18/04/2024

Tres pasos hacia una antropología histórica del neoliberalismo real

Por Wacquant Loïc , ,

               (english version)
 
La antropología del neoliberalismo se ha polarizado entre un modelo económico hegemónico anclado por variantes del dominio del mercado y un enfoque insurgente, alimentado por derivaciones del concepto foucaultiano de gubernamentalidad. Ambas concepciones oscurecen qué es lo “neo” del neoliberalismo: el rediseño y redespliegue del estado como el actor central que impone las leyes y construye las subjetividades, las relaciones sociales, y las representaciones colectivas adecuadas para hacer realidad los mercados. Basado en dos décadas de investigaciones de campo en la estructura, en la experiencia, y en el tratamiento político de la marginalidad urbana en la sociedad avanzada, propongo una vía media entre estos dos enfoques, que interpreta al neoliberalismo como una articulación del estado, el mercado y la ciudadanía que emplea al primero para imponer el sello del segundo sobre la tercera. El concepto de campo burocrático de Bourdieu nos ofrece una herramienta poderosa para diseccionar la renovación del estado como un aparato de estratificación y clasificación conduciendo la revolución neoliberal desde arriba y sirve para proponer tres tesis: 1) el neoliberalismo no es un régimen económico sino un proyecto político de creación de un estado que ponga al “workfare” disciplinario, el “prisonfare”[1] neutralizador y la “responsabilidad individual” al servicio de la mercantilización; 2) el neoliberalismo implica una inclinación derechista de las agencias burocráticas que definen y distribuyen los bienes públicos y genera un estado-centauro que practica el liberalismo en la cumbre de la estructura de clases y el paternalismo punitivo en base; 3) el crecimiento y la glorificación del ala penal del estado es un componente integral del Leviatán neoliberal, de modo que en la antropología política del dominio neoliberal se deberá introducir a la policía, los tribunales y las cárceles.

Hace unos veinte años emprendí una serie de investigaciones de campo en la estructura, en la experiencia, y en el tratamiento político de la pobreza urbana en la sociedad avanzada, centrada en la suerte del gueto negro americano luego del reflujo del movimiento por los derechos civiles y en la transferencia de las periferias de la clase obrera de la metrópolis europeas occidentales, como se ilustra con la decadencia de las banlieues del “cinturón rojo” de Francia, bajo la presión de la desindustrialización. Llevé a cabo un estudio etnográfico en medio de una verdadera desolación del histórico lado sur de Chicago y en los difamados proyectos habitacionales de La Courneuve, con el telón de fondo del paisaje dualizador de la periferia parisiense. Y desplegué las herramientas de la comparación analítica para desentrañar el surgimiento de un nuevo régimen de “marginalidad avanzada”, impulsado por la fragmentación del trabajo asalariado, el retroceso del estado social, y la propagación de la estigmatización territorial. No tenía entonces la menor idea de que esta investigación sobre la situación verdaderamente crucial de los Los Condenados de la Ciudad del nuevo siglo (Wacquant, 2008a) me llevaría desde las calles del hipergueto al interior profundo de las entrañas del gargantuesco sistema carcelario de Norteamérica y de ahí a la controvertida cuestión del neoliberalismo y la creación del estado a una escala global (Wacquant, 2009a). En este texto vuelvo sobre mis pasos resumidamente en este recorrido intelectual desde la micro-etnografía de los empleos precarios postindustriales hacia la macro-sociología del Leviatán neoliberal a principios del siglo XXI para proponer las tesis de una antropología histórica del neoliberalismo realmente existente.

