23/11/2024
Por , Boron Atilio
Notas sobre un extravío teórico político en el pensamiento crítico contemporáneo *
Uno de los rasgos más categóricos de la victoria ideológica del neoliberalismo ha sido su capacidad para influenciar decisivamente la agenda teórica y práctica de las fuerzas sociales, las organizaciones de masas y los intelectuales opuestos a su hegemonía. Si bien este atributo parecería haber comenzado ahora a recorrer el camino de su declinación, reflejando de este modo la creciente intensidad de las resistencias que a lo largo y a lo ancho del planeta se erigen en contra de su predominio, las secuelas de su triunfo en la batalla de las ideas están llamadas a sentirse todavía por bastante tiempo. Es bien sabido que no existe una relación lineal, mucho menos mecánica, entre el mundo de las ideas y los demás aspectos que constituyen la realidad histórico-social de una época. Esto explica, por ejemplo, que las concepciones medievales sobre la unidad del “organismo social” –justificatorias del carácter cerrado del estamentalismo feudal y de la primacía del papado sobre los poderes temporales- sobrevivieran por siglos al advenimiento de la sociedad burguesa y a una de sus instituciones básicas, el contrato. No debiera sorprendernos, por lo tanto, si teorizaciones surgidas durante el apogeo del neoliberalismo y coincidentes con el mayor reflujo histórico experimentado por los ideales socialistas y comunistas desde la Revolución Francesa hasta hoy perduren tal vez por décadas, aún cuando las condiciones que les dieron origen hayan desaparecido por completo.
Un ejemplo de esa pertinaz colonización ideológica lo ofrece en la actualidad la obra de algunos de los más conocidos intelectuales críticos de la izquierda. Si se examina con detenimiento el pensamiento de autores tales como Michael Hardt y Antonio Negri o la más reciente contribución de John Holloway, puede comprobarse sin mayor esfuerzo cuán vigorosa ha sido la penetración de la agenda, las premisas y los argumentos del neoliberalismo aún en los discursos de sofisticados intelectuales seriamente comprometidos con una crítica radical a la mundialización neoliberal. Porque ninguno de los tres autores arriba mencionados “se ha pasado de bando”, peregrinando a las filas de la burguesía y el imperialismo en busca de reconocimiento u otro tipo de recompensas. Ninguno de los tres abjuró de la necesidad de avanzar hacia la construcción de una sociedad comunista, o por lo menos decididamente “post-capitalista.” Todo lo contrario: el sentido de su obra es justamente el de fundamentar, en las nuevas condiciones del capitalismo de inicios del siglo veintiuno, las formas de lucha y las estrategias que podrían ser más conducentes al logro de tales fines. En ese sentido es preciso establecer, antes de plantear nuestra divergencia con sus teorizaciones, una clara línea de demarcación entre Hardt, Negri y Holloway y autores tales como Manuel Castells, Regis Debray, Ernesto Laclau, Maria Antonieta Macchiochi, Chantal Mouffe, Ludolfo Paramio y toda una pléyade de ex-marxistas europeos y latinoamericanos que al iniciar una necesaria renovación teórica del marxismo para rescatarlo de la ciénaga del estalinismo culminaron su arrepentimiento con una capitulación teórica tan grosera como imperdonable. En este descenso, y so pretexto de la supuesta superioridad civilizacional del capitalismo, muchos abandonaron el marxismo dogmático que habían cultivado con especial celo durante largo tiempo para convertirse en furiosos profetas que ahora pretenden persuadirnos de la imposible superioridad etica de un modo de producción basado en la explotación del hombre por el hombre y la destrucción de la naturaleza. Pocos casos, no obstante, igualan la denigrante trayectoria de María Antonieta Macchiochi, quien transitó desde el más irresponsable ultraizquierdismo hasta el neofascismo, culminando con ignonimia su trayectoria política e intelectual en el Parlamento italiano representando nada menos que a Forza Italia y su capo, Silvio Berlusconi.
