30/12/2024
El siguiente artículo fue publicado en Monthly Review (vol. 69, nro. 3, 01/07/2017). El número estuvo dedicado al “Centenario de la Revolución Rusa: Retrospectiva y Prospectiva”. En el mismo, en sus análisis, John Bellamy Foster dedica también una parte importante a las concepciones geopolíticas imperialistas de los acontecimientos que ocurrieron en ese período, hasta nuestros días. Por lo cual, a nuestro entender, en este texto, publicado hace casi 6 años, las opiniones que desarrolla el autor siguen teniendo cierta actualidad para interpretar los graves problemas que se desarrollan en nuestros días, como el de la guerra desatada a partir de la invasión rusa a Ucrania. En este documento transcribimos los fragmentos del ensayo donde a nuestro entender, el autor aporta reflexiones valiosas para interpretar estos problemas.
La Revolución Rusa de 1917 estalló en el quincuagésimo aniversario de la publicación de El capital de Karl Marx. Desde el comienzo, pareció confirmar y al mismo tiempo contradecir los análisis de Marx, quien había previsto una revolución obrera socialista que estallaría en los países capitalistas desarrollados de Europa Occidental. Pero en el prefacio de 1882 al Manifiesto comunista, afirmó que una revolución en Rusia sería una “señal posible de la revolución proletaria en Occidente”. Pero aunque en Rusia en 1917 triunfó una revolución obrera-campesina dirigida por marxistas, los levantamientos revolucionarios en Alemania y Europa Central que la siguieron fueron débiles y fueron derrotados.
En esas circunstancias la Rusia Soviética, completamente aislada, enfrentó una contrarrevolución masiva, con las principales potencias imperialistas invadiéndola y apoyando a las fuerzas rusas “blancas” en la guerra civil. El “socialismo en un solo país”, la postura defensiva básica de la URSS, fue una realidad impuesta sobre ella desde el exterior. Esto fue evidente al comenzar con el Tratado de Brest-Litovsk, en el que Rusia fue forzada a entregar una gran parte del territorio del imperio zarista, seguido prontamente por el Tratado de Versailles, que procuraba aislarla aún más.
Fue el imperialismo, no en el sentido dado por toda la historia del colonialismo, sino en su relación con la etapa monopolista del capitalismo, como V. I. Lenin empleó el término, que caracterizaba al capitalismo del siglo XX, determinando las condiciones de la revolución y la contrarrevolución. Ya a fines de del siglo XIX, la pugna por colonias que causaba gran parte de los conflictos europeos desde el siglo XVII habían sido reemplazados por una lucha de una clase cualitativamente nueva de competencia entre las naciones-estados y sus corporaciones, no por zonas imperiales sino por la hegemonía mundial real en un sistema imperialista mundial crecientemente interrelacionado. Desde entonces la revolución y la contrarrevolución se interrelacionarían al nivel del sistema como un todo. Todas las olas revolucionarias, concentradas en la periferia donde la explotación colonial era más severa, pues era intensificada por la extracción de plusvalía por parte de las potencias metropolitanas, fueron las revueltas contra el imperialismo, y eran enfrentadas por la contrarrevolución imperialista, organizada por los estados capitalistas centrales. Sin embargo, en 1967, medio siglo después de octubre de 1917 y un siglo después de El capital, no era irrazonable suponer, en medio de la Guerra de Vietnam, y la Revolución Cultural en China, que la revolución mundial triunfaría gradualmente, y que las revoluciones que habían ocurrido, no solo en Rusia, sino también en China, Cuba y en otros lugares, eran irreversibles. El siglo XX ya había mostrado ser el más sangriento en la historia humana. Sin embargo también era un período de enormes progresos en la liberación humana. Si bien las fuerzas de la contrarrevolución mundial se estaban uniendo, su victoria, incluso a corto plazo, estaba lejos de ser segura. Como dijo Herbert Marcuse en las primeras páginas de su Contrarrevolución y rebelión (en 1972): “El mundo occidental ha alcanzado ahora una nueva etapa de desarrollo: ahora la defensa del sistema capitalista exige la organización de la contrarrevolución en el interior y en el exterior. En sus manifestaciones extremas, practica los horrores del régimen nazi. Las masacres al por mayor en Indochina, Indonesia, el Congo, Nigeria, Pakistán, y el Sudan se han desatado contra todo lo que se llame “comunista” o que se rebele contra los gobiernos sirvientes de los países imperialistas. En los países latinoamericanos prevalece una cruel persecución bajo dictaduras fascistas y militares. (…) El capitalismo se reorganiza para enfrentar la amenaza de una revolución que sería la más radical de todas las revoluciones. Sería la primera revolución verdaderamente mundial. Hoy, cien años después de la Revolución Rusa y un siglo y medio después de El capital, han cambiado las condiciones. Las fuerzas de la contrarrevolución mundial están triunfando. La mayoría de los movimientos emancipadores que parecían estar ganando terreno en la década de 1960, principalmente en la periferia, ha sido derrotada totalmente.”
