Quisiera proponer en estas páginas algunas ideas sobre una serie de problemas de la dinámica política argentina y latinoamericana de los últimos tiempos que considero centrales para la construcción de una nueva izquierda anticapitalista. Estos problemas son los siguientes: ¿cómo caracterizar los procesos políticos desencadenados en varios países latinoamericanos por los ciclos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo?; ¿dónde radican las principales potencias e impotencias de estos procesos, desde una perspectiva anticapitalista?; ¿cómo se ubica y cuál es la naturaleza del kirchnerismo en el marco de estos procesos?; y ¿cuáles son las principales limitaciones que enfrenta nuestra izquierda ante el kirchnerismo? Dedicaré un apartado de los siguientes a cada una de estas preguntas.
Intentar responder a preguntas tan controversiales en tan pocas páginas implica correr un alto riesgo de ser malinterpretado. Pero creo que, de todas maneras, vale la pena correr este riesgo y aprovechar la ocasión que nos brinda este dossier de Herramienta de reflexionar acerca de algunos desafíos que presentó la política argentina de la última década y media. Es necesario, de vez en cuando, detenerse a meditar sobre los procesos políticos en su conjunto. Así en el caso de Auguste Blanqui, el revolucionario francés que, prisionero en la Fortaleza de Taureau en 1871, meditaba sobre los astros. Su meditación, desde luego, era profundamente política. Pero lo interesante de su caso era más bien el hecho de que necesitara tomar distancia (¡una distancia astronómica!) de las barricadas parisinas para encarar esa meditación política. Requería ese distanciamiento, que no era huida, porque le permitía una apertura al proceso histórico en su conjunto. Ese proceso histórico aparecía ahora ante sus ojos como un camino que a cada paso ofrecía bifurcaciones, superando así la apariencia de fatalidad que conllevaba la continua repetición de las derrotas. Pero no sólo l’enfermé, sino todos nosotros necesitamos de vez en cuando tomar distancia, levantar la mirada, intentar entender el sentido de los procesos políticos en su conjunto. Este dossier de Herramienta es una buena ocasión para hacerlo.
1. En varios países latinoamericanos se desencadenaron, desde fines de la década de los noventa o comienzos de la siguiente, ciclos de ascenso de las luchas sociales de resistencia contra las políticas neoliberales implementadas durante las dos décadas previas, que culminaron en una crisis del neoliberalismo y en una reorientación de las políticas públicas más o menos pronunciada según los casos.
[1] Estos procesos implicaron, evidentemente, una ruptura progresiva respecto del cerrado predominio anterior del neoliberalismo. Pero caracterizar a estos procesos como procesos de transición hacia el socialismo es algo muy distinto. Y algo equivocado. Es cierto que es difícil determinar si un ascenso en curso de la lucha de clases está poniendo en marcha o no un proceso de transición hacia el socialismo. Pero, si nos proponemos hacerlo, podemos construir ciertos criterios bastante razonables a la luz de los cuales hacerlo. Es muy importante advertir que estos criterios no suponen que dispongamos de una concepción acabada de ese socialismo por venir, concepción que naturalmente no tenemos ni podemos tener, sino que sólo suponen que sabemos más o menos en qué consiste el propio capitalismo. Y, a partir de este conocimiento, podemos determinar si las relaciones sociales capitalistas están siendo impugnadas o no en el curso de determinado ascenso de la lucha de clases. En este sentido, fenómenos como la redistribución de ingresos a partir de la apropiación pública de renta, la estatización de empresas privadas o la democratización de las relaciones inter-étnicas, que acaso sean los tres fenómenos más disruptivos gestados al calor de los ciclos de luchas sociales latinoamericanas en cuestión, no implican por sí mismos ni real ni tendencialmente ninguna impugnación a esas relaciones sociales capitalistas. Por supuesto, pueden ser fenómenos progresivos e incluso desarrollarse de una manera revolucionaria, pero no implican por sí mismos la puesta en marcha de transiciones hacia el socialismo.