Queremos dejar claramente sentado que Hardt, Negri y Holloway de ninguna manera entran en esta lamentable categoría de los que bajaron los brazos, se resignaron y se pasaron a las filas del enemigo de clase. Son, en buenas cuentas, camaradas que proponen un análisis equivocado de la situación actual. Su integridad moral, totalmente fuera de cuestión, no les ahorra sin embargo caer en la trampa ideológica de la burguesía al hacer suyas, de manera inconsciente, algunas tesis consistentes con su hegemonía y con sus prácticas cotidianas de dominio y que de ninguna manera pueden ser aceptadas desde posiciones de izquierda. Expliquémonos. Para la burguesía y sus aliados, para el imperialismo en su conjunto, es imprescindible potenciar el carácter fetichista de la sociedad capitalista y ocultar lo más que se pueda su naturaleza explotadora, injusta e inhumana. Parafraseando a Bertolt Brecht podemos decir que el capitalismo es un caballero que no desea que se lo llame por su nombre. La mistificación que produce una sociedad productora de mercancías y que todo lo mercantiliza requiere, de todos modos, un reforzamiento generado desde el ámbito de aquello que Gramsci denominara “las superestructuras complejas” del capitalismo, y fundamentalmente de la esfera ideológica. Así, no basta con que la sociedad capitalista sea “opaca” y la esclavitud del trabajo asalariado aparezca en realidad como un universo de trabajadores “libres” que concurren a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Es preciso además silenciar el tratamiento de ciertos temas, deformar la visión de otros, impedir que se visualicen unos terceros y que alguno de ellos se instale en la agenda del debate público. De ahí la importancia que asume para la derecha cualquier teorización (sobre todo si es producida por críticos del sistema) que empañe la visión sobre el imperialismo, el poder y el estado, o que desaliente o impida una discusión realista sobre estos temas. Esa es, precisamente, la misión ideológica del saber económico convencional, donde la politicidad y eticidad de toda la vida económica se diluyen en los meandros del formalismo, la modelística y la pseudo-rigurosidad de la matematización. Si lo anterior no fuera posible, la “segunda mejor” alternativa es hacer que las teorizaciones predominantes sobre estos asuntos sean lo más inocuas posibles. La extraordinaria acogida que tuvo la obra de Hardt y Negri en la prensa capitalista y la “opinión seria” de los países desarrollados es de una contundencia aleccionadora al respecto.[i] Por su parte, el libro de Manuel Castells, La Edad de la Información, que produce una visión conformista y complaciente del “capitalismo informacional”, cosechó extraordinarios elogios en esos mismos ambientes, sobresaliendo en dicha empresa Anthony Giddens, el principal teórico de la malograda “tercera vía,” y el ex-presidente de Brasil, Fernando H. Cardoso, cuya gestión en el área económica se caracterizó por su estricta adhesión a las políticas neoliberales. (Castells, 1996; 1997; 1998) [ii]
En síntesis: la tesis fundamental que quisiéramos probar en las páginas que siguen sostiene que la concepción general y las orientaciones heurísticas que se desprenden de los planteamientos que encontramos en la obra de Hardt y Negri y Holloway lejos de instalarse en el terreno político del pensamiento contestatario son plenamente compatibles con el discurso neoliberal dominante. Reflejan la derrota ideológica sufrida por aquél, y la lamentable vigencia del diagnóstico al que arribara, a finales del siglo diecinueve, José Martí cuando decía que “de pensamiento es la guerra mayor que se nos hace” y convocara a los patriotas latinoamericanos a ganar la batalla de las ideas. Tarea que, por cierto, constituye una de las más importantes asignaturas pendientes de la izquierda.
Hardt y Negri
En un libro publicado poco después de la aparición en lengua española de Imperio, la aclamada obra de Michael Hardt y Antonio Negri, sometimos a crítica las tesis centrales de dichos autores, razón por la cual no reiteraremos, siquiera mínimamente, lo dicho en esa oportunidad.[iii] En este trabajo nos limitaremos en cambio a exponer, sucintamente, nuestra disidencia en relación a la noción de “contra-poder” que proponen esos autores.
El concepto de “contra-poder” surge como consecuencia de la crisis terminal que enfrenta, según Hardt y Negri, el estado nación y, a raíz de esto, las clásicas instituciones de la democracia representativa que le acompañaron desde el advenimiento de la Revolución Francesa. El “contra-poder” alude así a tres componentes específicos: resistencia, insurrección y poder constituyente. Hardt y Negri analizan en su obra sus cambios experimentados a consecuencia del tránsito desde la modernidad a la posmodernidad, y concluyen que en las más variadas experiencias insurgentes habidas en la época moderna –ese vasto e indefinido arco histórico que comienza con el amanecer del capitalismo y culmina con el advenimiento de la sociedad “posmoderna”– la noción de “contra-poder” se reducía a uno solo de sus componentes: la insurrección. Pero, afirman nuestros autores, la “insurrección nacional era en realidad ilusoria” habida cuenta de la presencia de un denso sistema internacional de estados nacionales que hacía que, en esa época histórica, toda insurrección, incluyendo la comunista, estuviese condenada a desembocar en una guerra internacional crónica, la que acabaría por tender “una trampa a la insurrección victoriosa y la transforma en régimen militar permanente”.
Pero si el papel sumamente relevante del sistema internacional es indiscutible –como lo atestigua la obsesiva preocupación que manifestaran por este asunto los grandes revolucionarios del siglo XX– no es menos cierto que, tal como ocurre reiteradamente en Imperio, H&N incurren en graves errores de apreciación histórica cuando hablan del carácter “ilusorio” de las tentativas revolucionarias que jalonaron el siglo XX. En efecto: ¿qué significa exactamente la palabra “ilusorio”? El hecho de que una insurrección popular precipite una impresionante contraofensiva internacional llamada a asegurar el sometimiento y control de los rebeldes, con un abanico de políticas que van desde el aislamiento diplomático hasta el genocidio de los insurrectos, demuestra precisamente que en tal situación no hay nada de “ilusorio” y sí mucho de real, y que las fuerzas imperialistas reaccionan con su reconocida ferocidad ante lo que consideran como una inadmisible amenaza a sus intereses. Si atendemos a las enseñanzas de la historia latinoamericana, por ejemplo, comprobaríamos que ni siquiera hizo falta una insurrección popular para que la parafernalia represiva del imperialismo se pusiera en juego. Recordemos lo acontecido con João Goulart en Brasil de 1962,Juan Bosch en República Dominicana en 1965, Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile de comienzos de los años setentas, para no citar sino los casos más conocidos, que demuestran como un simple resultado electoral que proyecte al gobierno nacional a un partido o coalición progresista es suficiente para que comience un juego de presiones desestabilizadoras tendientes a corregir los “errores” del electorado. Algo semejante ya está ocurriendo en Brasil con el nuevo gobierno del PT. En todo caso, cualquiera sea la experiencia insurreccional que se analice a lo largo de los siglos XIX y XX, resulta evidente que la guerra internacional es mucho menos atribuible a la intransigencia o al apetito expansionista de los revolucionarios que a la furia represora que desata la insubordinación de las masas y sus anhelos emancipatorios.