Para elucidar las determinaciones y modalidades de la relegación en las metrópolis americanas a fines del siglo XX, tuve que hallar la solución para dos importantes obstáculos epistemológicos: el mito académicamente coaligado de la “underclass”, esa nueva subcategoría de los negros pobres que supuestamente asolarían el centro la ciudad, y la antigua retórica de la “desorganización” heredada de la escuela ecológica de la sociología urbana (ver Wacquant, 1996 y 1997 para críticas detalladas de estos dos conceptos). Para eludirlos, llevé a cabo un trabajo de campo sobre las estrategias de vida de jóvenes afroamericanos en Woodlawn, un sector de los vestigios del “Bronzeville” de Chicago (Drake and Cayton [1945], 1993). Mediante una serie de circunstancias narradas en otros lugares, ingresé a un gimnasio de box local, aprendí el arte del boxeo profesional, y utilicé el club como trampolín para aventurarme en el vecindario (Wacquant, [2000] 2004) y reconstruí mi comprensión del gueto desde la base y desde adentro.[2]
Estudiando las historias de vida de mis compañeros del cuadrilátero, pronto descubrí que casi todos ellos habían pasado por la cárcel, de modo que, para explicar sus trayectorias, tuve que comprender el “gran salto penal hacia atrás” que transformó a los Estados Unidos, que era un modelo del penalismo progresivo durante la década de 1960, en el campeón mundial de la encarcelación y exportador mundial de las políticas de control agresivo de la delincuencia hacia la década de 1990 (Wacquant, 2009b). Describiendo el auge carcelario de Norteamérica luego de 1973, se evidenció que el acelerado retroceso del bienestar social, que llevaría a la tristemente célebre “reforma del bienestar” de 1996, y la explosiva expansión de la justicia penal, donde dos cambios hacia la regulación punitiva de la pobreza racializada convergentes y complementarios; el workfare disciplinario y el prisonfare punitivo vigilan a las mismas poblaciones desposeídas y desahuciadas, desestabilizadas por la disolución del pacto fordista-keynesiano y concentradas en los barrios menospreciados de la ciudad polarizadora; y que poniendo a las fracciones marginadas de la clase obrera postindustrial bajo un tutelaje severo guiado por el conductismo moral ofrece un escenario teatral principal en el que las elites gobernantes pueden proyectar la autoridad del estado y apuntalar el déficit de legitimidad que sufren cada vez que abandonan las encomendadas misiones de protección social y económica.
Esto se confirmó en los noventa, cuando a lo largo de Europa Occidental un gobierno de izquierda tras otro elevó a la lucha contra el delito callejero al rango prioritario nacional en las mismas zonas urbanas donde la inseguridad social y la contaminación espacial se iban profundizando al ritmo de la normalización de la desocupación y el empleo precario. Siguiendo las trayectorias internacionales de la vigilancia de “tolerancia cero” y las diversas consignas y panaceas penales “made in USA” (la llamada teoría de las ventanas rotas, sentencias mínimas obligatorias, campos de reclutamiento militar para delincuentes juveniles, negociaciones extrajudiciales, para que el acusado acepte cierto grado de culpabilidad a cambio de no ser juzgado por un delito más grave, etc.) revelaron un modelo característico de propagación sucesiva y una interconexión funcional por la que las políticas de desregulación económica, workfare vigilado, y una justicia penal punitiva, tienden a caminar y florecer juntas (Wacquant, 2011). En suma, la penalización de la pobreza surgió como un elemento central para implementar localmente y propagar a través de las fronteras al proyecto neoliberal; el “puño de hierro” del estado penal asociándose con la “mano invisible” del mercado, mientras se erosiona la red de seguridad social. Lo que comenzó como una investigación en las duras condiciones cotidianas del sector del empleo urbano precario a nivel básico en el área céntrica y degradada de Chicago y las afueras de Paris terminó de este modo con el enigma teórico del carácter y de los elementos constituyentes del neoliberalismo a escala planetaria.
Dominio del mercado versus gubernamentalidad
Esta peregrinación intelectual, entonces, ¿cómo nos sugiere que manejemos la categoría escurridiza, confusa y polémica del neoliberalismo, a la que algunos de sus más sagaces analistas llaman un “concepto tramposo”, buscando ansiosamente una especificidad y legitimidad analíticas?[3] Mientras que Hilgers (2011) define la antropología del neoliberalismo como configurada tríadicamente por los enfoques culturales, de gubernamentalidad y sistémicos (ver también Hoffman et al. [2006] y Richland [2009] para descripciones alternativas), yo la considero como polarizada entre una concepción económica hegemónica anclada por variantes (neoclásicas y neo-marxistas) del dominio del mercado, por un lado, y un enfoque insurgente alimentado por derivaciones libres del concepto foucaultiano de gubernamentalidad, por el otro. Estas dos concepciones han generado programas de investigación ricos y productivos, pero sufren de defectos paralelos: el primero es excesivamente estrecho, despojado de instituciones, y raya en lo apologético cuando acepta al discurso del neoliberalismo tal como aparenta ser; el segundo es abiertamente amplio y promiscuo, superpoblado por instituciones que proliferan, todas aparentemente infectadas por el virus neoliberal, y tiende hacia el solipsismo crítico. Para el primero, el neoliberalismo es la imposición lisa y llana de la economía neoclásica como el modo supremo de pensar y el mercado como el artilugio óptimo aunque inflexible para organizar todos los intercambios (por ej., Jessop 2002, Saad-Filho y Johnston 2005); para el último, es una racionalidad política maleable y mutable que se asocia con muchas clases de regímenes y se insinúa en todas las esferas de la vida, sin que haya ningún fundamento firme exterior sobre el cual oponerse a ella (por ej., Barry y Osborne 1996, Brown 2005). Curiosamente, estas dos concepciones coinciden en oscurecer qué es lo “neo” en el neoliberalismo, es decir, la recreación y redespliegue del estado como la institución central que crea las subjetividades, las relaciones sociales y las representaciones colectivas adecuadas para hacer real y relevante la ficción de los mercados.
El dominio de la concepción económica (no economicista) del neoliberalismo está bien probada (por ejemplo Campbell and Pedersen, 2001; Edelman/Haugerud, 2005; Gamble, 2006; Cerny, 2008). Para la vasta mayoría, de los defensores como de los críticos, el término designa al renaciente “imperio del capital”, para evocar el título de Ellen Meiksins Wood (2005), una reconstrucción materialista histórica de la sucesión de proyectos de origen territorial, comerciales y capitalistas del dominio imperial, siendo lo característico de este último que busca imponer los imperativos del mercado no sólo en todos los territorios, sino también en todas las actividades humanas. Esta visión soberana iguala al neoliberalismo con la idea del “mercado autorregulado”, y define al estado como encerrado en una relación enfrentada y equilibrada con él. Lógica e históricamente, la llegada del “fundamentalismo de mercado” implica la reducción de gastos, la retirada o la impugnación del estado, descrito como un impedimento para la eficiencia o como un mero instrumento que sirve para estimular la recuperada supremacía del capital. De este modo, de acuerdo a Colin Crouch (1997), la simultánea disminución de la clase obrera manual, el ascenso del capital financiero, la propagación de nuevas tecnologías de comunicación, y la liberalización de los movimientos económicos a través de las fronteras nacionales han abierto las puertas a una “forma de capitalismo cortoplacista y de mercado puro, libre de restricciones”. Las emergentes “condiciones del consenso neoliberal” incluyen el “abandono universal de las políticas keynesianas” y provocan “el vaciamiento del estado y la privatización cada vez mayor de sus funciones”. En forma similar, para David Harvey (2005: 3-4), “el neoliberalismo es en primer lugar una teoría de las prácticas económico-políticas que afirma que el bienestar humano puede lograrse mejor liberando las libertades y habilidades empresariales individuales en una estructura institucional caracterizadas por poderosos derechos a la propiedad privada, los mercados libres y el comercio libre. El papel del estado es crear y preservar una estructura institucional apropiada para dichas prácticas”. El giro hacia el neoliberalismo implica la combinación trinitaria de la “desregulación, la privatización y la retirada del estado de muchas áreas de prestaciones”. En la práctica, los estados sólo se desvían de las pautas doctrinarias del “gobierno pequeño” para alentar un clima favorable a los negocios para los esfuerzos capitalistas, para custodiar las instituciones financieras, y para reprimir la resistencia popular a la ofensiva neoliberal hacia la “acumulación por el despojo”.
