En memoria de György Lukács, Bertolt Brecht y Mordejai Anilevich
En su prólogo de 1962 a la reedición de su Teoría de la novela, György Lukács ubica tal obra propia como la primera en alemán en la cual “[...] se unió una ética de izquierda orientada a la revolución radical con una interpretación de la realidad de tipo tradicional y convencional” (Lukács, 1985: 291–292), agrupando en esa actitud en los años ’20 del siglo XIX a Ernst Bloch, Walter Benjamin y Theodor W.Adorno en sus comienzos. Luego agrega que
Sólo tras la victoria sobre Hitler, con la restauración y el ‘Milagro económico’ puede hundirse y disiparse esa función de la ética de izquierda en Alemania, para ceder el foro de la modernidad a un conformismo caracterizado por su profesión de inconformismo. Una parte considerable de la intelectualidad alemana dirigente, entre sus miembros, Adorno, se ha instalado ya en el Gran Hotel Abismo, institución que, como tuve ocasión de exponer al criticar a Schopenhauer, ‘es un espléndido edificio dotado de todo confort y pintorescamente situado al borde de la Nada y el Sinsentido. La diaria vista del Abismo, entre una y otra comida serenamente gozada o entre dos producciones artísticas, no puede sino exaltar la satisfacción producida por ese refinado confort (Lukács, 1985: 292)
Los Juicios sobre Wiesengrund Adorno de este texto son bien sintetizados por Lukács en la cita precedente, una razón para dedicárselo; la otra es haber tomado, como intelectual, el camino contrario a aquél que inspira las otras dedicatorias.
En modo alguno quiero señalar que Theodor debió haber tomado las armas, como Mordejai. Pero suplantar en la tarjeta de presentación de la Escuela de Frankfurt su apellido judío por una inicial, de acuerdo con Horkheimer, para no dar, presuntamente, pretextos a los racistas (¡como si los necesitaran!), es claudicar en lo simbólico, en lo que es propio de su oficio intelectual. Es una actitud conformista, disfrazada de audacia en la frase de que luego de Auschwitz no se puede hacer poesía: inocua y gratuita en su pretensión de audaz, es una ofensa al luchador Anilevich y al poeta Bertolt Brecht.
Descontando su inteligencia y su cultura, no sería tampoco lógico esperar que en Adorno no quedara rastro de crítica lúcida de cuando firmaba Wiesengrund Adorno. Sin embargo, ocurre aisladamente, y nunca deriva en una luz más constante y amplia que caiga sobre aspectos conexos, o peor, los oscurece por omisión o deformación, a partir de una confusión permanente entre lo concreto y lo abstracto y en una recusación de la totalidad concreta con argumentos que podrían valer sólo para la totalidad abstracta.
Esta orientación que baña muchos de sus textos es la humedad evaporable que queda cuando dice, por ejemplo (y ligeramente), que Hegel resuelve en la identidad pura la diferencia, como si la lógica hegeliana no fuera una rigurosa exposición de lo concreto pensado en sus formas, que para ello también rigurosamente marca la unilateralidad insuficiente (aunque necesaria) de cada momento de la abstracción (Adorno, 1975: 400)
En esta línea, es mucho peor que le atribuya acusar de arbitrariedad a la conciencia individual, cuando el acusado es el individualismo que ignora el origen social de sus propios contenidos individuales: al aprenderlo, la autoconciencia que se ha constituido por mediación de ser el Otro–en–sí–mismo no es la misma conciencia individual anterior, sino otra conciencia individual y en cambio Adorno habla de la conciencia individual como una cosa invariable, dotada en sí misma de virtud crítica (Adorno, 1975: 50 y ss.)
Sólo en la obra referida hay cataratas de ejemplos de este aguachento y gris medio discursivo; su análisis llevaría más que su recuento y probablemente nos quedaríamos sin los relámpagos de lucidez a los que nos hemos referido.
Sin negar que esas luces aparezcan en otras partes, nos parece que donde más están, y con algún grado de penetración, es en su crítica a las expresiones de una parte de la derecha alemana tradicional y universitaria durante la posguerra, cuyos nombres más relevantes son los de Jaspers y Heidegger (Adorno, 1971) .