Por otra parte, afirmar como hacen nuestros autores que las revoluciones triunfantes asediadas por los ejércitos y las instituciones imperialistas (entre las que sobresalen el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y otras afines) y que deben enfrentarse para sobrevivir a un repertorio de agresiones de todo tipo -que incluye sabotajes, atentados, bloqueos comerciales, boicots, guerras “de baja intensidad”, invasiones militares, bombardeos “humanitarios”, genocidios, etc.– se convierten en “regímenes militares permanentes” implica un monumental error de interpretación del significado histórico de dichas experiencias. Equívoco que, dicho sea al pasar, es típico de la ciencia política norteamericana que procede de igual manera cuando, por ejemplo, coloca en una misma categoría –los famosos “sistemas de partido único”– a regímenes políticos tan diversos como la Italia de Mussolini, la Alemania Nazi, la Rusia de Stalin y la China de Mao. Nuestros autores subestiman los factores históricos que a lo largo del último siglo obligaron a las jóvenes revoluciones a armarse hasta los dientes para defenderse de las brutales agresiones del imperialismo, a años luz de las sutilezas del imperio imaginado por H&N, esa misteriosa red sin centro ni periferia, adentro ni afuera, y que supuestamente nadie controla para su beneficio. Si la revolución cubana sobrevive en estos días de un supuesto “imperio sin imperialismo”, ello se explica tanto por la inmensa legitimidad popular del gobierno revolucionario como por la probada eficacia de sus fuerzas armadas, que después de Playa Girón disuadieron a Washington de intentar nuevamente una aventura militar en la isla.
Por otra parte, la interpretación de H&N revela asimismo el grave yerro en que incurren a la hora de caracterizar a las emergentes formaciones estatales de las revoluciones. Una cosa es lamentarse por la degeneración burocrática de la revolución rusa y otra bien distinta afirmar que lo que allí se constituyó fue un “régimen militar”. El hecho de que Cuba haya tenido que invertir cuantiosos recursos, materiales y humanos, para defenderse de la agresión imperialista no la convierte en un “régimen militar”. Sólo una visión de una imperdonable ingenuidad e irreparablemente insensible ante el significado histórico de los procesos sociales y políticos puede caracterizar de ese modo a las formaciones sociales resultantes de las grandes revoluciones del siglo veinte. Por último, y haciéndonos cargo de todas sus limitaciones y deformaciones, ¿puede efectivamente decirse que las revoluciones en Rusia, China, Vietnam y Cuba fueron apenas una ilusión? Una cosa es la crítica a los errores de esos procesos y otra bien distinta decir que se trató de meros espejismos o de torpes ilusiones. ¿Habrá sido un simulacro baudrillardiano la paliza sufrida por el colonialismo francés en Dien Bien Phu? Y la bochornosa derrota de los Estados Unidos a manos del Vietcong, ¿habrá sido tan sólo una visión alucinada de sesentistas trasnochados, o se produjo de verdad? Esa huída desesperada desde los techos de la embajada norteamericana en Saigón, donde espías, agentes secretos, asesores militares y torturadores policiales destacados en Vietnam del Sur se mataban entre sí para subir al último helicóptero que los conduciría sin escalas del infierno vietnamita al “American dream”, ¿habrá sido verdadera o fue una mera ilusión? Los cuarenta y tres años de hostigamiento norteamericano a Cuba, ¿son producto del fastidio que provoca en Washington el carácter ilusorio de la revolución cubana? Y, para acercarnos a nuestra realidad actual: el abierto involucramiento del gobierno norteamericano –con la ayuda de su correveidile español, José M. Aznar– en el frustrado golpe de estado de Venezuela, en abril del 2002, ¿habrá sido propiciado por el carácter ilusorio de las políticas del Presidente Hugo Chávez?
Curiosamente, nuestros autores nos advierten que se trata de preguntas que, en realidad, ya son anacrónicas porque según ellos en la posmodernidad las condiciones que tornaban posible la insurrección moderna, con todo su ilusionismo, han desaparecido, “de tal forma que inclusive hasta parece imposible pensar en términos de insurrección” (H&N, 2002: 164). Afortunadamente, los insurrectos que pusieron fin a la tiranía de Suharto en Indonesia en 1999 no tuvieron ocasión de leer los borradores de Imperio porque de lo contrario seguramente habrían desistido de su empeño. Los argentinos que ganando las calles a fines del 2001 pusieron punto final a un gobierno reaccionario e incapaz tampoco parecerían haber tomado nota de las elucubraciones de Hardt y Negri, y lo mismo parece haber ocurrido hace unas pocas semanas con los trabajadores bolivianos que pusieron en jaque al gobierno de Sánchez de Lozada. Pero el pesimismo que se desprende de esta afirmación se atenúa ante la constatación del crepúsculo de la soberanía nacional y la laxitud del imperio en su fantasmagórica fase actual, todo lo cual alteró las condiciones que sometían la insurrección a las restricciones impuestas por las guerras nacionales e internacionales.
