23/12/2024
Por Martínez Manuel
Allá por el año 1967, el genial escritor peruano Manuel Scorza escribió un Recado para Hugo Blanco:
A la cárcel donde te sitian
los hombres de corazón de ceniza,
te envío esta balada.
Hace doscientos años
que buscando las vetas de la aurora humana
en los mismos lugares donde tú repartiste
los pétalos de la esperanza,
a Túpac Amaru
lo traicionaron y lo descuartizaron:
todavía es de noche en el Perú,
es tan oscuro que las mismas tinieblas
se sientan en la sombra sollozando.
Pero ya la aurora empolla el huevo
donde crecen los héroes.
No es de magnates, ni de coroneles, la victoria.
La victoria es de los que como tú,
Capitán de los Pobres,
muestran que es un honor vivir.
Desde la nieves donde mira ardiendo el futuro,
el poeta, la lengua del pueblo, te saluda.
En ese entonces, nuestro querido Hugo estaba preso en la terrorífica isla penal llamada El Frontón, todo un símbolo de la brutalidad del sistema carcelario del Estado peruano. Estaba condenado a semejante encierro por su lucha inquebrantable, acomunado con el campesinado de los valles de La Convención y Lares, en el Cusco, a principios de los años 60 del siglo pasado. Su lucha y su protagonismo fueron enormes: derrotaron a los gamonales, expropiaron las tierras, organizaron la autodefensa armada e hicieron la primera reforma agraria del Perú. Todo esto, por cierto, fue imperdonable para las clases dominantes, pero Hugo quedó en el corazón del pueblo pobre y desposeído por su rol indiscutible en ese proceso. La creciente represión lo obligó a pasar a la clandestinidad y entonces los sindicatos campesinos dieron la directiva de que en cada casa se preparara una cama, porque en cualquier noche podía llegar de improviso. Fue capturado en mayo de 1963, pero tiempo después esas camas seguían preparadas esperándolo, “por si llegaba alguna noche”. Ésta e innumerables historias rodean su larga trayectoria humana y revolucionaria.
Hugo se nos fue el 25 de junio de este 2023, a los 88 años, lejos de su tierra, en Suecia, donde pasó sus últimos días con su hija Carmen y con sus querencias. "Urpi sonko" (corazón de paloma), como le dijo José María Arguedas, ahora vuela muy alto. ¡Hasta la victoria, siempre!
Cuando el sol decae en la plaza de armas del Cusco, el Picchu deja traspasar los últimos rayos casi perseguidos por las primeras sombras, pero el ocaso no siempre ensombreció a los/las huajchas. Alguna vez, al comenzar los años 60 del siglo XX, esa histórica Huacaypata fue ocupada por campesinos indígenas que luchaban contra los abusos de los gamonales y por conquistar su derecho a la tierra. En los valles de La Convención y Lares se estaba poniendo en cuestión nada más ni nada menos la propiedad de la tierra. Los sindicatos campesinos de las haciendas habían cobrado una fuerza extraordinaria y habían asumido, efectivamente, que la tierra es para quien la trabaja. Estaban impulsando entonces su propia reforma agraria, con su propia autoorganización, con su protagonismo directo. Ese proceso de lucha, que brotó desde las entrañas del Perú profundo, marcó un antes y un después en el derrotero de la diversa y multiforme lucha de clases peruana. Fue, realmente, la primera reforma agraria de nuestra historia.
