21/11/2024
Por Louçã Antonio , ,
¿Fue la "Revolución de los claveles" un mero intento de modelar la sociedad de acuerdo a "utopías irresponsables"? Por pensar así, por pensar que sí, la derecha continúa todavía hoy mostrándose incapaz de entender lo que pasó. La vieja derecha miraba hacia las universidades prerrevolucionarias y sólo veía en ellas una horda de barbudos, socavando la paz social con el Manifiesto comunista debajo del brazo. En los sillones del poder están hoy muchos de los antiguos imberbes y barbudos, que adaptaron esa versión a sus pequeños cultos de personalidad y a sus narcisistas biografías oficiales: en aquellos verdes años -se vanaglorian ahora- fueron ellos quienes derrumbaron a la dictadura, porque tenían una amplia y generosa visión del futuro. Quien alguna vez arengó a una RGA[1], piensa que eso lo autoriza para dar lecciones a todos los movimientos sociales de hoy, con el argumento de autoridad de haber "hecho" una revolución.
El valor de las "pequeñas cosas"
Sin embargo, la revolución no fue nada de esto. Sólo quien se considere a sí mismo el ombligo del mundo podría pensar que una revolución nació de programas grandiosos y de cabezas iluminadas. Ella nació de múltiples saturaciones en la cotidianidad de las masas. Nació antes que nada del hartazgo supremo de hacer la guerra. Nació de la resistencia pasiva, incluso de jóvenes analfabetos, que nunca habían visto Lisboa y no vivían con las ansias de embarcar para el hemisferio sur.
¿Fueron los capitanes quienes hicieron la revolución, y especialmente los milicianos[2] que venían de las universidades? Los capitanes tuvieron el mérito de organizar un putsch antifascista. Y en los libros figura el nombre de los capitanes. Pero ¿qué capitán querría organizar un putsch si la tropa enviada a esa guerra del fin del mundo hubiese muerto alegremente, sin plantear problemas, sin poner palos en la rueda? ¿Qué capitán querría terminar una guerra si centenares de miles la hicieran con entusiasmo? ¿Qué capitán intentaría, en el colmo del absurdo, dar el golpe de gracia a una guerra que marchara "bien"? No se vea en estas preguntas retóricas, ni en las muchas más que podrían agregarse, un ejercicio de especulación contra fáctica. Por el contrario, se trata de destacar realidades duras como puños: la gran masa de los soldados portugueses tenía la sabiduría profunda de Schweik[3], se hacían los sordos, arrastraban los pies, esquivaban un combate sin sentido. La marea de la desmoralización comenzó desde abajo y fue subiendo a lo largo de trece años. Al final, le llegaba a los capitanes hasta el cuello y a algunos generales a los tobillos. Spinola[4], o alguien por él, entendió que no se puede seguir una guerra cuando la carne de cañón se rebela contra su destino. El movimiento de los capitanes entendió que era preciso hacer algo más y mejor que escribir libros neocolonialistas.
Repudiar la guerra, como comenzaron a repudiarla, en silencio, millares de jóvenes: no hay nada menos utopista y menos visionario que este reflejo conservador de alguien que quiere que lo dejen en paz. Y la paz de aquel tiempo, recordemos, era en gran medida la paz podrida de la aldea, bajo la bota de latifundistas, curas, guardias y policías. En el fondo era muy poco lo que se quería. Es cierto que la juventud obrera tenía mejores condiciones para intuir la dinámica del proceso: una vez cuestionada la guerra, quedaría en jaque toda una industria obsoleta, que sólo a la sombra de los garrotes sabía explotar a los trabajadores y saquear las colonias. Es también cierto que en el movimiento estudiantil se tenía conciencia, mucho antes del 25 de abril, de que el fin de la guerra debía conducir al final del fascismo y que éste podía poner en movimiento una bola de nieve de transformaciones sociales. Las luchas de los trabajadores y los estudiantes desgastaron al fascismo y contribuyeron al parto indoloro de la revolución. Pero la chispa que habría de incendiar la pradera era sólo una: la repugnancia a hacer la guerra. Prosaica, minimalista, conservadora y todo lo que se le quiera llamar, esa repugnancia era, en el contexto de entonces, altamente implosiva. Fue ella, y no alguna "utopía", la que llevó a la implosión del fascismo.
Estamos así, en el terreno que podría llamarse de las "pequeñas cosas", para usar una expresión cara al dirigente alter mundialista Arundathi Roy, que subraya la actualidad y universalidad de esta conmemoración portuguesa treinta años después. La globalización capitalista de nuestros días hace una tabla tan rasa de los beneficios de la población que la defensa de las "pequeñas cosas" vuelve a asumir valor revolucionario, como lo tuvo, en el Portugal de 1974, la aspiración mínima de acabar con la guerra.
