08/12/2024
Por Gago Verónica
Las extremas derechas han hecho rimar género con amenazas. Pero ¿qué es exactamente lo que perturba tanto de este término y qué nos dice el último libro de Judith Butler, titulado precisamente ¿Quién teme al género? sobre el momento actual?
Leí el último libro de Judith Butler durante el comienzo de este año como se lee un texto de urgencia, en medio de una catástrofe que recién comenzaba, a pedido de la revista estadounidense Signs, para un foro colectivo que lo comentó. Sigo leyendo este libro, para discutir con compañeras, compañeres y compañeros en Argentina, como se lee un texto de filosofía de extrema actualidad: buscando a la vez un análisis sistemático de cosas que estamos viviendo y posibles vías de salida, de oxígeno. Leer en medio de anuncios de shock del neoliberalismo autoritario de Javier Milei obliga a situar estas tesis, a ponerlas a prueba y ahondar en algo que venimos discutiendo: ¿es Argentina un laboratorio de un proceso ya inmediatamente global de ascenso de las extremas derechas? Veamos.
Butler parte de la interrogación sorprendida: ¿cuándo la palabra «género» dejó de ser un término más o menos específico de ciertos debates intelectuales o una palabra corriente en los documentos de identidad, para convertirse en el «monolito» señalado por la fórmula «ideología de género», que lo postula como una amenaza a erradicar? Dicho de otra manera, ¿cuándo la palabra «género» se popularizó como el nombre de lo que hay que combatir? El peligro al que refiere ahora el género incluye cuestiones densas y concretas. Butler lista: (1) amenaza a la seguridad nacional (Rusia); (2) amenaza al matrimonio y a la heterosexualidad, incluida la conversión homosexual de las infancias; (3) intento de elites del Norte global de conspirar y colonizar al Sur global; (4) amenaza civilizatoria porque desafía el orden de la naturaleza (Vaticano), y así sigue. Esto se traduce en la pregunta principal: ¿por qué el «género»? Se trata de un término discutido de múltiples maneras en el libro de Butler y que es problemático si miramos otras genealogías anticoloniales y antirracistas que pasan por autoras como María Lugones y Hortense Spillers. Esto también nos da una pista metodológica para leer el género desde la ambivalencia, la incomodidad e, incluso, como paradoja-promesa, citando a Joan Scott.
Sin dudas, el género se ha convertido en una presencia fantasmática capaz de aglutinar miedos, ansiedades y angustias. Volvamos a ese pasaje: ¿cómo saltó de ciertos léxicos específicos a ser la bandera de movilización de las extremas derechas? ¿Cuál es su supuesto poder de «adoctrinamiento», a punto tal de modificar los deseos y los cuerpos? ¿Es casual que se lo demonice justo cuando empiezan a multiplicarse las denuncias de abuso sexual dentro de la Iglesia católica?
El libro comienza narrando dos sucesos personales. Uno es el de la violenta escena que vivió Butler en San Pablo, Brasil, cuando fue atacada por fundamentalistas religiosos antes de dar una charla. El otro es el que vivió junto con su compañera, Wendy Brown, en el aeropuerto de esa misma ciudad, antes de dejar el país.
El género, postulado como amenaza, tiene su encarnación en ciertos cuerpos y el fantasma deviene una agresión que «pasa al acto». De hecho, en Argentina, la masacre de Barracas, como se ha nombrado al triple lesbicidio de Pamela Cobas, Mercedes Roxana Figueroa y Andrea Amarante, ocurrió en el mes de mayo, solo unas horas después del discurso odiante de Nicolás Márquez –el biógrafo del presidente Javier Milei– en un programa radial. Si algo aprendemos a conjugar con este libro, es que el género deviene campo de batalla justamente porque se relaciona con la materialidad sintiente de los cuerpos, con los deseos y la intimidad, con las maneras en que imaginamos vivir y amar.
