I. Introducción
Las transformaciones de la sociedad argentina durante el último cuarto del siglo XX, enmarcadas en un proceso de auge de las políticas neoconservadoras, expresaron una profunda reestructuración de las relaciones entre y al interior de las clases sociales.
Los estudios acerca de los cambios operados en el mundo del trabajo nos presentan la imagen de una clase trabajadora fragmentada y amenazada por su posible puesta “en disponibilidad”, contrastando con el carácter homogéneo atribuido a la clase trabajadora durante la etapa previa. A su vez, la mayor debilidad derivada de la heterogeneidad en los regímenes de trabajo parece desarrollarse sobre el trasfondo de una mayor homogeneidad estructural, en tanto cada vez más personas dependen de la venta de su fuerza de trabajo para subsistir.
Durante las últimas décadas, la evolución de los indicadores laborales muestra un cuadro de marcada inestabilidad y deterioro de las condiciones laborales. Dicho deterioro se expresó, entre otros aspectos, en la difusión de contrataciones por tiempo determinado, la existencia de diversos mecanismos de intermediación en la contratación de la fuerza de trabajo (como las agencias de trabajo temporario) y el aumento de los trabajadores sin cobertura social ni aportes jubilatorios. A su vez, en la década del noventa se agudizó la tendencia, presente ya en los años ’80, al descenso de los empleos a tiempo completo y el aumento de los empleos a tiempo parcial. Junto con el crecimiento de la subocupación y de la desocupación se manifiesta otra tendencia, dada por el aumento de los trabajadores sobreocupados.
La caída del salario real a partir de mediados de la década del ’70, el aumento del empleo no registrado desde la década del ’80 y el progresivo ascenso de los niveles de desempleo y subempleo durante la década del ’90 profundizaron, a su vez, un proceso de pauperización de amplias capas de la población.
Las políticas de reforma laboral implementadas durante la década del ’90 configuraron, por su parte, el marco legal para el ajuste de la fuerza de trabajo de acuerdo a las necesidades cíclicas del capital, flexibilizando la entrada y la salida de la relación laboral. La habilitación de formas de contratación por tiempo determinado, la disminución de cargas patronales, las modificaciones en la utilización del período de prueba, la baja en las indemnizaciones por despido, la habilitación de diversos mecanismos de extensión de la jornada laboral, los impulsos hacia la descentralización de la negociación colectiva, entre otros aspectos, fueron algunos de los ejes centrales de estas políticas.
Estas medidas, junto con la relajación de los controles institucionales, fomentaron diversos mecanismos de fraude laboral, que incluyen no sólo a los trabajadores no registrados, sino el avance en el encubrimiento del trabajo asalariado como trabajado en forma independiente, bajo diversas formas de prestación de servicios, como contratos de locación.
Las distintas modificaciones en la regulación de las relaciones individuales y colectivas de trabajo se presentan, de esta manera, como formas institucionalizadas que lejos de constituir el “origen” o la “causa” del deterioro en las condiciones de trabajo constituyen la expresión jurídica del juego de relaciones de fuerza entre las clases sociales. Juego donde la legalidad otorga un impulso aún mayor al deterioro de las condiciones de trabajo.
En este contexto, diversos análisis han tendido a utilizar el término “precarización” para dar cuenta del deterioro en las condiciones laborales. La difusión que adquirió este término –no sólo en los análisis especializados acerca del mercado de trabajo sino también en el análisis periodístico y en el uso cotidiano–, plantea la necesidad de avanzar en la indagación sobre su naturaleza específica
[2].
La popularización de la noción de precariedad laboral busca subsumir una serie de características que presenta el empleo asalariado en una etapa histórica, por contraste a un período anterior. Sin embargo, estos elementos suelen operar como supuestos y estar poco explicitados, mientras su vinculación teórica con el carácter del trabajo asalariado tiende a permanecer velada.
Consideramos que abordar esta discusión es de suma importancia por cuanto son los entramados conceptuales a través de los cuales aprehendemos los movimientos de la sociedad los que configuran nuestra concepción del mundo (más o menos sistemática o disgregada), de modo que sus limitaciones, supuestos e implicancias teóricas tienen consecuencias sobre nuestra práctica política y social. Estos no son sino formas ideológicas, discursos que disputan acerca del sentido de la realidad y de este modo orientan los diagnósticos y las vías de acción para transformarla.
Nos preguntamos entonces ¿Cómo abordar el análisis de las transformaciones en las relaciones laborales a lo largo de las últimas décadas? ¿Es la precarización laboral una noción suficientemente clara y definida? ¿Sobre qué supuestos teóricos descansa su definición? ¿En qué medida los supuestos de esta noción potencian o limitan el horizonte de la crítica?