Gran parte de la antropología del neoliberalismo consiste en trasladar este esquema a distintos países a lo largo del mundo o en llevarlo a la escala continental para controlar los aparatos culturales del (y las reacciones sociales contra el) dominio del mercado (por ejemplo, Comaroff/Comaroff, 2001; Greenhouse, 2009). América Latina es un lugar favorito, seguido por los países del antiguo bloque soviético y de África. En su generalizador relato de “África en el orden mundial neoliberal”, James Ferguson (2006: 11) caracteriza como de costumbre al neoliberalismo como la retracción del estado en forma simultánea con la ampliación del mercado: “Coincidiendo con la filosofía económica del ‘neoliberalismo’, se predicaba que la eliminación de las ‘distorsiones’ estatales de los mercados crearían las condiciones para el crecimiento económico, mientras que la rápida privatización provocaría una afluencia de nuevas inversiones de capital privado”. Aquí la idea es sinónimo de las medidas económicas de “ajuste estructural” “que supuestamente harán retroceder a los estados opresivos y despóticos y liberarán a una nueva y vital ‘sociedad civil’ que será más democrática y económicamente más eficiente” (Ferguson, 2006: 38-39). Se trata de un término encubierto que se refiere a los cambios sociales acarreados, a la resistencia popular y a las adaptaciones cotidianas a la austeridad y a los programas privatizadores conocidos también como “el consenso de Washington” (Williamson, 1993).
Contra esta visión “nítida” del neoliberalismo como un todo coherente, si no monolítico, los estudiosos de la gubernamentalidad ofrecen una visión “desordenada” del neoliberalismo como un conglomerado fluido y flexible de ideas calculadoras, estrategias, y tecnologías, con el objeto de influenciar a las poblaciones y las personas.[4] Bajo esta óptica, el neoliberalismo no es una ideología económica ni una propuesta política sino una “normatividad generalizada”, una “racionalidad global” que “tiende a estructurar y organizar, no sólo las acciones de los que gobiernan, sino también la conducta de los mismos gobernados” y hasta su auto-imagen de acuerdo a los principios de la competencia, la eficiencia y la utilidad (Dardot/Laval, 2007: 13). Los académicos de la gubernamentalidad insisten en que los mecanismos de dominio no están localizados en el estado sino que circulan a lo largo de la sociedad, así como a través de las fronteras nacionales. En consecuencia, trabajan transversalmente para rastrear la propagación y la concatenación de las técnicas neoliberales para “conducir conductas” a través de los múltiples sitios de autorrealización, incluyendo el cuerpo, la familia, la sexualidad, el consumo, la educación, las profesiones, el espacio urbano, etc. (Larner 2000). También les gusta mucho destacar la contingencia, la especificidad, la multiplicidad, la complejidad y las combinaciones interactivas (calificadas de maravillosas por el latiguillo (que parece deleuziano) de “assemblages”): no hay un Neoliberalismo con N mayúscula sino una cantidad indefinida de neoliberalismos con n minúscula nacidos de la hibridación en curso de prácticas e ideas neoliberales con las condiciones y formas locales. Este enfoque es llevado a un extremo por Aihwa Ong en su influyente serie de ensayos sobre Neoliberalism as Exception en el este asiático, en el que ella sugiere “estudiar el neoliberalismo no como una ‘cultura’ o una ‘estructura’ sino como técnicas móviles y calculadoras de gobierno que pueden ser descontextualizadas de sus fuentes originales y re-contextualizadas en constelaciones de relaciones mutuamente constitutivas y contingentes” (Ong 2007: 13).
La tendencia analítica a extenderse más allá del estado y pasar por encima de los dominios institucionales es fructífera, como lo es la idea de que la neoliberalización es un proceso productivo, más que sustractivo, que se extiende desde la economía. Pero localizar este proceso en la migración de tecnologías “maleables” de conducta que son “realineadas” y “transformables” constantemente mientras se desplazan es algo problemático. Primeramente, no está claro qué hace una tecnología de conducción neoliberal: ciertamente, esas técnicas burocráticas como la inspección, los parámetros de desempeño, y puntos de referencia (favoritos de la antropología neo-foucaultiana del neoliberalismo) pueden ser usadas para fortalecer o fomentar otras lógicas. En forma similar, no hay nada sobre las normas de transparencia, responsabilidad y eficiencia que las haga necesariamente propulsoras de la mercantilización: en China, por ejemplo, han sido desarrolladas para perseguir fines no lucrativos y para reinscribir ideales socialistas (Kipnis, 2009). El problema con el enfoque de la gubernamentalidad es que su caracterización operativa del neoliberalismo como “dominio calculador” (Ong, 2007: 4) es tan poco específica como para que sea coetánea de cualquier régimen mínimamente competente o con las fuerzas de la racionalización e individualización características de la modernidad occidental in globo.[5] Por último, a medida que las tecnologías de conducción “migran” y “mutan”, se halla que el neoliberalismo está en todos lados y al mismo tiempo en ninguno. Se convierte en un todo proceso sin ningún contenido; se halla en una forma fluida sin sustancia, patrón ni dirección. Finalmente, entonces, la escuela de la gubernamentalidad nos ofrece una concepción del neoliberalismo tan endeble como la que ofrece la ortodoxia económica, a la que aspira a superar.
El neoliberalismo como la forja de un estado que impone al mercado
Mi sugerencia es trazar una via media entre estos dos polos, que reconoce que, desde su incubación intelectual por el Colloque Lippman en Paris 1938 y el “colectivo de pensamiento” transnacional anclado por la Société du Mont-Pélerin luego de 1947 (Denord. 2007), a sus distintas encarnaciones históricas durante las décadas finales del siglo XX, hasta su paradójica reafirmación luego de la crisis financiera del otoño de 2008, “el neoliberalismo ha sido siempre un proyecto de final abierto, plural y adaptable” (Peck, 2008: 3), pero que sin embargo tiene un núcleo institucional que lo distingue y hace reconocible.[6] Este núcleo consiste en una articulación del estado, el mercado y la ciudadanía que controla al primero para imponer el sello del segundo sobre la tercera. De modo que debemos introducir estas tres instituciones en nuestro ámbito analítico. No estoy de acuerdo con las concepciones del neoliberalismo centradas en el mercado porque priorizo los medios (políticos) sobre los fines (económicos); pero me diferencio de la estructura de la gubernamentalidad porque priorizo la elaboración estatal por encima de las tecnologías y las lógicas no estatales, y me concentro en la forma en que el estado rediseña con efectividad los límites y el sentido de la ciudadanía a través de sus políticas. De acuerdo a ello, recomiendo que efectuemos un triple desplazamiento para anclar la antropología del neoliberalismo, comprendido no como una doctrina económica invasiva o técnicas de dominio que se propagan sino como una constelación política concreta: de una “endeble” concepción económica centrada en el mercado a una “sustancial” concepción sociológica centrada en el estado que especifica la maquinaria institucional implicada cuando se establece la dominación del mercado y su impacto operativo sobre los miembros reales de la sociedad. Afirmo que el escasamente conocido concepto de campo burocrático de Bourdieu ([1993] 1994) ofrece una herramienta flexible y poderosa para comprender la recreación del estado como una máquina de estratificación y clasificación que está conduciendo a la revolución neoliberal desde arriba. Este cambio puede ser explicado en tres tesis.
 
