(Versão em português)
Breve introducción teórica[1]
En 1844, Marx afirmaba que la revolución en general –el derrocamiento del poder existente y la disolución de las viejas relaciones– es un acto político (Marx, 2010). Años después, al formular su Crítica de la economía política, dejó más claras aún las implicaciones históricas de este acto. Para él, los impulsos irrefrenables del capital, desde sus más remotos orígenes, son la expansión –su internacionalismo innato, basado en la lógica del desarrollo desigual y combinado– y la acumulación de riquezas socialmente producidas. Estas características propias son las que lo hacen dinámico y a largo plazo incontrolable. Pero, siempre según Marx, el fundamento principal de ese proceso reside en la permanente y atenta subsunción a la que somete el trabajo mediante relaciones sociales crecientemente complejas y contradictorias. Ese es el rasgo distintivo del capital, una relación social que tiene en el trabajo de la fuente irreemplazable del valor que produce.
El resultado más concreto de la dominación burguesa, desde la acumulación primitiva hasta nuestros días, es la concentración del capital –hoy más vertical que nunca–, y la consecuente agudización de la desigualdad social. Eso quiere decir que la sociedad en la cual la abundancia de riquezas producidas por el trabajo social es apropiada por una clase tendencialmente reducida en términos numéricos y, al mismo tiempo, más poderosa, sólo puede efectivizarse con un simultáneo proceso de empobrecimiento de las cada vez mayores masas productoras en el ámbito planetario.
Es lo que de hecho se deduce de las incorregibles formas de funcionamiento del capital actualmente vigentes, que vienen imponiendo una severa generalización de las más abusivas prácticas de explotación. Las consecuencias de tales prácticas terminan por constituir una situación de universalidad que, a pesar de ser inmediatamente muy negativa para la clase, pueden –¿por qué no?– generar condiciones favorables para la explosión revolucionaria.
Ante esto, el desafío que se plantea a la clase sigue siendo enfrentar las adversidades más profundas de una cotidianidad que, cada vez con más recursos, trata de eternizar la condena de los trabajadores al infierno del trabajo social alienado, cada vez más degradado. El problema es el de cómo convertir aquella universalidad negativa del sistema en una negatividad universal para el sistema.
Para Marx, ese proceso necesario para la transición al socialismo, y que, obviamente, se produce en el terreno de la lucha de clases, debe asumir formas necesariamente políticas. O, como él afirma,
Las condiciones económicas habían primeramente, transformado las masas del país en trabajadores. El dominio del capital creó para las masas una situación común, intereses comunes. Esa masa ya es, de esa manera una clase contra el capital, muy a pesar de que no sea todavía una clase para sí. En la lucha, de la que conocemos sólo algunas fases, la masa se hace unida, y se constituye en clase para sí. Los intereses que ella defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política (Marx, 1985:159).
Mientras tanto, la conciencia necesaria para la manifestación de esa auténtica forma de enfrentamiento político viene siendo históricamente encubierta en todas las dimensiones posibles. En primer lugar, por las condiciones de reproducción social que impone a los trabajadores un tipo de sociabilidad totalitaria que no sólo impide cualquier manifestación de ellos como sujetos, sino que los obliga a la constante necesidad de suplir las carencias materiales que el capital les impone de modo exponencial.
[2]
Lo mismo puede decirse de las “alternativas” políticas ofrecidas por el capital a lo largo de la historia de la reproducción de su dominación, la más antigua de las cuales se relaciona con las formas de representación dadas por el sistema parlamentario. Para comprender el más profundo significado de esta cuestión en el terreno de la lucha de clases, que es lo que de hecho interesa, Mészáros ofrece una crítica contundente:
Directa o indirectamente, el capital controla todo, incluso el proceso legislativo parlamentario, aunque se este sea considerado totalmente independiente del capital por muchas teorías que hipostasian la “igualdad democrática” de todas las fuerzas políticas que participan del proceso legislativo. […] Y lo que hace aún peor las cosas, para los que buscan cambios significativos en los límites del sistema político establecido, es que ese sistema puede reivindicar para sí la genuina legitimidad constitucional según su actual modo de funcionamiento, sobre la base de la inversión, históricamente constituida, del estado real de reproducción material. Pues, en tanto el capitalista no sea sólo la “personificación del capital”, sino simultáneamente “la personificación del carácter social del trabajo, de sus”, el sistema puede alegar que representa el poder de producción vitalmente necesario para la sociedad vis-à-vis de los individuos, incorporando los intereses de todos. De esta forma, el capital se afirma no sólo como poder de hecho, sino también como poder de jure de la sociedad, en cualidad de condición objetivamente necesaria para la reproducción societaria y, por lo tanto como el fundamento constitucional de su propio orden político (Mészáros, 2010: 187).