En lo general, el aporte de Adorno es notar el predominio de una jerga formalista que procura disimular la falta de pensamientos, consagrada a rituales que se abroquelan como tales para evitar la crítica. En lo que refiere a Heidegger, es interesante hacer notar que esta perspectiva coincide en mucho con la formulada por Pierre Bourdieu (Bourdieu, 1983) y en cuanto a su carácter de discurso “retórico–vendedor”, ambos podrían remitirse a la Crítica de la Razón Práctica (Kant, 1939), en donde, tal como en Hegel, se encuentran abundantes críticas anticipadas de autores posteriores.
En particular, su mejor aporte es notar la sandez de una expresión heideggeriana y la vacuidad de su adoración de la muerte:
En el párrafo 50 de Ser y Tiempo, titulado, sin que la tinta enrojeciese, ‘El diseño de la estructura ontológico–existenciaria de la muerte’, contiene esta frase: ‘Al ser–ahí en cuanto ser–en–el–mundo pueden, sin embargo, serle inminentes muchas cosas’. Una vez se atribuyó a un autor de aforismos, de Frankfurt, esta sentencia: ‘El que mira por la ventana, divisa algunas cosas’. A este nivel lleva Heidegger su concepto de la autenticidad misma como ser para la muerte [...] La filosofía heideggeriana se cerró a lo que antes era la puerta a la vida eterna; en lugar de eso adora el peso y el tamaño de la puerta. El vacío se convierte en arcano de permanente emoción de un numen silencioso (Adorno, 1971: 145).
Cabe burlarse de la inflada “estructura ontológico–existenciaria”, mejor que sólo señalar la tautología es la comparación con el ejemplo aforístico y es sagaz la metáfora de la puerta, que apunta al carácter semi–religioso del discurso de Heidegger.
Los textos que rodean estas críticas tienen otros méritos, como enderezar conceptos vertidos por Kant y Hegel contra el existencialismo y resulta particularmente notorio que del primero, haga uso de la “anfibología de los conceptos de la reflexión” (Adorno, 1971: 145 y ss.), cuando en otros textos habla confusamente de ella (Adorno, 1975); y, curiosamente, en varios pasajes de su análisis sobre Husserl no la aplica donde pareciera pertinente (Adorno, 1970: p.e. 33, 39, etc.)
Ahora, lo que más desmerece su crítica al ser para la muerte de Heidegger es ignorar el linaje claramente nietzscheano de la mitificación. Adorno cita textualmente el párrafo de aquél, o sea, con el texto a la vista y sólo dos párrafos después Heidegger escribe: “El ‘precursar’ abre a la existencia como posibilidad extrema la renuncia a sí misma y de esta manera rompe todo aferrarse a la existencia alcanzada en cada caso. El ‘ser–ahí’ se guarda, ‘precursando’, de quedar a la zaga de sí mismo, el ‘poder ser comprendido’, ‘haciéndose demasiado viejo para conseguir el triunfo’ (Nietzsche)” (Heidegger, 1980: 287).
Sólo entresacando citas, se podrían llenar páginas y páginas para mostrar como tanto para Nietzsche como para Heidegger, el “morir a tiempo” y la máxima realización de la existencia son hacerlo heróicamente en batalla, y otras valoraciones concomitantes; en cuanto a Heidegger, Adorno bien dice que la adoración de la muerte es una propaganda a favor de la guerra (Adorno, 1971: 189), pero ello vuelve estruendosa la omisión de Nietzsche, hecha contra la propia interpretación de sí mismo que hace Heidegger.
Sintomáticamente, cuando debe criticar a Husserl, le contrapone a Nietzsche, lo que carece de fundamento, en lugar de aducir el argumento kantiano sobre la anfibología de los conceptos de la reflexión, a pesar de que aquél dio la pista al defender a Leibniz (Adorno, 1970; Husserl, 1982).