Las contradicciones del desarrollo capitalista, en particular la emergencia ecológica planetaria, son más graves que nunca antes. Desde la Gran Crisis Financiera de 2007-09, es totalmente claro que la fase actual del capital monopolista-financiero mundial, con sus niveles de desigualdad sin precedentes, su estancamiento e inestabilidad, su belicosidad destructora, su destrucción del ambiente, y sus nuevas formas de reacción política-económica, amenaza el futuro, no solo de esta generación, sin la de todas las generaciones; la propia supervivencia de la humanidad. Como Eric Hobsbawm finalizó en su historia del siglo XX, “el precio del fracaso, es decir, de la alternativa a una sociedad cambiada, es la oscuridad”.
La reacción a una escala mundial
Si la contrarrevolución triunfó al final sobre las olas revolucionarias del siglo XX, ¿cómo debemos comprenderlo, y qué significa esto para el futuro de la revolución mundial? La respuesta exige un estudio de toda la historia de la geopolítica imperialista durante el siglo pasado.
El período que va de mediados de la década de 1870 hasta la Primera Guerra Mundial estuvo fue el de una ruptura cualitativa en la lógica del desarrollo capitalista. Los observadores contemporáneos ya entonces hablaban del “nuevo imperialismo”, para referirse a un rápido incremento en adquisiciones coloniales, el crecimiento de las nuevas potencias imperiales, y el resurgimiento de rivalidades interimperialistas. Fue en esta fase del sistema que el capital monopolista (capitalismo dominado por gigantescas firmas industriales y financieras) creció. Alemania y los Estados Unidos fueron entrando rápidamente en la nueva era de la industria pesada y avanzando por saltos en la etapa monopolista del capitalismo, mientras Gran Bretaña quedaba atrás en ambos aspectos. La hegemonía británica sobre la economía mundial capitalista, que databa de la revolución industrial, estaba crecientemente amenazada bajo un nuevo orden multipolar de estados centrales competidores. Las últimas tres décadas del siglo XIX fueron de estancamiento económico, conocido en la Europa de esa época cómo la “Gran Depresión”. Pero también representaba una era de cambios dramáticos en el centro del poder capitalista.
Observando estas tendencias, partidarias del imperialismo en los principales estados capitalistas desarrollaron una nueva pseudociencia: la geopolítica, que se centraba en la lucha por la hegemonía en el sistema mundial. La geopolítica puede ser comprendida en los términos “clausewitzianos” como la guerra por otros medios, que a menudo conducen a una verdadera ruptura de hostilidades. Se originó principalmente en los EEUU y en Alemania en la década de 1890, mientras crecían ambas naciones como potencias imperiales. En los Estados Unidos, esta nueva visión fue mejor representada por La base económica del imperialismo (1898), de Charles Conant, y El nuevo imperio (1902) de Brooks Adam; ambos autores proyectaban la hegemonía política-económica de EE.UU. sobre grandes partes del mundo, particularmente sobre el océano Pacífico. El fundador de la escuela alemana de Geopolítica fue Friedrich Ratzel, quien en la década de 1890 acuñó el término Lebensraum, “espacio vital”, como un imperativo de la política alemana. “En este pequeño planeta” escribió Ratzel, “sólo hay suficiente espacio para sólo un gran estado”.