En estos términos, el capital, en el plano concreto de la producción material, solamente puede reconocer al trabajador social, abstracto, productor de riqueza, nunca al individuo real, potencial beneficiario de su distribución. En el plano de la política parlamentaria, que desde la cuna fue debidamente separada de la instancia económica, el capital ofrece un mundo repleto de libertades formales para el individuo, sin reconocer jamás su pertenencia de clase.
En la medida en que tal proceso se desarrolla históricamente, esa perspectiva de reproducción social por la política se va perfeccionando a través de la burocratización institucional que cobra volumen en la misma proporción en que crece la pobreza (preocupante) de la clase trabajadora, creada en el ámbito de las relaciones socioeconómicas. El intento del sistema es ejercer el más estricto control sobre ella, sea a través de políticas públicas, sea a través de un sofisticado aparato represivo, sea a través de la fusión de esos dos instrumentos, que es lo que parece ocurrir actualmente.
En este breve recorrido introductorio, es necesario enfatizar que, a pesar de toda la fragmentación/flexibilidad/diversificación a que son sometidos los trabajadores en la intrincada tela del trabajo socialmente constituido en nuestros días –trabajo productivo, improductivo; trabajo formal, informal; empleo, desempleo–, ninguna de las “alternativas” presentadas por el sistema es capaz de cambiar ni una coma siquiera de la realidad que lleva a un número cada vez mayor de individuos por todo el mundo a pertenecer a la “clase [potencialmente] en contra del capital”. Esa es la razón por la cual este sistema de reproducción social sigue compuesto por dos clases sociales fundamentales, lo que se refleja en la composición de dos perspectivas históricas radicalmente distintas para el sentido de la política: una potencialmente emancipadora, la otra reproductora del orden. Sin embargo, si nunca la clase fue tan universalmente explotada como en el actual desarrollo histórico, del mismo modo nunca fueron tan ofensivos los instrumentos utilizados para impedirle que concluya con su necesaria tarea histórica.
Sobre esta base, este artículo arriesga algunos comentarios sobre la “paradigmática” mayoría de edad burguesa de la política alcanzada por el actual Estado brasileño; algo que es reconocido por los más exigentes mentores de las políticas neoliberales vigentes, no sólo a causa de la eficiencia con que él lulismo realiza la mediación entre los intereses del gran capital y los productos más inevitables del patrón de acumulación impuesto: desempleo estructural, hambre y destrucción ambiental. Su prestigio se debe, principalmente, a que hace todo eso sin provocar ningún cambio sustantivo en un país históricamente marcado por la condición de colonialismo crónica, de desigualdad social endémica, de debilidad –hasta aquí no superada– de su posición desventajosa en el ranking del mercado de bienes de producción, de su inferioridad en la generación de tecnologías, de la permanente inestabilidad de su economía y política internas.
I. El fenómeno Lula y los nuevos desafíos del movimiento popular
Lula es reconocido como uno de los más notables fenómenos de la política contemporánea, sobre todo por su habilidad sin igual de agradar a Dios y al diablo. Defensores de la institucionalidad se deshacen en elogios al “más republicano” de los gobernantes del Brasil. Los más críticos, sin embargo, ven en él un “falso giro hacia la izquierda” y un “inequívoco ataque a la clase trabajadora”.
Al frente del gobierno federal, condujo con maestría programas de estímulo prioritariamente económico, entre los que se destacan los Programas de Aceleración del Crecimiento (PACs),
[3] motor principal de la campaña del Partido de los Trabajadores para la sucesión en el Planalto en 2010. De ahí el prestigio de que goza entre amplios sectores del capital nacional e internacional.
Simultáneamente, ofreció programas de “alivio” social (las llamadas políticas compensatorias) en función de los daños causados por el patrón de desarrollo neoliberal, del que él mismo fue signatario desde su primera obra de gobierno. De aquí deriva la idolatría que despertó entre las capas más empobrecidas y carenciadas de la población brasileña, un nuevo y bien pensado corral electoral de la nación.
La estrategia convirtió a Lula en el presidente más popular de toda la historia del Brasil –según encuestas realizadas en diciembre de 2010–, que, además de cerrar sus ochos años de mandato con el impresionante índice de popularidad del 87%, derrota a la oposición y asegura en las urnas la sucesión de su candidata, Dilma Rousseff.