Un fantasma recorre el fin de un mundo
La pregunta sobre el género tiene múltiples vectores. Ya mencionamos algunos que persiguen a este vocablo en nuestro presente: ¿cuándo y cómo sucedió su popularización? Pero la del título de este libro es aún más filoso y concreto: ¿quién le teme al género? Desplegar esta pregunta es entender las condiciones de posibilidad para que el término devenga clave de un «antimovimiento» que pretende replicar la lógica (aun cuando es parasitaria) de un movimiento al que confronta. Lo hemos visto, por ejemplo, con el movimiento por las «dos vidas»: réplica de pañuelos (celestes contra verdes), de eslóganes y de movilización, solo que todo más pequeño, pero con el ánimo de asimilar, replicar y confundir estrategias y lenguajes. Esta pregunta –¿quién le teme? – nos permite armar una constelación de todos los actores, procedimientos y modalidades bajo los cuales el «género» es construido como un chivo expiatorio en ciertos cuerpos, movimientos sociales y políticas públicas y se convierte en fantasma predilecto para encarar un proyecto de «restauración» patriarcal autoritario, fundamentalista, colonial, capitalista. La reciente declaración de Elon Musk sobre la transición de su hija no hace más que ejemplificar, de modo brutal, esta combinación corporativa-autoritaria, que se condensa en «empresarios-héroes» con planes expansionistas sobre el planeta y el espacio, preocupados por las políticas natalistas y siendo absolutamente terroríficos al caracterizar a las disidencias como un «virus asesino».
En este sentido, el título es una propuesta de mapa de lo que necesitamos saber: ¿quiénes son?, ¿en qué lado se ubica el miedo?, ¿a qué le temen?
Lo interrogativo es otra pista metodológica que nos sirve, aquí y ahora, para investigar en cada lugar este fenómeno transnacional. En su libro anterior, Butler también utilizó una pregunta como título para interrogar a la pandemia: ¿Qué mundo es este?. Porque ya ha reflexionado, en relación con la insistencia de Michel Foucault (¿Qué es la crítica? o ¿Qué es un autor?, por ejemplo), sobre la importancia de construir títulos con preguntas como modo de poner en acto la crítica filosófica (y, podemos agregar, de hacer un trabajo de investigación política). Lanzar la pregunta por quién le teme al género apunta a ese objetivo: un ejercicio de la crítica que empieza por construir una pregunta que no es obvia, por situarla como arquitectura inicial y contenciosa de una comprensión. En fin, por hacer de la inflexión interrogativa un modo de pensamiento.
La clave, para mapear el quién, es la distribución de inseguridades y miedos que agita el neoliberalismo. En nuestra región lo sabemos bien: el neoliberalismo nunca estuvo exento de violencia. Incluso, como he argumentado en otra publicación, es en nuestros países donde su «violencia originaria» explica su devenir autoritario no como excepción, sino como proceso orgánico. Butler trae a Freud para decir que los mecanismos de condensación y desplazamiento –que el psicoanalista postuló como los que actúan en el contenido de lo que soñamos– se replican para entender todo lo que imanta la noción de género. El género permite condensar y desplazar un conjunto de ansiedades, pero también es lo que les permite a los poderes identificar, circunscribir y agitar ciertos miedos, exculpándose a la vez de su participación en producirlos como inseguridades bajo políticas neoliberales.
El psicoanalista francés Jean Laplanche retoma esos mecanismos de condensación y desplazamiento. Este será el marco de comprensión más amplio que propone Butler para entender cómo trabaja y circula el fantasma de género como un fenómeno psicosocial. Y explica un mecanismo: los miedos íntimos son organizados socialmente «para incitar pasiones políticas». Desde Laplanche, nos dice, podemos entender la construcción del género como una escena fantasmática. Esta se lee como «una organización del deseo y la ansiedad que sigue ciertas reglas estructurales y organizativas», tanto con material consciente como inconsciente. La escena fantasmática, entonces, es una «sintaxis» de sueños y fantasías, argumenta Butler, que es tanto psíquica como social. No es lo mismo que una fantasía individual, sino una manera de «organizar el mundo a través del miedo a la destrucción, por el que se hace responsable al género». Esos miedos son incitados por una «sintaxis» incendiaria, una lengua que organiza, que produce sentido. «La tarea no es tanto ver cómo puede aplicarse el psicoanálisis a fantasías culturales como el ‘género’, sino ver cómo una serie de elementos culturales y sociales se reorganizan a través de vías o disposiciones que ya operan en el nivel inconsciente», afirma la autora.