No es nuestra intención profundizar aquí sobre estas brumas que rodean los relámpagos de Adorno, las que aún así, superficialmente mentadas, constituyen un campo intermedio explicativo del denso abstraccionismo antihistórico en que cayó junto con Horkeimer, al abordar una seudo–crítica al Iluminismo (Adorno, Horkheimer, 1987)
En el arranque, no incurren en tal defecto de un modo infantil, al cubrirse con la aclaración de lo que van a decir, bajo el acápite de “Concepto de Iluminismo”, refiere a un sesgo especial, un sentido que, como tal, se supone excluye otros sentidos –que no mencionan–; pero, a la vez, ese particular sentido, como amplio, adquiere una universalidad fuerte, la que queda reforzada por el absoluto temporal de “siempre”: “El iluminismo, en el sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de quitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos” (Adorno, Horkheimer, 1987: 15).
En un texto tan breve hay, sin embargo, tres trampas argumentales, cuyo carácter podemos advertir plenamente, desde luego, por el conocimiento del resto del texto, pues podrían constituir, como abstracciones, aproximaciones analíticas al objeto que luego serían articuladas con otras para aproximarse al mismo como concreto histórico.
Pero aún antes de tales corroboraciones, bien puede observarse que del sesgo particular –y amplio– que expresa “el pensamiento en continuo progreso” puede predicarse a lo sumo su pertenencia al pensamiento mismo de diversos autores o corrientes, un aspecto sin dudas importante, pero en modo alguno susceptible por sí de ser considerado el eje mismo de una concepción, sobre todo cuando no se sabe cuáles son los otros sentidos implícitos, supuestamente menos amplios, que se dejan de lado.
Entonces, tampoco queda claro si hay un iluminismo stricto sensu por compartir ese carácter amén de otros, mientras otros movimientos –no estrictamente iluministas– lo serían en cambio en el sentido amplio.
¿Acaso serían esos los socialdemócratas, los austro–marxistas, Plejánov y los bolcheviques, entre otras posibilidades? No se sabe... ni se sabrá por este texto, aunque podría inferirse de otros escritos de los autores.
Poco más adelante, al presentar al mito como polo opuesto al amplio progreso infinito (y luminoso) del pensamiento, juzgado como antropomórfico, incluye en esta opinión a Jenófanes, Montaigne, Hume, Feuerbach y Salomón Reinach, siguiendo la obra de éste, que, probablemente por ello tiene nombre de pila en la lista, pero sin que ello impida que la opinión sea asumida por Horkheimer y Adorno.
Aunque no sepamos porqué Reinach incluyó a Jenófanes allí, lo que es gruesamente antihistórico, como el listín es fáctico (reinachiano), permite obviar preguntas sobre otras inclusiones posibles como... ¿por qué no, Carlos Marx?
La primera trampa, entonces, es una doble confusión sobre la limitación del concepto de iluminismo y a la vez su ilimitada... e inaclarada vastedad histórica.
Segundo, esta abstracción, por inarticulada, confusa y ambigua, no llega a ser siquiera sustancia pasiva y, aunque lo fuera, parafraseando a Hegel, nunca podría ser sujeto espiritual, y pasa sin más a un ambicioso sujeto histórico, que se propone nada menos que “quitar el miedo a los hombres” y ahí nomás, de rebote, convertirlos en “amos”.
Puesto que el sujeto del dominio es la humanidad, el objeto no puede ser otra cosa que la naturaleza, pero no se sabe si es el universo o el sistema solar, aunque podemos inferir que se trata, más modestamente, del planeta tierra, pues a continuación y no sin un golpe de efecto, dicen: “ Pero la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura. El programa del iluminismo consistía en liberar al mundo de la magia. Se proponía, mediante la ciencia, disolver los mitos y confutar la imaginación” (Adorno, Horkheimer, 1987: 15).
No se trata de una metáfora de Hiroshima, pues más allá de que no fuera posible por las fechas del prólogo y del copyright, la longitud temporal atribuida al iluminismo no sería compatible con un hecho tan puntual, pero el efecto retórico que se pretende con la figura tiene la contundencia de una explosión atómica: el superlativo “enteramente”, el sugestivo “resplandece” y el brutal contraste entre los ya rotundos “triunfal” y ”desventura” así lo establecen, sin mayores especificaciones sobre triunfadores y desventurados.
