“Emancipación” (del latín emancipatio, -onis): Acción de liberarse de un vínculo, de una traba, de un estado de dependencia, de una dominación, de un prejuicio .
El laboratorio latinoamericano [1]
Desde hace más de una década, América Latina aparece como una “zona de tempestades” del sistema-mundo capitalista. La región ha conocido importantes movilizaciones colectivas y luchas sociales contra los estragos del neoliberalismo y sus representantes económicos o políticos y, también, contra el imperialismo; dinámicas de protestas que han llevado en algunos casos a la dimisión o la destitución de gobiernos considerados ilegítimos, corruptos, represivos y al servicio de intereses extraños a la soberanía popular.
El cambio de las relaciones de fuerzas regionales, en el patio trasero de los Estados Unidos, se ha traducido también en el plano político e institucional en lo que ha sido calificado por muchos observadores como “giro a la izquierda”
[2] (Gaudichaud, 2012) así como, en algunos casos, en una descomposición del sistema de partidos tradicionales:
A comienzos de los años 90, la izquierda latinoamericana agonizaba. La socialdemocracia se adhería al más desenfrenado neoliberalismo. Sólo algunos embriones de guerrillas y el régimen cubano, superviviente a la caída de la URSS en un período de penuria denominado “período especial”, rechazaban el “final de la Historia” tan querido por Francis Fukuyama. Después de haber sido el laboratorio de experimentación del neoliberalismo, desde comienzos de los años 2000 América Latina se ha convertido en el laboratorio de la contestación al neoliberalismo. Han surgido oposiciones en América Latina, con formas diversas y desordenadas: revueltas como el Caracazo venezolano (1898) [3], ahogado en sangre, o el zapatismo mexicano, luchas victoriosas contra los intentos de privatizaciones como las guerras del agua y del gas en Bolivia, y también movilizaciones campesinas masivas como la de los cocaleros bolivianos y los sin-tierra brasileños. Entre 2000 y 2005, seis presidentes fueron derrocados por movimientos llegados de la calle, principalmente en su zona andina: en Perú en 2000; en Ecuador en 2000 y 2005; en Bolivia, tras la guerra del gas en 2003 y en 2005; además de una sucesión de cinco presidentes en dos semanas en Argentina, durante la crisis de diciembre de 2001. A partir de 1999 se han constituido gobiernos que se reivindican de estas resistencias. En poco más de una década, más de diez países se han inclinado hacia la izquierda, sumándose a Cuba donde los hermanos Castro siguen estando en el poder. Llevados por estos poderosos movimientos sociales, nuevos gobiernos de izquierda con trayectorias atípicas se han instalado en el poder: un militar golpista en Venezuela, un militante obrero en Brasil, un sindicalista cultivador de coca en Bolivia, un economista hostil a la dolarización en Ecuador, un cura de la Teología de la Liberación en Paraguay... (Posado, 2012).
Aunque el tema del “socialismo del siglo 21” es reivindicado por líderes como Hugo Chávez, la región no ha conocido experiencias revolucionarias, en el sentido de una ruptura con las estructuras sociales del capitalismo periférico, como fue el caso de la revolución sandinista en Nicaragua, el castrismo en Cuba o, en cierta medida, el proceso de poder popular durante el gobierno de Allende en Chile. Sin embargo, en un contexto mundial difícil, caracterizado por la fragilidad relativa de las experiencias progresistas o emancipadoras, las organizaciones sociales y populares latinoamericanas han sabido encontrar los medios para pasar de la defensiva a la ofensiva, aunque no siempre de manera coordinada. Haciéndose eco de las reivindicaciones de las y los “de abajo” y/o al comienzo de la crisis de hegemonía del neoliberalismo, algunos gobiernos llevan a cabo políticas con acentos antiimperialistas y reformas de gran envergadura, sobre todo en Bolivia, en Ecuador y en Venezuela. Más que un enfrentamiento con la lógica infernal del capital, estos gobiernos se orientan hacia modelos nacionales-populares y de transición post-neoliberal, de vuelta al Estado, a su soberanía sobre algunos recursos estratégicos, en ocasiones con nacionalizaciones y políticas sociales de redistribución de la renta dirigidas hacia las clases populares, pero manteniendo los acuerdos con las multinacionales y las élites locales (ALAI, 2012). En estos tres últimos países se han desarrollado también los mayores avances democráticos de esta década en el plano constitucional, gracias a innovadoras asambleas constituyentes; un contexto que ofrece nuevos espacios políticos y un margen de maniobra creciente para la expresión y la participación de los ciudadanos. El “progresismo gubernamental” se viste a veces también con el ropaje de un social liberalismo sui generis , en particular en Brasil (y de manera diferenciada, en Argentina), combinando una política voluntarista y de transferencias de rentas condicionadas, destinadas a los más pobres, favoreciendo a las élites financieras y al agrobusiness .