Vayamos, entonces, a las zonas más profundas: ¿cuáles son esos elementos? Considero que el mecanismo clave queda señalado en la necesidad de externalizar el miedo y la inseguridad vital (eso que, siguiendo la distinción heideggeriana que trabaja Paolo Virno, no es un miedo puntual, sino una angustia por la precariedad de la existencia): «En el proceso de reproducción del miedo a la destrucción, la fuente de destrucción se externaliza como ‘género’», dice Butler. Hay una suerte de transmutación que hace que los temores y miedos a perder lo que se tiene (poder patriarcal, privilegios de clase respecto de otras y otros que siempre están peor, atributos de raza por pertenecer a un Estado-nación, etc.) se «desplazan» en su origen y se los «condensa» en el género, habilitando en simultáneo una traducción que va de lo «interior» a lo «exterior». Y, una vez circunscripto y externalizado, es fácil ubicar el género como aquello que hay que destruir para no ser destruido. Es decir, de su destrucción depende mi supervivencia. La inversión queda consumada.
Es por ello que Butler afirma que el movimiento «antigénero» debe entenderse «como escena fantaseada». Se trata, en definitiva, de una escena que se arma de modo tal que permite «fantasear» el género como la causa de los malestares y, sobre todo, corporizar las amenazas.
Butler continúa con la noción de «ideología» que también postula Laplanche: el movimiento antigénero que critica la «ideología de género» es, también, una ideología. Sea que consideremos la ideología en términos de Marx y Engels o de Althusser, se trata de una definición que no cataloga pensamientos individuales, sino formas operativas de organizar la realidad.
Hacer un mapa del fascismo actual
Quisiera remarcar que para Butler no alcanza con la palabra backlash, utilizada a menudo para referirse al efecto reactivo frente al movimiento transfeminista que ha redundado en derechos y cambios en las sensibilidades colectivas. Este término solo describe, dice, «el momento reactivo de la escena». «Restauración» es, en cambio, el término que propone, en tanto este denota algo más profundo: el regreso a un momento soñado que ocupa –argumenta Butler– el lugar de lo «natural» o de la «historia». De nuevo, es una escena fantaseada, ahora volcada hacia el pasado. Butler agrega que la movilización de las ultraderechas depende en su capacidad de «hacer creer» en este pasado idílico. Al tratarse, de nuevo, de una organización fantasmática de la realidad, quedan habilitadas las contradicciones. No hace falta un relato coherente ni de lo que sucedió ni de lo porvenir. El género puede ser a la vez muchas cosas y sirve, simultáneamente, para poner como enemigo a grupos diversos que no necesariamente comparten alianzas políticas, pero que habitan nuestro presente.
Sobre la base de esta argumentación, Butler construye su tesis más fuerte que es, también, el propósito político del libro: demostrar que el movimiento antigénero es de naturaleza autoritaria y fascista. Y si es el nuevo fascismo, concluye la autora, no se puede retacear su caracterización ni menospreciar su impacto. Veamos, entonces, sus argumentos.
Señalar a las minorías como «peligrosas», como enemigos públicos y ubicar ahí las amenazas más letales, para quitarles sus derechos esenciales, protecciones y libertades –dice Butler– es lo que «convierte la ideología antigénero en fascismo». Y sigue: «Porque en la medida en que se agita el pánico, se le da licencia al Estado para negar la vida de aquellxs a quienes debe representar, a través de la sintaxis de un fantasma, de una amenaza a la nación».