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El triunfalismo de las declaraciones oficiales –ya sea en la despedida televisiva de Lula, ya en la asunción de Dilma– de ninguna manera sugiere que el país sigue presentando una de las más escandalosas desigualdades sociales del planeta:
[…] Brasil se caracteriza por construir un patrón extremadamente concentrado de distribución de la renta y la riqueza. Los datos disponibles y confiables indican la persistencia estructural del juego de distribución personal de renta y de riqueza, incluso cuando se da la aparición de nuevos jugadores. El 10% más rico de la población impone, históricamente, la dictadura de la concentración, pues llega a responder por casi el 75% de toda la riqueza nacional, en tanto el 90% más pobre retiene tan sólo el 25%. Independientemente de los patrones de desarrollo económico por los que pasó Brasil, prevaleció la estabilidad en la desigualdad de la distribución de la renta y la riqueza entre sus habitantes (Pochmann, 2007: 7).
Los datos, como mínimo, contradicen la real eficacia de las políticas compensatorias frente a la ampliamente anunciada reducción de la pobreza y la desigualdad. Por el contrario, la desigualdad parece venir aumentando y “los resultados proclamados son falsos, pues miden solo las rentas del trabajo que, en verdad, mejoraron solo en forma muy marginal, gracias a los beneficios del INSS y no de la Bolsa Família. Quien señala esto es el insospechado Instituto de Investigación Económica Aplicada” (Oliveira, 2010: 373).
En este escenario de ilusiones, es inevitable aludir a Getúlio Vargas sobre todo en la disputa que se entabla entre ambos por el calificativo de “padre de los pobres”. Un buen ejemplo de las afinidades ideológicas que Lula insiste en establecer con su ilustre antecesor es el Hambre Cero, política de “ayuda al pobre” establecida ya durante su primer gestión (2003-2006), que dio origen a la distribución de las famosas Bolsas Família.
Histórica y socialmente, sin embargo, las consecuencias del combate contra la miseria provocada por la política social del varguismo son muy distintas de las que provocó la presidencia de Lula.
El varguismo fue un reflejo autoritario de las políticas keynesianas que, desde la periferia, contribuían al control de las crisis cíclicas que sacudía al sistema del capital como un todo. De ese modo, su proyecto de “erradicación del hambre”
[5] estuvo atado a un amplio proceso de desarrollo de la industria y a la formación de una nueva clase obrera que el Estado trató de controlar mediante el otorgamiento de una serie de garantías: organización sindical, derechos laborales y pleno empleo.
“Arquitecto de nuestro naciente orden burgués industrial”, Getúlio Vargas impuso el desplazamiento de la oligarquía latifundista de la base de dominación del país. En esa medida, el varguismo institucionaliza el hambre y la pobreza al mismo tiempo que delimita el campo de la lucha de clases:
Con la aplicación del laborismo, el getulismo (o varguismo) politizó la “cuestión social”, la sacó del exclusivo espacio de la criminalización. Como un Bonaparte, el estanciero de las pampas necesitaba del apoyo obrero como ancla en su relación con las clases que de hecho representaba, o sea, las fracciones burguesas emergentes. Pero para representar a los “de arriba”, el getulismo necesitó del apoyo “de los de abajo” (Antunes, 2006: 131).
El lulismo, a su vez, despunta como fenómeno político característico de América Latina en un contexto histórica ahora diseñado por una transición democrática lenta, gradual y, fundamentalmente, consentida. Es, por tanto, desde el interior del orden que surge el fenómeno y se confirma como liderazgo defensivo –en verdad, el más avanzado posible– para una clase trabajadora tardía y precozmente debilitada por la dura represión del régimen militar. En dos décadas, el régimen silenció –en muchos casos, para siempre– las representaciones más auténticamente populares y radicales.
No sorprende por lo tanto que el lulismo, una vez en el poder, atienda democráticamente las necesidades del capital en su crisis estructural y, democráticamente, desmonte cada una de las conquistas históricas de la clase trabajadora. Sus políticas sociales –que componen la llamada “hegemonía de la pequeña política” (Coutinho, 2010: 29-46)– tienen un carácter efímero y asistencialista para los desempleados que contribuyen a crear. En el comando del Estado, el lulismo es el vector político para ofrecer tanto las bases necesarias para la creación de las carencias formadoras de su propio público, como los placebos requeridos para su reproducción. Con semejantes artificios, “parece haber sido borrado para siempre el preconcepto de clase, como también destruidas las barreras de la desigualdad. Al elevarse a la condición de condottiere y de mito […] Lula despolitiza la cuestión de la pobreza y de la desigualdad” (Oliveira, 2010: 25).
