23/11/2024

“Un régimen democrático de fuerza”

Jair Mesías Bolsonaro ha dado un nuevo paso en su avanzada política. Coherente con su perfil claramente autoritario, racista, machista y demás, propuso recordar positivamente el 31 de marzo, fecha en la que se cumplieron 55 años del Golpe de Estado ocurrido en Brasil en 1964. Es difícil decir si fue una sorpresa, o una torpeza, ya que él mismo –como explicamos en una nota anterior:(http://herramienta.com.ar/?id=3014)– es un engendro del militarismo brasileño. Una de sus últimas chanzas fue: “No nací para ser presidente, sí para ser militar”. La propuesta causó cierto revuelo en el ámbito político y no se hizo esperar el repudio de la izquierda, así como de sectores del arte y la cultura. También una nota de la relatoría de la ONU señaló que era “inmoral e inadmisible”. Una jueza federal, ante una presentación de la Defensoría Pública, prohibió la realización de los actos conmemorativos, pero un tribunal superior les dio luz verde. El gobierno, que inicialmente había dicho que el 31 de marzo debía conmemorarse “con las celebraciones debidas” en los cuarteles, acusó el golpe del rechazo y aclaró sutilmente que no se trataba de “celebrar”, sino de “rememorar”.

Sin embargo, la cosa no quedó en las formaciones cuarteleras con bandera y banda. En actitud desafiante, el mismo 31 de marzo, la Secretaría de Comunicaciones del Planalto -sede del gobierno en Brasilia– divulgó un video en el que un “comunicador” afirma que el derrocamiento del entonces presidente João Goulart significó la salvación del país. Dice: era “tiempo de miedos y amenazas”, “los comunistas prendían y mataban a sus compatriotas”, “había miedo en el aire”, “huelga en las fábricas”, “inseguridad” y en ese marco Brasil “recordó” que “poseía un Ejército”, “el Ejército nos salvó, no hay cómo negarlo, y todo eso sucedió en un día como hoy, un 31 de marzo, no se puede cambiar la historia”.

AQUEL GOLPE DE 1964

Hace 55 años, el 31 de marzo, se inauguró una nueva fase del militarismo latinoamericano. Si bien en los años cincuenta hubo golpes de Estado en diferentes países de nuestra región, el de Brasil significó una nueva marca de las dictaduras militares que luego se sucederían en los años setenta, aunque con características diferentes. Las Fuerzas Armadas expulsaron del poder al presidente João Goulart, que había asumido en 1961. Se quitaron de encima a un gobierno que gozaba de gran apoyo popular y que tenía una política de reformas importantes: reparto de tierras agrícolas no utilizadas, aumento del impuesto a la renta, exigencia a las multinacionales a invertir sus ganancias en Brasil, etc. Además de la reforma agraria, gran tema en un país enorme con una población campesina en una inmensa pobreza, Goulart impulsó medidas para el fortalecimiento de la salud pública, así como de la educación, impulsando una campaña notable de alfabetización. Todo esto chocaba con los intereses de los poderes concentrados, aunque no dejaba de negociar con ellos. Su política exterior, en el contexto de los primeros años de la revolución cubana, que impactaba en todo el continente, fue motivo de fuertes controversias, en particular por la actitud de Estados Unidos de no perder influencia en su “patio trasero”. El acercamiento a la entonces Unión Soviética, así como a otros países del llamado “campo socialista”, generó fuertes conflictos con la derecha pro-yanqui. En este contexto, las Fuerzas Armadas organizaron el golpe de Estado con el objetivo de sacarlo del gobierno y al mismo tiempo de imponer una institucionalidad fantoche, es decir permitiendo cierto juego “democrático”, sin ninguna representación de izquierda.

El mariscal Humberto Castelo Branco, primer presidente de la dictadura, luego de que Goulart se exiliara del país, fue nombrado por el propio Congreso en abril de 1964. Supuestamente debía cumplir los dos años de mandato que le restaban a su antecesor. Pero de inmediato se deshizo de toda la representación parlamentaria de la izquierda, suprimió la vigencia de los partidos políticos, prohibió la actividad política e impuso la censura a la prensa. La Constitución quedó suspendida, siendo reemplazada por los “Actos Institucionales” que dictaban las Fuerzas Armadas. Sin embargo, un año después, se permitió la elección de gobernadores y prefeitos(intendentes) sin la participación de representantes de los partidos tachados por el Acta Institucional N° 1, es decir sin nadie que sea de izquierda o que tenga posiciones cercanas. En medio de pugnas internas, las Fuerzas Armadas se perpetuaron en el poder y engendraron un régimen político amordazado: evitando la imagen de una dictadura, permitieron la elección directa del Senado y de la Cámara de Diputados, así como de gobernadores, sólo con la participación de dos partidos, uno creado por el militarismo y otro de “oposición”. El primero fue Alianza Renovadora Nacional (Arena) y el segundo el Movimiento Democrático Brasileño (MDB). A su vez, suprimieron la elección directa del presidente, pasando a ser éste “elegido” por el Congreso.

La dictadura se prolongó hasta 1985, es decir duró 21 años. Sus diferentes gobernantes dieron lugar al llamado “milagro brasileño”, aplicando una política desarrollista que tenía como fin convertir a Brasil en una moderna potencia, impulsando sectores fundamentales de la industria, así como obras públicas de gran envergadura. Esta política permitió el crecimiento de la clase media concentrada en las principales ciudades, así como también de nuevos sectores de la clase trabajadora, pero al mismo tiempo significó una mayor polarización social. En medio de tal “milagro” creció también la pobreza, particularmente en las periferias urbanas (favelas) y en el extenso y mixturado campo. La historia de la dictadura combina el éxito de la modernización de Brasil –que, dicho sea de paso, ya había comenzado antes de los gobiernos militares– con una represión extendida. No por casualidad se denomina a ese período como los “años de plomo” (anos de chumbo), en los que se persiguió a cualquier oposición, se reprimió a las organizaciones de la nueva clase obrera, así como, con métodos extrajudiciales, a las organizaciones guerrilleras que surgieron entonces. La censura fue una herramienta constante para acallar todas las voces de protesta, empujando al exilio a múltiples intelectuales y artistas.

