia de las relaciones de explotación inherentes al capitalismo y al orden mundial que garantiza la perpetuación de este sistema. La guerra no es más que la expresión concentrada de esta violencia, la «tormenta» que la «nube» de este sistema lleva dentro, parafraseando a Jaurès. Por eso, la «guerra contra la guerra», según la famosa consigna de Clara Zetkin, es una línea directriz para la acción de las fuerzas de la emancipación, y una línea de demarcación fundamental dentro de la propia izquierda.
Si las palabras aún tienen sentido, adoptar una posición antimperialista e internacionalista equivale a desvincularse del propio imperialismo, o del bloque al que está adscrito un país secundario, y combatirlo sin tregua sin apoyar por eso el de un rival de la misma naturaleza. Para los antimperialistas rusos, significa luchar contra la guerra de Putin, como han empezado a hacer, con un riesgo considerable. Para las fuerzas antimperialistas del mundo occidental, significa demostrar que están asumiendo la pesada tarea de los que están «en el vientre de la bestia».
En cuanto a la guerra en Ucrania, la movilización masiva para exigir su cese inmediato y la retirada de las tropas rusas debe ir acompañada de la condena de las acciones expansionistas de la OTAN y la exigencia de la retirada de nuestros respectivos países de esta alianza que constituye una gran amenaza para la paz mundial. No se puede, como hace GA, subrayar el papel de la ampliación de la OTAN en el desencadenamiento de la «nueva guerra fría» y no exigir su desmantelamiento como condición para una paz duradera en Europa. No se puede calificar de «antimperialista radical» una posición que consiste en alinearse con las decisiones de los gobiernos occidentales que conducen a una escalada del conflicto y a las secuelas de nuevas guerras. Por último, no podemos querer una Ucrania verdaderamente independiente dentro de fronteras reconocidas, respetuosa de la autodeterminación de sus pueblos, sin poner fin a esta carrera de ampliación de la alianza militar (y militarista) que asegura a Estados Unidos la perpetuación de su papel de «policía mundial», sin retomar la vía del desarme nuclear y sin trabajar por el abandono de las ambiciones imperiales de ambas partes.
En el período actual, está claro que las luchas populares no toman la forma de guerras de liberación o de levantamientos armados, sin caer por eso en una ilusoria «no violencia». En este contexto, el antimperialismo y el internacionalismo de los oprimidos toman necesariamente la forma de la más amplia movilización por la paz, por la soberanía democrática de los pueblos y por la ruptura de la lógica de los bloques, de las alianzas militares y de las «zonas de influencia». Sectores significativos de la izquierda están, a nivel internacional, en esta longitud de onda. Por ejemplo, Mélenchon y France Insoumise en Francia, Jeremy Corbyn, la Coalición Stop the War y otros movimientos antiguerra en el Reino Unido, los Democratic Socialists of America, los sectores progresistas de las iglesias católica y protestante, y muchas otras fuerzas.
Solo siguiendo este hilo podemos :
– afirmar una posición autónoma de condena de la agresión rusa, al tiempo que se resiste al belicismo de nuestros gobiernos;
– preservar la posibilidad de una Ucrania verdaderamente independiente y una paz duradera en Europa;
– convencer a los sectores progresistas de los países del Sur que, de forma reactiva, por odio -absolutamente justificado- al imperialismo estadounidense y a la prepotencia occidental, se muestran benevolentes con un Putin;
Este artículo fue publicado originalmente por Contretemps traducción de Jacobin América Latina.
[1] Su punto de partida es el «documento Sisson», una falsificación difundida por el gobierno estadounidense en 1918 para justificar su participación en la Primera Guerra Mundial y para justificar la caza de los activistas de izquierda que se oponían a ella. Véase Alfred Erich Senn, «The Myth of German Money during the First World War», Soviet Studies, vol. 28, nº 1, 1976, pp. 83-90.
[2] Gilbert Achcar, La nouvelle Guerre froide. Le monde après le Kosovo, París, PUF, 1999, p. 8.
[3] Olivier Zajec, «A l’heure de l’élection américaine, l’ordre international qui vient», Le Monde diplomatique, noviembre de 2020, p. 16-17.
[4] Hélène Richard, Anne-Cécile Robert, «Le conflit ukrainien entre sanctions et guerre», Le Monde diplomatique, marzo de 2022, p. 22.
[5] Hortense Faivre d’Arcier-Flores, «La révolution cubaine et la France gaulliste : regards croisés», en Maurice Vaïsse (ed.), De Gaulle et l’Amérique latine, Nueva edición [en línea]. Rennes: Presses universitaires de Rennes, 2014, disponible en books.openedition.org/pur/42552.
[6] Perry Anderson, The New Old World, Londres y Nueva York, Verso, 2009, pp. 69-70.
[7] Laurent Geslin, Sébastien Gobert, «Ukraine, jeux de miroirs pour héros troubles», Le Monde diplomatique, diciembre de 2016.
[8] Véase Louise Couvelaire, «Au camp d’entraînement des petits soldats d’Ukraine», Le Monde, 19 de agosto de 2016.
[9] Hélène Richard, Anne-Cécile Robert, «Le conflit ukrainien…», art. cit. p. 23.
STATHIS KOUVELAKIS
Profesor de teoría política en el King’s College London. Formó parte del comité central de Syriza.