La deriva autoritaria y secretista de las democracias burguesas, la berlusconización y murdochización de la prensa, la mordaza del pensamiento único y la banalización de las mentiras de Estado infunden a los gobernantes burgueses de este comienzo de siglo una fatal sensación de impunidad. Así se tornan autistas e incapaces de verse a sí mismos y advertir el infantilismo de sus manipulaciones. La censura y la propaganda marcelistas[5] llegaron a producir, en vísperas de la revolución, un encoger de hombros incrédulo. Hoy, el fuego cerrado de los macaneos oficiales subleva a más de una opinión pública y puede derrumbar más de un gobierno con la simple exigencia de saber la verdad. Que lo diga el lamentable Tony Blair, apostrofado en manifestaciones gigantescas con el merecido sobrenombre de Bliar el mentiroso. Que lo diga el partido de Aznar, ignominiosamente expulsado del poder a causa de las mentiras con las que intentó garantizar una votación apoteótica. Y esperemos que en breve vivan también sus watergates los máximos dueños del imperio y los más rastreros de sus sátrapas: - todos, desde el farsante Colin Powell, con los frasquitos de color que fue a agitar en el Consejo de Seguridad de la ONU, hasta al humilde Durao Barroso, que entró en una reunión a repudiar la guerra y salió de ella aplaudiéndola, por haber visto "pruebas" de la existencia del temible arsenal iraquí.
Las exigencias elementales de una información verdadera y de un gobierno transparente son sólo algunos de los muchos ejemplos de banderas que adquieren un significado potencialmente subversivo. Se podrían agregar muchos más: las exigencias de un sistema de salud eficiente, de una educación universal y gratuita, de los derechos al empleo y a la vivienda. Hay que empuñar esas banderas: podrá hacerlo quien sepa mirar las "pequeñas cosas" sin arrogancia elitista y, sobre todo, quien esté dispuesto a sacudir el mundo entero por reivindicaciones de apariencia modesta.
La vacuidad de las grandes palabras
Otro aspecto en el que la revolución de los claveles continúa siendo un libro abierto es la ideologización generalizada -y superficial- que invadió a la sociedad portuguesa incluso en sus sectores más recónditos. No hubo, entonces, caradura alguno que no quisiera cubrirse con palabrerío socialista y con expresiones de origen marxista. El Partido Comunista de Portugal, por razones comprensibles, fue el menos inflamado en la proclamación de intenciones que, fuese como fuera, ya se le atribuían. El Partido Socialista hizo hincapié en subrayar que su socialismo, "marxista" y "autogestionario", nada tenía que ver con la socialdemocracia de sus correligionarios nórdicos. Mario Soares[6] llegó a afirmar que Portugal debía entrar en la Comunidad Económica Europea porque era imposible "construir el socialismo en un solo país". El Partido Popular Democrático aprobó, con la izquierda, una constitución que prometía acabar con la explotación del hombre por el hombre y que reconocía el derecho de los pueblos a la insurrección contra el imperialismo. El Centro Democrático Social no votó a favor de la constitución, porque el susto revolucionario ya había quedado atrás el 25 de noviembre, pero se fue dando unas excusas inconsistentes con su todavía reciente mimetización verbal al "socialismo".
Durante la revolución, los principales partidos contrarrevolucionarios cultivaron el malentendido, escondiéndose tras palabras ajenas, apropiadas sin embarazo ni pudor. Homenaje que el vicio presta a la virtud, se dirá. Sin duda: pero homenaje con agua en la boca y mucho instrumental para confundir y derrotar a las clases explotadas. Idiosincrasia portuguesa, también se dirá, agregando en seguida que medio siglo de fascismo hizo un pueblo rápido para cambiar de camiseta, invertebrado y acomodaticio. Pero para esto no cabe invocar al pueblo: la popularidad del proyecto socialista se esparció de prisa por tener raíces profundas en la experiencia de vida de las masas, en el sentimiento de rebelión contra la explotación y la opresión cotidiana. En cuanto a la burguesía portuguesa, ella puede ser más camaleónica que las otras, pero la verdad es que su adhesión a las grandes palabras revolucionarias no configuraba un fenómeno específicamente lusitano. En cualquier parte del mundo, el mal pagador prefiere siempre ser más generoso prometiendo una fortuna para el Día del Juicio antes que pagar, al contado, con recursos de su negocio. No pocas veces la retórica socialista ha servido para ganar tiempo, prometiendo una luz en el fondo del túnel.