Una idea medular –y que podemos tomar como indicador de nuestra realidad– es el tipo de «excitación pasional» que produce la negación de derechos. A eso Butler lo llama concretamente la «pasión fascista» de negar derechos. Aterricemos de nuevo en Argentina: la escena de Milei arrancando papeles con nombres de ministerios de un organigrama estatal con su famoso «afuera», el brillo en sus ojos y la verdadera «excitación» que la imagen produce en su viralización, parece una escena a la medida de esta idea butleriana. De hecho, allí encontramos la performance de un «fascismo excitado», ni moderado ni conservador. Más bien, el fascismo a la Milei logra ser revolucionario en su velocidad, desparpajo y arrebato. Su razón de ser, en este sentido, es destructiva.
Nuevas luchas por la liberación
Leo también este libro como un mapa invertido de la pregunta principal: al ver a los «restauradores» que instrumentalizan y apuntan al género, se iluminan las zonas «liberadas» por las luchas que aparecen como amenazantes. Este no es un subrayado fundamental del libro, pero es una lectura entre líneas que se hace necesaria.
En el caso de Argentina en particular, donde la masividad y radicalidad del movimiento feminista fue contundente, este es un punto clave. Son esas dinámicas las que han puesto al descubierto distintas genealogías insurgentes de luchas y han dado lugar a la masificación de procesos políticos que incluyen la reivindicación de la interdependencia a la hora de sostener la vida personal y colectiva, la confrontación cotidiana de los despojos hechos por políticas de austeridad y privatizaciones, la apuesta por otras formas de vínculos sexoafectivos por fuera de la heteronorma, la denuncia colectiva de las formas de explotación del trabajo en clave diferencial según los géneros, las formas históricas y reactualizadas de los racismos.
En ese sentido, resulta importante resaltar que, si bien las políticas antigénero forman parte de una dinámica global, existen diferencias importantes en el modo en que se despliegan. La forma en que se desarrollan en los países donde las luchas feministas son populares, callejeras y, sobre todo, están entramadas con otras dinámicas de conflicto social se distinguen de los modos que adoptan en aquellos lugares donde ese no es el sustrato sobre el cual opera la restauración. Esto indica dos cosas: por un lado, que el movimiento antigénero no puede ser analizado desde un restringido nacionalismo metodológico – ya que el fenómeno revela a contrapelo el carácter transnacional de las luchas feministas y sus impactos— y, por otro, que el empuje movimientista desde los países del Sur es un factor decisivo a la hora de entender ciertas líneas de fuerza de este ciclo de reacción patriarcal a escala global.
Cuando me refiero a que las luchas transfeministas son lo que antecede, como movimiento, al «contramovimiento antigénero», también pretendo subrayar su capacidad de desestabilizar poderes, normas y violencias estructurales, liberando zonas de su tutela. Este proceso consiste en una praxis donde «liberar» no es sinónimo de desregularizar ni de individualizar. Dos insistencias entonces: liberar no es sinónimo de victoria definitiva, sino de apertura de una lucha constante (desestabilización), y liberar no tiene una declinación neoliberal (individualizante). En estos puntos se encuentran claves importantes de la densidad antineoliberal, anticapitalista, antirracista y antipatriarcal que estas luchas expresan como momentos de posibilidad, apertura práctica e imaginación combativa.
Por eso, este libro, primero es un análisis del «otro» movimiento: el de la «ideología antigénero» que, sin embargo, permite leer y dimensionar nuestros movimientos en su capacidad transformadora, pasada y promisoria.
Agreguemos un pliegue más. «Género» no funciona como un nuevo significante vacío o flotante, sino como un modo de nombrar un conjunto de luchas diversas que han dado sentido y materialidad a un deseo revolucionario en los últimos tiempos y a una disputa en curso sobre la idea misma de libertad.
Además, Butler explicita otra dificultad para enmarcar el género bajo la idea de significante «vacío»: más que vacío, dice, está sobredeterminado por las nociones históricas de amenaza. Pero, además, «la vida y el cuerpo constituyen su campo de operación», por lo que a pesar de que se revela como una «ideología» a combatir, lo que está en juego son los sentidos de vidas corporizadas.