Posterguemos por un momento la crítica a este segundo supuesto, el que anuncia la “emancipación” de los procesos insurreccionales de las guerras nacionales e internacionales, y veamos lo que significa la insurrección en el capitalismo posmoderno. Si en la sociedad moderna aquélla era “una guerra de los dominados contra los dominadores”, en la supuesta posmodernidad la sociedad “tiende a ser la sociedad global ilimitada, la sociedad imperial como totalidad,” en donde explotadores y explotados se desvanecen en la nebulosa de una sociedad sin estructuras, asimetrías y exclusiones. (H&N, 2002: 165) Bajo estos supuestos, falsos en la medida en que llevan hasta el límite ciertas tendencias reales pero parciales de la globalización (como por ejemplo, el debilitamiento aunque no la desaparición de los espacios “nacionales”), H&N concluyen, sin ninguna clase de apoyatura empírica o argumentativa, que la resistencia, la insurrección y el poder constituyente se funden ahora en la noción de “contra-poder” que, presumiblemente, sería la prefiguración y el núcleo de una formación social alternativa. Todo esto es sumamente discutible a la luz de la experiencia histórica concreta, pero aún así el argumento es comprensible. Forzando un poco el mismo podría llegar a decirse que no es novedoso ni tan distinto, en su abstracción conceptual, al que desarrollaran los bolcheviques en el período comprendido entre abril y octubre de 1917. La resistencia y la insurrección, dos de los tres elementos claves de nuestros autores, se expresaban en el famoso apotegma leninista referido a la situación que se producía cuando “los de abajo” no aceptaban seguir viviendo como antes y “los de arriba” no podían hacerlo tal como acostumbraban; o en los análisis de Gramsci sobre la crisis orgánica y la situación revolucionaria. El tercer elemento, el poder constituyente, estaba formado por los soviets y los consejos, en la visión de Lenin y Gramsci.
Pero si existiría la posibilidad de retraducir, insistimos, en el plano de la conceptualización más abstracta, los tres componentes del “contra-poder” al lenguaje de la tradición revolucionaria comunista, no ocurre lo mismo cuando llega la hora de identificar los agentes sociales concretos llamados a encarnar el proyecto emancipador y las formas políticas específicas mediante las cuales éste será llevado a cabo. Si en la tradición de comienzos del siglo veinte el proletariado en conjunto con las clases aliadas (campesinos, pequeña burguesía, intelectuales radicalizados, etc.) era el soporte estructural del proceso revolucionario y los soviets y los consejos, más que el partido, el vehículo de su jornada emancipadora, el “contra-poder” de H&N no reposa en ningún sujeto, en ninguna nueva construcción social o política o en ningún otro producto de la acción colectiva de las masas sino en la carne, “la sustancia viva común en la cual coinciden lo corporal y lo espiritual” (H&N, 2002: 165). Es esta sustancia vital la que constituye, en una argumentación de tono inocultablemente metafísico, el fundamento último del “contra-poder”, su materia prima. Según esta interpretación los tres elementos que constituyen el “contra-poder” “brotan en forma conjunta de cada singularidad y de cada uno de los movimientos de los cuerpos que componen la multitud.” Se consuma, de este modo, una completa volatilización de los sujetos del cambio, quedando la sociedad reducida a un inconmensurable agregado de cuerpos hipotéticamente unificados en el momento fundante y a la vez disolvente de la multitud. Esta visión reproduce en el plano del intelecto y de modo profundamente distorsionado ciertas transformaciones ocurridas en la anatomía de la sociedad burguesa y, más específicamente, de su estructura de clases: la atomización de los grandes colectivos, la fragmentación de las clases sociales, sobre todo de las clases y capas subalternas, la desintegración y desmembramiento social producido por el auge del mercado y la mercantilización de la vida social. Pero la lectura que Hardt y Negri hacen de las mismas los arrastra insensiblemente a proponer una visión entre metafísica y poética que poco, muy poco, tiene que ver con la realidad. En sus propias palabras:
Los actos de resistencia, los actos de revuelta colectiva y la invención común de una nueva constitución social y política atraviesan en forma conjunta innumerables microcircuitos políticos. De esta forma se inscribe en la carne de la multitud un nuevo poder, un “contra-poder”, algo viviente que se levanta contra el Imperio. Es aquí donde nacen los nuevos bárbaros, los monstruos y los gigantes magníficos que emergen sin cesar en los intersticios del poder imperial y contra ese poder (H&N, 2002: 165).
Es evidente que el planteamiento de nuestros autores adquiere, a estas alturas, un tono inequívocamente vitalista que los aproxima mucho más a los embriagantes vahos metafísicos de Henry Bergson que a las enseñanzas de Spinoza, al paso que los sitúa en un terreno sin retorno en relación al materialismo histórico. No habría que esforzarse demasiado para descubrir los inquietantes paralelos existentes entre la doctrina del “ímpetus vital” del filósofo francés y la exaltación de la carne hecha por H&N. En todo caso, y para resumir, digamos que una impostación de esta naturaleza del problema del “contra-poder” disuelve por completo el carácter histórico-estructural de los procesos sociales y políticos en la singularidad de los cuerpos que conforman la multitud. De este modo se arriba a una conclusión desoladoramente conservadora toda vez que, en su vertiginoso ascenso hacia el topos uranos platónico –ese lugar tan excelso donde según Platón reposan las ideas en su pureza conceptual– Hardt y Negri desdibujan por completo la especificidad del capitalismo como modo de producción y las relaciones de explotación y de opresión política que le son propias. Desaparecidas las clases sociales –en efecto, ¿quiénes explotan y quiénes son los explotados?- y diluidos también por completo los fundamentos estructurales del conflicto social, lo que nos queda es una rudimentaria poética de la rebelión ante un orden abstractamente injusto que nada tiene que ver con los procesos reales que sacuden al capitalismo contemporáneo. En la formulación de Hardt y Negri el fenómeno del “contra-poder” se diluye por completo en la formalidad de una gramática que, por razones inescrutables, opone la multitud al imperio, sin que se sepa, a ciencia cierta, que es lo uno y que es lo otro y, sobre todo, qué es lo que hay que hacer, y con qué instrumentos, para poner fin a esta situación.