Una de las estrategias utilizadas nos parece especialmente problemática. Es la referida en primer lugar a los lazos que históricamente el PT estableció con los movimientos sociales de masas, entre los que se destaca el MST. Y a la forma en que, una vez en el poder, esos lazos se convierten, positivamente, en beneficios concretos al movimiento, posibilitando, mediante la apertura de líneas de crédito y estímulo a la formación de cooperativas, por ejemplo, condiciones de competitividad en el mercado para los asentamientos ya consolidados. Esos beneficios sellan un compromiso político que nos parece un gravamen excesivamente grande para la necesaria autonomía de las estrategias de lucha que el movimiento debe preservar por todos los medios.
Prueba de eso es la polémica declaración de Joao Pedro Stedile, presidente de la dirección nacional del MST, en el proceso electoral de 2010:
Y tenemos a tres candidatos de partidos de izquierda, con compañeros de biografía respetada de compromiso con el pueblo, pero que no consiguieron aglutinar fuerzas sociales a su alrededor, y por eso su peso electoral será escaso. En este escenario, pensamos que la victoria de Dilma permitirá un escenario y una correlación de fuerzas más favorables para avanzar en conquistas sociales, incluso en cambios en la política agrícola y agraria (Stedile, 2010: 4-5).
La declaración de voto del más alto dirigente del mayor movimiento social de masas del país sería muy problemática, aun si su opción no fuese profundamente cuestionable para la misma causa que el MST defiende desde hace 28 años. En todo ese tiempo, el movimiento constituye la gran esperanza de restablecimiento de la dignidad humana para millares de familias alcanzadas por el desempleo estructural. Y la mayoría de ellas se encuentra en los acampes, en un proceso de luchas cada vez más largo y más tenso por las tierras que el agronegocio viene acaparando a la luz del día, y con la connivencia o, en el mejor de los casos, la impotencia de las instituciones federales.
[6]
Es significativa también la cantidad de asentamientos precarios, sin condiciones materiales para alcanzar las metas establecidas por el Plan Nacional de Reforma Agraria. En el Estado de San Pablo, por ejemplo, el más rico de la nación, los asentamientos y los cada vez más raros acampes, además de sufrir frecuentes ataques físicos y morales de los agentes del agronegocio y del Estado, chocan con inmensas dificultades para obtener agua para sus cultivos (en muchos casos, aún inexistentes).
Según Ariovaldo Umbelino de Oliveira, profesor de geografía agraria de la FFLCH/USP, uno de los más consagrados estudiosos y críticos de la cuestión en Brasil,
Más de 100.000 familias que estaban acampadas en 2003 siguen acampadas en 2009. De esta manera, la reforma agraria no es realizada porque el MDA/INCRA no quieren expropiar los grandes inmuebles improductivos de esos Estados para “desestabilizar” el agro negocio. Mientras esto ocurre, el gobierno va dando “disculpas impresentables” a los movimientos sociales y sindicales, que, además, ya no creen más en ellas. Surge así un nuevo tipo de lógica entre el gobierno del PT y los movimientos sociales y sindicales: uno finge que hace la reforma agraria, los otros fingen que le creen (Umbelino de Oliveira, 2010: 1).
Este proceso plantea un dilema insoluble: el MST de algunos asentamientos relativamente exitosos, que tiende a la institucionalización de sus prácticas de mercado, no puede convivir sin graves contradicciones internas con el mismo MST que, bajo la “lona negra” de los acampes, tiende a agudizar la lucha de clases. En esa medida, o el movimiento continúa encadenado a las políticas públicas y abandona la confrontación más radical contra el capital, dejando a la deriva a la mayoría de su militancia acampada y precariamente asentada; p rompe con esa perspectiva política que reproduce las condiciones materiales que hacen al MST tan necesario.
Por las cuestiones hasta aquí mencionadas, es posible afirmar que esa misma fisiología y esa misma escisión interna que el lulismo provoca en el MST se dan en el ámbito más general de la clase trabajadora en el país. O sea que, mientras las trabajadoras y trabajadores precarios vienen reproduciéndose difícilmente por obra y gracia de las políticas públicas para miserables, otros, mejor establecidos y constituidos por militantes activos, adhieren al transformismo lulista y prosperan “a la sombra del poder”, gracias a los abultados cofres de las centrales sindicales, los consejos gestores de fondos de pensión, los presupuestos federales, etcétera.
Para aquellos segmentos que resisten y optan por seguir un camino propio, más o menos independientes del “control democrático” del Estado, se plantean como grandes desafíos del momento las siguientes cuestiones:
1) ¿Qué hacer cuando trabajadores sindicalizados resuelven salir del ostracismo y la defensiva reactivando en forma combativa instrumentos históricos de lucha, como los paros, las huelgas, etcétera?
