04/12/2024
Cuando escribimos la historia, empeñamos esfuerzos de memoria, es decir, de recuerdo, olvido y jerarquización de datos. Ese trabajo de selección y ordenación construye cadenas o redes causales que dotan la crónica de un sentido general. A veces, nos encontramos con datos singulares, puntos fuera de la curva, que preferimos resguardar del olvido. Ellos pueden ser portadores de un sentido hasta ahora impensado. Y que las generaciones futuras, esperamos, podrán desvendar.
La investigación y elaboración de Aldo Casas sobre la revolución soviética, así, sin inicial mayúscula, no espera clausurar el debate, pero no se hurta de hacer su selección a partir de una convicción previa: la historia avanza por la irrupción masiva, creativa y formidable de aquellos que hasta el momento anterior no tenían protagonismo. Sólo los de abajo pueden definir, con una voluntad irreductible, los grandes trazos de las revoluciones. Las organizaciones, con sus figuras determinantes y sus aparatos operativos, sólo pueden traducir en línea fina, de manera más o menos eficiente, esa voluntad irreductible. Su fuerza es la de saber poner en minucia lo previamente elaborado en los corazones y mentes de los de abajo. Aún su acción propagandística solo puede recoger ese sentido general, base subjetiva y muy material de las revoluciones.
El primer volumen de ese trabajo de Aldo Casas sobre la revolución soviética, Rusia 1917. Vertientes y afluentes. (Actualidad de la revolución y socialismo Volumen 1) (2021), se dedicó, primero, a reconocer los largos procesos que ocurrieron en el subterráneo de la sociedad rusa y en los ensayos de los de abajo para irrumpir como protagonistas. Para, después, detenerse en ese período de gran densidad histórica que va de febrero a octubre de 1917. La transformación de perspectiva, propiciada por la movilización durante la gran guerra, para la que fueron arrastradas grandes masas de campesinos, permitió una aceleración de la historia. Las relativamente pequeñas organizaciones políticas formadas en el período anterior demoraron en percibir ese cambio subjetivo. Muchas no pretendían ajustarse a representar las nuevas voluntades. Otras entendieron, aunque con retardo, las posibilidades que se abrían. Algunas, porque esa potencia de abajo coincidía con aquello que, hasta recientemente, era formulado por su programa como una luz en el horizonte lejano.
Había organizaciones y cuadros que estaban mejor posicionadas para percibir lo que hacía un par de años parecía imposible: la voluntad férrea y urgente de paz y tierra que electrizaba todos los territorios del Imperio Ruso, por siglos sangrados para alimentar Europa occidental, con el concurso necesario de las clases propietarias del imperio. La voluntad de tierra para la propia sobrevivencia encarnaba en movimientos que, desde el siglo XIX y en diálogo directo con Marx, vieron en el campesinado que había preservado sus prácticas comunales, un germen de un futuro libre de la civilización del capital. La voluntad de paz de ese pueblo, cuyas energías vitales no eran ya solo destinadas al trabajo alienado en campos y fábricas, sino a ser carne de cañón en la guerra entre señores, coincidía con la perspectiva internacionalista de las hasta entonces pequeñas organizaciones socialistas. El sorprendente crecimiento de los bolcheviques, pero también de otras organizaciones, como las socialistas revolucionarias y mencheviques de izquierda, así como de múltiples agrupaciones anarquistas, guarda proporción con la capacidad que tuvieron para interpretar y dar forma de acción política a esa voluntad de los de abajo, formulando, no sin cierto vértigo, lo hasta entonces impensado como posibilidad presente: Paz, Tierra y Todo el poder a los Sóviets (es decir, las decisiones en las manos de los del narod, los de abajo).
Este segundo volumen de Aldo Casas, El país de los sóviets: La revolución y sus contratiempos (1917-1924) (Actualidad de la revolución y socialismo Volumen 2) (2022), con “Introducción” de Jean Batou (p. 11-36) da cuenta del período inmediatamente posterior a octubre de 1917. Aun contando con la potente acción creativa del narod, sobre todo en la parte occidental del anterior Imperio Ruso, la expectativa de la rápida expansión de la revolución en una Europa cansada de una guerra que solo interesaba a los señores no se cumplía. Las organizaciones que mal se despertaban de la inercia práctica de los años precedentes, formulaban sobre la marcha, a trazos gruesos, un “plan A”, cuyo éxito dependía de la acción de trabajadores y trabajadores de occidente. Era una buena apuesta. Nada más que eso. Solo como un ejemplo de las dificultades para poner en marcha ese plan podemos mencionar la dilatada demora para la firma del tratado de paz, a la espera de un levante de los trabajadores alemanes[1], con todos los riesgos que eso suponía, de avance de las tropas imperialistas sobre el territorio soviético.