Sin embargo, lo que puede ser llamado el análisis geopolítico clásico sólo apareció en los años de entreguerras y durante la Segunda Guerra Mundial. Su principal teórico británico era Halford Mackinder, un ex director de la London School of Economics y que por 12 años fue miembro del parlamento, representando a Glasgow. En Ideales democráticos y realidad (1919) escribió: “Las grandes guerras de la historia son el resultado, directo o indirecto, del crecimiento desigual de las naciones”. El objeto de la geopolítica capitalista era promover “el crecimiento de imperios”, que terminaría en “un solo imperio mundial”. Mackinder fue famoso por su doctrina del país central. La hegemonía sobre lo que él llamaba la “Isla-Mundo” (los continentes interconectados de Europa, Asia y África) y a través de ella controlar al mundo entero, sólo podría lograrse, según afirmaba, dominando al Estado central (la enorme masa continental de Eurasia incluyendo a Europa Oriental, Rusia, y Asia Central. El Estado central era “la más grande fortaleza natural de la Tierra”, debido a que era inaccesible al mar. En la nueva era eurasiana, el poder terrestre, no el poder marítimo como en los siglos anteriores, sería decisivo. En el famoso dicho de Mackinder: “Quien domina Europa oriental, dirige la tierra central; quien domina la tierra central dirige la Isla Mundo; quien domina la Isla Mundo dirige al mundo”.
La estrategia geopolítica de Mackinder estaba influida por la Revolución Rusa, y solía justificar la contrarrevolución imperialista. En 1919, el gobierno británico lo nombró como alto comisionado para el Sur de Rusia, responsable de la organización del apoyo británico al general Denikin y al Ejército Blanco en la guerra civil. Luego de la derrota de Denikin infringida por el Ejército Rojo, Mackinder regresó a Londres e informó al gobierno que, aunque Gran Bretaña tenía razón al temer a la industrialización y el militarismo alemán, el rearme alemán, entonces ostensiblemente bloqueado por el Tratado de Versailles, era esencial. Pues para Mackinder, Alemania constituía el principal baluarte contra el control bolchevique de Europa Oriental, y de este modo, contra el Estado Central geopolítico.
Mackinder no era la única figura influyente de entreguerras en promover esas creencias. Era esta misma lógica que llevaba al gobierno británico de Neville Chamberlain dos décadas más tarde, no tanto para “apaciguar” a la Alemania Nazi, como para pactar con ella, con la esperanza de que Alemania dirigiría sus cañones hacia el Este, hacia la URSS. En verdad, el Tratado de Versailles, como lo explicó Thorstein Veblen, era un “pacto para la reducción de la Rusia Soviética”, que aunque “no escrita en el texto del Tratado”, podría decirse que había sido el pergamino sobre el que fue escrito el texto”.
En Alemania, el principal teórico geopolítico de las décadas de 1930 y 1940 era Karl Haushofer, el mentor de Rudolf Hess (Vice Führer en el régimen nazi), y un asesor clave para Adolf Hitler. Él veía a los imperios británico y estadounidense como la principal.amenaza contra Alemania, y así defendía la creación de un gran bloque de poder euroasiático intercontinental, con Alemania formando una alianza de conveniencia con Rusia y Japón para destruir al poder angloamericano. Con la firma del Pacto de No Agresión Hitler-Stalin, él escribió: “Ahora, finalmente, la colaboración de las potencias del Eje, y del Lejano Oriente, se presenta en forma distinta ante el alma alemana. Por fin hay esperanza de una supervivencia contra la política de “Anaconda” (el cerco estrangulador) de las democracias occidentales.”
En los Estados Unidos, el más destacado pensador geopolítico de la época era Nicolas Spykman. En Estrategia de America in la política mundial (1942) y su obra póstuma La geografía de la paz (1944), Spykman se oponía a la Tierra Central, la estrategia basada en la tierra de Mackinder y favorecía una que enfatizaba el poder marítimo. Controlando las zonas costeras de Europa, el Oriente Medio, Asia Oriental, y el pacífico, los Estados Unidos podrían rodear a la “tierra central eurasiática”, entonces controlada por la URSS. Spykman insistía en la necesidad de una hegemonía estadounidense-británica sobre el planeta, y estaba preocupado en La geografía de la paz en impedir que la URSS de estableciera “una hegemonía sobre la zona costera europea”. La Unión Soviética, afirmaba, no podría defenderse contra “la zona costera europea”. La geopolítica de Spykman ejerció una poderosa influencia (aunque en gran parte olvidada) sobre la política exterior de los EEUU con el advenimiento de la guerra fría, incluyendo a la estrategia de “contención” de George Kennan, así como los grandes planes del Consejo sobre Relaciones Exteriores.