En este artículo nos proponemos reflexionar acerca de los alcances y las limitaciones que presenta la noción de precariedad laboral para analizar las trasformaciones en el “mundo del trabajo” de las últimas décadas, así como para denominar las modalidades que asume la relación salarial, tomando como punto de partida los elementos constitutivos del trabajo asalariado en tanto relación social de producción.
II. Alcances del concepto de precariedad laboral
El concepto de precariedad o empleo precario surge vinculado a las discusiones sobre informalidad pero adquiere creciente importancia cuando diversas características del empleo asociado al denominado sector “informal” de la economía comienzan a observarse en el sector “formal”, deviniendo un atributo aplicable al universo de los trabajadores asalariados
[3].
No nos detendremos en este trabajo en el concepto de informalidad; sin embargo, cabe señalar que existen distintas interpretaciones o conceptualizaciones al respecto. Una primera vertiente (PREALC/ OIT) asocia la informalidad a determinadas características de las economías “en desarrollo”, donde se produciría una coexistencia entre un sector moderno con una capacidad limitada en la incorporación de mano de obra y un sector de subsistencia para quienes no se encuentran incorporados a aquel. El sector informal queda conformado entonces por unidades productivas de pequeña escala con escasa capacidad de acumulación de capital y de baja productividad. Los empleos allí generados se caracterizan por ser desprotegidos o precarios.
Una segunda vertiente, de corte neoliberal, asocia la informalidad a los “excesos” de regulación estatal. Las actividades informales serían producto de un “dinamismo empresarial popular” que encuentra fuera del sistema regulatorio su ámbito de funcionamiento, como consecuencia de un marco excesivamente rígido y oneroso. Un ejemplo de esta vertiente puede encontrarse en trabajos de De Soto.
Una tercera vertiente, en la que se ubican Portes y Schauffler (1993), integra dentro del sector informal a los asalariados que no se encuentran insertos en relaciones laborales protegidas, más allá del tamaño o escala de los establecimientos donde se encuentran ocupados, resaltando como aspecto determinante la ausencia de protección. En este sentido, discuten con la visión tradicional del sector informal como marginal para el capital, destacando la articulación y complementariedad entre los sectores “formal” e “informal” de la economía, abordando la problemática de la precariedad laboral.
Parece existir un amplio consenso en la definición de la precariedad a partir de su distanciamiento o alejamiento de las características de un modelo de empleo “típico”. De este modo, el concepto de precariedad se constituye como un concepto residual definido por la negación de los atributos asociados a dicho modelo (Feldman y Galín, 1990).
Ahora bien, ¿en qué consiste o cómo se definen las características que presenta el empleo “típico”? En primer lugar, estaría caracterizado por la estabilidad en el empleo y el acceso a cobertura social (Beccaria, Carpio y Orsatti, 2000). Los atributos particulares serían la dependencia de un solo empleador, jornadas de tiempo completo, una relación laboral por tiempo indeterminado, el desarrollo de las tareas en el domicilio del empleador (empresa), la protección dada por las normas legales vigentes y la percepción de las prestaciones a la seguridad social (Pok y Lorenzetti, 2004; Ameglio, E. et al., 1988), a lo que podríamos agregar la delimitación de tareas por intermedio de la negociación colectiva.
En oposición a este modelo, el empleo precario se caracteriza por la inexistencia de contrato laboral o contratos de corto plazo por tiempo determinado, la falta de aportes a la seguridad social, la existencia de más de un empleador o un empleador no fácilmente identificable, el desarrollo de la prestación laboral fuera del domicilio del empleador, la definición de los ingresos en negociación individual, sin referencias provenientes de la negociación colectiva –eventualmente con salario mínimo vigente como referencia–, la no percepción de componentes “típicos” de las remuneraciones (vacaciones, aguinaldo, asignaciones familiares, otros adicionales por convenio), y la no afiliación sindical (Beccaria, Carpio y Orsatti, 2000). Estas características no son excluyentes y pueden presentarse en diversas combinaciones.
La precariedad laboral no remite exclusivamente a formas ilegales o clandestinas de empleo. Como lo señalan Pok y Lorenzetti (2004), la condición de precariedad subsume situaciones heterogéneas, donde las formas más tipificadas son el empleo clandestino o desprotegido, el empleo a tiempo parcial, el empleo temporario y el empleo asalariado fraudulento. El concepto de precariedad intenta expresar básicamente una inserción laboral endeble o inestable (Pok, C.; 1992: 5). En lo que refiere a los fenómenos que subsumen, los términos de precarización y flexibilización se encuentran habitualmente asociados.