Tesis 1: El neoliberalismo no es un proyecto económico sino político; no implica el desmantelamiento del estado sino su reconstrucción.Esto es por tres razones básicas. Primero, en todos lados los mercados son y siempre han sido creaciones políticas: son sistemas de intercambio basados en los precios que siguen las reglas que deben ser establecidas y arbitradas por autoridades políticas enérgicas y apoyadas por amplias maquinarias legales y administrativas, que en la era moderna equivalen a las instituciones estatales (Polanyi, [1957] 1971; Fligstein, 1996; Macmillan, 2003). Segundo, como lo demostró la historia social y fue elaborado por la teoría social desde Emile Durkheim y Marcel Mauss a Karl Polanyi y Marshall Sahlins, las relaciones sociales y las concepciones culturales necesariamente sustentan los intercambios económicos y las personas normalmente negocian bajo las leyes del mercado: de este modo el estado debe intervenir para superar la oposición y reprimir las estrategias evasivas. Tercero, la historiografía de la Geistkreis[7] transnacional que la generó revela explícitamente que desde sus orígenes en la crisis de la década de 1930, el neoliberalismo no ha procurado restaurar el liberalismo de fines del siglo XIX sino superar la equivocada concepción del estado de este último (Denord, 2007; Mirowski/Plehwe: 2009). El neoliberalismo se origina en una doble oposición: por un lado, contra las soluciones colectivistas (primero socialistas y más tarde keynesianas) de los problemas económicos y por el otro, contra la visión minimalista y negativa del “estado vigilante” del liberalismo clásico. Desea reformar y redireccionar al estado de modo de alentar activamente y fortalecer al mercado como una creación política en curso.[8]
En otro lugar he caracterizado esta recreación como la articulación de cuatro lógicas institucionales (Wacquant, 2010a):
(I)                La mercantilización como la ampliación del mercado o de mecanismos similares, basada en la concepción de esos mecanismos son medios universalmente óptimos para asignar eficientemente los recursos y recompensas.
(II)                  La política social disciplinaria, con el cambio desde el bienestar protector, concedido categóricamente como una cuestión de derecho, hacia el workfare correctivo, bajo el cual la asistencia social está condicionada a la sumisión al empleo flexible e implica mandatos específicos de conductas (entrenamiento, pruebas, búsqueda de empleo, y trabajar hasta por salarios de subpobreza, pero también limitación de la fertilidad, acatamiento a la ley, etc.).
(III)           La política penal expansiva y pornográfica con el objetivo de limitar los desórdenes generados por la difundida inseguridad social en las zonas urbanas impactadas por el trabajo flexible y representar la soberanía del estado en la estrecha ventana de la vida cotidiana que ahora afirma controlar.
(IV)           La “responsabilidad individual” como un discurso motivador y como un pegamento cultural que une estos distintos componentes de la actividad estatal.
Esta concepción va más allá de la perspectiva del dominio del mercado, no sólo porque concede un papel dinámico al estado en todos los cuatro frentes: económico, social, penal y cultural. Para considerar sólo al primero, el estado re-regula activamente, antes que “desregular”, la economía a favor de las empresas (Vogel, 1996) y toma medidas amplias “correctivas” y “constructivas” para apoyar y expandir los mercados (Levy, 2006). Esta concepción también ofrece contenidos institucionales duros a la noción blanda de la “racionalidad política” invocada por los foucaltianos especificando los medios que emplea el estado para ampliar y sostener la mercantilización frente a la oposición.
 