Holloway
La obra de Holloway plantea una tesis que, si bien es afín a la de Hardt y Negri, radicaliza aún más el movimiento auspiciado por éstos.[iv] En efecto, si los autores de Imperio rehuyen el tratamiento del tema del poder en su especificidad histórica –el poder de la burguesía y sus efectos, en esta fase del capitalismo mundializado– y caen embelesados ante la contemplación del “contra-poder”, en Holloway la huida es mucho más pronunciada. Ya no se trata de postular la existencia de una nebulosa fórmula que, supuestamente, se enfrenta al poder real ejercido por las clases dominantes, sino de abogar a favor de la total erradicación del poder de la faz de la tierra. De lo que se trata, nos dice este autor, es de disolver para siempre las relaciones de poder. Nada se gana con intentar “tomar el poder”, o “conquistar el poder del estado,” porque tal estrategia ha fracasado rotundamente.[v] Lo que se requiere es, entonces, la construcción de un “anti-poder”, es decir, de un nuevo entramado social en donde las relaciones de poder sean un doloroso recuerdo del pasado.
El poder es así satanizado en la obra de Holloway, convertido en un fetiche horrendo que contamina a todo aquél que osa tomarlo en sus manos. Los movimientos y los agentes sociales que en el pasado intentaron transformar a la sociedad a partir de la toma del poder y la utilización de los recursos que éste brindaba para dar a luz una nueva sociedad fracasaron completamente.[vi] Pero, en lugar de examinar desde la perspectiva del materialismo histórico las circunstancias bajo las cuales se ensayaron estos proyectos lo que hallamos en Holloway es una exhortación a alejarnos de algo considerado como pecaminoso y hasta mortífero. El “anti-poder” sería, en esta conceptualización, la manifestación del triunfo de la sociedad civil sobre el estado; la liberación del género humano de toda forma de opresión, concentrada y sublimada en la visión de este teórico en la figura omnipotente y terrible de lo que Octavio Paz llamara “el ogro filantrópico” y que no es otra cosa que el estado.
La génesis de esta crítica absoluta al estado y a la “ilusión estatal”, y de esta intransigente –e injusta, por sesgada y parcial– condena a las revoluciones del siglo veinte se encuentra en las enseñanzas que para la estrategia revolucionaria de las masas se desprenden de la experiencia zapatista. Ya no se trataría de conquistar el mundo sino, en un proceso asombrosamente más simple, de “hacerlo de nuevo”, dejando de lado la rémora doctrinaria de carácter estadocéntrica en la cual la revolución era asimilada “a la conquista del poder estatal y la transformación de la sociedad a través del estado” (Holloway, 2001a, p.174). En opinión de Holloway el debate que conmovió a las filas de la Segunda Internacional a comienzos del siglo veinte y que contraponía reforma y revolución –a Bernstein versus Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo– ocultaba, pese a las aparentes diferencias, un acuerdo fundamental: la construcción de la nueva sociedad pasaba por la conquista del poder del estado. De ahí el carácter estadocéntrico del proceso revolucionario. Precisamente por eso, para Holloway “(l)a gran aportación de los zapatistas (ha) sido romper el vínculo entre revolución y control del estado” (ibid. , p. 174).
Sin decirlo, el programa que nos propone Holloway es, nada menos, que la serena e indolora instauración de la sociedad comunista. No otra cosa significaría poner fin a la separación entre estado y sociedad, instituir el autogobierno de los productores y, de ese modo, lograr la tan anhelada extinción del estado. (Holloway, 1997: p. 24) Hasta aquí la propuesta no es para nada novedosa para la tradición comunista, salvo que, en el caso de este autor, todo este programa debería realizarse absteniéndose las fuerzas populares de tomar el poder del estado. Haciéndose eco del discurso zapatista Holloway asegura que no se trata de “un proyecto de hacernos poderosos sino de disolver las relaciones de poder.” (Holloway, 2001a: p. 174). El tema de la disolución de las relaciones de poder merece múltiples consideraciones. En primer lugar, es algo que no se puede discutir en abstracto porque pierde todo significado. ¿Quién podría estar en contra de una propuesta de ese tipo, que evoca visiones de una comunidad en la cual se han suprimido definitivamente y en todos sus órdenes las relaciones de dominación? Es como proponer la erradicación del dolor y la enfermedad, la miseria y el sufrimiento: nadie podría disentir de tan nobles propuestas. Pero por más que nos disgusten, la realidad es que las relaciones de poder aparecieron sobre la faz de la tierra junto con las formas más primitivas de la vida animal, como lo ha comprobado hasta el cansancio la sociobiología, y no parece que vayan a desaparecer a fuerza de lamentos y plegarias. Si las jerarquías y las dominaciones, con todas sus secuelas degradantes y opresivas, acompañaron a la especie humana desde los albores de su existencia nada autoriza a pensar que la disolución de las relaciones de poder pueda plantearse, programáticamente, como un objetivo inmediato de una fuerza revolucionaria, especialmente si ésta renuncia a la conquista del poder político.