Otro grosero abstraccionismo de Adorno y Horkheimer es confundir en un mismo paquete, lo mágico, lo mítico y lo religioso y suponer que el ataque hacia esas formas culturales que la Ilustración ha visto, en efecto, como partes de lo tradicional provenientes del pasado, es un ataque a la imaginación misma, aún cuando podamos conceder a los autores que se están refiriendo sólo a la imaginación artística, pues es obvio que la imaginación en sentido amplio es una función necesaria para el desarrollo de la ciencia y la técnica.
Es cierto que el pensamiento burgués tenía una escasa conciencia de la historia anterior al feudalismo y al absolutismo monárquico al que se oponía, pero ello no quiere decir que sus críticas con respecto a estos no fueran lúcidas y plausibles, ni que ello justifique que desde el siglo XX y desde un pensamiento presuntamente dialéctico, se reitere esa ignorancia.
Algún comentador ha señalado que Adorno tomó de Nietzsche su repugnancia a los “sistemas” (Martín Jay, 1987), y uno se pregunta si no se tratará de una forma vergonzante de asumir sin confesarlo el desprecio expreso que Nietzsche tenía por la seriedad, la racionalidad y la historia real.
Claro que Nietzsche proponía desconocer y atropellar la seriedad, la racionalidad y la realidad en nombre de los fines y valores de los amos esclavistas que asumía y defendía; y quedaría abierta la cuestión de en nombre de qué o de quién lo hacen Adorno y Horkheimer.
Aunque no sepamos bien para qué, a continuación del planteo que venimos observando, un texto de Bacon citado es atropellado groseramente para reducirlo a la intención de eliminar la magia, en una dicotomía en la que su objetivo es imponer la ciencia, para mayor peyoración una parte de la ciencia solamente pragmática y la ya aludida intencionalidad de dictarle mandatos a la naturaleza.
No sabemos a título de qué los autores recuerdan que Voltaire llamó a Bacon “el padre de la filosofía experimental”, pero sí apreciamos que el arranque de la cita del pensador inglés no es feliz para denostarlo, ya que éste define con precisión una falla en la fuerza argumental del autoritarismo escolástico clerical, cuando señala que “[...] creen que otros saben lo que ellos no saben; luego suponen saber ellos mismos lo que ellos no saben” (Adorno, Horkheimer, 1987: 15), una sí en cambio feliz descripción de la actitud de los creyentes religiosos en sus intenciones de “refutar” a los escépticos racionalistas y los partidarios de la ciencia.
Hemos señalado (Vazeilles, 2002) que la afirmación de Sócrates “sólo sé que no sé nada” quiere decir que los que saben son los dioses que hacía poco había escuchado por intermedio del oráculo de Delfos, lo que demuestra la venerable antigüedad de esa actitud que, entonces, también es lúcido Bacon en calificar como tradicional.
Mirar a Bacon, como a Descartes o Galileo, por fuera de su debate ideológico con la escolástica, que a su vez no puede juzgarse sin enmarcarlo en la lucha de clases de la época, en la que además el bloque nobiliario–clerical gastaba un terrorismo extremo como el organizado por el Tribunal del Santo Oficio, lleva a deformar necesariamente la perspectiva con la que se lo juzga.
Basta recordar que el Tribunal del Santo Oficio, para desmedro de la visión de los frankfurtianos, llevaba a la hoguera por brujería a los cultores del animismo mágico y no se limitaba a un ataque verbal como Bacon. La Inquisición aplicaba así el programa político de Platón, como hemos mostrado en la obra recién citada, lo que no impedirá a Horkheimer y Adorno incluir a Platón y Pitágoras, además de Jenófanes, en la conspiración iluminista, gastando pintura parda por toneladas.