En 1943, Mackinder subrayó lo que estaba en juego para el imperio estadounidense, declarando en la revista Foreign Affairs “el territorio de la Unión Soviética es equivalente a la “Tierra Central” sobre la cual no podría permitirse que retuviera el control. La estrategia geopolítica de Washington adoptada durante la Segunda Guerra Mundial tenía la intención de extender la hegemonía de EEUU más allá de lo que el Consejo de Relaciones Exteriores llamaba “el Área Grande” de los imperios británico y estadounidense para abarcar además a la Europa continental, al Oriente Medio, y las zonas costeras de Asia. En la nueva cruzada anticomunista, las revoluciones iban a ser combatidas en todo el mundo, pero especialmente en esas áreas estratégicas. No solo el Consejo de Relaciones Exteriores, sino una sucesión de importantes planificadores estratégicos de la Guerra Fría y post-Guerra Fría, tales como James Burnham, Eugene Rostow, Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski, y Paul Wolfowitz, continuarían afirmando en términos similares. Washington, en última instancia adoptaría el objetivo más amplio de dominar estados y regiones en todo el mundo, así como controlaría los recursos estratégicos, los movimientos de capital, las monedas y el comercio mundial. Las ambiciones imperiales estadounidenses eran evidenciarse como el imperio luego de la caída de la Unión Soviética. La afirmación oficial más clara de esta nueva ambición global fue la “Guía del Planeamiento de la Defensa para 1994-1999” (fragmentos de la cual fueron filtrados y publicados por el New York Times en 1992), supervisado por Wolfowitz como subsecretario de defensa. Esta se hizo conocida como la Doctrina Wolfowitz, comúnmente asociada con el ascenso del neoconservadurismo, cuya intención era responder a la desaparición de la URSS en la escena mundial y declarar explícitamente que el nuevo objetivo de la estrategia geopolítica de EE.UU. sería impedir el resurgimiento de cualquier potencia rival que pudiera amenazar la supremacía norteamericana. O sea la búsqueda de un mundo unipolar permanente. “Rusia”, afirmaba el documento, “seguirá siendo la potencia militar más fuerte en Eurasia y la única potencia en el mundo con la capacidad de destruir a los Estados Unidos”. Y continuaba siendo el principal objetivo a largo plazo.
Como dijo Brzezinski, consejero de Carter sobre la seguridad nacional, en 1997 en El gran tablero de ajedrez, “los Estados Unidos (…) ahora gozan de una primacía internacional, con su poder desplegado directamente en las tres periferias del continente” (Europa Occidental y porciones de la Europa Oriental, el Asia Central y el Oriente Medio, y el Asia Oriental y las costas del Pacífico. El objetivo, afirmaba, era crear una “hegemonía de un nuevo tipo” o “supremacía global”, que establecía indefinidamente a los Estados Unidos como “la primera y verdaderamente única potencia mundial”. El nuevo orden mundial que se preveía era el del poder unipolar de los EE. UU., apoyado por la primacía nuclear. El cambio de régimen en los estados de un nivel medio, considerados de una importancia geopolítica y exteriores al imperio estadounidense (incluso aquellos anteriormente tolerados en el contexto de la Guerra Fría), se convirtió en algo esencial. Aquí el objetivo no era crear democracias estables (que no era un objetivo jamás considerado viable en las áreas estratégicas claves, tales como el Oriente Medio) sino destruir a los “estados canallas” y a los bloques políticos no asimilados, particularmente en las periferias de la Tierra Central y en el Golfo Pérsico ricos en petróleo, que pudieran amenazar la seguridad o obstaculizar la expansión del imperio de los Estados Unidos. La estrategia de la gran escala imperial de los EEUU para la era postsoviética, primero esbozada por “Orientaciones para la planificación de la defensa” tenía como premisa rectora el resurgimiento eventual de hostilidades con una Rusia ahora capitalista, como esa nación se recobraría inevitablemente. Anticipándose a esto, los hegemónicos Estados Unidos y sus aliados de la NATO se expandieron más en Eurasia y las regiones vecinas, participando en las guerras en los Balcanes, Asia Central, el Oriente Medio y el norte de África, estrechando el cerco sobre Rusia durante el cuarto de siglo desde 1992 hasta el presente [2017]. Esta misma gran estrategia imperial incluyó la represión de todos los movimientos y fuerzas antisistémicos en áreas estratégicas claves en la periferia, así como los intentos de restringir militar y políticamente a China.