De todas las agrupaciones políticas, la de los bolcheviques había sido aquella que, con más eficiencia y radicalidad actuaron para responder a la voluntad “pétrea” de paz y tierra, y eso le dio el apoyo masivo. Pero tal apoyo fue entendido como una carta blanca para improvisar y ganar tiempo, mientras esperaban por esa revolución que no llegaba a occidente. Esas improvisaciones destinadas a mantener la revolución de octubre en pie, en la mayoría de las ocasiones, negaban la propia voluntad del narod, base material de la revolución. Atentaban contra la alianza de obreros y campesinos, como ocurrió con el confisco en el contexto del llamado “comunismo de guerra”, como solución amañada para calmar el hambre urbana. Destituían de poder de decisión a las instancias de los de abajo, los sóviets, en pases de magia que imponían las decisiones del nuevo Estado, borrando con el codo lo que el propio Lenin había escrito en las vísperas de octubre[2]. De a poco, devolvían a las mujeres trabajadoras, aquellas que iniciaron las revoluciones de 1905 y 1917, a su sujeción al poder patriarcal. Y la política dirigida a las nacionalidades oprimidas por Rusia, favorable en el comienzo a la autodeterminación, sufría marchas y contramarchas. Tal vez el golpe de gracia haya sido el programa industrializador a toda costa, presentado por los socialistas como condición sine qua non para mantener la revolución y que resultaba forastero para la voluntad de las grandes mayorías del antiguo Imperio Ruso. Esas improvisaciones, como recuerda Aldo, eran vistas como una práctica de tentativa y error. “La vida dirá la última palabra”, era la frase de Lenin. Sin embargo, esas soluciones un tanto chapuceras, atadas con alambre, diríamos en lenguaje de entrecasa, se consolidaban, descaracterizando cada vez más lo conquistado en ese gran momento de encuentro de voluntades de octubre de 1917.
La producción industrial en manos de los trabajadores era vista como instrumento de aproximación al campesinado. La llamada “política de las tijeras”, como solución a la caída del suministro de alimentos para los centros urbanos. Los campesinos producirían excedente para poder tener acceso a productos manufacturados. Pero el propio control obrero sólo podía ser ejercido con una cultura, una disciplina que requería un tiempo de formación y ejercicio de la tomada de decisiones contra los que el vaciamiento de las instancias de abajo conspiraba. Las urgencias llevaron a autonomizar la dirección técnica, reintegrar cuadros administrativos formados en el zarismo, o bien a utilizar los sindicatos (muchos dirigidos por los mencheviques) para disciplinar la producción, contra los comités de base.
Por otro lado, en la política agraria, los bolcheviques ignoraron el proceso vivo de reorganización de las formas comunales (mir y obschina) al recuperar tierras de los grandes propietarios y campesinos ricos. Dos cuestiones relevantes opusieron a los socialistas revolucionarios de izquierda y los bolcheviques: las requisas a los campesinos y la cuestión de la firma del tratado de paz. Resultaron en un combate de eliminación del adversario y se saldaron con la represión de los socialistas revolucionarios de izquierda por los bolcheviques: ejecuciones y prisiones. La campaña contra el ejército campesino dirigido por Makhno y la represión al sóviet de Cronstadt tal vez sean el marco de ese pasaje del debate político a la acción militar.
La “fatiga” de los de abajo fue permitiendo que la revolución se tornase una cuestión casi que exclusiva de los bolcheviques. En el contexto de la guerra civil y la formación del Ejército Rojo, las cuestiones políticas se dirimían militarmente, oponiendo no solo al Ejército Rojo con los Blancos, sustentados por occidente, sino también con los ejércitos campesinos que se formaron, sobre todo en Ucrania y otras regiones. Es decir, el terror blanco contribuyó, lentamente, a la militarización de la política, a la hiper-centralización del poder, a la transformación del partido de los bolcheviques en partido de gobierno y a la consiguiente importancia de la burocracia del Estado y de los técnicos. La heterogeneidad de la experiencia de las clases proletarias fue justificación para erigir al partido bolchevique en supuesto representante intransigente del programa proletario, inclusive contra el proletariado de carne y hueso. Esto no ocurrió sin resistencias dentro del propio partido, como fue el caso de corrientes como la Oposición Obrera y el Centralismo Democrático.
En el X Congreso del partido, en 1921, León Trotsky llegó a presentar la propuesta de la militarización de los sindicatos, como una radicalización del “comunismo de guerra”. Propuesta rechazada por Lenin que, como opción, propuso la Nueva Política Económica (NEP), la que representaba un “paso atrás”, dando espacio a una economía privada, inversiones extranjeras y una controlada economía de mercado. También 1921 es el año del II Congreso de la Internacional Comunista. El diagnóstico de esta retira del orden del día la revolución socialista en occidente. El análisis de coyuntura mundial de Lenin es La enfermedad infantil del izquierdismo, en el que afirma que los comunistas no supieron traducir la revolución de octubre de 1917 para Europa occidental.