Repasemos: desplegar la pregunta por el miedo permite entonces entender las condiciones de posibilidad para que un término devenga movimiento y antimovimiento. A la vez, permite mapear quiénes lo encarnan, cómo se financia, qué lengua habla.
Vayamos a un ejemplo literal: la noticia reciente sobre el pastor evangélico José Luis Linares Cerón, portavoz del movimiento «Con mis hijos no te metas» de Perú, que fue denunciado por su hija por abuso sexual, psicológico y físico cometido durante diez años. Esta situación –a repetición– se presenta a contrapelo de la obsesión de primer orden del movimiento antigénero con la educación sexual en las escuelas. Pero también permite entender las maniobras vaticanas en relación con las acusaciones de «colonialismo» del término género, así como las tretas de los organismos financieros de reducirlo a cupos anudados a políticas imperialistas (ambas cuestiones analizadas en varias ocasiones en el libro de Butler).
En este marco, el libro de Butler resulta relevante para otra de las batallas cruciales de este tiempo: la que se libra contra quienes desestiman las cuestiones de género como meramente culturales (otra vieja polémica que sigue vigente) o las consideran como parte de temáticas secundarias o distractivas. Pero hay una torsión más que, por remanida, no es menos importante: podemos argumentar contra la maniobra de sectores supuestamente aliados o progresistas que nos obligan a convertirnos en estrategas de la derrota y a explicar de modo culpabilizador en qué contribuimos, desde las luchas transfeministas, al triunfo de las ultraderechas.
Este gesto es solo aparentemente contradictorio. Por un lado, se desprecia al movimiento feminista como dinámica estructural de transformación (a fin de cuentas, se afirma aquí y allá, se trata de cuestiones superficiales o de modas), mientras que, por otro, se lo responsabiliza de la «derechización» de la sociedad (¡fuimos demasiado radicales y demasiado rápido!). El llamado a la moderación, a la culpabilización o a la banalización de las luchas feministas no proviene únicamente de los sectores de ultraderecha que, en su apuesta a un contra-movimiento, se toman más en serio su acumulación de fuerza, su amenaza al statu quo, sus posibles devenires radicales. Parafraseando a Melinda Cooper en su clásico análisis sobre la contrarrevolución conservadora de la década de 1980 en Estados Unidos, podemos decir: «Si no fue del todo una revolución, estuvo lo suficientemente cerca como para disparar un monumental backlash». Dicho de otro modo: en la intensidad de la reacción-restauración, podemos leer la profundidad de lo que se puso en cuestión.
Una caja de herramientas
El libro de Butler se divide en diez capítulos, y cada uno anuda varios elementos que van componiendo el mapa del miedo al que me refería: ¿quién?, ¿con qué argumentos?, ¿bajo qué fantasías?, ¿con qué complicidad de poderes? Esto tiene un valor estratégico: sistematizar un conjunto de cuestiones, polémicas y hechos que permiten entender la eficacia multisituada que pretende la ideología antigénero. El primer capítulo empieza por la escena global y analiza tanto las invectivas provenientes del Vaticano como la presencia de la temática antigénero en los procesos electorales europeos, asiáticos y latinoamericanos. El vínculo entre las luchas feministas como amenaza a la natalidad, el racismo contra las y los migrantes y el supuesto «riesgo» a la integridad de la «nación» se articulan para mostrar los efectos políticos que se atribuyen al género y, sobre todo, cómo traccionan su construcción como amenaza a escala transnacional.
¿Cuál es el poder destructivo del género? Disputar el poder de creación de dios, hacer reinar el caos de la diferencia sexual y, finalmente, producir una amenaza a la familia «natural» como institución civilizatoria. Dice Butler: «el género se presenta como una ‘ideología’ que niega la realidad de las diferencias sexuales y que pretende trasladar el poder divino de la creación a quienes desean crear sus propios géneros», de allí que –sigue su argumento– las identidades trans son condenadas como el máximo de esa libertad de creación.