Según el economista Remy Herrera:
La inteligencia política del presidente Lula se demostró al haber resuelto un dilema completamente insoluble para sus predecesores de derecha, en su búsqueda de un neoliberalismo “perfecto”: profundizar la lógica de sumisión de la economía nacional a las finanzas globalizadas, ampliando al mismo tiempo la base electoral en el seno de las fracciones desfavorecidas de las clases explotadas contra las cuales se dirige sin embargo esa estrategia. Una explicación puede ser sin duda el modo de gestionar la pobreza que ha adoptado el Estado: cambiar la vida de los más miserables, en concreto, gracias a una renta mínima, sin tocar las causas determinantes de su miseria (Herrera, 2011).
En otros países, los movimientos populares tienen que seguir haciendo frente a regímenes conservadores o abiertamente represivos, al terrorismo de Estado, a las mafias o al paramilitarismo, como ocurre en grandes países como Colombia y México, o incluso Paraguay (desde el golpe de Estado “legal” de junio de 2012) y Honduras (desde el golpe de Estado de 2009)
[4]. En plena crisis internacional del capitalismo, la región logra asombrosas tasas de crecimiento del Producto Interior Bruto (y además durante un largo período), que suscitan la admiración del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, aunque se trata de un “crecimiento” desigual, basado esencialmente en un visión neo-desarrollista que mantiene o renueva el saqueo de los recursos naturales, la extracción de materias primas (petróleo, gas, minerales, etc.) y una fuerte dependencia respecto al mercado mundial, por medio de una estrategia de “acumulación por desposesión” (en palabras de David Harley) extremadamente costosa en el plano social y ambiental. Esta estrategia “extractivista”, compartida por el conjunto de los gobiernos de la región, es una de las principales tensiones del período (Svampa, 2011):
A nivel económico, este modelo, orientado esencialmente hacia la exportación, induce un despilfarro de riquezas naturales en gran medida no renovables. Engendra una dependencia tecnológica respecto a empresas multinacionales y una dependencia económica respecto a fluctuaciones de los precios mundiales de las materias primas. Aunque los elevados precios de estas últimas en la actual coyuntura han permitido a los países de América Latina superar la crisis después de 2008, la reprimarización de las economías, esto es, la incitación a volver a dirigirse hacia la producción de materias primas no transformadas, las hace muy vulnerables a un eventual cambio de los mercados. En un contexto de mundialización económica, este modelo refuerza una división internacional del trabajo asimétrica entre los países del Norte, que preservan localmente sus recursos naturales, y los del Sur. A nivel ambiental, las minas a cielo abierto, la sobreexplotación de yacimientos de débil concentración, el agrobusiness o incluso la extracción de hidrocarburos, implican el vertido de metales pesados en el entorno, la contaminación de los suelos y de las capas freáticas, la deforestación y la destrucción de los paisajes, de los ecosistemas y de la biodiversidad. [...] Esta situación crea –casi mecánicamente– las condiciones para una intensificación de los conflictos sociales. El margen de maniobra de los gobiernos es sin embargo estrecho: por una parte, estas economías están basadas en gran medida en la exportación de materias primas, y por otra, las izquierdas recién llegadas al poder necesitan, para poder mantenerse, resultados tangibles a corto plazo en términos de redistribución y de desarrollo social (Duval, 2011).