La exasperación de la lucha por el control del proceso soviético por el partido bolchevique, ya llamado comunista, llega a tal virulencia que una socialista revolucionaria atenta contra la vida de Lenin. Este, con su salud deteriorada, intenta rever las decisiones tomadas y sus riesgos, en la política agraria y en la dificultad de control de la burocracia, ya con vida e intereses propios, y también en las políticas con relación a las nacionalidades. Ya es tarde. En 1923, coincidiendo con la muerte de Lenin, el partido no consigue organizar sus fuerzas internas para la reflexión autocrítica. Hay un proceso de las bases materiales del socialismo soviético, de la reducción numérica y fatiga del proletariado concentrado, la alianza con los campesinos está rota. Sobra el Estado-gobierno-partido comunista, que se confunden, sin interlocutores.
Ese relativamente corto período que va de 1917 a 1924 de la Unión Soviética, que atrajo la atención de las generaciones posteriores, es permanentemente revisitado. Muchas de las “soluciones” provisorias entonces improvisadas fueron tratadas como principios “pétreos”. Y es por eso que cada generación trata de acertar cuentas con ese pasado que nos marca con sus traumas y neurosis. Repercute una y otra vez en los nuevos acontecimientos. El capítulo “Anotaciones sobre la revolución en Ucrania” nos da la yapa para situar la actual guerra en una larga línea del tiempo, restituyendo las cuestiones que los internacionalistas de 1917 no resolvieron.
Dos contribuciones se suman a la reflexión sobre el período. “Rusia y Alemania: dos revoluciones hermanas”, de Antonio Louçã (p. 221-25), revisa el desencuentro entre la revolución alemana y la rusa. Tal vez el primer contratiempo que enfrentó la revolución de 1917: la inesperada ausencia a “la cita” de los internacionalistas, razón o justificativa para las improvisaciones con el mentado objetivo de “ganar tiempo”. Louçã repasa, también las críticas de Rosa Luxemburgo, presa en 1917, a esas improvisaciones. A pesar de la distancia y del lento y fragmentado flujo de informaciones, ella encara las soluciones de los internacionalistas de ese oriente próximo con ponderaciones histórico-prácticas.
La última contribución, de Maria Orlanda Pinassi, “Dilemas de la emancipación femenina en la revolución rusa” (p. 251-267), nos convoca a reflexionar, no sólo sobre la participación protagónica de las mujeres en ese primer período estudiado, sino en los desencuentros entre las propuestas societarias más o menos radicales de la época, las bases materiales movilizadas para realizarlas y las contramarchas en el combate al patriarcado, en nombre de las dificultades de la revolución. La emancipación de las mujeres era vista por los y las socialistas de la época mucho más como un conjunto de demandas a ser absorbidas por un proyecto de “desarrollo de las fuerzas productivas”, y no como vector de las transformaciones: de una perspectiva de mundo basada en el trabajo asalariado y la producción de excedente para acumulación, a la superación de la forma salario y la producción de valores de troca como centro de la vida.
La lectura de El país de los sóviets es una oportunidad para repensar algunas líneas programáticas y de acción política de los socialistas de hoy. Cuestiones como si el desarrollo capitalista es o no condición para la transición, la propalada necesidad de la “acumulación primitiva socialista” (que adquiere la figura de lenguaje del oxímoron). Sobre las formas de toma de decisión por los de bajo socavadas por las variadas representaciones de su voluntad. Sobre la persistente y duradera forma salario. Sobre la insidiosa recusa de destrucción del Estado, que ejerce su seductora imagen espejada sobre los pretendidos mediadores de la transición. Pero, en la otra punta, detectamos el merodeo permanente de la forma comunal abriéndose camino en las luchas actuales contra el nuevo modelo de acumulación del capital. Y la afinidad electiva entre esas prácticas comunales y las luchas de las mujeres y pueblos que se niegan a olvidar. Para los socialistas, si cada generación escoge un Marx para llamar de suyo, sería bueno mirar el ya viejo y desbarbado Marx de las Cartas desde Argel, 1882 para rever la revolución de 1917 desde una perspectiva de la historia de más larga duración. Porque es en este momento que la propia civilización y su emancipación, no sólo del capital, sino de toda forma de alienación, está en cuestión.
Referencias bibliográficas
Casas, Aldo. Rusia 1917. Vertientes y afluentes. (Actualidad de la revolución y socialismo, Volumen 1). Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Herramienta, 2021.
___________. El país de los sóviets: La revolución y sus contra-tiempos (1917-1924).(Actualidad de la revolución y socialismo, Volumen 2). Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Herramienta, 2022.
Lenin, Vladimir Ilich. La enfermedad infantil del izquierdismo. Disponible en: La https://proletarios.org/books/LENIN-La-enfermedad-infantil-del-izquierdismo.pdf
________________. El Estado y la revolución. Disponible en: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/estyrev/
Marx, Karl. Cartas desde Argel, 1882. Trad. Angelo Narváez León. Santiago de Chile: Nadar, 2021.
Notas
[1] Tratado de Brest-Litovsk, firmado el 13 de noviembre de 1918.
[2] Ver: Lenin, V.I. El Estado y la revolución.
https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/estyrev/
Reseña enviada por la autora, para Herramienta, el 12 de setiembre de 2022.