Esa pintura parda no resulta neutra, por otra parte y si resulta obvio que tanto a Descartes como a Galileo pertenecen con igual derecho un momento y lugar del Iluminismo, junto con Bacon, más preciso que el “amplio”, y si recordamos los exilios del primero y las torturas del segundo en ambos casos por obra del Santo Oficio, tal vez adquiramos algún indicio de las intencionalidades conscientes o inconscientes de Horlheimer y Adorno, difíciles de discernir, como dijimos antes, a diferencia de las de Nietzsche, que éste se ha encargado profusamente de aclarar.
Una pista podría ser la, seguramente involuntaria, coincidencia que tienen con Alfred North Whitehead en aplanar y ocultar el fuerte relieve de las luchas de clase, en aquella época, uno de cuyos debates ideológicos centrales fue entre religión y ciencia, respecto del cual dice que “el conflicto entre religión y ciencia es un asunto de poca monta, que ha sido indebidamente exagerado” (Whitehead, 1949)
Es verdad que el platonismo –en la famosa sentencia socrática recién citada y en general– no ha sido visto con claridad por la conciencia burguesa, en parte porque esa ideología nobiliaria y clerical ha justificado toda explotación de los trabajadores, y no sólo la de casta; y en parte por lo que podemos denominar el “malentendido platónico”, a saber el uso que muchos pensadores renacentistas hicieron del platonismo para atacar la escolástica tomista.
La virulencia y excepcionalidad con la que Giordano Bruno –considerado platónico– atacaba a Aristóteles ha llamado la atención, en contraste con su eclecticismo. Al respecto dice Brehier:
No tiene sino un enemigo: Aristóteles, el hombre ‘injurioso y ambicioso, que ha querido despreciar las opiniones de todos los demás filósofos y sus maneras de filosofar’. Esta riqueza o, más bien esta profusión de pensamientos en un filósofo, que como más adelante Leibnitz, no quiere perder ninguna de las especulaciones del pasado, ha desconcertado siempre a los que han querido intentar una exposición sistemática de la doctrina de Bruno (CITA).
Brehier no hace suyo ni siquiera el desconcierto de los comentadores, pero más allá de que ellos y él mismo podrían, en caso de una sospecha atinada, disculparse de que no está escrita una historia social de la filosofía, podrían haber especulado ligeramente con respectoa que Bruno fuera acusado, juzgado y perseguido en nombre de Santo Tomás y Aristóteles, habida cuenta del final tan crepitante que tuvo la cuestión (Brehier, 1944).
Pero también, para desmedro de Horkheimer y Adorno, cabe decir que es seguramente producto de la intención sistemática de Francis Bacon por defender la ciencia y la experimentación contra las especulaciones teológicas de la época de donde surgen sus mejores aportes, entre ellos sus juicios sobre Platón y el platonismo renacentista.
Como señalaron sus comentadores, Bacon no fue un empirista vulgar ni negó el papel de la subjetividad y el pensamiento; y suelen aducir para ello el claro texto siguiente:
Los que han manejado las ciencias han sido hombres o empíricos o dogmáticos. Los empíricos a modo de hormigas no hacen más que amontonar y usar: los razonadores a modo de arañas, hacen telas sacadas de sí mismos. La abeja, en cambio, tiene un procedimiento intermedio sacando su material de las flores del jardín y del campo, transformándolo y digiriéndolo sin embargo con su propio poder. No muy desemejante a éste es el verdadero trabajo de la filosofía; el cual no se apoya sólo ni principalmente en el poder de la mente, ni el material recogido en la historia natural y en los experimentos mecánicos lo guarda íntegro en la memoria, sino transformado y digerido en el intelecto. Así pues, mucho ha de esperarse de una alianza más estrechay firme (no realizada todavía), de estas dos facultades que llamamos experimental y racional. (Bacon, 1941)
De esta adopción definida de la nueva cultura, surge con claridad la percepción de la antigua cultura que se configura como obstáculo a su desarrollo, que refuerza el anterior razonamiento sobre la incoherencia argumental de la cultura teológica vigente:
Y no debe omitirse el hecho de que la filosofía natural ha tropezado en todas las épocas con un adversario molesto y difícil, a saber, la superstición y el ciego e inmoderado celo religioso; pues puede verse entre los griegos cómo aquellos que expusieron por primera vez las causas naturales del rayo y de las tormentas a los oídos no acostumbrados de los hombres, fueron a cuento de esto condenados por impiedad para con los dioses. Y que no fueron mucho mejor tratados por algunos de los antiguos padres de la religión Cristiana aquellos que mantuvieron con demostraciones acertadísimas (que hoy no serían contradichas por ningún hombre sensato) que la tierra era redonda y que aseguraron que por consiguiente existían antípodas” (Ibíd.)