No obstante, si comparamos el estado actual del continente con el período de los años 70-90, saltan a la vista muchos cambios sociopolíticos. Porque habría que recordar brevemente “de dónde viene” el subcontinente. Después de los años 80, los años de la década “robada” (más que “perdida”), años de explosión de una deuda exterior por lo general ilegítima, los 90 fueron los años de las aplicaciones salvajes de los preceptos del FMI, de los ajustes estructurales, de la continuación de las políticas de consenso de Washington, de las desregulaciones y privatizaciones en nombre de una supuesta eficacia económica, que llevaron a la destrucción de sectores enteros de los servicios públicos y a una mercantilización de los ámbitos sociales de una amplitud sin igual. América Latina ha sufrido de lleno el “neoliberalismo de guerra” (para retomar la expresión del sociólogo mexicano Pablo González Casanova), su hegemonía, y después su crisis, en particular en América del sur, aunque este último persiste –e incluso se refuerza– en otros países: en México, en Colombia y en una parte de Centroamérica. Estos períodos han sucedido en muchos casos a largas dictaduras. Chile encarna todavía este capitalismo de desastre de los
Chicago-boys y de la doctrina del “choque neoliberal”
[5]. Producto de las derrotas de las izquierdas, de la represión del movimiento obrero y de la imposición de este nuevo modelo de acumulación, el subcontinente es el más desigual del planeta: la región de las desigualdades sociales, territoriales y raciales. A pesar de una ligera mejora en este aspecto, y también, de forma más clara, en el de la pobreza (en Colombia, un contraejemplo, las desigualdades han continuado aumentando) (Gaudichaud. 2012)
[6].
Movimientos sociales, utopías concretas, poderes populares
En un reciente análisis de las “gracias y desgracias de la conflictividad social” en Francia desde los años 1970 a los 2000, Lilian Mathieu señala, a justo título, que: “la cuestión de las alternativas al orden capitalista se plantea con tanta agudeza hoy que hace treinta o cuarenta años. Tal vez incluso con más urgencia: las consecuencias desastrosas de este modo de producción para la simple supervivencia de la humanidad son ahora mucho más tangibles”; pero también que después de los desvíos autoritarios de varias experiencias post-capitalistas en el siglo 20:
No sólo se ha hundido la credibilidad de las alternativas. También los intentos de construir sobre el terreno formas de vida que se sustraen al orden dominante se han malogrado en su mayor parte y sólo son contempladas en tono de burla. El fenómeno de las comunidades, aunque numéricamente marginal, tuvo cierto eco e impresionó mucho a los contemporáneos, sobre todo por el hecho de ser obra de jóvenes diplomados, destinados como tales a asegurar la reproducción del orden capitalista. Las temáticas de la “vuelta a la naturaleza” (o al “país” regional), la exigencia de autenticidad en la producción y el consumo, la voluntad de escapar de la lógica mercantil, la reivindicación de relaciones sociales más igualitarias (en la pareja, la familia, la empresa...), en resumen, varios elementos de lo que Luc Boltanski y Eve Chiapello denominan “crítica artísta” [7], han sido invalidadas tras infructuosos intentos de aplicación concreta, o reprimidos, o “recuperados” y sometidos al orden capitalista. Estas dos lógicas de “descredibilización” de las alternativas al capitalismo pueden ser ilustradas con el tríptico de Albert Hirschman[8]. Al haber fracasado tanto la opción de la “voice” (acelerar la instauración del socialismo por medio de una movilización de masas) como la del “exit” (la instauración de “bolsas” de existencia que escapan al orden dominante, en el interior mismo de sociedades capitalistas, sin cuestionarlas frontalmente), sólo quedaría la opción de la lealtad al capitalismo” (Mathieu, 2012).