Tesis 2: El neoliberalismo implica un giro derechista del campo burocrático y genera un estado-centauro: Si el estado no está siendo “removido” o “vaciado” sino verdaderamente reconstruido y redesplegado, ¿cómo podemos comprender esta remodelación? Aquí es donde el concepto de campo burocrático de Bourdieu ([1993] 1994), interpretado como el conjunto de organizaciones que monopolizan eficazmente la definición y la distribución de bienes públicos, demuestra ser crucial.[9] Una gran virtud de este concepto, minuciosamente concebido mediante un análisis histórico de la transición multisecular desde el modo dinástico de reproducción del gobierno al burocrático, anclado en la creciente potencia del capital cultural institucionalizado (ver Bourdieu, 2012), es que nos recuerda que “el estado” no es un actor monolítico, coherente (ya sea operando en forma autónoma o como el diligente sirviente de las clases dominantes), o una simple palanca susceptible de ser controlada por intereses o movimientos especiales provenientes de la sociedad civil. Más bien, es un espacio de fuerzas y luchas sobre el mismo perímetro, prerrogativas y prioridades de la autoridad pública, y en particular sobre qué “problemas sociales” merecen su atención y cómo deben ser tratados.
Bourdieu, ([1993] 1998) además sugiere que el estado contemporáneo está atravesado por dos batallas internas que son homólogas con los choques que se desatan en forma turbulenta a través del espacio social: la batalla vertical (entre dominantes y dominados) que es el enfrentamiento entre la “alta nobleza estatal” de los responsables políticos seducidos por los conceptos neoliberales, que desean fomentar la mercantilización, y la “baja nobleza estatal” de los ejecutantes que defienden las misiones protectoras de la burocracia pública; y la batalla horizontal (entre las dos clases de capital, el económico y el cultural, compitiendo por la supremacía interna) involucra a la “mano derecha” del estado (el ala económica que pretende imponer las restricciones fiscales y la disciplina del mercado), y la “mano izquierda” del estado (el ala social que protege y apoya a las categorías despojadas de capital económico y cultural). En Castigar a los pobres, adapto este concepto para introducir en una sola estructura analítica los cambios punitivos en las políticas de bienestar y penal que han convergido para establecer la “doble regulación” de la marginalidad avanzada mediante el workfare y el prisonfare punitivo. Y agrego el brazo de la justicia penal - la policía, los tribunales, la cárcel y sus prolongaciones: la libertad condicional, las bases de datos judiciales, las obligaciones civiles y burocráticas unidas a las sanciones penales, etc.- como un componente esencial de la mano derecha del estado, junto a los ministerios de Hacienda y de Economía (Wacquant, 2009a: 3-20, 304-313).
Usando este esquema, se puede diagramar al neoliberalismo como el vuelco sistemático de las prioridades y acciones estatales desde la mano izquierda hacia la mano derecha, o sea, desde el polo protector (femenino) hacia el polo disciplinario (masculino) del campo burocrático. Esto se lleva a cabo a través de dos vías complementarias: (i) la transferencia de recursos, programas y poblaciones desde el ala social hacia el ala penal del estado (como cuando los pacientes de enfermedades mentales son “des-institucionalizados” con el cierre de hospitales y “re-institucionalizados” en cárceles luego de transitar por la carencia de vivienda); (ii) la colonización del bienestar, la atención médica, la educación, la construcción de viviendas para quienes tienen bajos ingresos, los servicios infantiles, etc., por las técnicas y metáforas panópticas y disciplinarias de la mano derecha (como cuando en los hospitales públicos se prioriza la preocupación por el presupuesto por sobre los preocupaciones médicas y en las escuelas se pone la reducción de la inasistencia escolar y la violencia en las clases por delante de la pedagogía y la contratación de guardias de seguridad por encima de los psicólogos). Como resultado de esta inclinación hacia la derecha, el Leviatán neoliberal no se parece al estado minimalista del liberalismo del siglo XIX ni al estado efímero que se quejan los críticos del neoliberalismo , ya sean provenientes de la economía o de la gubernamentalidad, , sino un estado-Centauro que despliega rostros opuestos en los dos extremos de la estructura de clase: es edificante y “emancipador” en la cumbre, donde actúa para proveer los recursos y ampliar las opciones vitales de los dueños de capital económico y cultural, pero es punitorio y restrictivo en la base, cuando se trata de administrar las poblaciones desestabilizadas por la profundización de la desigualdad y la propagación de la inseguridad del trabajo y la inseguridad étnica. El neoliberalismo realmente existente exalta el “laissez faire et laissez passer” para el dominante, pero se presenta paternalista e intrusivo para el subalterno, y especialmente para los trabajadores urbanos precarios, a quienes restringe sus parámetros vitales mediante el engranaje combinado del workfare vigilador y la supervisión judicial.
 