Luego de los ataques terroristas en los EEUU del 11 de septiembre de 2001, el Nuevo Orden Mundial declarado originalmente por George W. Bush justificó una estrategia de guerra permanente e “intervenciones humanitarias” por toda la periferia mundial en sus esfuerzos por afirmar el dominio total sobre el Oriente Medio. Luego de la guerra con Iraq en 2003, los Estados Unidos, apoyados por la NATO, acusaron a Irán y luego de la invasión de Libia en 2011, a Siria como los principales Estados del Oriente Medio que apoyaban al terrorismo, adoptando como su principal objetivo a la desaparición de ambos estados. Pero las razones reales para el cambio de regímenes en el Oriente Medio y en los demás lugares, como Wolfowitz había insinuado a principios de los 90 al General Wesley Clark, eran estrictamente geopolíticas.
El gobierno de Obama, junto a sus aliados de la NATO, intervino en el golpe de 2014 en Ucrania, poniendo en su lugar a un gobierno de extrema derecha dócil, encabezado por un oligarca amigo de Occidente, proclamando así en términos inequívocos la Nueva Guerra Fría contra Rusia. Esto reflejó una campaña estratégica en las obras una campaña estratégica en marcha desde al menos el año 2007, cuando Vladimir Putin declaró en forma desafiante que “el modelo político unipolar (de la supremacía mundial absoluta de los EEUU) no sólo es inaceptable sino también imposible en el mundo de hoy”. La larga contrarrevolución contra la Unión Soviética continuó de este modo en una lucha geopolítica dirigida contra una Rusia reemergente, ahora capitalista. Esta última contraatacó absorbiendo Crimea (antiguamente parte de Ucrania) luego de un referéndum, buscando estabilizar las condiciones en la Ucrania oriental sobre su frontera, particularmente con respecto a los nacionales rusos que vivían en esa zona, e interviniendo para contrarrestar la guerra patrocinada por Estados Unidos y Arabia Saudita contra el régimen de Assad en Siria, logrando así evitar el derrocamiento de su principal aliado en Oriente Medio.
Notablemente, el nuevo gobierno de Trump, que representaba a una facción algo diferente de la clase capitalista estadounidense, relacionada sobre todo con la industria de los combustibles fósiles y el sector financiero y recurriendo en gran medida a una ideología ultranacionalista adoptada por la clase media baja, en un primer momento señaló un giro geopolítico, encaminado a la distensión con Rusia. Esto era acompañado por una política que se concentraba en luchar contra el Estado Islámico, Irán, Corea del Norte, y China como los principales antagonistas mundiales (una visión asociada con la estrategia del “choque de civilizaciones” de Samuel P. Huntington, en oposición al enfoque del corazón euroasiático de Wolfowitz y Brzezinski. El gobierno entrante afirmó claramente que China, con su rápido crecimiento económico y creciente poder regional, representaba la principal amenaza a la hegemonía estadounidense (y a los empleos estadounidenses) y por lo tanto, el principal objetivo de su estrategia imperial.
Sin embargo, la mayor parte del complejo militar-industrial de los Estados Unidos, desde el Pentágono hasta las agencias de inteligencia y a los principales contratistas de la seguridad, ha resistido este cambio de estrategia, dejando de considerar a Rusia como la principal antagonista; hasta el punto de insinuar una traición por parte de la administración Trump por sus discusiones preliminares con funcionarios rusos, descriptas como una connivencia con el enemigo. De ahí que la administración haya sido objeto de un número sin precedentes de filtraciones de parte del Estado de Seguridad Nacional, y ha sido objeto de investigaciones por sus comunicaciones con Rusia durante la campaña y durante la transición post-electoral. Para los sectores dominantes de la clase gobernante de los Estados Unidos, sigue siendo esencial que Rusia, ocupando el corazón continental euroasiático, y siendo todavía el principal rival nuclear, deba seguir siendo el principal objetivo de la gran estrategia estadounidense. La estabilidad de la alianza de la NATO y la totalidad de la estrategia estadounidense de subordinar a Europa bajo su dominio, está fundamentada en la nueva Guerra Fría con Rusia.