Esta constatación parte de una descripción crítica del “nuevo espíritu del capitalismo” y de las realidades político-sociales de los países industriales de los centros de la economía mundial y de la cuarta edad (neoliberal) del capital. ¿Pero qué ocurre en el sur y en la periferia del sistema, en las sociedades dependientes y sometidas al intercambio desigual mundializado? Para comprender tanto los intentos de transiciones post-neoliberales como los de construcciones comunitarias de emancipaciones locales, de autogestión territorial en América Latina, es indispensable tener en cuenta la temporalidad propia de la región (aunque integrada en un todo mundial) y sus formaciones sociales específicas. Así, aunque la reflexión sociológica arriba citada puede proporcionarnos elementos teóricos sobre las relaciones actuales –y pasadas– entre experiencias revolucionarias y ensayos de construcciones locales (lo que algunos denominan “utopías concretas”), debe estar supeditada a la consideración de las realidades de una América indo-afro-latina .
Primera evidencia, esta realidad ha estado atravesada por grandes momentos revolucionarios y varios proyectos nacionales, muchos derrotados, de transición antiimperialista: de la revolución mexicana de 1910 –mucho antes que la revolución rusa– hasta las actuales –aunque embrionarias– discusiones sobre el socialismo “del siglo 21”, pasando por la revolución cubana (1959) y otras más... Otra evidencia, ya mencionada, el continente latinoamericano, a diferencia de un “viejo mundo” en plena crisis de civilización, es de nuevo un terreno de ensayo para la construcción de alternativas: bajo estas latitudes se abrió, desde los años 90, el ciclo altermundialista (Pleyers, 2011) y tuvieron lugar los foros sociales mundiales, concebidos como experiencias de democracia participativa (en particular en Porto Alegre, Brasil); también ahí se pueden situar las primeras explosiones de resistencias globales al neoliberalismo (Vivas y Atentas, 2009), simbolizadas en el grito de los neozapatistas chiapanecos contra los tratados de libre comercio:
“¡ Ya basta !”; y es también al sur del Río Bravo donde se viene hablando de
“buen vivir” [9], de derechos de la Naturaleza y de los bienes comunes, de Estado plurinacional o incluso de autonomías indígenas. En cuanto a la noción de
“poder popular”, ha recorrido todas las grandes movilizaciones sociales del siglo 20 latinoamericano, tanto en Argentina, como lo demuestra Guillaume de Gracia (2009), como en el resto de la región: designa una dinámica que se puede ver en marcha durante los períodos de crisis revolucionarias, pero también en varias experimentaciones locales o comunitarias, circunscritas a un barrio, una fábrica, un territorio; una noción que ha conocido por tanto múltiples puestas en práctica aunque todas ellas ligadas directamente al movimiento obrero y social. Este
poder popular consiste en una serie de experiencias sociales y políticas, la creación de nuevas formas de apropiaciones colectivas (a veces limitadas), que se oponen –en su totalidad o en parte– a la formación social dominante y a los poderes constituidos. En otras palabras, se trata de un cuestionamiento de las formas de organización del trabajo, de las jerarquías sociales, de los mecanismos de dominación materiales, de género, de raza o simbólicos. América Latina ha estado recorrida, en varios puntos de su territorio, por estos “relámpagos autogestionarios” cuyas identidades y geografía social están inextricablemente ligadas a su arraigo en este continente (Petras y Veltmeyer, 2002).