Tesis 3: El crecimiento y la glorificación del ala penal del estado son un componente integral del Leviatán neoliberal:Atrapados en la visión ideológica que lo describe como guiando el fin del “gran gobierno”, los analistas sociales del neoliberalismo han pasado por alto la imponente rehabilitación y la enorme expansión del aparato penal del estado que ha acompañado a la ola del dominio del mercado. Desmintiendo las profecías, hechas entre 1945 y 1975 por los penalistas de la corriente dominante así como los teóricos radicales del castigo, de que era una organización desacreditada destinada a marchitarse (Tonry, 2004), la cárcel ha hecho un espectacular regreso a la vanguardia a través del primer y el segundo mundos a lo largo de las tres últimas décadas. Con muy escasas excepciones (Canadá, Alemania, Austria y partes de Escandinavia en Occidente), la encarcelación ha emergido en todas las sociedades postindustriales occidentales, ha crecido rápidamente en las naciones post-autoritarias en Latinoamérica, y estallado en los estado-naciones surgidos del colapso del bloque soviético mientras se transformaban de economías dirigidas a economías de mercado. La población carcelaria no sólo ha aumentado rápidamente en las tres regiones (Walsmley 2011) junto a la precarización del trabajo y el retroceso del estado benefactor; está en todos lados compuesta en forma desproporcionada por los pobres urbanos, los parias étnicos y nacionales, los sin techo y los enfermos mentales indigentes, y diversos desechos del mercado laboral (Wacquant, 2009a: 69-75).
El implacable aumento en la población carcelaria es además sólo una manifestación superficial y burda de la expansión y exaltación del estado penal en la era del mercado triunfante. Otros indicadores incluyen el despliegue agresivo de la policía en y alrededor de los vecindarios de los relegados; la ampliación de la red judicial a través de las sanciones alternativas, los planes de control post-carcelarios, y el desarrollo exponencial de los bancos de datos judiciales digitalizados; la proliferación de los centros de retención administrativa para acorralar y expulsar a inmigrantes irregulares; la hiperactividad de las legislaturas sobre el frente penal (han multiplicado y endurecido las sanciones penales a una velocidad jamás vista), y el auge de un sector de los medios de comunicación que comercian con imágenes catastróficas del peligro criminal; la promoción de la lucha contra los delitos en las calles encabezando la agenda gubernamental (al mismo tiempo que se despenalizaban los delitos empresarios) y la prominencia de la “inseguridad” en las campañas electorales; y el sometimiento de la política penal a parámetros emotivos y simbólicos, con un ostensible menosprecio de la experiencia penológica.
El fortalecimiento y la ampliación del sector penal del campo burocrático no es una respuesta al delito, el cual ha declinado en los países occidentales en las dos últimas décadas y generalmente fluctúa sin relación con los niveles y las tendencias del castigo (Young/Brown, 1993). Tampoco es el embrión del advenimiento de “la sociedad excluyente”, el ascenso de una “cultura del control”, o el deterioro de la confianza en el gobierno y la adhesión a la “sociedad del riesgo”,[10] y aún menos el engendro de especuladores, como en la demonología militante del “complejo industrial-carcelario” (Wacquant, 2010b). Es un ladrillo en el edificio del Leviatán neoliberal. Por esto es que se correlaciona íntimamente, no con las vagas “ansiedades ontológicas” de la “modernidad tardía”, sino con cambios específicos que imponen el mercado en la política económica y social que ha desatado la desigualdad de clases, profundizado la marginalidad urbana, y atizado el resentimiento étnico al mismo tiempo que erosiona la legitimidad de los políticos. Al examinar las tendencias en una docena de sociedades avanzadas distribuidas entre cuatro tipos de economía política, Cavadino y Dignan (2006: 450) informan de “una tendencia general hacia cambios en los niveles de castigo de estos países, para adecuarse al mismo modelo. A medida que una sociedad se desplaza en dirección al neoliberalismo, sus castigos se vuelven más severos”. Reelaborando los mismos datos desde un ángulo diferente, Lacey (2009: 111) revela, a pesar de su deseo de refutar la tesis de la convergencia penal, que el mejor indicador de la tasa de encarcelación de estos países es el “grado de coordinación” de la economía, o sea, un índice opuesto a la neoliberalización. El análisis estadístico de Lappi-Seppälä(2011) de treinta países europeos confirma que la moderación penal tiene sus raíces en una “cultura política consensual y solidaria, en altos niveles de confianza social y legitimidad política, y en un fuerte estado de bienestar”, o sea en rasgos sociopolíticos contradictorios a los del neoliberalismo. Más aún, el patrón temporal y geográfico de difusión de la penalidad punitiva y pornográfica en todo el mundo sigue las huellas de la propagación de las políticas de desregulación económica y disciplinamiento del bienestar (Wacquant, 2009b y 2011).
No es por fruto del azar que los Estados Unidos se volvieron superpunitivos luego de mediados de la década de 1970, justo cuando se precarizó el trabajo, se abandonó el apoyo al bienestar, implosionó el gueto negro, y se endureció la pobreza en las metrópolis dualizadoras. No fue de pura casualidad que a principios de los ochenta, Chile se convirtió en el principal encarcelador en Latinoamérica y el Reino unido en la locomotora penal de la Unión Europea a fines de los noventa, cuando ambos estados viraban su política de clientelar-solidaria a neoliberal. Pues existe una profunda relación estructural y funcional entre el dominio del mercado y el castigo luego del cierre de la era keynesiano-fordista.[11] El estado penal se ha presentado en los países que han elegido el camino neoliberal, porque promete ayudar a resolver los dos dilemas que crea la mercantilización para el mantenimiento del orden social y político: primero, reprime los crecientes trastornos y rupturas causados por la normalización de la inseguridad social en la base de la estructura social y urbana; y en segundo lugar, restaura la autoridad de la elite gobernante, reafirmando la “ley y el orden” justamente cuando esta autoridad está siendo socavada por los acelerados flujos del dinero, el capital, las comunicaciones y las personas a través de las fronteras nacionales, y las restricciones a la acción estatal por parte de las instituciones supranacionales y el capital financiero. El concepto del campo burocrático nos ayuda a comprender estas misiones gemelas del castigo, en la medida en que nos lleva directamente a prestar igual atención a los momentos materiales y simbólicos de la política pública, o sea, el papel instrumental del disciplinamiento de clase y la misión comunicativa de proyectar soberanía que supone la justicia penal.[12] Esto también nos invita a trasladarnos de una concepción represiva de la penalidad a una productiva, que pone el acento en su cualidad performativa (Wacquant, 2008b), de modo que podemos apreciar que los aumentos de los presupuestos, del personal y de las prioridades que se han dado a las instituciones policiales y judiciales en todas las sociedades transformadas por el neoliberalismo como programa económico no son una herejía, una anomalía, o un fenómeno transitorio, sino componentes integrales del estado neoliberal.
 