Quisiéramos que no se nos malinterpretara en este punto. No estamos diciendo que el objetivo de disolver todas las relaciones de poder deba ser descartado. Al fin y al cabo ese es el programa de máxima del proyecto comunista. Lo que estamos afirmando, en cambio, es que la formulación de esta propuesta en el pensamiento de Holloway tiene un cariz indudablemente quimérico o quijotesco, algo radicalmente distinto a lo utópico. Decimos quimérico porque se plantea un objetivo grandioso sin reparar en sus necesarias mediaciones históricas y en el hecho de que antes de lograrlo es imprescindible pasar por el purgatorio de un largo, complejo y turbulento proceso de transición, en el cual las fuerzas del viejo orden librarán una batalla desesperada, y apelando a todos los medios disponibles, violentos y “pacíficos” por igual, para impedir la realización de la utopía. Y aquí cabe recordar lo que Marx y Engels dijeran en El Manifiesto Comunista y en tantos otros pasajes de su obra: que el problema con el comunismo utópico no radicaba en los bellos mundos imaginados por sus pensadores sino en el hecho de que aquéllos no brotaban de un análisis científico de las contradicciones de la sociedad capitalista, ni de la identificación de los actores concretos que habrían de asumir la tarea de construirlos, así como tampoco planteaban el itinerario histórico que sería preciso recorrer antes de llegar a destino. La propuesta de disolver todas las relaciones de poder formulada por Holloway conserva todo el encanto de las bellas iluminaciones del comunismo utópico, pero también adolece de sus insalvables limitaciones.
Un segundo campo de problemas tiene que ver con la operatividad de una tal propuesta -el cómo de la disolución del poder- y los resultados prácticos que podrían desprenderse de la aceptación de ese programa por parte de las fuerzas sociales insurgentes. Porque abogar por la disolución del poder puede ser muy romántico y conmovedor, pero condena a los agentes sociales y, en especial a las clases y capas subordinadas, a una empresa inexorablemente destinada al fracaso, al menos mientras subsista la sociedad capitalista. Y como ésta no va a pasar a la historia como producto de los ruegos e invocaciones a nobilísimos ideales comunitarios sino como resultado de encarnizadas luchas sociales, y en las cuales la cuestión del poder asume una centralidad excluyente en el tránsito de la vieja a la nueva forma social, la asunción de una propuesta insanablemente equivocada cómo ésta no hace sino servir de prólogo a una nueva y más duradera derrota del campo popular.
En realidad, y esta es la tercera consideración que quisiéramos hacer en torno a este tema, el abandono del proyecto de conquistar el poder refleja no sólo una capitulación política ante la burguesía sino también los errores de una concepción teórica que no alcanza a comprender lo que significa el fenómeno del poder social. Holloway es tributario de una concepción metafísica del poder que, curiosamente, tiene más de un punto de contacto con las visiones características de la derecha. En efecto, si para ésta el poder es equivalente al gobierno y, por lo tanto, a una herramienta de dirección y control social, para la izquierda posmoderna el poder aparece también como un instrumento, sólo que inútil, improductivo y patológico, que destruye la fibra misma de la vida social y que contamina insanablemente la integridad de un proyecto de transformación socialista de la sociedad.Más allá de sus diferencias, ambas versiones adhieren, en el fondo, a una concepción teleológica e instrumentalista del poder: éste es concebido como un punto de llegada, un objeto que hay que alcanzar y, a la vez, un seguro instrumento de gestión de lo social. Lo que el pragmatismo de la derecha defiende a ultranza es objeto de crítica radical por parte de Holloway, pero en ambos casos estamos en presencia de un equívoco porque el poder no es una cosa, o un instrumento que puede empuñarse con la mano derecha o con la izquierda, sino una construcción social que, en ciertas ocasiones, se cristaliza en lo que Gramsci llamaba “las superestructuras complejas” de la sociedad capitalista. Una de tales cristalizaciones institucionales es el estado y su gobierno, pero la cristalización remite, como la punta de un iceberg, a una construcción subyacente que la sostiene y le otorga un sentido. Es ésta quien, en una coyuntura determinada, establece una nueva correlación de fuerzas que luego se expresa en el plano del estado. Sin ese sustento social profundo, invisible a veces pero siempre imprescindible, el control de las “alturas del estado” que pueda tener una fuerza revolucionaria o reformista se desvanece como la neblina ante la salida del sol.