Para la clase dominante estadounidense, la fortaleza de su economía, la supremacía del dólar, y de allí el poder financiero de Washington, son todos vistos como factores dependientes de la primacía mundial de EEUU, aunque el crecimiento de su PBI y el de los demás países capitalistas centrales se ha estancado y Occidente pierde terreno económicamente ante una China rápidamente creciente. La estrategia geopolítica crecientemente irracional que sale de Washington todavía tiene como su objetivo a un orden mundial unipolar. Esto debe aprovecharse mediante una serie de elementos estratégicos, incluyendo el peso combinado de la alianza de la tríada de los Estados Unidos y Canadá, Europa y Japón, bajo la dirección, la dominación geopolítica, el poder militar y tecnológico, y la supremacía estadounidense via el dólar.
La agresividad de esta estrategia imperial puede ser vista en la búsqueda estadounidense de un dominio absoluto de las capacidades de las armas nucleares, bajo la rúbrica de la “modernización” de las tres patas de su arsenal nuclear. El objeto es sacar ventajas del hecho de que una Rusia debilitada se retrasó durante años en el mantenimiento y la modernización de su propio armamento nuclear, permitiendo a los Estados Unidos tomar decisivamente la delantera. La estrategia nuclear estadounidense se basa ahora en “la muerte de MAD” [abreviatura en inglés de “Destrucción Mutua Asegurada”], o sea, la desaparición total del sistema de disuasión que regía entre las dos mayores potencias e impedía el estallido de una guerra nuclear. Quienes formulan la doctrina estratégica de EEUU creen cada vez más que su país actualmente puede, utilizando solo una pequeña parte de su arsenal nuclear, destruir suficientes armas nucleares de un adversario en un primer ataque, o contraataque (incluso en el caso de Rusia), para prevalecer en una confrontación nuclear. En resumen, los planificadores del Pentágono ahora creen que su país ha alcanzado la “primacía estratégica” en capacidad de armamento nuclear. Esto haría “pensable” un primer ataque contra cualquier enemigo en la Tierra por primera vez desde 1945, cuando Truman ordenó arrojar las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, causando cientos de miles de bajas civiles, en lo que fue una decisión política antes que militar, y el verdadero primer acto de la Guerra Fría. Ominosamente, con la muerte inminente de MAD, la otra parte también, en cualquier momento de tensiones nucleares, tendría un mayor incentivo para atacar primero, para no ser destruido completamente por los EEUU que ya no tienen el freno por el temor de su propia destrucción en caso de un primer ataque de su parte.
“Un rasgo esencial del imperialismo”, escribió Lenin, “es la rivalidad entre varias grandes potencias en la lucha por la hegemonía”. Esos peligros se redoblan a largo plazo cuando una nación capitalista, los EEUU en el siglo XXI, pretende crear un mundo unipolar o un orden super-imperialista. En la segunda mitad del siglo XX, los EE.UU. mostraron ser la nación más destructiva del mundo, matando a millones en guerras, invasiones, y contrainsurgencias en todo el globo. Este legado sangriento continúa en el presente cuando durante los días 3 y 5 de septiembre de 2016, los EE UU arrojaron bombas o lanzaron misiles a seis países, islámicos en su mayoría: Afganistán, Irak, Libia, Somalía, Siria y Yemen. En 2015, lanzó un total de más de 22.000 bombas tan sólo en Irak y Siria. Ningún país opuesto a los EEUU puede permitirse subestimar el nivel de violencia que podría lanzarle esta potencia hegemónica.