[4]
Se trata de formas que ponen de manifiesto la pérdida de derechos conquistados por los trabajadores en un período precedente; pérdida que no sólo se observa a través de las distintas modificaciones en la legislación laboral sino también en la forma de consumo productivo de la fuerza de trabajo, es decir, en las condiciones y el proceso de trabajo. Efectivamente, la inestabilidad laboral, la ausencia de beneficios sociales, la negociación individual de las condiciones salariales y laborales, son expresiones de un mayor disciplinamiento de los trabajadores en su lugar de trabajo.
El empleo “típico” constituye una construcción problemática en la medida en que descansa sobre un conjunto de representaciones que naturalizan una forma determinada de trabajo asalariado perdiendo sus determinaciones históricas, centrales para analizar el deterioro en las condiciones de trabajo. Una mirada de la historia de las relaciones asalariadas nos permite observar que las características asociadas al empleo precario se encuentran lejos de hacer su emergencia en las últimas décadas.
La construcción de un “tipo ideal” en base a las características predominantes del empleo en un determinado período histórico, particularmente el de la “edad de oro” del capitalismo, tiende a obscurecer el carácter contradictorio de toda modalidad bajo la que se desenvuelve la relación entre el capital y el trabajo, promoviendo el error de suponer la existencia efectiva de un modelo de empleo propio de las relaciones capitalistas. Aquí es preciso entonces plantear que si existe una forma de trabajo específico bajo el capitalismo, esta no es otra que la del trabajo asalariado.
III. El trabajo asalariado como forma social general en el modo de producción capitalista
Las definiciones señaladas en torno a la precarización laboral indican que se trata de cambios en las formas particulares que asumen las relaciones asalariadas. La heterogeneidad en las modalidades que adoptan los vínculos laborales considerados precarios no los coloca por fuera de dichas relaciones, de manera que el análisis de la relación entre estas modalidades y el trabajo asalariado como forma social general supone un punto de partida ineludible si se pretende ir más allá del abordaje meramente descriptivo. La consideración primaria del trabajo asalariado en su doble determinación, por su forma y su contenido, se presenta entonces como una cuestión central a la hora de analizar la relación capital-trabajo en distintos momentos históricos y en diversas formas nacionales. Vale entonces repasar algunos conceptos elementales.
Bajo el modo de producción capitalista, amplias masas de la población obtienen sus medios de vida trabajando para otros a cambio de un salario. Esta forma es un aspecto general que no define las condiciones bajo las cuales se realiza el intercambio y el uso del trabajo vivo en las distintas fases del desarrollo capitalista. La economía vulgar considera al salario como pago por el “trabajo”, entendiendo a esta relación aparente como la esencia misma, y a la compraventa de la fuerza de trabajo como exterior al proceso de producción, limitando todo análisis a la esfera de la circulación. Al considerar al salario como pago por el “trabajo” se oculta que no es el trabajo la mercancía que se intercambia por dinero sino la capacidad abstracta de trabajar bajo las órdenes de otro, ya que el trabajo no puede existir sino en la acción, es decir, en el proceso de trabajo mismo. Al hacer abstracción de esta diferencia, se oculta también el carácter asimétrico y coercitivo implicado en esta relación.
Tampoco se trata de una relación singular entre cada capital y los trabajadores que emplea. El trabajo asalariado sólo es específicamente capitalista en tanto pasa a constituir la forma social general, bajo la cual se desarrolla el proceso de producción social, ya que sólo en esta medida el trabajo pasa a ser “trabajo abstracto” para el capital, sólo en esta medida se configura un mercado de trabajo en que el trabajador busca vender su mercancía independientemente del trabajo concreto que deba realizar, con los medios de producción, frente a los cuales es colocado y bajo las órdenes y el comando de sus propietarios.
El trabajo asalariado supone la unidad de la compra-venta de capacidad de trabajo y su consumo productivo durante el proceso de valorización del capital. Estos dos momentos diferenciados de la relación están, sin embargo, entrenzados en su origen, ya que sólo pueden enfrentarse el trabajador y el capitalista como jurídicamente libres e iguales si el primero se encuentra expropiado de sus medios materiales de existencia.
De este modo, la separación entre el productor directo y los medios de producción se encuentra ya supuesta en el intercambio
[5]. Es la condición del trabajador como no poseedor de la riqueza social la que lo vuelve sólo poseedor de su capacidad de trabajo, condición que no sólo constituye una premisa del proceso capitalista de producción sino también su resultado constante.
[6]
Comprender al trabajo asalariado como relación de explotación, y por tanto como relación antagónica, no implica tan sólo reconocer la apropiación diferencial del producto social, sino comprender el carácter coercitivo de la misma, que se despliega en su dualidad simultáneamente como coerción económica en la esfera de la circulación y como comando despótico en el proceso productivo.
Es entonces la propia condición del trabajador como desposeído la que implica de por sí una posición y una vida precaria, y las características específicas que adopta dicha relación en diferentes momentos históricos no alteran su naturaleza básica. En este sentido, el carácter relativamente más o menos “protegido” o “precario”, “endeble” o “estable” del empleo y sus implicancias, debe ser analizado incorporando el plano de las relaciones de fuerza entre las clases.