En este sentido convendría recordar que Lenin, que fue un gran teórico y a la vez un gran práctico de la revolución y de la cuestión del poder, subrayó la importancia de distinguir entre (a) la “toma del poder”, que era un acto eminentemente político por el cual las clases explotadas se apoderaban del estado y se convertían en nueva clase dominante y, (b) la concreción de la revolución, concebida como una empresa fundamentalmente civilizatoria, en donde la nueva correlación de fuerzas favorable a los agentes sociales de la nueva sociedad era ratificada por el control que ellos ejercían sobre el estado, el entramado institucional y el orden legal. Por eso, al comparar las perspectivas de la revolución en Oriente y Occidente decía, en un pasaje luminoso de su obra, que “la revolución socialista en los países avanzados no puede comenzar tan fácilmente como en Rusia, país de Nicolás y Rasputín… En un país de esta naturaleza, comenzar la revolución era tan fácil como levantar una pluma”. Y continuaba afirmando que es “evidente que en Europa es inconmensurablemente más difícil comenzar la revolución, mientras que en Rusia es inconmensurablemente más fácil comenzarla, pero será más difícil continuarla” (Lenin, 1918: pp. 609-614). Fue precisamente a partir de estas lecciones que brindaba la historia comparativa de las luchas obreras y socialistas en los albores del siglo XX que Lenin insistió en la necesidad de distinguir entre los “comienzos de la revolución” y el desarrollo del proceso revolucionario. Si en el primer caso la conquista del poder político y la conversión del proletariado en una clase dominante era condición indispensable –más no suficiente– para el lanzamiento del proceso revolucionario, su efectivo avance exigía una serie de políticas e iniciativas que trascendían largamente lo primero y que hundían sus raíces en el suelo de la sociedad.
Antonio Gramsci, por su parte, dejó un legado de significativas aportaciones para el estudio del poder. En múltiples escritos argumentó persuasivamente que la creación de un nuevo bloque histórico que desplazara a la burguesía del poder suponía una doble capacidad de las fuerzas contra-hegemónicas: éstas debían ser dirigentes y dominantes a la vez. Es más, en realidad las fuerzas insurgentes debían primero ser dirigentes, es decir, ser capaces de ejercer una “dirección intelectual y moral” sobre grandes sectores de la sociedad –esto es, establecer su hegemonía– antes de que pudieran plantearse con alguna posibilidad de éxito la conquista del poder político y la instauración de su dominio. Pero dirección intelectual y moral y dominación política eran dos caras inseparables de una misma y única moneda revolucionaria. En el análisis de Holloway el poder aparece como una cuestión que se refiere exclusivamente al dominio político, desoyendo la necesidad de concebirlo antes que nada como una cuestión que se arraiga en el suelo de la sociedad civil y que desde allí se proyecta sobre el plano de las superestructuras políticas.
No se construye un mundo nuevo, como quiere el zapatismo, si no se modifican radicalmente las correlaciones de fuerzas y se derrota a poderosísimos enemigos. Contrariamente a lo que proponen Hardt, Negri, Holloway –¡que en esto coinciden con Castells!– el poder social, en tren de imaginar metáforas, se asemeja mucho más a una tela de araña que a una red amorfa y difusa, carente de un foco central y el estado es precisamente ese foco, el lugar donde se condensan las correlaciones de fuerzas y desde el cual, por ejemplo, los vencedores pueden transformar sus intereses en leyes y construir un marco normativo e institucional que garantice la estabilidad y eventual irreversibilidad de sus conquistas. No se trata, por cierto, del único lugar desde el cual se ejerce el poder social, pero es sin duda alguna, el espacio privilegiado de su ejercicio en una sociedad de clases. De ahí que un “triunfo” político o ideológico en el plano de la sociedad civil sea importantísimo, pero el mismo carece de efectos imperativos: ¿o alguien duda de la arrasadora victoria que los zapatistas cosecharon con la Marcha de la Dignidad? Sin embargo, poco después el Congreso mexicano produciría una vergonzosa legislación que retrotrajo la crisis chiapaneca a sus peores momentos, con total prescindencia del “clima de opinión” prevaleciente en la sociedad civil. Conclusión: por más que algunos teóricos hablen de la “desestatización” o el “descentramiento” del estado éste seguirá siendo por bastante tiempo un componente fundamental de cualquier sociedad de clases. Y más nos vale contar con diagnósticos precisos acerca de su estructura y funcionamiento, y con estrategias adecuadas para enfrentarlo porque la realidad del poder no se disuelve en el aire diáfano de la mañana gracias a una apasionada invocación a las bondades del “anti-poder” o del “contra-poder.”
Una última consideración. Holloway guarda silencio en relación a varios temas cruciales de su propuesta de cambiar el mundo. Es más, el último capítulo del libro en el cual, supuestamente, fundamenta teórica e históricamente su argumento, termina con un decepcionante “no sabemos como se cambia el mundo sin tomar el poder.” (p. 308) Es decir, luego de unas trescientas páginas de elaboración la respuesta que se prometía desde el mismo título del libro cae en el más profundo vacío. Podríamos decir, a favor de Holloway, que Marx y Engels tampoco sabían como sería la dictadura del proletariado, y que fue la experiencia histórica concreta de la Comuna de París la que les permitió “descubrir” en la práctica emancipatoria del proletariado parisino los contornos de la nueva forma política. Pero, hasta ese momento, por lo menos existían de parte de los padres fundadores del materialismo histórico una serie de elementos teóricos que permitían prefigurar, aunque sea en sus trazos más gruesos, la fisonomía del nuevo poder político basado en la clase obrera. En el caso de Holloway esos elementos están ausentes, y ni siquiera se plantean algunas preguntas cruciales que, a los efectos de iluminar su propio argumento, deberían haber sido puestas sobre la mesa. Por ejemplo, ¿cómo se construyen esas “formas alternativas” de organización social y el “anti-poder anti-estatal” del que tanto nos habla? ¿Cómo hacer para obligar a los despóticos detentadores del poder burgués para que, de ahora en más, “manden obedeciendo”? ¿Se resuelven estos candentes problemas prácticos apelando a la nobleza de las metas propuestas? ¿No son esas “formas alternativas” de organización social, de poder y de estado sino otros nombres para referirse a una revolución social en ciernes, que destruye el orden capitalista e instaura otro nuevo? ¿No son éstos los problemas con que se han topado todas las experiencias revolucionarias desde la Comuna de París hasta nuestros días? Holloway argumenta que las fuerzas transformadoras no pueden “adoptar primero métodos capitalistas (luchar por el poder) para luego ir en el sentido contrario (disolver el poder).” (Holloway, 2001.b. ) Nos parece que la lucha por el poder, sobre todo si la situamos en el terreno más prosaico de la política y no en el de las abstracciones filosóficas, mal podría ser concebida como un “método capitalista” a partir de la afirmación de que “la existencia de lo político es un momento constitutivo de la relación del capital”. En realidad, el poder y la lucha que se origina en relación a él es tan antiguo como el género humano, y antecede en miles de años a la aparición del capital. Suponer que la lucha por el poder es una derivación política del reinado del capital equivale a arrojar por la borda toda la historia de la humanidad.