Los valles del Cusco convulsionados, su plaza histórica cada tanto inundada de ponchos rojos, los terratenientes espantados y la sociedad política oscilando entre el balbuceo y la metralla contra la insurrección indígena, configuraron en esos años un nuevo escenario político y social. La figura indiscutida que entonces emergió en el Perú fue Hugo Blanco, el promotor del grito “¡Tierra o Muerte!” que movilizó a miles y miles de huajchas, a hombres y mujeres que sufrían explotación y vejámenes por parte de los hacendados. “La huelga campesina fue la forma que tomó en el Perú la reforma agraria”, escribió Blanco. ”En el caso de Chaupimayo esto fue consciente y explícitamente declarado. En otros fue implícito o aún inconsciente, pero inclusive en estos últimos abrió al campesino las puertas de un mundo nuevo, un mundo de libertad, de independencia del régimen servil en que debía vivir para enriquecer al patrón. Entrando en ese luminoso mundo era difícil que el trabajador agrario se resignara a volver a las tinieblas”, concluyó. Esa huelga de los arrendires y sus allegados, es decir de campesinos que arrendaban una parcela de tierra y además tenían la obligación de trabajar en las tierras del hacendado, consistió en suspender ese trabajo para el patrón y dedicarse íntegramente a sus parcelas, liberándose del trabajo servil y de las obligaciones que se les imponía. Esta inédita forma de lucha fue respondida con represión, con el encarcelamiento de los dirigentes, torturas y asesinatos, pero fue una lucha que salió del sindicato de Chaupimayo y se extendió como reguero de pólvora en todo el valle de La Convención. Cuando la huelga cumplió nueve meses en Chaupimayo, se convocó a una asamblea en la que Hugo Blanco proclamó: “Hasta hoy hemos pedido que el hacendado hable con nosotros y no ha querido hacerlo. Desde hoy ya no queremos hablar con él aunque quiera. Hoy termina la huelga y se inicia la reforma agraria, a partir de este momento la tierra es de quien la trabaja, el arrendire es dueño de su arriendo y el allegado de su allegadía. ¡Tierra o muerte!”. Tal fue el inicio de esa primera reforma agraria, cuya fuerza radicaba en la decisión colectiva del campesinado organizado, una fuerza que se irradiaba sin detenerse, incorporando a más de cien sindicatos de distintas haciendas, con fuerzas muy combativas especialmente en los valles de Lares y Oqhobamba. La idea-fuerza era trabajar la tierra sin patrón, para lo cual se planteó la necesidad de un pliego único, ofreciendo incluso el pago de un sol por hectárea a los hacendados. Nada de esto prosperó, ya que significaba una derrota de quienes usufructuaban a su regalado gusto las llamadas “tierras de montaña” que habían obtenido – e incluso heredado– “para favorecer la colonización”. Había, sin embargo, una corriente legalista en la Federación Departamental de Trabajadores del Cusco que planteaba un “pliego razonable”, buscando una negociación que neutralizara la lucha, lo cual tampoco prosperó. Se llegó así a una confrontación irreversible entre el campesinado y los hacendados. La lucha se extendió a todo el departamento del Cusco. Posteriormente, el gobierno del general Ricardo Pérez Godoy (1962-1963), como respuesta a la extraordinaria lucha campesina, decretó su propia “ley de reforma agraria” sólo para La Convención y Lares, en la cual se reconocía un “mínimo inafectable” de tierra para los hacendados, así como el pago del resto que pasaba al campesinado. Esa ley sólo se cumplió en la hacienda Potrero por decisión de su propio hacendado.
En el marco de esta polarización, más aún teniendo en cuenta que los hacendados se armaban, provocaban y agredían a los campesinos, se decidió la resistencia armada para defender las tierras tomadas. Esta actitud, que provocó pánico entre los hacendados y los pudientes del Cusco, fue asumida por diversas organizaciones sindicales campesinas. Blanco pasó a la clandestinidad, con lo cual hubo un debilitamiento de la organización, y finalmente la lucha fue derrotada con su detención en 1963.
Mucho se ha escrito sobre la personalidad de Hugo Blanco, sobre su rol en la organización de sindicatos campesinos, en fin, sobre el lugar que ocupó en la lucha de los desposeídos de la tierra, de los nadies, de los huajchas atropellados desde siempre, pero poco se subraya que él fue el gran promotor de la primera reforma agraria surgida desde abajo en el Perú, antes de aquella reducida y efímera decretada por Pérez Godoy y antes de la decretada por el gobierno del general Juan Velasco Alvarado el 24 de junio de 1969. Esta última tuvo alcance nacional, afectando al latifundismo y al gamonalismo. Se inspiró en el extraordinario proceso ocurrido años antes en La Convención y Lares, se propuso una transformación estructural de la economía agraria y creó la propiedad colectiva de la tierra.