Así lo expresa Marx al analizar las luchas en la Inglaterra del siglo XIX:
“(...) de la naturaleza del intercambio mercantil no se desprende límite alguno de la jornada laboral, y por tanto límite alguno de plustrabajo. El capitalista, cuando procura prolongar lo más posible la jornada laboral y convertir, si puede, una jornada laboral en dos, reafirma su derecho en cuanto comprador (…) el obrero reafirma su derecho como vendedor cuando procura reducir la jornada laboral a determinada magnitud normal. Tiene lugar, aquí, pues, una antinomia: derecho contra derecho, signados ambos de manera uniforme por la ley del intercambio mercantil. Entre derechos iguales decide la fuerza. Y de esta suerte, en la historia de la producción capitalista la reglamentación de la jornada laboral se presenta como lucha (…) entre el capitalista colectivo, esto es, la clase de los capitalistas, y el obrero colectivo, o sea la clase obrera.” (Marx, 1998: 281-282)
De este modo, las características que asume el intercambio entre el capitalista y el trabajador no son estáticas, su carácter y la forma en que el conflicto es internalizado y regulado desde el Estado suponen una dimensión histórica y se presentan como resultante de un enfrentamiento. Siendo una forma de la lucha de clases que permanece todavía dentro de los límites del trabajo asalariado y, por tanto, de las relaciones capitalistas de producción.
Tratándose de un proceso histórico, el enfrentamiento entre el capital y el trabajo no se despliega en el vacío y la relación de fuerzas no depende únicamente de la voluntad e iniciativa de los contendientes. El marco general en el que se desenvuelve la lucha es el configurado por la dinámica, inherentemente contradictoria, de la acumulación de capital, por la que todas las clases se reproducen como sujetos sociales. Es sobre esta dinámica intrínseca, y a través del proceso histórico de las luchas políticas y sociales, que se configura y luego cambia un determinado equilibrio de fuerzas.
Precisamente, en esto radica uno de los problemas fundamentales y más comunes de buena parte de los análisis sobre la precarización laboral. Al no problematizar el carácter social del trabajo asalariado en general, opera una tendencia a naturalizar y tomar –implícita o explícitamente– como “normales” determinadas condiciones de venta de la mercancía fuerza de trabajo, que, antes bien, se corresponden con las condiciones en que se desarrolla esta lucha en una determinada etapa histórica.
IV. Reestructuración capitalista y trabajo asalariado
Para analizar el deterioro de las condiciones de trabajo durante las últimas décadas, proceso habitualmente abordado a partir de la noción de precarización laboral, debemos partir de las transformaciones en el capitalismo mundial y la división internacional del trabajo. Dichas transformaciones expresan la agudización de la lucha de clases y de la competencia entre capitales en un período caracterizado por una “ofensiva patronal, sostenida y generalizada” sobre el trabajo (Ximénez Sáez y Martínez, 1993), en el marco de un proceso de reestructuración del capital a gran escala.
Pero para ponderar las características de estos cambios es necesario remontarse incluso hasta el período precedente, en el que se gestan las condiciones de valorización del capital y desenvolvimiento de la lucha de clases de aquella etapa “dorada”.
La crisis del ’30 (1929-1932) trajo aparejada una fuerte contracción del mercado mundial y del comercio internacional. Las políticas basadas en el estímulo de la demanda, bajas tasas de interés, salarios altos y la tendencia al pleno empleo en el marco de mercados nacionales relativamente protegidos, fueron la norma durante el excepcional período de auge desde el fin de la segunda guerra mundial,“(…) en particular el mundo capitalista desarrollado había atravesado una etapa histórica realmente excepcional, acaso única”. (Hobsbawm, 1998: 261)
“El despegue del período de posguerra (1945-1975) se basó en la complementariedad de los tres proyectos sociales de la época: a) en Occidente, el proyecto del Estado de bienestar de las socialdemocracias basó su acción en la eficiencia de los interdependientes sistemas productivos nacionales; b) el “proyecto Bandung” de construcción nacional burgués en las periferias del sistema (de ideología desarrollista); c) finalmente, el proyecto soviético de “capitalismo sin capitalistas” o capitalismo de Estado, relativamente autónomo del sistema dominante mundial.” (Amin, 1999)
En el origen de los “estados de compromiso” se encuentra la institucionalización –siempre conflictiva y parcial– de los sindicatos y el avance en la legislación laboral protectoria. La “era de la regulación estatutaria”, como la denomina Standing (1999), fue un período de tensión, reflejado en las “concesiones” que la clase capitalista debió realizar a la clase obrera. Esta
forma de mediación estatal en los conflictos entre el capital y el trabajo se centraba también en una estrategia de legitimación de la dominación capitalista
[7]; sin embargo, resulta incuestionable que los derechos conquistados por la clase trabajadora eran la expresión de su poder.