La universalidad de este mecanismo, presente también en la revolución de los claveles, se nos muestra ejemplificada incluso en un país tan distante como Alemania. El PDS, partido post comunista con relativa implantación en el este, se oponía en la primera mitad de los años noventa a las reivindicaciones parciales de la clase obrera alemana con el argumento de que las mismas sólo podrían ser satisfechas bajo el socialismo. Cuando alguien esbozaba un gesto para luchar contra el desmantelamiento sistemático de las fábricas del este alemán, allí estaba el PDS para explicar, con inatacable lógica marxista, que el capitalismo es eso mismo: cerrar fábricas que no dan ganancias, pasarles un buldózer por encima y especular en el mercado inmobiliario con terrenos que se valorizan. Cuando alguien esbozaba la reivindicación de nivelación entre los salarios orientales y occidentales, el PDS explicaba, otra vez, que el capitalismo también es eso: usar la coyuntura de desindustrialización para bajar los salarios, o para mantenerlos bajos. Cuando los mineros de Bischofferode, en Turingia, marcharon hacia Berlín para protestar contra el cierre de las minas, el PDS apoyó paternalmente la marcha, pero alertando que todo estaba condenado al fracaso, porque el capitalismo es así.
El PDS reincidía, así, a la inversa, en esa vivisección del programa marxista que tiene en Alemania una larga historia, que se remonta hacia finales del siglo xix. De un lado, el programa mínimo de reformas, las "pequeñas cosas", con que los viejos August Bebel y Wilhelm Liebknecht intentaban humanizar el capitalismo: mejores salarios, jornada de ocho horas, sufragio universal. Del otro lado, la retórica estruendosa sobre el programa máximo -el objetivo final socialista-, usada en ocasiones solemnes y en días de fiesta. El trágico epílogo de esta historia fue, como se sabe, el de una traición sangrienta cuando la socialdemocracia se enfrentó con la inminencia de una revolución socialista. La historia que se desarrolló primero como tragedia se repite ahora como comedia: al revés de los socialdemócratas del siglo xix, el PDS se negó desde 1990 a luchar por "pequeñas cosas". Su retórica maximalista sirvió, en este caso, para hacer propaganda del derrotismo y de la postración, porque nada se podría conquistar mientras existiese la sociedad de clases. Hoy, está atado a la coalición Schroeder-Fischer. Para compartir con ella algunos municipios, el PDS aplica sin contemplaciones la política de cortes presupuestarios, desmantelamiento de servicios y destrucción de puestos de trabajo que -el propio PDS lo decía- es inevitable bajo el capitalismo.
Los mineros de Bischoferode, que mayoritariamente habían votado a Kohl, creían que "su" canciller vería las protestas y que, por tanto, esas protestas servirían para algo. Con esa ilusión, pusieron hombros a la única lucha importante que estorbó a la política de devastación social en los años post-unificación. Dieron, en ese momento, el único ejemplo de firmeza que hoy tiene alguna utilidad para la clase trabajadora, que tropieza con la devastación causada en la sociedad alemana por el neoliberalismo en versión verde-socialdemócrata.
El horror de la naturaleza al vacío
Hoy, los antiguos defensores de la reforma paulatina del capitalismo se han vuelto partidarios de la contra reforma social. Unos, como Tony Blair, demuelen los restos del Estado de bienestar, y marchan alegremente al saqueo del Tercer Mundo. Otros, como los verdes alemanes, quinta rueda del carro burgués, colaboran en esa demolición. Algunos más, como el PT brasileño, perpetúan la miseria de grandes o pequeños países periféricos y desmantelan los pocos beneficios sociales existentes. La política de Lula es, en efecto, un caso extremo, al aplicar la receta neoliberal más a gusto del FMI de lo que supiera hacer el mismo Fernando Henrique Cardoso. Unos cuantos figurones de la derecha aprovechan la volada, se acomodan en el Palacio del Planalto y garantizan simbólicamente el carácter reaccionario del gobierno petista. Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero nada agregarían de esencial al cuadro de este cadáver pestilente, de una vieja izquierda convertida al neoliberalismo. La lógica es de hierro y toca a todos los que ambicionan un lugarcito al sol en el aparato del Estado.