La revolución: el futuro humano
En el siglo XX las revoluciones fueron tanto producto de la resistencia al imperialismo como de la lucha de clases. La mayoría de las veces estallaban, como lo observó Lenin, en los “eslabones débiles” del sistema imperialista mundial. Inevitablemente, se enfrentaban con una contrarrevolución organizada por las grandes potencias capitalistas. Hasta un pequeño levantamiento podía probablemente ser visto como una amenaza al dominio capitalista mundial, y comúnmente ser aplastado con una fuerza brutal, como en la invasión masiva del gobierno de Ronald Reagan en 1983 a la pequeña isla de Grenada, o en la guerra encubierta contra los sandinistas en Nicaragua. La ideología dominante invariablemente culpa del enorme costo humano de estas guerras a las propias revoluciones, y no a las contrarrevoluciones imperialistas, que son rápidamente borradas de la memoria histórica.
En 1970, los directores de Monthly Review Harry Magdoff y Paul Sweezy fueron invitados a la inauguración del presidente chileno Salvador Allende, quien había sido elegido democráticamente para gobernar en Chile, y prometía introducir el socialismo, comenzando con la nacionalización de los activos de las empresas estadounidenses en las principales industrias. Magdoff y Sweezy eran amigos de Allende, y sus análisis en la época de su inauguración abordaron los peligros que surgirían de las estrechas relaciones entre los EEUU y los militares chilenos, sugiriendo la fuerte probabilidad de un golpe militar apoyado por Washington y llevado a cabo por las fuerzas armadas chilenas. Ellos advirtieron que el imperialismo no respeta el gobierno de la ley cuando se trata de desafíos al orden existente. Tres años después, el general Augusto Pinochet se sublevó y tomó el poder en una forma sangrienta, que costó la vida a Allende y a miles de chilenos más.
Todo esto reafirma la verdad histórica de que no puede haber ninguna revolución socialista, surja como surja, que no esté también obligada a confrontar la realidad de la contrarrevolución. Más aún, al juzgar a la revolución y a la contrarrevolución durante el último siglo, debe subrayarse en la fortaleza y la virulencia de la contrarrevolución. Las luchas y los errores de los revolucionarios sólo pueden ser vistos en el contexto de esta más amplia dialéctica histórica.
Desde los libros de historia hasta los principales medios periodísticos, la ideología dominante en Occidente presenta hoy a la Revolución Rusa de 1917 como un rotundo fracaso, desde el principio al fin. Nos dicen que la URSS colapsó bajo el peso de sus propias ineficiencias internas y sus defectos irremediables (aunque estos relatos frecuentemente afirman casi al mismo tiempo que fue el poder y la fuerza militar de EEUU: los que “ganaron” la Guerra Fría. Es innegable que la historia de la URSS estuvo plagada de tragedias históricas y contradicciones sociales y económicas. Gran parte del enorme potencial humano que desencadenó la Revolución Rusa quedó exhausto en la devastadora Guerra Civil
Sin embargo, la URSS durante su historia también experimentó un extraordinario desarrollo industrial, las condiciones de la clase obrera mejoraron en general, y la población disfrutó de seguridades económicas de las que carecía en otros lugares. Fue la Unión Soviética la que salvó a Occidente en la Segunda Guerra Mundial, comenzando con la dramática derrota de la Wehrmacht en Stalingrado (en el momento crucial de la guerra), y la victoriosa marcha del ejército rojo hacia el oeste. Aunque la guerra también se cobró un alto precio: la URSS perdió más de veinte millones de personas. La propia existencia de la Unión Soviética inspiró movimientos por la liberación humana en el Tercer Mundo. Con el crecimiento del bloque soviético y las realizaciones económicas y tecnológicas de la región, la posición de la URSS en el mundo parecía segura hasta bien entrada la década de 1970. Su sistema de planeamiento central, a pesar de ciertas ineficiencias y una tendencia a degenerar en una economía dirigida excesivamente burocratizada, ofrecía un enfoque nuevo y en muchos aspectos exitoso del desarrollo económico y social en términos no capitalistas. Pero la URSS no logró llevar adelante la revolución socialista.la sociedad posrevolucionaria que surgió generó su propia clase dominante burocrática, la nomenclatura, que había surgido de las desigualdades del sistema. La obstinada negativa a permitir el desarrollo independiente en Europa Oriental (aunque era considerada como una zona tampón necesario contra una invasión de Occidente) se hizo evidente en las invasiones soviéticas de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968.