[8]
En efecto, antes de considerar al período de posguerra como el correspondiente a un desenvolvimiento típico o normal del capitalismo, deberíamos valorarlo como un período basado en condiciones históricas particulares. Precisamente, si esta “edad de oro” florece gracias a las condiciones del capitalismo de posguerra, sufinsobreviene como una crisis de erosión, consecuencia del agotamiento de las premisas económicas y políticas sobre las que se había asentado el despegue previo. La crisis de sobreproducción recarga las tensiones sobre la relación contradictoria entre los salarios y la rentabilidad en un contexto de caída de la tasa de ganancia y resistencia obrera frente a los procesos de racionalización productiva. Así, al no encontrar colocaciones industriales que reporten una rentabilidad aceptable, una enorme masa “sobrante” de capital líquido comienza a recorrer el mundo en busca de negocios más rentables. Finalmente, esta contradicción se manifiesta al entrar en crisis el esquema monetario de posguerra, desencadenando una crisis mundial de gran envergadura, con dos fuertes recesiones entre 1974-75 y luego entre 1979-81.
Hacia 1981, con la reconversión conservadora liderada por Reagan y Thatcher, comienza un proceso de profundas transformaciones, que es habitualmente señalado como punto de partida del “neoliberalismo”. La reestructuración en curso promovió el libre comercio y el libre movimiento de capitales. A diferencia de lo sucedido en la década del ’30, la salida de la crisis de los ’70 se configuró en un sentido expansivo de la economía mundial producto de la ofensiva sobre los trabajadores.
El avance de la movilidad del capital a escala mundial logró minar el poder económico y político de la clase obrera al interior de las esferas nacionales. Las transformaciones de ello derivadas tuvieron su expresión en una ofensiva contra las “rigideces” del mercado laboral y en pos de la creciente “flexibilización” de las formas de contratación y uso de la fuerza de trabajo.
Esta es la característica saliente de la mundialización o globalización que se desarrolla sobre la base de un recrudecimiento de la competencia intercapitalista, extendiendo y profundizando la vigencia de la ley del valor trabajo. En el marco de la mundialización del capital, las periferias consolidan su integración dependiente en el mercado mundial, crecen los flujos internacionales de capital así como el volumen del comercio internacional, en tanto los flujos de IED (inversión extranjera directa) hacia las periferias no sólo van de la mano de los procesos de privatización, sino también de la des/relocalización de procesos productivos, siendo parte integrante en el desarrollo creciente de redes internacionales de producción. De este modo, el crecimiento del capital financiero se presenta como correlato de la internacionalización del capital profundizando el proceso de subsunción real del trabajo al capital, a través de una creciente presión al aumento de la productividad y a la reducción del valor de la fuerza de trabajo (Astarita, 2004).
Los factores concurrentes en este proceso son diversos; por un lado, la movilidad de las inversiones y su posibilidad de traslado hacia regiones más “competitivas” actúa como amenaza que presiona a los ocupados a aceptar condiciones precarias de trabajo, por otro, el crecimiento de la desocupación, la creciente incorporación de mujeres y niños al “mercado” de trabajo y la presión de las importaciones abaratadas por los menores costos de la mano de obra agudizan la presión del ejército industrial de reserva.
En este desarrollo, dos elementos poseen significativas y directas implicancias para los trabajadores. Por un lado, la creciente deslocalización o internacionalización productiva, y, por otro, la externalización de funciones antes integradas a una misma empresa que pasan a ser subcontratadas. Mientras que la primera alude al traslado de la producción o del suministro de un servicio fuera de las fronteras nacionales, la segunda consiste en dejar en manos de proveedores externos a la firma segmentos de la producción antes integrados a la misma, es decir, la subcontratación de partes de la producción o de servicios, tanto de aquellas consideradas no estratégicas como también de tareas cercanas a la actividad principal.
Estos procesos, que “impactan” negativamente en los mercados de trabajo de los distintos países, nos remiten a la contradicción –inherente a la lógica de valorización del capital– entre el carácter mundial del mercado capitalista (desde la “caída del muro” y la reconversión china más que nunca en la historia) y el carácter nacional de los estados, que delimitan los territorios y las condiciones de valorización del capital. Sin embargo, la libre movilidad del capital no tiene su contrapartida en lo que respecta a la libertad de movimiento de la fuerza de trabajo y actúa como mecanismo disciplinador, agudizando la competencia entre trabajadores y expresándose en la pérdida de conquistas laborales y la aceptación de condiciones a la baja
[9].