Quizás sea innecesario recordar aquí que la naturaleza íntima del capitalismo no radica ni en la prescindencia del estado ante el mercado, ni en la regresiva distribución del ingreso, ni en la acentuada desigualdad étnica, aún cuando estas realidades puedan estar y de hecho están asociadas con el desarrollo capitalista en ciertos períodos y regiones. La esencia del capitalismo es su carácter irracional como modo de organización social, es decir, el hecho de que, a través de las relaciones que los individuos establecen entre sí de manera aparentemente libre, se impone la legalidad de la totalidad de la sociedad como una legalidad cuasi-natural. La puesta en marcha de un proceso de transición hacia el socialismo involucra entonces, necesariamente, un proceso de emergencia y de generalización de fenómenos de auto-organización y auto-determinación social que impugnan al mercado y al estado capitalistas como modos irracionales de organización de la sociedad. Involucra la puesta en marcha, como diría Holloway, de una política de la dignidad.
Ahora bien, en los mencionados procesos políticos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo que se vienen desarrollando en varios países latinoamericanos emergieron efectivamente este tipo de fenómenos de auto-organización y auto-determinación social. Pensemos en la organización de los consejos comunales venezolanos o, para no ir más lejos, en las propias empresas recuperadas y asambleas barriales argentinas.
[2] Pero creo que en ningún caso estos fenómenos de auto-organización y auto-determinación social alcanzaron una profundidad y una amplitud tales que les permitiera desafiar al mercado y al estado capitalistas de manera generalizada y determinar así el carácter de los procesos en curso.
Adviértase, antes de seguir avanzando, que estamos considerando el carácter de estos procesos políticos como algo completamente objetivo, esto es, dependiente exclusivamente de las características objetivas de las prácticas políticas desarrolladas en su curso. La conciencia y el lenguaje son un componente de estas prácticas, ciertamente, pero no hay ninguna razón para concluir que la manera en que sus líderes nombran a dichos procesos determina sin más el carácter de los mismos. El significado político íntimo de consignas como la del
Socialismo del siglo XXI debe discutirse en este marco.
[3] La enunciación de la consigna no alcanza para determinar el carácter de los procesos en curso (salvo que abracemos alguna forma de pensamiento mágico o laclausiano). Pero, además, su significado político es ambiguo. Por una parte, como suele reconocerse, su enunciación reinstaló el significante
socialismo en el discurso político cotidiano y, en este sentido, es progresiva. Pero, por otra parte, la distancia entre esa consigna y los procesos que nombra carga a ese significante de significados espurios. Y la historia registra ya demasiadas barbaridades cometidas en nombre del socialismo como para dejar de llamar la atención sobre este punto.
2. Los procesos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo en cuestión tuvieron un elemento en común. Combinaron potencia e impotencia: potencia social (que se expresó en su momento precisamente en su capacidad de resistir las políticas neoliberales) con impotencia política (que se expresaría más tarde en su incapacidad de imponer una alternativa anticapitalista). La suerte corrida por el ¡Que se vayan todos! proclamado durante la insurrección de diciembre de 2001 en Argentina fue paradigmática en este sentido. Demás está decir que, cuando hablo de impotencia política, no me refiero al hecho de que las masas movilizadas no optaran por nuevos dirigentes y partidos que reemplazaran a los antiguos, como reclamaba en aquellos días la derecha e incluso alguno que otro izquierdista presto a candidatearse. Me refiero a las limitaciones que esas masas evidenciaron a la hora de inventar e imponer por sí mismas nuevos modos de auto-organización y de auto-determinación social en una dirección socialista. Las masas movilizadas, diría Marx, volvieron a retroceder ante la vaga enormidad de sus propios fines.