Finalmente, la URSS perdió su dinamismo interno, al confiar demasiado en el desarrollo extensivo (el reclutamiento forzoso de mano de obra y recursos) en lugar del intensivo (la productividad dinámica derivada de la innovación tecnológica y el desencadenamiento de las fuerzas creativas). Estaba agotada por una contienda militar, política y económica de décadas con Occidente, obligado a competir en una carrera armamentística masiva que mal podía permitirse. A pesar de sus promesas superficiales, las políticas de glasnost (apertura) y perestroika (reestructuración) de Mijail Gorbachov, mal concebidas y de hecho desastrosas, deshicieron masivamente el sistema, en lugar de reformarlo. Aunque la pérdida de Europa Oriental, marcada simbólicamente por la caída del muro de Berlin, contribuyó a ello, sin embargo fue la nomenklatura soviética la que resultó ser la perdición final del sistema, ya que numerosos representantes de la élite del poder soviético y una intelligentsia privilegiada corrupta, en alianza con Boris Yeltsin y Occidente, decidieron disolver al estado posrevolucionario desde arriba, creyendo que sus intereses individuales y de clase serían mejor promovidos bajo el capitalismo. Pero a pesar de todo esto, la experiencia de la URSS, como la primera gran ruptura socialista con el sistema capitalista, continúa inspirando e informando la revolución del siglo XXI, La revolución bolivariana de Hugo Chávez (aunque tomó una forma enteramente diferente y ahora está en peligro por una contrarrevolución apoyada por Estados Unidos), difícilmente podría haberse imaginado sin el ejemplo soviético. Los extraordinarios logros económicos, tecnológicos y culturales no se borran fácilmente en la memoria histórica.
La crisis capitalista mundial de fines del siglo XX, luego de la cual las principales naciones capitalistas se hundieron en el estancamiento económico a partir de los años setenta, fue contrarrestada en parte por la financiarización de la acumulación en los años ochenta y noventa, que, sin embargo terminó con el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007-09. Con la plena aparición del estancamiento desde la Gran Crisis Financiera, las posiciones de la clase obrera y de la clase media-baja en los Estados capitalistas avanzados han caído en picada. La desigualdad ha alcanzado su más alto nivel en la historia, tanto en el interior de las naciones como mundialmente.
Tan severa es esta crisis aparentemente infinita, que ha desestabilizado la situación interior de los principales países capitalistas. Las clases dominantes de los diversos países capitalistas han respondido al creciente desencanto popular resucitando a la derecha radical como una especie de lastre para estabilizar al sistema. De esta manera el neoliberalismo ha dado lugar al neofascismo, o lo que puede resultar se una alianza neoliberal-neofascista (o derecha centrista-derecha radical). En los EE.UU se rechaza a la propia ciencia como una amenaza contra el capitalismo, con la negación del cambio climático, ahora [en 2017] con la posición oficial de la Casa Blanca de Trump. Ahora se ha completado la “destrucción de la razón” (recordando el título de un célebre libro de Georg Lukács).
Por supuesto, las fuerzas reaccionarias han ganado la partida muchas veces antes en la historia de la lucha de clases, sólo para dar lugar a nuevas olas revolucionarias. Comentando sobre la derrota de las revoluciones de 1848 en Europa, Engels observó en Alemania: revolución y contrarrevolución: “No es posible figurarse una derrota tan grande como la sufrida por el partido revolucionario, mejor dicho los partidos revolucionarios del continente en todos los puntos de la línea de batalla.. ¿Y qué? […] Todos saben hoy en día que donde quiera que hay una conmoción revolucionaria, tiene que estar motivada por alguna demanda social que las instituciones caducas impiden satisfacer […] Si hemos sido derrotados, no podemos hacer nada más que volver a empezar desde el comienzo.”
Aunque las condiciones se han transformado muchas veces desde entonces, estos sentimientos siguen siendo válidos. Dada la necesidad actual, cada vez más desesperada, de un cambio social, es necesario “volver a empezar desde el comienzo”, creando un nuevo socialismo más revolucionario para el siglo XXI. Un cambio masivo, democrático, igualitario, ecológico, y revolucionario, en el centro y en la periferia, representa el único futuro verdaderamente humano. La alternativa es la muerte de toda la humanidad.
Publicado originalmente en Monthly Review. Traducción y presentación de Francisco Sobrino.