El doblez sobre lo colonial en quienes denuncian la ideología de género es bien singular: bajo un racismo explícito, quienes le temen al género sostienen que las personas migrantes son una amenaza a la familia y a la nación, pero a la vez argumentan que el género es una ideología «colonial» de las elites del Norte global hacia los países del Sur o de Europa del Este. Términos como «colonial» pasan a tener usos estratégicos más allá de una coherencia argumentativa.
El segundo capítulo se concentra directamente en el Vaticano, detallando los debates doctrinarios y sus efectos. Pero quisiera detenerme en uno de sus puntos, donde Butler explica el ensañamiento contra la educación sexual en las escuelas: tiene como supuesto que el hecho de saber que existe la posibilidad de una vida no heterosexual produciría una «conversión» inmediata. Ese es el núcleo de la idea de «adoctrinamiento», tan discutida también en estos meses en Argentina. El poder práctico atribuido al saber es lo que justifica que argumenten a favor de la ignorancia. Vale la pena la extensa cita de Butler: «Si puedes concebir una vida gay, lésbica o sadomasoquista, serás sin duda abducido por esa identidad. La única forma de no hacerlo es que se mantengan en el terreno de lo impensable. Toda esta economía psíquica está organizada por una forma deliberada de ignorancia. La opinión más extrema de este tipo sostiene que los niños y las niñas que aprenden la palabra ‘gay’ se volverán homosexuales, como si la propia palabra abriera mágicamente la puerta a una sexualidad y a una práctica sexual determinadas. ¡Es mucho poder para una palabra! La mera exposición a su influjo equivale a acoso y adoctrinamiento, como si un brote incoercible del inconsciente se apoderara de esas vidas, despojándolas de juicio y sentido común. El carácter ‘viral’ del género afirmado por sus oponentes representa una fantasía de poder contagioso; si la palabra te toca, entrará en tus células y empezará a replicarse hasta que te haya abducido totalmente».
Se justifican así las prohibiciones de la educación sexual integral, el desmantelamiento de políticas en favor de la legalización del aborto o el lenguaje inclusivo con la idea de que evitan «daños». Es una manera de eludir la idea de prohibición a secas. Otra vez vale la pena la cita para evidenciar esa noción de daño que se poner como prioridad y se invierte: «Enseñar sobre el género se considera abuso de menores, defender el derecho al aborto se equipara a defender el asesinato, garantizar el derecho a la reasignación de género es un ataque contra la Iglesia, la nación y la familia: todas estas afirmaciones dependen de una forma histérica de entender el abuso, el ataque y el asesinato, que puede desplazarse y condensarse en figuras, palabras y fantasías cargadas de un poder enorme».
Aquí me quedo pensando, sin embargo, si este poder atribuido a la conversión por medio de la palabra, por la adquisición de saber, es un modo en el que la extrema derecha –que hace del antigénero uno de sus vectores programáticos– está tomando muy en serio el proceso molecular de «toma de conciencia», como apertura práctica a devenires existenciales. ¿Hay una toma de conciencia de género que es a lo que le temen? Podemos entender la toma de conciencia de género como un modo en el que las palabras enseñadas envuelven posibilidades concretas. De ese modo, la función ideológica de ocultar el poder práctico de la conciencia de género (y hacerlo en nombre de la prevención del daño) queda del lado de quienes denuncian ideología en el género, que es un modo de reconocimiento paradojal de su poder de efectuación. Si esto parece un trabalenguas es porque se trata de una operación compleja sobre la noción de ideología y la toma de conciencia, en coordenadas que ponen la condición de género en el centro.