EL SALDO Y LA POLÉMICA

Pasó mucho tiempo y recién a fines de 2011 –47 años después del golpe y 26 años después del fin de la dictadura– se formó una Comisión Nacional de la Verdad (CNV). Fue durante el gobierno de Dilma Rousseff; causó malestar en las Fuerzas Armadas y alimentó el odio de la derecha que terminó expulsándola del poder en 2016. La CNV determinó –en 2014– que el saldo de la represión era de 434 muertos/as y desaparecidos/as. Esta cifra es menor si se la compara con otros saldos trágicos, como el de Chile (3.200) o de Argentina (30.000). Sin embargo, dadas las características de la composición social brasileña, se estima que por lo menos 8.000 indígenas fueron asesinados/as o desaparecidos/as en la vastedad rural de ese país. La mayoría de las personas registradas por la CNV son militantes urbanos/as, pero además no hay registro de los crímenes cometidos en las áreas suburbanas, es decir, en las empobrecidas favelas regimentadas a punta de fusil.

Es preciso señalar, más allá del número informado por la CNV, que el régimen utilizó la tortura en centros clandestinos en los que colaboraban también civiles. Las investigaciones determinaron que unas 80 empresas hicieron espionaje a sus trabajadores, en particular a sindicalistas. Lo hicieron en franca colaboración con la dictadura, entre ellas Volkswagen, Chrysler, Ford, General Motors, Toyota, Rolls-Royce, Mercedes Benz, además de las estatales Petrobras y Embraer. En 1979, cuando la dictadura había cumplido 15 años y la situación económica mostraba dificultades por la inflación y el endeudamiento externo, enfrentando además una fuerte resistencia obrera –sobre todo en el cordón industrial de São Paulo–, el gobierno militar decretó una Ley de Amnistía, en realidad de auto-amnistía, mediante la cual se “perdonaban” los crímenes cometidos, garantizando que los responsables no serían juzgados. Al mismo tiempo, se liberó a unos/as 25.000 presos políticos.

Con todo lo dicho, sin ánimo de exhaustividad, es imposible que el régimen cívico-militar que imperó en Brasil entre 1964 y 1985 no pueda ser calificado como una dictadura. Todos los gobiernos posteriores siempre lo condenaron, como corresponde, e incluso la presidenta Dilma Rousseff –que estuvo presa y fue torturada en esos “anos de chumbo”– prohibió que las Fuerzas Armadas realizaran cualquier acto que celebrara el golpe. Sin embargo, tal como señalamos al principio de esta nota, Bolsonaro y su despreciable corte ministerial cívico-militar defienden la idea de que no hubo golpe de Estado, no se impuso una dictadura, sino una “revolución”. Reafirma que los militares asumieron el gobierno como respuesta a la “voluntad popular” que, supuestamente, deseaba frenar la “instauración del socialismo” en Brasil.

Como agregado, nada menor, desde luego, el efímero Ministro de Educación nombrado por Bolsonaro, el teólogo colombiano Ricardo Vélez Rodríguez, anunció antes de irse –fue removido al cierre de esta nota– que en los libros escolares se sacarán las referencias al golpe de Estado de 1964. Hábil en eufemismos, el ex ministro también negó que haya habido dictadura y la llamó “régimen democrático de fuerza”. Semejante aberración revisionista fue calificada por Vélez Rodríguez como “rescate” de “una visión más amplia de la historia”. “El papel del ministerio de Educación es regular la distribución de los libros didácticos y elaborarlos de forma tal que los niños puedan tener una idea verídica, real, de lo que fue su historia”, agregó. Desde luego, tales afirmaciones fueron rechazadas por referentes de los estudios educativos, por ejemplo Roberto Romano, de la cátedra de Ética de la Universidad de Campinas, quien dijo que el ministro “está haciendo propaganda política”. “Hay una historiografía científicamente establecida con testimonios históricos, documentos, personas aún vivas que fueron torturadas, exiliados” que demuestran que en Brasil hubo una dictadura, sostuvo Romano.

Cabe señalar que tanto Vélez Rodríguez, como el canciller Ernesto Araújo, son adherentes de la corriente revisionista histórica del filósofo y astrólogo Olavo de Carvalho, teórico de la conspiración y considerado como el intelectual que más influye en Bolsonaro. La verdad, esta gente es un dechado de virtudes.

La lucha por memoria, verdad y justicia estuvo presente en las calles de Rio de Janeiro, São Paulo, Belo Horizonte, Brasilia, Recife, Fortaleza, Belem y Florianópolis. El domingo 31, como debe ser, miles de hombres y mujeres, afrodescendientes, blancos, estudiantes, jóvenes, etc., manifestaron su repudio a esta infame “rememoración”. Hecho y síntoma de los tiempos que corren en Nuestra América.

 

Texto: Manuel Martinez. Periodista y escritor, con una larga trayectoria militante en la izquierda latinoamericana. Integra el Consejo de Redacción de la Revista Herramienta y participa activamente en la Plataforma Nueva Mayoría del Frente Patria Grande.

Imagen: AFP.

Publicado por el periódico zonal EL TRESDÉ

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