Cabe señalar, asimismo, que, mientras mantiene claros juicios negativos sobre la obra de Platón y Aristóteles, es elogioso con respecto a la de los platónicos Telesio, Patrizzi y Severino (puentes en el platonismo renacentista entre el Cusano y Bruno y Campanella), por considerarlos modernos.
Al sacar el discurso de Bacon de su conflicto con las estériles, alambicadas y decadentes especulaciones teológicas de la época, por ejemplo, sobre el ombligo de Adán o la cantidad de ángeles que podían bailar en la cabeza de un alfiler, Horheimer y Adorno caricaturizan el hecho de que, para Bacon, la estéril felicidad del conocer es lasciva; o bien disparatan: “No debe existir ningún misterio, pero tampoco el deseo de su revelación” (Adorno, Horkheimer, 1987: 17).
Y si no parecen haber tenido vergüenza alguna en suponer que Bacon quiere prescribir que no existan misterios, cuando es obvio que rechaza los misterios teológicos pero admite que quedan enormes campos en la naturaleza por conocer; y aún tampoco siquiera tienen vergüenza en avanzar al adjudicar una actitud represiva del deseo de develación o sea ¡de avanzar en el conocer!; no extraña que tampoco tengan vergüenza en aducir contra Bacon una presunta ironía del romántico reaccionario José de Maistre, uno de los más feroces enemigos de la Revolución Francesa, papista renegado de la Ilustración y que en la misma obra citada por ellos (Las veladas de San Petersburgo) además de decir que las ciencias naturales le han costado al hombre la negación de lo sobrenatural y la vida religiosa que lo comunican con su propia esfera superior, agregó que no hay nada en la materia que los hombres religiosos quieran ni puedan sacar de ella.
Bacon atribuía bien a Aristóteles el autoritarismo de prescribir reglas al mundo humano y natural (que Horheimer y Adorno le atribuyen falsamente), función del dominio de casta con la que la religión transformó la simple fe imaginaria en poder sobrevivir, propio del animismo mágico, pero la correcta atribución de Freud a esa característica de tal visión del mundo, es despachada arbitrariamene como “anacrónica” (para atribuirla a la noche iluminista), quizá inspirándose en las arbitrariedades de De Maistre.
Sin dudas las teorizaciones de Freud sobre la sociedad primitiva merecen correcciones, pero además de apoyarse en descubrimientos importantes de la antropología, lejos de resultar anacrónicas, abrieron un campo de reflexión e investigación sumamente prometedor para el presente y el futuro del conocimiento de la humanidad sobre sí misma, mientras que la arbitraria atribución de la omnipotencia mágica al in-sujeto “iluminismo” sólo intenta propagandizar la fábula de que es un aprendiz de brujo.
Este ejemplo de entusiasmo reduccionista y falseamiento de autores conocidos no es excepcional y a veces resulta casi delirante, como el asimilar a Platón con el positivismo moderno, juntamente con atribuir su censura al arte a objetivos pragmáticos y no a la necesidad de restaurar lo sagrado arcaico, censura que va dirigida al mismo tiempo contra la filosofía como cuna de la concepción científica y que no se limita a lo verbal sino que propone las crueles penas contra librepensadores y cultos animistas o religiosos disidentes con la religión oficial, que más adelante pondría en ejecución el Tribunal del Santo Oficio:
Platón prohibió la poesía con el mismo gesto que el positivismo prohibe la doctrina de las ideas. Mediante su celebrado arte Homero no ha llevado a cabo reformas públicas o privadas, no ha ganado una guerra ni ha hecho ningún descubrimiento. No basta que una nutrida multitud de secuaces lo haya honrado y amado. El arte debe aun probar su utilidad (Adorno, Horkheimer, 1987: 32)..