Que una porción significativa de la producción, antes orientada a los mercados internos, pase a tener como destinatario al mercado mundial tiene efectos concretos en el régimen de explotación de la fuerza de trabajo, en tanto las ganancias de las empresas se verán ligadas al menor “costo” de la misma y en este sentido orientarán su inversión. Estas nuevas condiciones en la reproducción del capital a su vez agudizan la competencia capitalista, acelerando los procesos de concentración y centralización.
Cabe aclarar, sin embargo, que el anhelo liberal de un capital perfectamente móvil no es más que una fantasía sin asidero en la realidad. Los procesos de relocalización y desplazamiento del capital enfrentan límites muy concretos, tanto en las resistencias de los trabajadores como en la propia materialidad de los procesos productivos. A diferencia del capital financiero, que puede ser trasladado en cuestión de segundos, el capital puesto en la producción no es tan sencillo de mover, en tanto implica desinstalar y reinstalar equipamiento, garantizar el transporte de los productos, encontrar y entrenar nueva fuerza de trabajo. Esto es relativamente más sencillo en ramas que requieren personal menos calificado y se caracterizan por equipos livianos, que en ramas que implican grandes inversiones en maquinaria y equipo requiriendo puestos de alta especialización
[10]. (Harman, C. 2002)
El actual mundo industrial da cuenta de diversas formas productivas cuyo factor común es el modelo celular en red (Veltz, 2000). Sus características principales son la descomposición de grandes empresas en unidades menores supervisadas por un centro estratégico. La externalización de actividades no sólo se orienta a la reducción de costos sino también hacia un mayor control sobre los plazos, precios y calidad de los productos, siendo, en caso de descenso de la actividad, más fácil desvincularse de un proveedor que despedir asalariados. De este modo, las firmas logran un mayor control sobre el proceso productivo y “trasladan” el riesgo hacia los trabajadores. La “flexibilización” o precarización del empleo es una consecuencia más de este proceso, que se despliega a través de distintas formas de contratación inestable y la “desasalarización” de los contratos a partir de la celebración de contratos de locación
[11].
Que una empresa contrate trabajadores mediante modalidades temporarias no significa que necesariamente roten cuando finalizan los contratos. De hecho, las formas precarias conviven la mayoría de las veces, al interior de las empresas y lugares de trabajo, junto a condiciones laborales más estables y protegidas, con los mismos jefes, las mismas normas y las mismas tareas (Harman, C. 2002). De esta forma los trabajos “temporarios” también pueden ser permanentes.
La difusión del empleo “en negro”, la creciente inestabilidad a la cual están asociados gran parte de los empleos a tiempo parcial, junto con la magnitud alcanzada por la población con problemas para vender su fuerza de trabajo nos induce a situar en el crecimiento de la sobrepoblación relativa para el capital uno de los factores determinantes del deterioro en las condiciones de empleo
[12].
La inestabilidad en la inserción laboral no sólo refiere a la rotación entre situaciones de empleo, desempleo e inactividad, sino que alude a la falta de seguridad en la relación laboral. Esta amenaza a la que se enfrentan los trabajadores con contratos a término o en períodos de prueba, aún sin volverse efectiva, actúa como un mecanismo de control y disciplinamiento permanente. Estos trabajadores son, a su vez, altamente vulnerables ante una caída en el nivel de actividad, lo cual refuerza la posibilidad de mantener estrategias de flexibilización y deterioro de las condiciones de trabajo a largo plazo profundizando la sujeción del trabajo al capital.
Esto no significa que el capital haya aplastado toda resistencia de los trabajadores, ni que pueda seguir acumulando sin reproducir continuamente una fuerza de trabajo relativamente permanente, más bien sucede que las luchas de resistencia han comenzado a adaptarse a estas nuevas condiciones ensayando asimismo nuevas respuestas.
V. Limitaciones del concepto de precariedad laboral para una mirada histórica del trabajo asalariado
El principal problema que plantea la noción de precariedad laboral descansa en sus propios supuestos, en particular, su definición a partir de una referencia negativa en contraposición a un “modelo” de empleo considerado como “típico”, que no es otra cosa que una construcción ahistórica e idealizada.
Este modelo de empleo “típico” parte de una abstracción de condiciones de trabajo relativamente difundidas en una etapa históricamente determinada del capitalismo –la denominada “edad de oro”– ignorando que fueron conquistadas por los trabajadores en un período ascendente de la lucha de clases. Una mirada global de la historia del capitalismo revela que estas condiciones no son universales ni permanentes. Si comprendemos a las relaciones laborales como formas en que se expresa el enfrentamiento entre las clases sociales, y asumimos el carácter de por sí dinámico de toda relación contradictoria, se desvanece la posibilidad de utilizar un modelo, de por sí estático.