Para presentar una antropología histórica del neoliberalismo tal como éste evoluciona realmente en los países en donde ha enraizado, opuesta a la descripción de sí mismo (el modelo del dominio de mercado) o al relato de cómo se disipa cuando no logra cristalizar en un régimen coherente (el modelo de la gubernamentalidad), debemos reconocer que pertenece al registro de la formación estatal. En forma muy similar a cómo vio el “largo siglo XVI” al nacimiento del Leviatan moderno en Europa Occidental (Ertman, 1997), incluyendo la invención de la ayuda a los pobres y la cárcel penal, como parte de la accidentada transición del feudalismo al capitalismo mercantilista, el comienzo de nuestro siglo ha sido testigo de la remodelación de un nuevo tipo de estado que pretende amparar los mercados e incluir la libertad, pero en realidad reserva al liberalismo y sus beneficios para los de arriba, mientras aplica el paternalismo punitivo sobre los de abajo. En lugar de ver a la policía, los tribunales, y la cárcel como apéndices técnicos para combatir el delito, debemos reconocer que constituyen las capacidades políticas centrales mediante las que el Leviatán gobierna el espacio físico, recorta el espacio social, dramatiza las divisiones simbólicas, y representa la soberanía. Y así debemos colocarlos en el centro de una antropología política renovada, con leyes que puedan comprender cómo identifica y administra el estado los territorios y categorías problemáticos en su empresa de crear mercados y de moldear ciudadanos que se ajusten a ellos, les guste o no.
 