Esta grosería antihistórica va acompañada más adelante con el charlataneo de que el positivismo es antirreligioso, contra las declaraciones expresas de sus cultores, para falsear luego que su clara conciencia de la necesidad de la religión es en verdad indiferencia frente al arte y el culto religioso oficial, que no se entiende por qué sería diferente respecto de otros cultos ni tampoco se entiende por qué, ni cómo, ni de dónde surge todo esto del hecho de que “el pensamiento reificado no puede ni siquiera plantear la cuestión” (Adorno, Horkheimer, 1987: 41).
Ya se ve: el in-sujeto iluminismo es alquímico y dentro de él pueden ocurrir muchas trasmutaciones. Si uno se ubica en la historia, no hay tanta libertad trasmutacional, aunque Horheimer y Adorno no han hecho un uso tan prolífico de esa libertad como los autores “posmodernos”.
Suponemos que Horkheimer y Adorno hubieran puesto reparos a una clasificación de las corrientes de pensamiento que los agrupara junto a Whitehead, pero no podemos dejar de señalar que la intención de extender la pertenencia al iluminismo de personajes que no lo son, de denostarlo más allá de lo que merece, tapar sus méritos históricos allí donde los tuvo y realzar lo que combatió han producido necesariamente ese efecto.
No es un ejemplo único, que proviene del defecto de la amplitud histórica con la que han pretendido meter en el muy estrecho saco de su “concepto” de iluminismo, una definición arbitraria y abstracta. Tal disparidad los produce a montones.
Por ello sólo tocaremos una cuestión más: el contrapunto entre el Marqués de Sade y Nietzsche, quien se preciaba de descender de los nobles polacos Nietzky y de alojarse en casa del mariscal von Moltke.
Ex profeso hemos puesto en ambos la marca nobiliaria, que explica afinidades y valoraciones parecidas, aunque en Horkheimer y Adorno aparecen subsumidas alquímicamente en el in–sujeto iluminismo, lo que, por un lado, funde inarticuladamente la visión burguesa y la aristocrática; y, por el otro, explica mal los matices o diferencias entre ambos autores.
El Marqués de Sade es, a todas luces, un escritor de la nobleza cortesana francesa, muy rica y, a la vez, privada de poder directo feudal por la monarquía absoluta desde el fracaso del levantamiento de la Fronda, pero necesaria al sistema de equilibrio que la Corona procuró mantener entre esta clase (que es la suya propia y se basa en una supremacía de casta) y el Tercer Estado plebeyo, cuya existencia y apoyo le ha permitido domesticar a los grandes nobles que componen aquella.
Ni la historia de Francia ni la de Europa muestran, en las etapas feudales, una nobleza dispuesta a seguir puntillosamente un código moral, salvo en lo referido a las virtudes guerreras y parcialmente las normas de vasallaje, la herencia y los códigos religiosos para el conjunto: en su propia naturaleza social está el impulso a la arbitrariedad y el pisoteo de los plebeyos, que la mercantilización general y la ausencia de obligaciones militares o vasalláticas en la Corte no hicieron sino acentuar hasta una especie de disolución general de las costumbres y una “dolce vita” semejante a la que practicó el patriciado romano ¡mientras el Tercer Estado exigía leyes, constituciones, derechos!
Tratar a los seres humanos como cosas es algo que prolongó la sociedad de clases burguesa de la anterior sociedad de castas, habiendo prometido falsamente abolir esa situación, pero que no inventó ni inauguró en la historia de la humanidad y que por lo tanto no es un subproducto del iluminismo ni de su auge totalitario, sino un producto, como antes, de la explotación del hombre por el hombre.