La misma lógica con que se aborda el problema supone la naturalización de las relaciones capitalistas de producción y consumo, y la idealización del Estado capitalista como ente autónomo y árbitro neutral de las relaciones laborales, situado en una relación de exterioridad y por encima de las clases sociales. En este sentido, queda oculto el origen de las políticas estatales respecto al uso y consumo de la fuerza de trabajo por el capital como cristalización de relaciones de fuerza, que se emplazan y articulan en torno a un determinado modo de desenvolvimiento de la acumulación del capital. El resultado es la aceptación acrítica de las formas fetichizadas y, por tanto, su reproducción y legitimación.
La construcción de un modelo de empleo típico para definir las transformaciones recientes en las relaciones laborales como “precarias” tiende a privilegiar una aproximación meramente descriptiva para analizar la realidad social, y en este sentido las conclusiones no pueden más que moverse en un plano valorativo.
Ese tipo de abordaje no se distancia en mayor medida de nociones como la de trabajo decente y se plantea en un nivel más vinculado a la “calidad del empleo”, enfoques difundidos por organismos internacionales como la OIT y adoptadas por organismos públicos en el diseño de sus políticas de empleo.
El contenido de denuncia presente en la idea de precarización es, a su vez, lo que dio impulso a su difusión, incluso como bandera reivindicativa. La discusión sobre la precariedad laboral supone una orientación progresiva en tanto recupera y enlaza conquistas históricas como base para proyectar las reivindicaciones de la clase trabajadora en el presente, aportando en la recuperación de la memoria histórica, y reforzando la cultura e identidad de clase. Pero simultáneamente, el apego lineal y literal a esta orientación tiende a reproducir una mirada acrítica sobre ciertas formas que asume la relación de explotación en contraposición a otras, habilitando expectativas sobre la posibilidad de un capitalismo más humano. Tras la dicotomía entre empleo estable/protegido y empleo precario, se torna difusa la explotación intrínseca al trabajo asalariado. Incluso en las mejores condiciones laborales posibles, el trabajo asalariado difícilmente pueda considerarse estable y protegido.
Contrariamente, centrando la crítica en el trabajo asalariado como tal, es posible visualizar cómo las diferentes formas que adquiere la relación salarial en los últimos años operan sobre un mismo contenido, esto es, la profundización de la sujeción del trabajo al capital.
Si la “precarización” tiende a designar una realidad heterogénea en las formas del trabajo asalariado, parece claro que todas y cada una de las políticas que la fomentan contemplan desde su diseño al conjunto de los trabajadores en tanto clase, promoviendo su división y apuntando a disgregar sus formas de organización y resistencia. Esto implica que para contrarrestar estas políticas se hace necesario pensar respuestas generales que partan desde el conjunto de la clase buscando los elementos comunes que subyacen y que permitan integrar las particularidades bajo un denominador común.
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Pok, C. y A. Lorenzetti (2004), “Los perfiles sociales de la informalidad en Argentina”, Documento presentado en el taller Informalidad y género en la Argentina, Centro Cultural de la Cooperación, 28 de mayo de 2004.
Portes A. y R. Schauffler (1993), “De la mano de obra excedente a la empresa dinámica: perspectivas de competencia del sector informal latinoamericano”, en Estudios Sociológicos, Vol. XI, N° 33, México.
Ximénez Sáez, D. y O. Martínez (1993), La reconversión en las empresas. Su repercusión laboral, Editorial Letrabuena, Buenos Aires.
Standing, G. (1999), Global labour flexibility. Seeking distributive justice, OIT, Ginebra.
Sylos Labini, P. (1964), “El empleo precario en Sicilia”, en Revista Internacional del Trabajo, Vol. LXIX, N° 3, OIT, Ginebra.
Veltz, P. (2000), Le nouveau monde industriel, Editions Gallimard, París.
En este trabajo retomamos elementos planteados en la ponencia “Observaciones acerca de la relación entre precariedad laboral y trabajo asalariado”,presentada en el Encuentro de Investigadores en Historia de la Sociología y las Cs. Sociales (IIGG, noviembre de 2006), donde desarrollamos algunas reflexiones preeliminares sobre el tema.
[2] Esta preocupación fue indicada en algunos trabajos señalando que se prestó más atención a las expresiones que designa y a sus formas de operacionalización en detrimento de una indagación conceptual del fenómeno (Pok, C. y A. Lorenzetti, 2004).
[3] Si bien en una de las primeras apariciones del concepto de precariedad Sylos Labini (1964) lo utiliza tanto para asalariados como para no asalariados, análisis posteriores definieron la precariedad como una característica que pueden asumir las relaciones asalariadas. Sin embargo, para dicho autor la precariedad no asume las mismas características en uno u otro caso: mientras que en los trabajadores asalariados refiere a la falta o carencia de contrato de trabajo permanente, volviendo inestable la relación laboral, el atributo distintivo para los no asalariados precarios son los bajos e inestables ingresos.