El capítulo que sigue se dedica a Estados Unidos y a los ataques que se viven en ese país contra el género. Es allí donde se destaca, a modo de ejemplo, el caso del gobernador de Florida Ron de Santis, quien eliminó la asistencia sanitaria para la afirmación de género de menores a inicios de 2023. Además, prohibió libros y el uso del lenguaje inclusivo. En este apartado, Butler se detiene nuevamente en la cuestión de la educación: «Cuando se prohíbe mencionar el género o la orientación sexual en las escuelas primarias, el objetivo no es solo impedir que se acepte la diversidad de género y de sexualidad, sino hacer que esos pensamientos sean indecibles, ilegibles e impensables». La capacidad viral de las palabras, de inflexiones en la lengua para hacerla inclusiva y hospitalaria de saberes, de nuevo, toma un lugar fundamental. La batalla, por tanto, es mantener ciertas vidas en la zona de lo «indecible, ilegible e impensable». Esto no solo refiere a que lo que no se nombra no existe, sino a que su existencia debe ser una vez visibilizada, y luego cancelada como impensable, como aberrante. Así, recordemos, lo acaba de anunciar Elon Musk para referirse a su hija. Las censuras se expanden también contra lo que en Estados Unidos se llama la «teoría crítica de la raza», incluida en el paquete de lo woke. Dice Butler: «Se entiende que esta línea de pensamiento se centra exclusivamente en atacar a la raza blanca, aunque su clave esté sin duda en las diversas formas en que la supremacía blanca se ha reproducido en casi todos los aspectos de la vida social y económica a lo largo de los siglos. Una teoría, una metodología dedicada a lograr la igualdad racial, se transfigura en una maquinaria de guerra que debe ser destruida porque es necesario proteger a la raza blanca (o su pretensión de supremacía) de estos ataques».
El capítulo dedicado a la era Trump puede leerse hoy con alarmante actualidad. El ex-presidente, cuenta Butler, intentó al final de su mandato que el Departamento de Salud y Servicios Humanos «definiera el sexo como una característica inmutable de la persona, es decir, hombre o mujer, sobre la base de sus genitales y tal y como ha sido asignado al nacer», para evitar que las personas trans pudiesen denunciar discriminación «por razones de sexo como condición adquirida». Así, como criterio para la consideración de discriminación se pasa a usar «un concepto restringido de sexo» basado en dos cuestiones: los genitales y un lenguaje sencillo (plain speaking). Esto pretendía, de nuevo, vincular una lengua que se vuelve más popular para nombrar las existencias no heteronormadas como «no sencillas». Además de plegar sencillez y binarismo de género, también se dice «sencillo» como manera de aplastar toda fuerza que inventa un modo de nombrar lo que, gracias a determinadas luchas, existe. Lenguaje sencillo significa también tener «libertad» de discriminar. Estos intentos trumpistas fueron rechazados por el Tribunal Supremo, el mismo que sin embargo revocó el dictamen Roe contra Wade que posibilitaba el derecho al aborto. Después de un detallado análisis de sentencias judiciales, Butler advierte que «el marco jurídico que está surgiendo se dirige contra la idea misma de nuevas configuraciones históricas de libertad (e igualdad) y pretende que la libertad quede restringida al servicio de la restauración de un orden patriarcal respaldado por la ley federal, pero también al servicio de los mercados financieros y de la religión». Aquí emerge una advertencia que es un hilo rojo de este libro: la transfobia de cierto feminismo que produce alianza con la derecha, capaz de reforzar la «pasión autoritaria» que alimenta al fascismo. De aquí al siguiente capítulo, titulado «Feminismo transexcluyente y cuestiones de sexo en el Reino Unido», la argumentación de Butler alerta y disecciona las ideas del feminismo «TERF» (trans-exclusionary radical feminism [feminismo radical transexcluyente]) –autodenominado «feminismo crítico con el género»–. Según Butler, «el feminismo transexcluyente se centra en la ‘ideología de identidad de género’, marcando una diferencia, quizá, pero dejándose asimilar a políticas de derechas y a menudo fascistas». Desarmando al detalle los argumentos transfóbicos de personajes populares como J.K. Rowling, Butler lleva a fondo la crítica a las fantasías que sustentan la transfobia. Luego, sobre la pregunta por el sexo, Butler sigue el mismo procedimiento: un recorrido minucioso de los argumentos que oponen sexo y género para concluir que «enfrentar al feminismo con el género es una tergiversación tanto de la historia como del futuro del feminismo».