Partiendo de la promesa incumplida, simbolizada por ellos como la escisión entre la razón pura (como la ciencia) y la razón práctica kantianas, como la moral y suponiendo de un modo enteramente falso que el control de la propia clase burguesa:
[...] imponía al hombre de negocios del siglo XIX el respeto y el amor mutuo kantianos, el fascismo, que ahorra a sus súbditos los sentimientos morales para someterlos a una disciplina de hierro, no tiene más necesidad de observar ninguna disciplina. En oposición al imperativo categórico, y en acuerdo tanto más profundo con la razón pura, trata a los hombres como cosas, como centros de comportamiento. Contra el océano de la violencia abierta, que ha hecho realmente irrupción en Europa, los amos pensaban proteger al mundo burgués sólo mientras la concentración económica no hubiese progresado lo suficiente. Al principio, sólo los pobres y los salvajes se hallaban expuestos a las fuerzas capitalistas desencadenadas. Pero el orden totalitario pone en posesión de todos sus derechos al pensamiento calculador y se atiene a la ciencia como tal. Su canon es su propia y cruenta eficacia (Adorno, Horkheimer, 1987: 108).
¿Los pobres, sólo de Europa Occidental, los chinos eran salvajes? ¿La violencia abierta que desató la primera guerra mundial, no fue producto de un alto grado de concentración del capital y la rivalidad interimperialista?
Y si tan pesadas realidades son así ignoradas, se puede saltar hacia el pasado desde el fascismo de entreguerras, introduciendo la máquina del tiempo en el in–sujeto iluminismo, coronando en el Marqués de Sade la preparación que le hicieron el plebeyo e iluminista Kant y el furiosamente antiplebeyo Nietzsche-Nietzky: “La mano de la filosofía lo había escrito sobre la pared, desde la crítica kantiana hasta la genealogía nietzscheana de la moral: uno solo lo ha ejecutado hasta el fin y en todos sus detalles. La obra del Marqués de Sade muestra el “intelecto sin la guía de otro”, es decir, al sujeto burgués liberado de la tutela” (Adorno, Horkheimer, 1987: 108). En este tren ¿acaso importa algo que la edición de la Histoire de Juliette que citan sea de 1797, cuando se fecha la primera edición de la Crítica de la razón pura en 1781?
Habida cuenta del camino de ida y vuelta de Kant a Nietzsche y retorno a Sade (la vulgar cronología histórica) no parece oportuno ocuparse de tales fruslerías. Más importante parece apreciar la profunda coincidencia espiritual iluminista entre “la afinidad entre conocimiento y plan (fundada trascendentalmente por Kant)”, los “teams sexuales de Juliette, donde ni un instante pasa sin ser usado, no se olvida ninguna de las aberturas del cuerpo” y “las modernas escuadras deportivas, de juego colectivo perfectamente regulado, donde cada jugador sabe lo que debe hacer” (Adorno, Horkheimer, 1987: 110). (¡Que dirían de esto Pelé o Maradona y hasta el muy germánico Beckenbauer!)
Luego, Horkheimer y Adorno efectúan una serie de paralelos, en extremo interesantes, entre formulaciones de Sade y de Nietzsche que exaltan la desigualdad, el poder de los más fuertes, el desprecio por los débiles, cuya quintaesencia es su exterminio, propuesto por Nietzsche como “nuestra” caridad, la de los aristócratas, que es ayudarlos a morir lo más pronto posible.
Pero el abstraccionismo y la falta de historicidad les impide apreciar el sentido de los matices o diferencias: por ejemplo, notan que Sade apoya la existencia de todo pequeño delincuente, mientras Nietzsche sólo de los grandes y desde el poder.
Es obvio que la corrupción de elementos del Tercer Estado que vienen proclamando la constitución, los derechos humanos y el nuevo orden burgués es funcional al mantenimiento del absolutismo y la nobleza, mientras Nietzsche está proclamando un nuevo orden, no más acá, sino más allá del orden burgués, no mantener el equilibrio absolutista, sino romper francamente los compromisos en torno a la igualdad y las libertades menguadas y poco creíbles a favor de la dictadura abierta de todos los ricos sobre valores aristocráticos, mintiendo y delinquiendo, para ello, cuanto sea necesario: Sade no es precursor del fascismo y Nietzsche sí.
Bibliografía
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