Podría aducirse que esta impotencia política hunde sus raíces más profundas en la ausencia de horizonte emancipatorio heredada del derrumbe del mal llamado
socialismo real. Pero este factor, aunque subyacente en última instancia, es demasiado general como para explicar sin resto las características específicas que reviste esta impotencia política en el contexto latinoamericano de nuestros días. En realidad el modelo soviético, como modelo de práctica política revolucionaria y a la vez de organización de una sociedad socialista, ya había dejado de ser una alternativa seductora para los sectores más dinámicos en las luchas sociales desde mucho antes de la caída del muro.
[4] En América Latina, así como en Europa o los Estados Unidos, en otras palabras, las nuevas izquierdas que enfrentaron el capitalismo de posguerra ya eran nuevas justamente respecto de esa vieja izquierda de cuño leninista. La impotencia política de las luchas sociales latinoamericanas de nuestros días, entonces, no puede explicarse principalmente a partir de una continuada influencia de ese modelo soviético sobre su izquierda. Hay que explicarla, en cambio, a partir de la influencia del populismo. Me refiero al lastre de reformismo, de estatismo y nacionalismo, de conciliación entre clases, en pocas palabras: de heteronomía generalizada, que el populismo continúa depositando sobre los sectores más avanzados de estas luchas sociales.
También este populismo hunde sus raíces en luchas del pasado. Por cierto, y conviene no olvidarlo, a diferencia del leninismo (originado en el ciclo revolucionario de la lucha de clases que desencadenó en Europa la salida de la primera gran guerra), el populismo latinoamericano se originó en un ciclo reformista de la lucha de clases (en los procesos de integración política de la clase trabajadora al orden burgués registrados en varios países de América Latina a mediados del siglo pasado). Pero este origen no le impidió dejar su impronta incluso sobre la izquierda revolucionaria en el posterior ciclo de la lucha de clases de fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Y hoy es la resurrección de este populismo en los procesos de resistencia contra el neoliberalismo el factor que impuso a estos procesos, siempre desde una perspectiva anticapitalista, sus principales limitaciones. Por esta razón, en nuestro medio, la delimitación respecto de la tradición leninista sigue siendo necesaria, pero de ninguna manera es suficiente si no es acompañada de una clara delimitación respecto de esta herencia populista, para la definición de una izquierda auténticamente nueva.
Gramsci inventó una sugerente metáfora para referirse a la manera en que tradiciones como estas se heredaban dentro del pensamiento político. Decía que el mapa ideológico francés era el resultado de las corrientes ideológicas provenientes de las anteriores revoluciones, que habían ido superponiéndose con el correr del tiempo como sucesivas capas geológicas. La metáfora puede generalizarse. Y quizás convenga agregarle la posición que nosotros mismos desempeñamos dentro de ella, a saber, la de fósiles vivientes sepultados bajo la formación geológica en cuestión. La tradición leninista es una de estas capas geológicas, ciertamente, una capa proveniente de un ciclo de la lucha de clases muy antiguo y lejano, pero en los hechos es la tradición populista la capa que ejerce la presión más masiva y sofocante sobre nuestra capacidad de imaginar una nueva práctica política revolucionaria. Claro que somos algo más que fósiles vivientes debajo de estas capas geológicas y no perdimos nuestra capacidad de imaginar. Los procesos de luchas sociales de resistencia contra las políticas neoliberales también supieron inventar nuevas prácticas políticas, pero a estas nuevas prácticas vamos a referirnos más adelante.
La objeción que puede planteársenos, mientras tanto, consiste en que, aún reconociendo la gravitación del populismo sobre este nuevo ciclo de luchas sociales latinoamericanas, políticas tradicionalmente asociadas con el mismo como las de redistribución de ingresos o de estatización de empresas antes mencionadas pueden conducir a radicalizaciones que inauguren transiciones hacia el socialismo. Pero para evaluar esta posibilidad, en cualquier caso, conviene recurrir a la historia antes que a cualquier variante de los consabidos programas de transición. Y, en los hechos, la historia de las luchas sociales latinoamericanas del siglo pasado no parece avalar esta posibilidad. Los movimientos populistas que se desarrollaron en países como el nuestro, países que ya eran políticamente independientes y que ya habían alcanzado cierto grado de desarrollo capitalista, no demostraron mayores potencialidades anticapitalistas en el pasado y menos razones aún hay para pensar que vayan a demostrarlas en el presente o en el porvenir.