2) ¿Qué hacer cuando muchos de los “pobres” resuelven escoger la lucha (aún no totalmente institucionalizada) de los movimientos sociales de masas? ¿Qué hacer con los millones de familias que, en lugar de resignarse a las bolsas y al activismo e institucional, se lanzan a la práctica de la ocupación: de tierra para exigir reforma agraria y poder plantar su propio alimento; de terrenos públicos para protestar contra la ineficiencia del Estado en agilizar políticas habitacionales populares, mejorías concretas en el sector de salud pública, de educación digna; de instalaciones de agronegocios para denunciar crímenes ambientales y los negociados que siguen envolviendo al sector, cada vez más en manos de transnacionales?
3) ¿Qué hacer cuando una inmensa masa de hombres y de mujeres resuelven transformarse en sujetos de su propia historia y dar un nuevo sentido, más radical y alternativo, a la política?
4) En suma, frente al agravamiento de las contradicciones sociales que se acumulan en el país, ¿cuáles son las perspectivas concretas de política auténticamente necesaria para que las clases trabajadoras superen ontológicamente las mediaciones –entre las cuales se destaca la política mistificadora del Estado burgués– que impiden el salto de la conciencia y la praxis revolucionaria?
II. Reestructuración productiva y reestructuración de la política
Durante casi dos siglos, ideologías liberales y socialistas alentaron la expectativa de que la superación de nuestro atraso colonial, y la consiguiente explosión de nuestra potencialidad burguesa, llevarían a capacitar a las instituciones democráticas para erradicar los crónicos problemas sociales nacionales, entre los cuales siempre figuraron en primer plano el hambre, la desnutrición, el analfabetismo, la mortalidad infantil. O sea, en la madurez de nuestro desarrollo burgués, alcanzaríamos las alturas de la emancipación política
[7] (de ciudadanía y de democracia) que, desprendiéndose de las imposiciones creadas por las relaciones económicas, asumiría la tarea de administrar y “resolver” las cuestiones sociales –en verdad, los conflictos de clase– que se dan en el seno de la sociedad civil.
Ocurre que, finalmente, el capitalismo brasileño se
desencantó y, de la mano del neoliberalismo, viene exhibiendo uno de los mejores desempeños económicos del sistema. Con razón, el capital tiene poco que lamentar y mucho por celebrar en estos lugares: véase por ejemplo, la estratosférica lucratividad bancaria, el enorme crecimiento de la construcción civil y la industria, especialmente farmacéutica y automovilística. Más impresionante aún es el éxito del agronegocio y de los números que apuntan al gran aumento de áreas cultivables, de selvas, y otras tantas de protección ambiental, invadida por pasturas, monocultivo de caña, de soja, de celulosa, “resolviendo” así el viejo problema de los latifundios improductivos en Brasil, sin que sea necesario pasar por las incómodas políticas de la reforma agraria.
[8]
La obra de ingeniería política se completa con los índices que apuntan a una caída en los índices de pobreza del país como resultado de la política social-neoliberal del gobierno, que distribuye una renta (de hecho) mínima, que sólo puede tener algún efecto entre familias que viven en condiciones de extrema miserabilidad. Y, en esta misma línea, las políticas afirmativas, de inclusión social, que permiten, por ejemplo, que finalmente jóvenes de renta baja tengan acceso a las universidades públicas, ya sea por el Reuni, ya sea por el programa de cuotas (para negros, pobres etcétera).
De cara a los hechos, es preciso reconocer que el país sedimenta su modo de ser capitalista y la madurez de su política democrático-burguesa, conducido por el más político de los políticos en la historia de Brasil, si es que se entiende unilateralmente a la política como el arte de conciliar necesidades cada vez más desiguales, que son reflejo de nuestra sociedad de clases.
Sin embargo, pareciera que el gran arte de este ejercicio político es hacer de la miseria y de la explotación una virtud, sacar de ella dividendos electorales y ocultar las causas que se mantienen activas, las mismas que generan la necesidad constante de los “socorrismos sociales”: el desempleo estructural y la degradación sin precedentes de todas las formas del trabajo que requiere el capital en esta fase neoliberal.
Por eso, las medidas no son casuales. Las políticas sociales, implementadas de modo tan competente –y “desideologizado”– por el gobierno actual, funcionan como una atención rápida para lo que, en verdad, ya los primeros ideólogos de la teoría neoliberal preveían como seria amenaza a la reproducción del orden de un modo relativamente controlado. Para ellos:
El alivio de la pobreza es una exigencia tanto de los principios éticos básicos de Occidente como del simple interés propio. A largo plazo, es poco probable un mundo bien ordenado si una gran afluencia de riqueza de un lado coexiste con la progresa aplastante del otro, al mismo tiempo en que surge el mundo de comunicaciones, relaciones mutuas e interdependencia (Cooper/Kaiser/Kosaka, 1979: 95).