Hugo Blanco nació en el Cusco el 15 de noviembre de 1934. A él no le gusta que lo llamen dirigente, pero es el referente histórico de la lucha campesina peruana y una de las personalidades emblemáticas de la izquierda revolucionaria latinoamericana. Luego de sus tempranas rebeldías cuando era estudiante secundario, viajó a la Argentina para estudiar agronomía en los años 50. Asumió su compromiso militante en la ciudad de La Plata, donde se incorporó a la organización trotskista que publicaba el periódico Palabra Obrera. Pasó entonces de las aulas universitarias a una fábrica de la industria de la carne, donde realizó su primera escuela de formación política como revolucionario. Volvió al Perú y se incorporó a la lucha campesina en el Cusco, en 1958. Como hemos tratado de explicar líneas arriba, su papel fue decisivo en el fortalecimiento de los sindicatos campesinos de La Convención y Lares, en el desarrollo de su movilización, en la creación de esa inédita huelga campesina y en la conquista de la primera reforma agraria. Fue perseguido y capturado en mayo de 1963. Tres años después fue juzgado por un tribunal militar que intentó condenarlo a muerte. Una inmensa solidaridad nacional y sobre todo internacional logró que la pena le fuese conmutada por 25 años de prisión. Sufrió finalmente ocho años de encierro, los más crueles en la isla penal de El Frontón. A principios de los años 70 fue liberado por una amnistía decretada por el gobierno militar nacionalista de Velasco Alvarado. Le propusieron entonces que participara en la gestión de la reforma agraria, pero no aceptó ningún cargo. En 1971 sufrió su primera deportación por apoyar la huelga del gremio magisterial, luego sufriría dos deportaciones más. En 1978, estando en el exilio, fue elegido para la Asamblea Constituyente por el Frente Obrero, Campesino, Estudiantil y Popular (FOCEP), siendo el tercer candidato más votado, luego de Víctor Raúl Haya de la Torre (APRA) y de Luis Bedoya Reyes (PPC). En 1980 asumió como diputado y en 1990 como senador. Este último mandato fue interrumpido por el autogolpe de Alberto Fujimori en abril de 1992. Su inmensa trayectoria, sin embargo, está plasmada en su lucha extraparlamentaria, ya sea en La Convención y Lares o posteriormente, en los años 80, en Pucallpa. En los Andes y en la Selva, Hugo Blanco sigue transmitiendo una invalorable experiencia acumulada en décadas de lucha indoblegable.
Cuando publicamos su libro Nosotros los indios (Herramienta-La Minga, Buenos Aires, 2010), Eduardo Galeano, el gran escritor de la Patria Grande, escribió en la contratapa: “él sigue siendo aquel loco lindo que decidió ser indio, aunque no era, y resultó ser el más indio de todos”.
28/06/2023
Por Eduardo Galeano
Estas páginas, escritas a borbotones, desordenadas, jubilosas y desesperadas, cuentan las aventuras y desventuras del hombre que encabezó la lucha campesina en el Perú, el organizador de los sindicatos rurales, el que impulsó una reforma agraria nacida desde abajo y desde abajo peleada.
Hugo Blanco ha caminado su país al revés y al derecho, desde las sierras nevadas a la costa seca, pasando por la selva húmeda donde los nativos son cazados como fieras. Y por donde pasaba, iba ayudando a que los caídos se levantaran, y los callados dijeran.
Las autoridades lo acusaron de terrorista. Tenían razón. Él sembraba el terror entre los dueños de la tierra y de la gente.
Durmió bajo las estrellas y en celdas ocupadas por las ratas. Hizo catorce huelgas de hambre. En una de ellas, cuando ya no aguantaba más, el ministro del Interior tuvo un gesto cariñoso y le envió, de regalo, un ataúd.
Más de una vez, el fiscal exigió la pena de muerte, y más de una vez se publicó la noticia de que Hugo había muerto.
Y cuando un taladro le abrió el cráneo, porque una vena estalló, Hugo se despertó con pánico de que los cirujanos le hubieran cambiado las ideas.
Pero no. Seguía siendo, con el cráneo cosido, el mismo Hugo de siempre.
Sus amigos estábamos seguros de que ningún trasplante de ideas iba a funcionar. Pero sí temíamos que Hugo despertara cuerdo. Y a la vista está: él sigue siendo aquel loco lindo que decidió ser indio, aunque no era, y resultó ser el más indio de todos.