[5]
3. Ahora bien, para pasar al caso de Argentina, es conveniente comenzar ubicándolo en el contexto de estos procesos de luchas sociales registrados recientemente en América Latina. Es ya un lugar común el intento de clasificar estos procesos de luchas sociales según su grado de radicalidad. Tendríamos así, en un extremo, las experiencias más radicales, como las de Venezuela y Bolivia, donde el ascenso de las luchas sociales de resistencia al neoliberalismo impulsó no sólo el acceso de nuevas fuerzas políticas al poder de estado sino también una serie de cambios importantes en el régimen político y en la forma de estado, cambios que incluso se consagraron en sus respectivas constituciones. Y tendríamos, en el otro extremo, las experiencias en las cuales, en ausencia de luchas sociales importantes, la crisis del neoliberalismo (en la medida en que pueda hablarse de tal crisis en estas experiencias) se expresó apenas como un moderado viraje político a través de un recambio entre administraciones, como las de Brasil y Uruguay. Y nunca está demás recordar que también tenemos un tercer grupo de países en los cuales no puede advertirse un claro punto de inflexión respecto del neoliberalismo de los noventa, como los casos de Colombia y Chile.
El caso argentino parece a primera vista difícil de ubicar en clasificaciones como estas porque tuvo en su origen un importante proceso de luchas sociales contra el neoliberalismo (acaso comparable, al menos en algunos aspectos, con el boliviano), por una parte, pero, por la otra, acabaría en un restablecimiento del orden en manos de gobiernos que comparten rasgos en común con otros gobiernos más moderados de la región (como el brasileño). Vuelve a estar presente aquí, desde luego, la mencionada combinación entre potencia social e impotencia política del ¡Que se vayan todos! de diciembre de 2001. Pero, más allá de las dificultades clasificatorias, lo que aquí interesa remarcar es que esta combinación es la clave para entender la verdadera naturaleza del kirchnerismo. En efecto, el kirchnerismo es precisamente la expresión de aquel proceso de luchas sociales en la forma de este restablecimiento del orden o, en pocas palabras, de la insurrección como restauración.
Conviene que me explique. Cuando hablo aquí de la verdadera naturaleza del kirchnerismo me refiero a algo que podríamos denominar, a riesgo de incurrir en cierta grandilocuencia, como su significado histórico dentro del desarrollo reciente de la lucha de clases en nuestro país. En este sentido, por ejemplo, el significado histórico del alfonsinismo no puede entenderse sino a la luz de las relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clases heredada de la última dictadura y de su crisis, y como un intento de encauzar esas relaciones de fuerzas en la restauración del régimen democrático. O bien que el significado del menemismo no puede entenderse sino a la luz de las relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clases aún más desfavorables que impuso la crisis hiperinflacionaria de fines de los noventa, y como un intento de acelerar y profundizar una reestructuración capitalista que se había estancado durante la década previa. El significado histórico del kirchnerismo, en un sentido semejante, debe entenderse a la luz de las relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clases, esta vez más favorables para los trabajadores, emergentes del ascenso de las luchas sociales que culminó en la insurrección de fines de 2001. El kirchnerismo es el resultado y a la vez la respuesta a la crisis de acumulación y dominación capitalistas en la que había desembocado este ascenso de las luchas sociales.
La expresión de la insurrección como restauración fue el contenido íntimo de todas y cada una de las principales políticas adoptadas por el kirchnerismo durante la década pasada.