En este aspecto, no quedan dudas de que las condiciones actuales de “gobernabilidad” en Brasil funcionan en absoluta sintonía con la lógica desigual del sistema del capital, que reservó a países como el nuestro los fundamentos más destructivos de las políticas neoliberales. Incluso por eso la crisis de 2008 no tuvo impacto tan fuerte y repentino por aquí. Sus efectos se sienten de un modo constante y desde hace mucho tiempo.
[9]
Una fuerte tendencia institucional/asistencialista, de ideología neoliberal –posmoderna– viene consolidándose como la teoría política más adoptada por muchos ex intelectuales de izquierda. Muchos de ellos ocuparon altos cargos en los escalafones del poder federal, estatal, y acostumbran dar sus limitados testimonios decretando el fin del marxismo, de la lucha de clases, de la revolución. Ser progresista para ellos es, a lo sumo, una cuestión de ciudadanía, de democracia, de inclusión social, dado que somos redefinidos según la nueva “ciencia política” que, por incompatibilidad y necesidad histórica, adhiere al consentimiento activo y rompe con todos los matices en algún momentos civilizatorios del liberalismo.
Según Carlos Nelson Coutinho, que se basa en el Gramsci de los Cuadernos de la cárcel, Brasil, bajo la hegemonía lulista, abandona el universo de la política
como arena de lucha para elegir diferentes propuestas de sociedad y pasa, por lo tanto, a ser vista como un terreno ajeno a la vida cotidiana de los individuos, como simple administración de lo existente. La apatía se convierte así no sólo en un fenómeno de masas, sino que es también teorizada como factor positivo para la conservación de la “democracia” por los teóricos que condenaron el “exceso de demanda” como generador de desequilibrio fiscal y, consecuentemente, de inestabilidad social. Pero, [...] es expresión de la gran política reducir todo a pequeña política. En otras palabras, es por medio de ese tipo de reducción que se desvaloriza la política en cuanto tal, que hoy se afirma la casi inobjetada hegemonía de las clases dominantes. En situaciones “normales”, la derecha ya no precisa de la coerción para dominar: se impone a través de ese consenso pasivo, expresado entre otras cosas en elecciones (con tasas de abstención cada vez mayor) en las cuales nada sustantivo está puesto en cuestión (Coutinho, 2010: 29-46).
Esta reestructuración de la política es una exigencia de la misma reestructuración productiva que se produce en el país desde hace por lo menos dos décadas. Y uno de sus objetivos, sin duda, es institucionalizar la pobreza y ejercer “control democrático” sobre los pobres (léase clase trabajadora).
Eso significa que esta forma de “gestión de la cosa pública” corresponde a la
antítesis verdaderamente necesaria al Brasil de hoy, que sigue siendo campeón en lo atinente a la desigualdad social
[10] y sometiendo la
pobreza a una fusión bien articulada de políticas paternalistas y al rigor de la acción policial.
[11]
¿Que decir, por ejemplo, de las comunidades acosadas en los morros y periferias de las grandes ciudades? En esta condición social, sus habitantes, trabajadores y pobres, en la de los casos negros y mulatos –los mismos contemplados por los planes sociales y por las cuotas– sufren todo tipo de violencias de tropas de choque –recientemente denominadas Unidades Pacificadoras– entrenadas para reprimir, torturar y eliminar los blancos fáciles de las favelas. Acciones de este tipo han sido muy frecuentes, lo que viene a demostrar, desde el largo ciclo de las dictaduras militares en la región, una renovada disposición a la represión oficial/extraoficial en Brasil y en América Latina en su conjunto.
Los ejemplos son innumerables, pero se destacan las operaciones dirigidas contra movimientos sociales y sindicales, rurales y urbanos que, a despecho de los golpes y las atrocidades sufridos, insisten en reclamar las inmensas deudas históricas que el capital, en esta parte del continente, acumula con la clase trabajadora.
[12] Se agravan también las amenazas y los asesinatos cometidos contra comunidades indígenas en lucha por tierras ya titularizadas y por derechos ya consagrados por las constituciones, que los nuevos colonizadores vienen otra vez a “conquistar”.
[13] Y no es posible olvidar las embestidas contra las poblaciones carcelarias insurrectas que no se conforma con el embrutecimiento sin límites del sistema carcelario latinoamericano.