[4] Desde la perspectiva de la patronal y sus intelectuales, la flexibilización se vincula con la desestructuración de las “rigideces” del mercado de trabajo. La flexibilidad en la gestión de la fuerza de trabajo alude a una serie de disposiciones que apuntan a quebrar la estabilidad en la relación laboral, abaratar la fuerza de trabajo y disponerla en función de las necesidades cíclicas del capital (Ximénez Saez y Martínez, 1993). En palabras de Gilly (1994: 8) “Por flexibilidad se entiende derogar las conquistas históricas contractuales sobre definición de tareas, respeto a la calificación profesional, contratación, de los ritmos y cargas de trabajo, prohibición de traslado unilateral y arbitrario del trabajador de un puesto a otro, y cualquier otra disposición que favorezca el control de los trabajadores y de su organización sobre el uso de la fuerza de trabajo.” Una sistematización de los principales aspectos vinculados a la noción de flexibilidad puede encontrarse en Marticorena (2009).
[5] “(...) en el mercado de las mercancías propiamente dicho, el obrero, como cualquier otro poseedor de dinero, sólo se distingue en cuanto comprador del poseedor de mercancías en su calidad de vendedor. Pero en el mercado de trabajo, por el contrario, el dinero se le enfrenta siempre como forma monetaria del capital, y por tanto el poseedor de dinero se le contrapone en cuanto capital personificado, en cuanto capitalista, así como él, por su parte, se contrapone al poseedor de dinero como simple personificación de la capacidad de trabajo y por ende del trabajo, como obrero.” (Marx, 2001a: 49)
[6] “Esta perpetuación de la relación entre el capital como comprador y el obrero como vendedor de trabajo constituye una forma de la mediación inmanente a este modo de producción; pero es una forma que sólo formalmente se diferencia de otras formas más directas de la subyugación laboral y de la propiedad de ellas por parte de los poseedores de las condiciones de producción. Encubre, como mera relación monetaria, la transacción real y la dependencia perpetua que esa intermediación de la compraventa renueva incesantemente.” (Marx, 2001a: 105)
[7] La relación de fuerzas a escala internacional plantea al capital la adaptación forzosa de la acumulación. “Determinados objetivos políticos –el pleno empleo, la contención del comunismo, la modernización de unas economías atrasadas o en decadencia– gozaban de prioridad absoluta y justificaban una intervención estatal de la máxima firmeza.”
(Hobsbawn, 1998: 275-276) Sin el peligro que el comunismo representaba, la socialdemocracia occidental jamás hubiera sido capaz de imponer el Estado de bienestar, basado en el proyecto de conciliación –coyuntural e inevitablemente contradictorio– entre capital y trabajo.
[8] Estas características se desarrollaron, a su vez, bajo diversas formas en los países dependientes de acuerdo a sus particularidades históricas. En la Argentina, con anterioridad a la reforma de la Constitución de 1949, las relaciones laborales se regían por el Código Civil y el Código de Comercio, donde el contrato de trabajo se definía como una relación de locación de servicios. Las disposiciones en materia de preaviso o indemnización por despido comienzan a implementarse en 1934, extendiéndose a todos los trabajadores en 1945. Recién en el año 1964 se promulga la ley del salario mínimo, vital y móvil; el sueldo anual complementario fue establecido en 1945 y las asignaciones familiares en 1957. (Neffa, 2005).
[9] El control de los flujos migratorios es una herramienta para “administrar”, por vía estatal, la oferta y demanda de fuerza de trabajo sobrante para el capital, convirtiéndose así en otro mecanismo para estimular la división y la competencia entre los trabajadores, promoviendo incluso la xenofobia.
[10] Por otra parte, si bien en los países centrales los salarios tienden a ser en promedio más altos, los niveles de calificación establecidos y las inversiones existentes en instalaciones e infraestructura también suponen la tendencia a que estos trabajadores sean más productivos, generando más plusvalía para el capital que los trabajadores de países con menor productividad promedio. De hecho, la mayor parte de la reestructuración de la industria en las últimas tres décadas ha tenido lugar en regiones industrializadas del mundo.
[11] Al descender en la cadena de subcontratación se observa un deterioro en las condiciones de trabajo, produciéndose de esta manera una diferenciación entre trabajadores dentro de la empresa madre y trabajadores dentro de las empresas subcontratadas (Antunes, 2005; Castillo, 1988/89).
[12] Principalmente de las formas estancadas o intermitentes, caracterizadas por condiciones de desocupación o semiocupación. A su vez, en los movimientos cíclicos de la economía se observa la atracción o repulsión de trabajadores que se asocian a las formas flotantes de la sobrepoblación relativa. (Marx, 1998).