[6] Esto implica, ciertamente, que muchas de esas políticas se apartaron del neoliberalismo reinante durante la década previa e incluso tuvieron aspectos progresivos. Pero no habilita, en cambio, a determinar el significado histórico del kirchnerismo en su conjunto –y, por consiguiente, a determinar nuestra posición política ante el mismo– pesando en los platillos de una balanza imaginaria los aspectos progresivos y reaccionarios de sus políticas. El contenido (la insurrección) y la forma en que dicho contenido se expresa (la restauración) no pueden pesarse por separado. Esta restauración, como acaso diría Bonefeld, es el modo de existencia pervertido de aquella insurrección. El kirchnerismo fue expresión de la insurrección, entonces, pero no en abstracto sino en la forma concreta de la restauración –y apoyarlo, aunque se lo hiciera desde posiciones presuntamente izquierdistas, fue colaborar en esa restauración del orden.
4. Aquí es donde vuelve a ser imprescindible referirse al lastre que representa el populismo. El hecho de que quienes dirigieron políticamente esa restauración del orden, cuadros provenientes del aparato del partido justicialista como Duhalde o Kirchner, volvieran a echar mano a la tradición populista era previsible. Aunque olvidado durante una década de neoliberalismo también gestionado por cuadros del partido justicialista, el populismo seguía siendo el recurso ideológico por excelencia frente a la tarea de gestionar la restauración del orden tras la crisis de ese neoliberalismo.
[7] Esto va de suyo. Y confirma la función política que el populismo desempeña en los hechos en las sociedades latinoamericanas actuales. Pero el hecho que importa discutir aquí es más bien el hecho de que la enorme mayoría de los cuadros y las organizaciones que integran nuestra izquierda social y política se encontraran ideológicamente desarmados para enfrentar esta restauración neo-populista del orden capitalista.
Podría aducirse que esta impotencia política de la izquierda se explica, simplemente, por la persistente adhesión de las masas a aquella tradición populista. Pero creo que esta explicación está reñida con los hechos. Menciono apenas dos de ellos. Por una parte, la solidez de esa adhesión de las masas a la tradición populista quedó en entredicho en muchas ocasiones desde el comienzo de la transición democrática de los ochenta y, especialmente, durante los años en que esas mismas masas adhirieron al menemismo. Y, por otra parte, en el mejor de los casos esa adhesión de las masas a la tradición populista podría explicar su apoyo a la restauración neo-populista del orden en cuestión, pero no la incapacidad de aquellos cuadros y organizaciones de la izquierda social y política para presentar alguna alternativa ante dicha restauración y menos aún la integración de la mayoría de los mismos al propio kirchnerismo. Creo, en otras palabras, que no fue tanto el populismo de las masas como el populismo de la propia izquierda el que la desarmó ante esa restauración del orden.
Aclaremos a qué me refiero por este populismo de la propia izquierda. No tengo en mente solamente a esa importante porción de la izquierda que apoyó sin más al kirchnerismo, sino también a esa otra porción que, sin apoyarlo, fue incapaz de superar el horizonte ideológico impuesto por el propio kirchnerismo. Digamos que la izquierda kirchnerista que festejaba el 51% (de las acciones de YPF estatizadas por su gobierno nacional y popular) no estuvo en condiciones mucho peores para enfrentar al kirchnerismo que la izquierda no-kirchnerista que reclamaba por el 49% restante. Una transición hacia el socialismo, decíamos más arriba, requiere la emergencia y la generalización de fenómenos de auto-organización y de auto-determinación, es decir, de autonomía social, que impugnen al mercado y al estado capitalistas como modos irracionales de organización de la sociedad. Y la autonomía ideológica no es sino una de las dimensiones de esta autonomía social. En la medida en que nuestra izquierda permanezca encerrada en el horizonte ideológico del populismo, es decir, del horizonte ideológico de la burguesía, no habrá nueva izquierda.