La historia no es lineal. Hay quienes ni siquiera entran en la categoría de género por cuestiones de racismo. Revisando el artículo de Hortense Spillers de 1987, «Mama’s Baby, Papa’s Maybe» y el análisis de C. Riley Snorton en Black on Both Sides: A Racial History of Trans Identity, Butler explica la noción de «carne sin género», donde las mujeres negras eran solo carne para experimentación de la medicina y del trabajo esclavo, en tanto cuerpos indiferenciados y sin género. Por eso, la categoría de género parece, en ciertos momentos históricos, solo aplicarse a los cuerpos blancos: «Los cuerpos, los cuerpos negros que son carne, no son materia pasiva, sino lugares donde puede producirse la transformación, donde el problema no es solo liberarse de las normas de género blancas impuestas, sino también de la brutal exigencia de convertirse en la superficie en la que esos géneros fueron inscritos y producidos». El marco de la modernidad colonial, trabajado por la feminista decolonial María Lugones, también se ensambla para problematizar la categoría binaria de género y reinscribirla en las intersecciones violentas del proceso colonial. Llevando al momento contemporáneo ese argumento, Butler sostiene que desarmar las lógicas patriarcales y racistas que han estructurado el género supone también que la resistencia anticolonial es aliada de las múltiples formas de experimentar el género.
El género, en todo caso, es un término que requiere de traducciones, de otros idiomas y de «desajustes» en sus inflexiones. ¿Es el género un término extranjero y colonial per se? ¿Está asociado invariablemente a una lengua imperial? Hay que descartar la tentación monolingüe, dice Butler, y argumenta a favor del término a partir de una praxis de la traducción: «La traducción es, de hecho, la condición necesaria para que exista una teoría de género en un marco global». Butler retorna a Laplanche para evocar lo extraño y extranjero de la lengua que, en el caso del género, es la traducción siempre abierta de «una demanda impuesta mediante categorías y nombres» que, sin embargo, «no hacen más que abrir una zona de libertad provisional en la que reivindicamos o acuñamos una lengua propia en medio de una desposesión lingüística para la que no hay remedio ni salida». Con acompañamiento de Gayatri Spivak, quien sostiene que el fracaso de la traducción siempre está asegurado, es esa misma imposibilidad lo que abre una zona experimental, de subversión contra el monolingüismo, de alojamiento a una imprevisible libertad.
Llegamos, en este repaso en velocidad, a resaltar algunos hitos de este libro, que busca revitalizar la «lucha por imaginar».
Dar una disputa intelectual, material, sensible
A partir del libro de Butler, queda en evidencia que los transfeminismos plantean una lucha en el nivel de los saberes, de las pedagogías y de las sensibilidades que rechaza el antiintelectualismo –incluido el de algunos otros movimientos sociales—.
Las fuerzas de la ultraderecha pretenden secuestrar diversos términos asociados históricamente a los proyectos críticos y emancipatorios. Hablan de violencia bajo el nombre de «inseguridad», hablan de ideología bajo la noción de «ideología de género» y hablan de reformas estructurales a través de la noción de «ajuste estructural». «Violencia», «ideología» y «estructura» son tres términos que señalan la importancia de la disputa conceptual en juego porque constituyen zonas-problemáticas que las luchas transfeministas han movilizado para dimensionar la crisis terminal de este capitalismo financiero-extractivista que hace la guerra contra ciertas poblaciones y ciertos territorios.
En este sentido, como comenté, Butler deja en claro que «género» no es una palabra que deje de incomodar en otras genealogías y, sin embargo, en esa incomodidad, expresa su práctica misma de «traducción política» multisituada. Quisiera señalar que la traducción funciona aquí como un modo de pensar la política de alianzas en clave transnacional, pero también de alertar sobre su inversión reaccionaria: la que hace el así llamado «feminismo transexcluyente» con la propia derecha. Este libro es, por eso, un tratado de las pasiones de ese cuerpo multitudinario y querellante que ha hecho del género un nombre-destello (incómodo, multilingüe y relacional) de los mundos que queremos construir.