Mientras tanto, y por mucho que los líderes del pensamiento único decreten el fin de la historia, del socialismo, de la revolución, de la lucha de clases y del proletariado, el viejo topo prosigue su marcha. Cuando los socialdemócratas reciclados en la escuela thatcheriana le cierran las puertas, él encuentra el modo de excavar otras galerías y otros fenómenos para salir a la luz del día. Nunca desde la revolución rusa el mapa político del mundo se encontró en mutación tan profunda como hoy. La llegada del PT al gobierno del mayor país latinoamericano es una expresión de esto, aunque toda su acción de gobierno defraude la base de apoyo petista. Ya antes de la elección de Lula, la irrupción del zapatismo en México había roto un monopolio priista del poder que se remotaba al comienzo del "siglo corto". Mientras tanto, en Francia, las dos principales organizaciones trotskistas rompieron ya el monopolio estalinista en el movimiento obrero. En el Reino Unido, el Partido Socialista Escocés, también de origen trotskista, comienza a ser una alternativa regional a la vieja hegemonía laborista. A escala portuguesa, la aparición y consolidación del Bloque de Izquierda[7] refleja la llegada de los nuevos tiempos a un país retrasado. En la perspectiva histórica, todo esto tiene mucho más que ver con la crisis latente del sistema capitalista que con la coyuntura producida con la caída del Muro de Berlín.
El vacío político creciente sólo puede ser llenado a la izquierda o a la derecha de los arcos del consenso, de los pactos de régimen y las "coaliciones de centro". Es cierto que la rotación del poder se hace entre partidos leopardistas, lampedusianos: sobra alternancia en donde faltan alternativas. Es cierto que los partidos alternantes se arreglan para forjar leyes electorales que excluyan cualquier novedad en la vida política. Es cierto que, a veces, parecen haber conseguido amordazar para siempre la expresión de tendencias profundas de la lucha de clases. Pero la multiplicidad de los imponderables políticos surgidos por izquierda en el último decenio subraya claramente la imposibilidad de una bipartidización o, más todavía, de una mexicanización sórdida de la democracia burguesa. La vieja izquierda no constituye una barrera a las pulsiones autoritarias del régimen, y se encuentra, muchas veces, en la primera línea de sus promotores. Con eso puede consolidar sus posiciones en los bastidores del poder. Pero aquí afuera, deja uno de esos vacíos a los que la naturaleza tiene horror. En él se instalan nuevas izquierdas, nuevos partidos, nuevos movimientos sociales, toda esa nebulosa conocida como alter mundialista.
El coraje de tomárselo en serio
Pero la fácil instalación en ese vacío engaña sobre la complejidad de los desafíos puestos en el orden del día. Los pueblos de Europa conocieron considerables conquistas materiales a la sombra del Estado benefactor. La resistencia contra la ley de la selva neoliberal se hace, en un primer momento, reclamando el regreso a esa "época dorada". Pueblos de otros países, privados de conquistas sociales y, muchas veces, de derechos políticos, se habituaron a idealizar al Estado benefactor europeo. El alter mundialismo es la expresión vaga de una nostalgia de lo que se está perdiendo o de una aspiración a lo que nunca se tuvo. Y no es sorprendente que su horizonte se confunda a veces con una visión vagamente neo keynesiana y con la utopía reaccionaria de imitar cada uno de los pasos dados en el pasado por burguesías poderosas y exitosas.
Sucede que los tiempos cambiaron. El Estado benefactor que surgió en la peculiar situación de post guerra, de la reconstrucción, del pleno empleo, de la competencia con el sistema estalinista, no volverá a existir. Los países que pasaron por esa experiencia asisten ahora a su demolición irreversible y no volverán a repetirla. Ellos viven también luchas defensivas, que son importantes como semillas para el futuro, pero que no pueden parar la rueda implacable de la globalización capitalista. Los países que no pasaron por esa experiencia no tendrán ahora oportunidad de conocerla. La lucha por la modernización burguesa, para "recuperar el atraso", para llegar al "nivel de desarrollo" de los países considerados modelos, es un anacronismo sin pies ni cabeza.
Tomemos por ejemplo la despenalización del aborto, que ha sido uno de los temas agitados de forma más convincente por el Bloque de Izquierda, y que sin duda es un componente decisivo para el éxito y el impacto que la coalición ha tenido en la sociedad como alternativa política. Es muy posible que aquí se obtenga algún resultado parcial, fruto de la combinación entre una campaña enérgica y una ley que constituye una verdadera aberración en términos europeos. Pero de ninguna manera el objetivo de la campaña se limita a "ajustar el paso" con Europa, por mucho que las argumentaciones de los y las luchadoras por la despenalización haya insistido hábilmente en el aislamiento portugués a este nivel. En verdad, cualquier éxito de la campaña estará siempre amenazado como los éxitos de Sísifo si una transformación radical de la sociedad portuguesa no corta de raíz las fuerzas fundamentales que se nutren del atraso y del oscurantismo. Recordemos que, poco después de la revolución de los claveles, la situación de la mujer portuguesa llegó a ser en este aspecto, al menos en términos prácticos, mucho menos sofocante que hoy. La situación en la que estamos es fruto de un retroceso de los últimos dos decenios. Una posible despenalización del aborto, triunfo importantísimo, sólo se podría consolidar si se encontrara inscripta en el contexto de un giro generalizado de los rumbos de la sociedad. Querer la despenalización impone que tomemos en serio y queramos también ese giro.