Con esta pequeña obra colectiva, nuestra ambición es revisar estas gramáticas de una emancipación plural –parcial y atravesada por múltiples conflictos, pero “en actos”–, en el curso de la última década. Las diez utopías concretas que nos proponemos tratar aquí reflejan la diversidad de estas experimentaciones, algunas “desde abajo”, directamente surgidas del movimiento social, otras más ligadas a formas de democracia participativa y en relación con algunas instituciones. Experiencias que esbozan la cartografía, parcelada, de otros mundos posibles: Comuna de Oaxaca, mujeres y feministas mexicanas frente a la violencia y al patriarcado, ensayos difíciles de control obrero en Venezuela o empresas recuperadas en Argentina, consejos comunales en los barrios populares de Caracas, luchas de los sin techo en Uruguay o ejemplar organización colectiva de los trabajadores sin tierra en Brasil, iniciativa para una sociedad post-petróleo y del “buen vivir” en Ecuador y agroecología en una comunidad colombiana, a pesar de la guerra; finalmente los análisis del proceso constituyente boliviano que plantea la cuestión de las instituciones y la construcción de una democracia postcolonial. En contextos diversos, surgen gérmenes de poderes populares que buscan a tientas los caminos de la emancipación, casi siempre contra los poderes constituidos y la represión del Estado; aunque también, en ocasiones, en relación con políticas públicas post-neoliberales y el campo político o partidista nacional. Por supuesto, los ejemplos que hemos seleccionado no pretenden dar una imagen exhaustiva de todo el mosaico de experiencias en curso. Habríamos podido citar también los medios de comunicación comunitarios de muchos países, la lucha de los mapuches de Chile por su supervivencia y por la recuperación de sus tierras, la autoorganización campesina en Honduras, la increíble capacidad de resistencia de los “caracoles” y el asesoramiento de los buenos gobiernos Zapatistas, los comedores comunitarios autogestionados de Buenos Aires o incluso las juntas de vecinos de la ciudad de El Alto (Bolivia), el “asambleísmo” y las ocupaciones estudiantiles del último período, etcétera. Por medio de textos cortos y accesibles, escritos por autores y autoras que conocen de cerca estas experiencias, a menudo a través de observaciones de participaciones en el terreno, nuestro objetivo es desbrozar algunos temas poco o nada abordados en los medios masivos de comunicación dominantes, con la esperanza de invitar al debate sobre las cuestiones estratégicas que suscitan estas experiencias.
Lejos de nuestra intención la idea de mitificar lo que el sociólogo Franck Poupeau ha designado como “pequeños universos” cerrados en sí mismos, “una micro-sociedad formidable, por ser singular, gobernada por la ayuda mutua y el compartir, separada de los flujos de la comunicación mercantil y de los intercambios interesados que son la suerte de la masa de consumidores”: estos “senderos de la utopía”
[10] en construcción que aquí explicamos no pretenden “pensar la utopía a partir de experiencias de comunidades en ruptura con el resto del mundo social”. Porque pensamos que “lo ‘común’ obtiene su eficacia de lo que es universalizable, extensible más allá de la comunidad de iniciados, en las esferas donde el antagonismo entre trabajo y capital deja entrever la posibilidad de un cambio profundo”
(Poupeau, 2012), y que debe dirigirse al mayor número, comenzando por las clases populares y por aquellas y aquellos que sufren directamente la miseria del mundo. Esto es precisamente lo que dejan entrever –con un grado de éxito o de fracaso variable y a escalas diversas– las experiencias que ponemos en debate en esta obra colectiva. Todas ellas resisten a su manera al signo de los tiempos (neoliberal, racista, machista y austero) y participan, aquí y ahora, a la construcción de nuevos espacios políticos, territorios sociales en busca de “lazos que liberen”. En cierta manera, podría sugerirse que estos poderes populares responden concretamente al eco planetario y a los interrogantes de las y los indignados, al surgimiento de este “pueblo de las plazas” y a las múltiples revueltas que, desde hace meses, rasgan el consenso neoliberal en varios países. Estos 99% de ciudadanas y ciudadanos que hacen frente a la arrogancia del 1% de oligarcas de las finanzas y de una política politiquera ciega:
El año 2011 supone un cambio histórico. La oleada revolucionaria iniciada en Túnez ruge todavía en la plaza Tahrir, en Egipto. Ha cambiado el panorama político en el mundo árabe y se ha extendido rápidamente como una mancha de aceite a las cuatro esquinas del planeta. De Santiago de Chile al municipio de Wukan en el sur de China, de la Puerta del Sol a la plaza Sintagma , de Moscú a Wall Street pasando por los motines de Londres, se ha visto alterado el curso regular de la dominación. En el ciberespacio, se ha abierto un nuevo frente con la guerrilla de los Anonymous contra las grandes corporaciones y los dispositivos del Big Brother. Estos acontecimientos están todavía demasiado cercanos para poder seguir los hilos que los unen, comprender sus raíces. La amplitud y la naturaleza de los cambios desencadenados son por ahora imposibles de conocer. Pero resulta claro que, al igual que en 1848 o 1968, la posibilidad de otro futuro se ha entreabierto en 2011”. (ContreTemps, 2012).