[14]
¿ Y qué decir además de las tragedias climáticas y ambientales anunciadas, del aumento en el precio de los alimentos, de la violencia derivada del tráfico de drogas, de armas, de órganos humanos, del recrudecimiento de las agresiones contra niños, mujeres, negros, homosexuales, del desmantelamiento de las leyes laborales, de la recurrencia insoportable del trabajo esclavo, infantil, de la escalada de los agrupamientos neofascistas, muchos de los cuales se hallan enclavados en la clase trabajadora y son financiados por empresarios?
La escena deshace cualquier ilusión de que la plenitud de la política liberal o neoliberal como esfera independiente de los intereses particulares, sea capaz de corregir los problemas sociales del capitalismo brasileño. No fue así en los países más ricos y democráticos del sistema, tampoco podría serlo aquí. Pues, como dice Marx, “si el Estado moderno quisiese acabar con la impotencia de su administración, tendría que acabar con la vida privada. Si el quisiese eliminar la vida privada, debería eliminarse asimismo, una vez que sólo existe como antítesis de ella” (Marx, 2010: 61).
Es decir que la pobreza sigue sin ser un problema de mala administración política de este o aquel individuo, de esta o aquella tendencia política, y mucho menos una malformación de carácter nacional. La pobreza, ya sea en el campo o en las ciudades, ya sea en Brasil, en Burkina Fasso o en EE.UU. (imposible olvidar el caso Katrina en 2005), es hoy dialécticamente más universal y compleja que en cualquier otra época de la historia del sistema del capital. Es por eso que, en la madurez de su política democrática, el Estado brasileño refina el modo en que el Parlamento inglés ya lidiaba con el pauperismo resultante del desarrollo hace más de 150 años: “aquello que, al comienzo, se hacía derivar de una falta de asistencia, ahora se hace derivar de un exceso de asistencia”. Pues,
Cuanto más poderoso es el Estado y, por lo tanto, cuanto más político es un país, tanto menos está dispuesto a buscar en el principio del Estado –por ende, en el ordenamiento de la sociedad, de la cual el Estado es la expresión activa, autoconsciente y oficial– el fundamento de los males sociales y a comprender sus principios generales. El intelecto político es político exactamente en la medida en que piensa dentro de los límites de la política. Cuanto más agudo es, cuanto más activo, menos capaz es de comprender los males sociales (Marx, 2010: 62).
Frente un cuadro tan profundamente desmovilizador, solamente los movimientos sociales de masas autocontrolados, y las centrales y los movimientos sindicales más ofensivos, serán capaces de representar el hecho nuevo de la política, no como fin en sí misma, sino en cuanto política como confrontación de clase, política como transición. Pues es de esa autenticidad de la política de la que hablamos inicialmente y, en este momento en que las fuerzas de oposición se fragmentaron y exhibieron toda su fragilidad en función del “gran espectáculo de la democracia”, es fundamental considerar que
El desarrollo de ese movimiento [social, sindical] en muy importante para el futuro de la humanidad en la actual coyuntura histórica. Sin la protesta extraparlamentaria orientada sostenida estratégicamente, los partidos que se alternan en el gobierno [para el caso, PT, PSDB, PSDB, PT] pueden continuar ofreciéndose como convenientes coartadas recíprocas para el fracaso estructuralmente inevitable del sistema con relación al trabajo, confinando a la oposición de clase al papel de apéndice inconveniente, pero marginalizado, en el sistema parlamentario del capital (Mészáros, 2010: 43-44).
Eso no significa, sin embargo, abdicar del espacio disputa parlamentaria que, aunque mínimo y rígidamente controlado por el orden, debe ser ocupado por alguien que sea capaz de desmitificar las arengas de la política “de mano única”. Alguien que, de manera realista, pueda ser la voz anticapitalista de la disputa, la voz de los individuos que luchan y que son criminalizados sistemáticamente, justamente porque quieren ir más allá de lo que el orden insiste en ofrecerles. O sea, alguien que actúe no por encima, sino junto con “Un movimiento revolucionario de masas capaz de utilizar plenamente las oportunidades parlamentarias eventualmente disponibles, aunque limitadas en las actuales circunstancias, y, por encima de todo, sin miedo de afirmar las demandas necesarias de la acción extraparlamentaria desafiante” (Mészáros, 2010:43)
Artículo escrito especialmente para este número. Traducción del portuguéz por Aldo Casas.