Reconocimientos: Este trabajo creció a partir la discusión que siguió a mi intervención en la conferencia sobre “Marginalité, pénalité et division ethnique dans la ville à l’ère du néolibéralisme triomphant: journée d’études autour de Loïc Wacquant,”, Université Libre de Bruxelles, Bruselas, 15 de octubre de 2010. Estoy muy agradecido a Mathieu Hilgers, el Laboratoire d’anthropologie des mondes contemporains, el Institut de Sociologie y el Groupe d’études sur le racisme, les migrations et l’exclusion, por un vívido día de discusiones; a Aaron Benavidez por su sobresaliente investigación y asistencia bibliográfica; y a Megan Comfort, François Denord, Zach Levenson, y Dilan Riley por su perspicaces sugerencias editoriales y analíticas.
 
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Publicado inicialmente en Social Anthropology (noviembre de 2011), en un foro sobre neoliberalismo, tema de un debate en curso en dicha publicación. Agradecemos la autorización de dicha revista y del autor para su publicación en Herramienta. Traducción del inglés de Francisco T. Sobrino.
 
 
[1] Workfare: designa programas de asistencia pública a los pobres que hacen de la recepción de la ayuda un beneficio personal condicionado a la aceptación de trabajos con bajos salarios o al compromiso en una actividad dirigida al empleo, tal como un entrenamiento laboral o búsqueda de empleos. Prisonfare es un término que introduje por analogía con “workfare” para designar programas de penalización de la pobreza mediante la elección preferencial de ésta como objetivo principal, y el despliegue activo de la policía, los tribunales penales, y las cárceles (y sus prolongaciones: la libertad bajo palabra, las bases de datos penales y diversos sistemas de vigilancia) en (y alrededor de) los vecindarios marginalizados, donde se coaliga el proletariado postindustrial.
[2] Ver Wacquant (2009c) para una disección retrospectiva de las vinculaciones analíticas y los engranajes biográficos entre “El cuerpo, el gueto, y el estado penal”.
[3] “Desde la década de 1980, una perpleja mezcla de extralimitación y sub-especificación ha acompañado al inquieto dominio del concepto de neoliberalismo en la economía política heterodoxa. Al mismo tiempo, el concepto se convertido en un foco terminológico para los debates sobre la trayectoria de las transformaciones regulatorias posteriores a la década de 1980 y una expresión de los profundos desacuerdos y confusiones que caracterizan esos debates. En consecuencia, el “neoliberalismo” se ha convertido en algo así como un concepto tramposo, indiscriminadamente penetrante, aunque inconsistentemente definido, empíricamente impreciso y frecuentemente impugnado” (Brenner/Peck/Theodore, 2010: 283-284).
[4] Esta opinión se deduce de los escritos de Foucault y el curso de 1978-1979 en el Collége de France sobre The Birth of Biopolitics [Naissance de la biopolitique] (Foucault, 2004), que han inspirado un programa de investigación general sobre “gubernamentalidad” como el arte de formar a las poblaciones (sometimiento) y el yo (subjetivación). Los términos “gobernanza postsocial” y “liberal tardío” son usados a menudo como sinónimos de neoliberal (ver Dean [1999] para una supervisión y Rose / O’Malley / Valverde, 2006 para una defensa paradójica de un enfoque teórico que no se reconoce como tal). No hay lugar aquí para tratar los problemas en las propias formulaciones de Foucault sobre la gubernamentalidad y el neoliberalismo, y/o de su asociación, y mucho menos de sus derivaciones y su relevancia para los cambios históricos que se desarrollaron después de su muerte.
[5] Si el neoliberalismo es un conjunto variado de “tecnologías calculadoras” originadas en la economía que migraron a otras esferas de la vida social, entonces su fecha de nacimiento datan de 1494 con la invención de la contabilidad por partida doble (Carruthers/Espeland, 1991), y el gran teórico del neoliberalismo no es Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek o Milton Friedman sino Max Weber ([1918-20], 1978: 85-113, 212-226) para quien el dominio de la racionalidad instrumental ha separado a Occidente del resto, y aún más puesto que Weber le adjudica gran énfasis al concepto relacionado de Lebensführung, “régimen de vida”, en su sociología comparada de la religión.
[6] Esta es una exigencia lógica: para que las diversificadas especies locales de neoliberalismos surjan a través de la “mutación”, debe haber un género común del que derivan todos. Se deduce entonces que toda concepción de múltiples “neoliberalismos con n minúscula” necesariamente presupone, aunque sea implícitamente, un “Neoliberalismo con N mayúscula”, y a todo ejemplo periférico y parcial del fenómeno se lo puede caracterizar como tal sólo por referencia, abierta o encubierta, a un centro original más completo.
[7] El Geistkreis o “Círculo espiritual” era un seminario vienés informal de ciencia e ideas, fundado por Friedrich Hayek y Herbert Furth a principios de la década de 1920 (N. del T.).
[8] Esto lo subrayan Denord (2007) y Jamie Peck (2009: 3), quien rescata un temprano texto muy poco conocido de Milton Friedman (publicado en 1951 solamente en sueco) en el que el economista de Chicago explica: “el error básico fundamental del liberalismo del siglo XIX [fue que] apenas si le dio otra tarea al estado que la de mantener la paz, y prever que se mantengan los contratos. Era una ideología ingenua. Afirmaba que el estado sólo podía hacer daño [y que] el laissez-faire debía ser la regla”. Contra esta opinión, la “doctrina [del] neoliberalismo” afirma que “hay funciones verdaderamente positivas asignadas al estado,” entre ellas asegurar los derechos de propiedad, impedir el monopolio, asegurar la estabilidad monetaria y (lo más notable), “aliviar la pobreza y el sufrimiento agudos”. Peck (2009: 9) tiene razón en señalar que “el neoliberalismo, en sus distintos disfraces, siempre ha tratado de controlar y reutilizar el estado, a favor de la reforma de un ‘orden del mercado’ a favor de las corporaciones y de libre comercio,” pero no llega a hallar el factor endógeno de los medios institucionales recurrentes por los que el estado efectúa esta reforma.
[9] El campo burocrático es uno de los tres conceptos que forja Bourdieu para repensar el gobierno; no debe ser confundido con el campo político (que atraviesa) y el campo del poder (en cuyo interior se localiza). Ver Wacquant (2005: 13-18) para una explicación de sus relaciones y Wacquant (2010a) para una reelaboración del campo burocrático adaptado a la especificación del carácter del estado neoliberal. En la astuta caracterización de Mudge (2008: 705), el neoliberalismo tiene tres caras, la intelectual (una doctrina), la burocrática (las políticas estatales de liberalización, desregulación, privatización, despolitización y monetarismo), y la política (las luchas por la autoridad estatal), que “comparten un núcleo común y distintivo: la elevación del mercado por encima de todos los demás modos de organización”. Pero otorga un peso analítico insostenible al campo político, en lugar de desplegar el campo burocrático como el principal lugar en el que se libra la batalla sobre las misiones y los medios de la acción pública.
[10] Como lo sugieren, respectivamente, Jock Young (2000), David Garland (2001), y John Pratt (2007) y Jonathan Simon (2007), para alertar sobre las principales macro teorías enfrentadas sobre el cambio penal reciente.
[11] Aquí es donde disiento con Bernard Harcourt (2010), quien atribuye esta relación a la invención del siglo XVIII de los mitos gemelos del “mercado libre” y la “policía diligente”: el estado penal creciente es la creación distintiva del neo-liberalismo, y no una herencia o resurgimiento del liberalismo clásico. Surge luego del período fordista-keynesiano porque este último ha alterado decisivamente los parámetros institucionales y las expectativas colectivas de la actividad estatal (para más discusiones, ver Wacquant 2009a: 227-228).
[12] Deducimos que para conceptualizar apropiadamente al estado penal, no solo debemos repatriar la justicia penal al centro de la antropología política. Debemos poner un punto final a la mutua hostilidad (o deliberada ignorancia) entre las dos líneas de la criminología, la marxista y la durkheiminiana, que han elaborado las lógicas materiales y simbólicas del castigo en forma aislada, y hasta opuestas, entre sí.

 

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