Hay que subrayar sin embargo que las emancipaciones latinoamericanas en proceso que aquí presentamos se diferencian también ampliamente de la constelación de las indignaciones mundiales. En primer lugar porque han podido pasar, incluso desde hace varios años, de la ofensiva a la construcción, de la indignación a la creación alternativa. Pero también por el hecho de vínculos específicos y directos con las clases populares de la región, lejos de un “sujeto revolucionario” incorpóreo o de una reivindicación de ciudadanía abstracta, como se pueden encontrar entre algunas y algunos indignados. Pero, sobre todo, estas experiencias tienen su propio repertorio y en ningún caso pretenden significar modelos “llave en mano”, ni tampoco “prêt-à-porter” de praxis militantes que deban ser aplicadas mecánicamente bajo otros cielos. Por el contrario, deseamos mostrar cómo estos procesos nacen de las entrañas mismas de las condiciones materiales y subjetivas del capitalismo latinoamericano, de su violencia, de su exclusión en las cuales están inmersos. Son el fruto de un ciclo de movilizaciones que comenzó globalmente a mediados de la década de los 90, hace más de quince años, y revelan la lucha de muchos actores. Una multiplicidad producto en parte de los efectos de la fragmentación social neoliberal y de su implantación brutal en América Latina:
Estos movimientos tienen historias, bases sociales y reivindicativas y arraigo en los territorios rurales o urbanos, muy diferentes. Son sin embargo capaces de movilizarse colectivamente en torno a objetivos comunes, sobre todo cuando un proyecto político gubernamental, supranacional o económico (la estrategia de una multinacional, por ejemplo) amenaza las estructuras que representan. Es posible identificar a algunas familias que estructuran en esta nebulosa de organizaciones locales, regionales o nacionales cuya historia común se ha forjado en las resistencias a las oligarquías y a las políticas neoliberales desde hace una treintena de años: los movimientos indígenas (muy activos en particular en los países andinos), los movimientos y sindicatos campesinos (presentes en el conjunto del sub-continente, siendo el más emblemático y poderoso el Movimiento de trabajadores rurales sin tierra del Brasil. MST); los movimientos de mujeres; los sindicatos obreros y de la función pública; los movimientos de jóvenes y de estudiantes, las asociaciones medioambientales (Ventura, 2012).
Estamos por tanto ante un sujeto emancipador plural y complejo, caracterizado por la multidimensionalidad. ¿Quiero esto decir que la componente de clase, el sindicalismo o incluso los trabajadores estarían ausentes o “diluidos” en una nebulosa post-moderna, definida sólo por la novedad de estos movimientos? En ningún caso. La dimensión de clase de estos conflictos sigue siendo central y los asalariados han jugado un papel esencial en este ciclo ascendente de protestas, y lo siguen haciendo por medio de experiencias como las que describimos en este libro (ver los textos sobre Uruguay, Argentina o Venezuela). Sin embargo, se constituye una praxis propia a las movilizaciones del último período, en particular la del movimiento indígena y su cuestionamiento de la “colonialidad del poder”
[11], que
ha renovado y enriquecido los programas y los horizontes, con una profundidad estratégica todavía lejos de ser asumida en toda su dimensión para ser coherente con la máxima de Mariátegui, que decía que el socialismo indo-americano no puede surgir del calco ni de la copia. [...] Desposeídas o amenazadas de expropiación, temiendo por sus tierras, su trabajo y sus condiciones de vida, muchas de estas organizaciones han encontrado una identificación política en su desposesión (los sin tierra, los sin trabajo, los sin techo), en las condiciones sociopolíticas de vida comunitaria amenazada (los movimientos de habitantes, las asambleas ciudadanas (Algranati, Taddei, Seoane, 2011).
Estas nuevas movilizaciones se caracterizan sobre todo por la horizontalidad de las formas de organización, la importancia de la discusión en asambleas y la reivindicación de un territorio de luchas.
