Nos hablan sobre el “Progresismo”. Los políticos y los intelectuales se arremolinan en torno a esta palabra, la tironean, la despedazan y no ofrecen elementos para su comprensión. Este concepto, entonces, parece en la actualidad una cáscara vacía, otra torpe maniobra para encandilar a los ciudadanos, en definitiva; un comodín espurio. Pero, ¿de dónde surgió este concepto aparentemente esquivo, que parece haberse convertido en un Dios salvador para nuestro tiempo?
El término progresismo se halla indisolublemente unido a un vocablo mayor como es el de Progreso. Este concepto resultó cardinal durante los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX. Acuñado por los filósofos, poseía un barniz iluminista, vinculado con las reformas que debían emprenderse sobre las sociedades, para superar su “oscurantismo” e “idiotismo”. El Progreso, por lo tanto, se encontraba asociado al avance de la ciencia y de la emancipación del hombre, abrigando un sentido evolucionista, ya que se veía con franco optimismo el avance general del espíritu y de la técnica humana sobre todos los rincones de la tierra. La noción de Progreso, por lo tanto, nos remite al mundo moderno y occidental, que en su secular desenvolvimiento concluyó con una amarga desilusión, contradicciones que vivimos en el presente. Cabe señalar, por otra parte, que el Progreso originalmente fue un clima de ideas esgrimido “desde arriba” y con pulso conservador, muchas veces “contestado” por los agentes sociales ubicados en la base.
En América Latina, el Progreso tempranamente fue asociado con el Orden y las jerarquías, producto de una herencia colonial compleja, tanto desde el punto de vista social como en el desempeño de las instituciones y la economía. El Progreso en nuestra región, por lo tanto, se vinculó con la construcción del Estado-Nación y con el despliegue de un capitalismo periférico, cuyo objetivo era acoplarse al mundo europeo que llevaba la delantera.
Ya madurado el siglo XX el Progreso fue asociado, en nuestros países, con las tendencias desarrollistas (que ponían énfasis en la industrialización, en la educación y en el desarrollo social), por lo que se puede observar que siempre fue un concepto impulsado por las elites de signo más o menos sensible o retrógrada, aunque nunca de manera abierta por los sectores del arco político de izquierda, entrenados en desnudar los ropajes engañosos. No obstante, muchas mejoras sociales fueron impulsadas por estos mismos sectores disconformes con la política, alimentando una larga secuencia que se confunde con el mito. A la acción establecida “desde arriba” por el Progreso opusieron, por lo tanto, una mirada “desde abajo”, mucho más expansiva e inclusiva, sobre todo en ciertas coyunturas históricas.
En la actualidad advertimos de manera frecuente el uso del término “Progresismo”, esgrimido para presentar la trayectoria de algunas fuerzas políticas y sociales y sus respectivos programas. En realidad, es como si nadie se atreviera a hablar del antiguo Progreso, por lo que se debe buscar refugio en esta especie de diminutivo, ya que la sospecha de la ruina y la decadencia resulta muy acusada. Lo peor de todo, sin embargo, es que encumbrados actores políticos e intelectuales no se ocupan de dotar de contenido a esta renovada muletilla, estorbados, seguramente, por las rencillas de la vida cotidiana que les impide pensar con profundidad.
Al trabajar sobre el seudo concepto “Progresismo” se debe buscar, por lo tanto, el linaje con los tiempos pasados como las oportunidades que encierra para enfrentar el porvenir. ¿Se tratará de un nuevo “esclarecimiento” de la cultura y de la sociedad? ¿O tal vez de reformar amplios renglones de la vida institucional y cultural del Estado-Nación en reconfiguración? ¿Qué vinculación tiene el Progresismo con la Globalización? ¿Cuál es su programa en materia económica y social? Estas preguntas no son respondidas adecuadamente e, incluso, escasas personas se las formulan, ensordecidas por la vocinglería de las discusiones superficiales. Porque si debiéramos definir al tan mentado Progresismo, diríamos que se trata de sostener y de ampliar algunas de las conquistas humanas logradas o esbozadas a lo largo de la etapa de la Modernidad, entre ellas los principios de Justicia, de Dignidad, de Democracia y de resguardo de la naturaleza del hombre. Pero, ¿qué vemos imponerse en la actualidad en nuestros países? Además, ¿qué vinculación tiene esta vieja sensibilidad con otras que están emergiendo? Entre ellas, la necesidad de garantizar un sustento básico para los grupos sociales apartados de la vida, junto con el desafío de ensamblar a cada sociedad nacional y a la global en un orden complementario. ¿Significará esto también Progresismo?
En muchos debates que surgen en la escena local y global se observa el prejuicio y la precipitación. En efecto, las “revoluciones del presente” parece que nos impide pensar con densidad, perdiéndose de vista los ejercicios de escala y de profundidad, tan importantes para el destino de los países. Si no deseamos que el Progresismo se convierta en una maniobra electoral o en una simple cortina de humo debemos trabajar seriamente en su programa y en sus supuestos. Seguramente no resultará de este esfuerzo una “síntesis de la felicidad” pero sí tal vez el reconocimiento de importantes “mojones estratégicos”. De esta manera, tal vez alcancemos a vislumbrar una reconfortante avenida, por donde deba transitar Argentina y, por qué no, la humanidad entera.
Pablo José Semadeni