Bibliografía
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[1] Para comprender los graves problemas de orden social y los actuales rumbos de la política, este texto se basó principalmente en dos textos iluminadores. El primero de ellos es el pequeño y precioso texto de “crítica crítica” de la política titulado
Glosas críticas marginais ao artigo “O rei da Prússia e a reforma social. De un prussiano” de Karl Marx. El segundo es
A atualidade historica da ofensiva socialista. Alternativa ao sistema parlamentar, de István Meszáros.
[2] Ver sobre esto Mészáros, 2006: 55-90.
[3] “Anunciado como un giro en la política económica, el PAC fue recibido por muchos –a izquierda y a derecha–como negación de la herencia neoliberal y el retorno del papel regulador del Estado en la economía. Nada más lejos de la realidad. […] presentada como tabla de salvación que lograría finalmente concretar el prometido ‘espectáculo de crecimiento’, la estrategia de aceleración del crecimiento se organiza en función de dos objetivos primordiales: enfrentar el estrangulamiento en la infraestructura económica en las áreas de energía, transporte y puertos; e incentivar la iniciativa privada a salir de la especulación financiera y realizar inversiones productivas” (Sampaio Jr., 2007: 1)
[4] El “modelo Lula de gobernar” está reproduciéndose en otros países de América Latina; en El Salvador, en 2009, se eligió a Mauricio Funes, cuyo programa de gobierno estuvo fuertemente inspirado en el lulismo.
[5] Ver las decisivas contribuciones de Josué De Castro al gobierno Vargas en sus libros
La geografía del hambre y
La geopolítica del hambre.
[6] Tal parece ser el caso del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA) que, debido a presiones y amenazas de hacendados locales, casi siempre a sueldo del capital trasnacional, tropieza con enormes dificultades para expropiar las tierras y ponerlas a disposición de la reforma agraria.
[7] A pesar de la crítica radical que Marx dirige contra las restricciones formales de la emancipación política, nunca dejó de reconocer que “aunque no sea la forma más elevada de la emancipación humana en general, es la forma más elevada de emancipación humana dentro del actual orden del mundo” (Marx, 2010).
[8] Es por eso que uno de los puntos que hoy privilegia el MST está centrado en la lucha por la Actualización del Índice de Productividad a los fines de reforma agraria, prevista por la Constitución Federal. El asunto es tan grave que viene provocando reacciones particularmente violentas de todos los sectores articulados alrededor de los intereses depredadores del agro negocio.
[9] Jorge Beinstein aborda de modo muy interesante la implantación desigual del neoliberalismo entre países pobres, sus principales blancos, y países ricos que aun desmantelando la función social del Estado, dejan intactos algunos aspectos de las políticas keynesianas, fundamentalmente las que están orientadas a la protección de los intereses del capital (Beinstein, 2009: 11-34).
[10] Según el Panorama Social de América Latina del 2006 (CEPAL), Brasil aparece “como ejemplo de mejoría de vida de la población en términos generales en los últimos seis años, pero a pesar de eso sigue siendo el país más injusto de América Latina”, según informa el diario
Brasil de Fato el 8/12/2006).
[11] En esta medida, podríamos afirmar que Brasil tuvo éxito en forjar una cultura política que, en la lógica del desarrollo desigual del sistema, brota desde la crónica inestabilidad y las profundas contradicciones sociales que acompañan nuestra historia desde los tiempos de la colonia. El lulismo no está más allá de ella. Por el contrario, el lulismo es el resultado más exitoso de esa cultura que establece estrechas afinidades políticas desde Vargas, JK, los sucesivos gobiernos militares, Collor, Fernando Henrique Cardoso, Lula y lo que venga después de éste.
[12] Según datos obtenidos de la publicación
Conflitos no campo Brasil 2009, de la CPT (Comissão Pastoral da Terra), en el 2009 hubo un aumento de 1,2% de conflictos en el campo con respecto a 2008. Mientras tanto, el número de prisiones fue 22% superior al del año anterior. Lo mismo una relación con las órdenes de desalojo que se llevaron un 36,5%. Gran parte de la responsabilidad por la intensificación de las acciones represivas y la criminalización de los movimientos sociales se deriva de la actuación de Gilmar Mendes al frente del supremo tribunal Federal, según el diario Brasil de Fato, 15 al 21/4/2010.
[13] Entre otros innumerables casos, esto es lo que ocurrió contra los indios macuxi que enfrentaron las violentas invasiones de los arroceros en la Reserva Raposa Serra do Sol, en Roraima, al norte del país.
[14] Es el caso de los 111 asesinatos en el presidio de Cárandiru (21 de octubre de 2009), y también de los 446 asesinados por policías entre el 12 y el 20 de mayo de 2007, en represalia por las acciones del PCC, que había matado 47 personas.