Durante la última década, hemos asistido a una relocalización de los movimientos sociales y a un ascenso potencial del espacio local como base territorial de sociabilidad, pero también como centro de reivindicaciones y de la acción de protesta: luchas contra las expropiaciones de tierras, luchas por el medio ambiente, luchas por la vivienda, luchas contra el cierre de fábricas, etc... Se trata de construir territorios alternativos o incluso “espacios de experiencia en los cuales los participantes intenten traducir a la práctica los valores de participación, de igualdad y de autogestión”. Sin embargo, “el arraigo local de actores y de movilizaciones no es en absoluto incompatible ni con el vínculo político nacional, ni con una proyección de la ciudadanía más allá de las fronteras del Estado-nación” (Merklen, Pleyers, 2011). Desde luego, estas prácticas situadas y circunscritas a un espacio específico, pese a todo su potencial, plantean también la cuestión de los límites de movilizaciones que se esfuerzan en obtener resultados a nivel nacional, en ausencia de proyecto político a una escala más amplia. El conjunto de estos procesos plantea por tanto importantes cuestiones estratégicas sobre el “arriba” y el “abajo”, los instrumentos y las tácticas de una estrategia emancipadora para el siglo 21...
Bibliografía
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[1] Nuestro agradecimiento a Emmanuel Delgado Hoch, de las ediciones Syllepse, por sus comentarios críticos a este texto. El resultado final, como tiene que ser, es de mi entera responsabilidad.
[2] Se trata en realidad de una gran variedad de gobiernos: de centro-izquierda, progresistas, social-liberales o nacional-populares, siguiendo las configuraciones socio-históricas nacionales, y sus relaciones con los movimientos sociales, con el imperialismo y con las clases dominantes.
[3] Caracazo : insurrección popular ocurrida el 27 de febrero de 1989 en Caracas contra la política neoliberal y las subidas de tarifas, impuestas por el presidente social-demócrata Carlos Andrés Pérez. La represión policial causó, según las estimaciones, entre 1.000 y 3.000 muertes.
[4] Sobre esta nueva generación de Golpes de Estado, a veces denominados “legales”, ver: “Coup d’Etat au Paraguay”, 23/06/2012, y “Honduras, un an après le coup d’Etat” (por Renard Lambert),
La valise diplomatique, 28/06/2010,
www.monde-diplomatique.fr.
[5] N. Klein,
La Stratégie du choc , Actes Sud, París 2008.
[6] Ver también el dossier: “Menos desigualdades, ¿más justicia social?”,
Nueva Sociedad, nº 239, junio 2012,
www.nuso.org.
[7] En su libro, Boltanski y Chiapello distinguen la crítica “artista” que denuncia la alienación, la sociedad de consumo y la inautenticidad del capitalismo (asumida muchas veces por estudiantes, artistas e intelectuales), de la crítica “social”, centrada en la explotación y llevada a cabo por el movimiento obrero; recuperada la una por el sistema de gestión y muy desconectada de la otra, desde sus comienzos, en 1968 (
Le nouvel esprit du capitalisme , Paris, Gallimard, 1999).
[8] Albert O. Hirschman,
Défection et prise de parole, Paris, Fayard, 1995.
[9] Sobre la noción mestiza del “ buen vivir” e indígena de Sumak Kawsay, ver el artículo de Matthieu Le Quang sobre Ecuador en este volumen.
[10] Ver el rico reportaje sobre varias utopías comunitarias europeas de Isabelle Fremeaux y John Hordan:
Les sentiers de l’utopie , Zones – La Découverte, Paris, 2011, y el informe crítico de F. Poupeau: “Peut-on changer le monde? Des gens formidables...”,
Le Monde Diplomatique, Paris, noviembre 2011.
[11] El concepto de “colonialidad del poder” fue presentado por primera vez por el intelectual peruano Anibal Quijano. Según este último, la matriz colonial se basa en cuatro pilares: la explotación de la fuerza de trabajo, la dominación etno-racial, el patriarcado y el control de las formas de subjetividad (o imposición de una orientación cultural etno-centrista). Dos siglos después de las independencias latinoamericanas, esta matriz seguiría siendo central en las relaciones sociales: “esta colonialidad del poder se ha mostrado más duradera y más arraigada que el colonialismo en cuyo seno se engendró, y que ayudó a imponerla mundialmente”, inscribiéndose por tanto en una dominación de tipo post-colonial (Quijano, 2007).