Otro tema en que el Bloque de Izquierda puso nítidamente a la defensiva a los partidos de los intereses instalados fue el de la reforma fiscal. El robo escandaloso y generalizado del fisco por los patrones portugueses es de tal magnitud que aquí ni fue necesario ir a buscar modelos en Europa: bastó poner los ojos en los Estados Unidos. Para la situación portuguesa actual, sería un avance notable abolir el secreto bancario a los efectos de acceder a la administración fiscal, tal como hizo en otros tiempos la burguesía norteamericana. Ahora bien, la hábil referencia a esta contradicción, no significa que la reforma fiscal propuesta logre "ajustar el paso" con los Estados Unidos. Es muy tarde para que la burguesía portuguesa se aventure a modernizar el país con recetas de transparencia adecuadas para la burguesía norteamericana de un tiempo en que el capitalismo representaba todavía un progreso para la humanidad. El acceso automático de la administración fiscal a las cuentas de las empresas sólo sería posible, en el Portugal del siglo xxi, en un contexto en que la clase trabajadora recuperase globalmente la iniciativa y pusiese en el orden del día un nuevo tipo de gobierno y un nuevo tipo de régimen. Querer la reforma fiscal obliga a querer también esa inversión de perspectiva. El éxito será posible si no se tuviera miedo de causar un terremoto potencialmente fatal para el régimen actual, esta miserable lobbycracia con garantía parlamentaria.
La lucha por todas las "pequeñas cosas", por todos los servicios públicos y garantías sociales que constituían el Estado benefactor, es más actual que nunca por la simple razón de que muchas de ellas tenían valor y ahora se nos niegan. Pero hoy sólo se puede conquistarlas, o reconquistarlas, dejando de lado la fórmula caduca del Estado benefactor y luchando por el conjunto de condiciones mínimas en que todo eso vuelva a ser posible. A cuántos y cuántas añoran el modo de vida de post guerra, o sueñan con él porque escucharon idealizarlo a padres y abuelos, debemos contestar: "Si quieres las conquistas del Estado benefactor, lucha por el socialismo". Esto es, como mostró Rosa Luxemburgo, el marco global "mínimo" que deberíamos conquistar si quisiéramos todos los otros "mínimos". Esto es, como pretendieron algunos soixante-huitards inspirados, lo "imposible" que debemos ambicionar si somos suficientemente realistas.
De él estuvimos próximos en aquellos días, semanas y meses de hace treinta años, cuando todo comenzó por la minúscula aspiración de muchos jóvenes que querían que los dejaran en paz. De él volveremos a estar cerca cuando menos se lo espere y, probablemente, por alguna otra aspiración de apariencia minúscula.
Enviado por el autor para su publicación en Herramienta. La traducción del portugués corresponde a Raúl Negri. Corrección de estilo y notas de Aldo Casas.
[1] "RGA" era la denominación sintética que se daba a las por entonces masivas y tumultuosas asambleas generales de estudiantes que se llevaban a cabo en los colegios y facultades.
[2] Por el rol activo de los jóvenes oficiales en la conspiración que desembocó en el 25 de abril y en los convulsionados meses posteriores, se hablaba de la "Revolución de los Capitanes" y, con ellos, muchos fueron los milicianos, vale decir los estudiantes universitarios reclutados para cumplir con el servicio militar obligatorio con el rango de oficiales de reserva.
[3] Por el anti-héroe protagonista de la novela El soldado Schweik.
[4] General de relevante participación en la guerra colonial y autor de un difundido libro justificatorio de la misma es quien emerge como cabeza visible del pronunciamiento militar del 25 de abril.
[5] Por Marcelo Caetano, cabeza del régimen fascistoide tras la muerte de Salazar.
[6] Fundador del Partido Socialista, primer ministro y presidente de Portugal, que revalidó en todos los cargos los títulos contrarrevolucionarios de la socialdemocracia.
[7] El Bloco de Esquerda (BE) es una coalición constituida por el Partido Socialista Revolucionario (trotskista) y la UDP (de origen maoísta) junto a otros agrupamientos menores e independientes, con representación parlamentaria y activa presencia en las luchas sociales.