Pero también decíamos antes que, aunque no alcanzaron una profundidad y una amplitud que les permitiera inaugurar procesos de transición hacia el socialismo, los procesos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo registrados aquí y en otros países latinoamericanos involucraron muchas y diversas experiencias de autonomía social. Estas apasionantes experiencias son los cimientos que pueden sustentar la autonomía ideológica de una nueva izquierda. Y creo que rescatar estas experiencias del pantano de la heteronomía en el que siempre amenaza hundirlas el populismo acaso sea hoy más urgente que nunca. Hay importantes indicios de que varios regímenes y/o gobiernos latinoamericanos emergentes de ese proceso de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo se encuentran a su vez en crisis. Esta, ciertamente, no es una buena noticia. Estas crisis son distintas y distintas serán sus salidas en cada caso. Quizás presenciemos meros recambios entre gobiernos, en casos como el argentino; quizás derrumbes de regímenes enteros, en casos como el venezolano. Pero todo indica que el saldo común de estas crisis será un viraje hacia la derecha. Y, en cualquier caso, es urgente rescatar aquellas experiencias de auto-organización y auto-determinación social para evitar que la crisis del populismo vuelva a ser, una vez más, la crisis de la izquierda.
Bibliografía
Bonnet, Alberto, “Kirchnerismo: el populismo como farsa”. En: Periferias 14 (2007).
–, “The idea of councils runs through Latin America”. En: South Atlantic Quaterly 113/2 (primavera de 2014).
– / Piva, A., “Un análisis de los cambios en la forma de estado en la posconvertibilidad”. En: Grigera, J. (comp.), Argentina después de la convertibilidad (2002-2011). Buenos Aires: Imago Mundi, 2013.
Piva, A. “Modo de acumulación y hegemonía en Argentina: continuidades y rupturas después de la crisis de 2001”. En: Anuario de los Economistas de Izquierda 3 (2007).
– “¿Cuánto hay de populista y cuánto hay de nuevo en el neopopulismo? Kirchnerismo y peronismo en la Argentina post 2001”. En: Trabajo y sociedad 21 (2011).
[1] La insurrección zapatista de fines de 1994 fue ciertamente una suerte de lucero del alba para estos ciclos de luchas contra el neoliberalismo, pero seguiría un camino diferenciado y, en consecuencia, mi caracterización de los restantes procesos políticos no es válida para el zapatismo.
[2] Examiné con mayor detalle las características de estos fenómenos en Bonnet, 2014; una versión en español y más extensa de este artículo va a incluirse próximamente en una compilación editada por Herramienta).
[3] No me refiero a la consigna en la cabeza de Heinz Dieterich (ya algo confusa) sino en su empleo por Chavez (desde el V Foro Social Mundial de enero de 2005 en adelante) y otros líderes latinoamericanos como Evo Morales e incluso Rafael Correa.
[4] Hablo de un
modelo soviético de práctica política revolucionaria y de organización de la sociedad socialista para referirme no sólo a la variante que acabaría imponiéndose (la stalinista) sino al modelo asociado con la experiencia de la revolución rusa en su conjunto (y por eso lo vinculo aquí con el leninismo a secas).
[5] Algo semejante vale incluso para los movimientos de liberación nacional propiamente dichos de la posguerra, mucho más radicales pero que, en su abrumadora mayoría, no condujeron a las transiciones al socialismo que buena parte de la izquierda de entonces auguraba, sino simplemente a la fundación de nuevos estados nacionales burgueses.
[6] Puesto que no puedo referirme ni siquiera someramente a ellas en estas páginas, remito a algunos artículos anteriores: véanse Bonnet, 2007; Piva, 2007; Bonnet/Piva, 2013.
[7] Esto no significa, sin embargo, que hayan resucitado sin más al viejo populismo. En realidad, el neopopulismo resultante de esta operación –especialmente en manos de Kirchner y Fernández de Kirchner– fue una combinación entre motivos provenientes de la vieja tradición populista y motivos provenientes de la tradición liberal progresista, de manera que el resultado a menudo se asemeja más a orientaciones como el cafierismo –e incluso el alfonsinismo– de los años ochenta que al viejo peronismo (sobre este punto véase Piva, 2011).