Para concluir: si bien es cierto que, en línea con las observaciones de Lenin y Gramsci, no basta con la toma del poder para producir los formidables cambios que requiere una revolución, también es cierto que sin la toma del poder por parte de las fuerzas sociales insurgentes los cambios tan ansiados no se producirán. Y esto es tanto más verdadero en nuestros días, cuando asistimos a la “estatificación” de un número creciente de actividades y funciones íntimamente ligadas al proceso de acumulación y reproducción del capital que otrora eran resueltas en el plano del mercado o la sociedad civil. Independientemente de lo pregonado por los ideólogos del neoliberalismo en las últimas décadas, el papel del estado ha asumido una importancia cada vez mayor para asegurar la perpetuación de las relaciones capitalistas de producción: su papel como organizador de la dominación de los capitalistas y como astuto desorganizador de las clases subordinadas no ha hecho sino acentuarse en los últimos tiempos. Y si bien en los países de la periferia el estado se ha debilitado en gran medida, aún en estos casos ha seguido cumpliendo fielmente la doble tarea señalada más arriba. Una fuerza insurgente y anticapitalista no puede darse el lujo de ignorar, o subestimar, un aspecto tan esencial como éste. El capitalismo contemporáneo promueve una cruzada teórica en contra del estado, mientras en el plano práctico no cesa de fortalecerlo y asignarle nuevas tareas y funciones. En realidad, la “ilusión estatal” parecería más bien anidar en aquellas concepciones que, pese a las evidencias en contrario, no alcanzan a distinguir la retórica anti-estatista de la práctica estatizante del capitalismo “realmente existente”, ni a percibir el carácter cada vez más estratégico que el estado ha asumido para garantizar la continuidad de la dominación burguesa.
Breve digresión final sobre la dualidad de poderes.
Quisiéramos cerrar este análisis trayendo a colación el debate surgido a partir de la experiencia revolucionaria rusa entre 1905 y 1917. En esa ocasión la necesidad práctica dictada por la inminencia de la ruptura revolucionaria dio origen a un encendido debate en torno a la cuestión del estado y la dualidad de poderes. Sin embargo, ninguno de los grandes protagonistas de ese debate, nos referimos principalmente a Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo, llegó a proponer fórmulas abstractas del estilo del “contra-poder” o el<“anti-poder” para resolver las contradicciones de la coyuntura a favor de las fuerzas insurgentes. Más allá de la aspereza que por momentos caracterizó a esta controversia, todos quienes tomaban parte en ella coincidían en un hecho: que la dualidad de poderes era una situación eminentemente transitoria, producto de aquello que, años más tarde y siguiendo las huellas de los análisis clásicos del bonapartismo efectuados por Marx y Engels, Gramsci denominara “empate catastrófico” de clases. Había dos poderes contrapuestos y excluyentes porque, en la Rusia de comienzos de siglo, la alianza entre la aristocracia y la burguesía ya no podía prevalecer sobre el conjunto de las clases populares. La correlación de fuerzas que la había favorecido durante décadas se había esfumado como consecuencia de una crisis catastrófica como la provocada por la guerra ruso-japonesa primero y, después, por la carnicería de la Primera Guerra Mundial, todo ello montado sobre el cambiante escenario de un desarrollo capitalista que estaba pulverizando las arcaicas estructuras sociales de la Rusia feudal.
Pero por su misma transitoriedad la dualidad de poderes estaba condenada a resolverse en plazos perentorios, sea con el triunfo de la coalición dominante o bien con el de las clases subordinadas. La dualidad de poderes era pues la expresión de una crisis general revolucionaria, situación ésta que no puede perdurar: o se define a favor de las clases y grupos sociales ascendentes, interesados en la creación de un nuevo orden social, o lo hace en beneficio de las fuerzas de la contrarrevolución, y los insurrectos son ahogados en sangre. El carácter efímero de una coyuntura de ese tipo hace que conceptos como el “contra-poder” o el “anti-poder” tengan, en el mejor de los casos, una validez limitada, en el tiempo tanto como en el terreno de la lucha política. Ambos expresan la fragilidad del “momento hobbesiano” cuando el orden social se desintegra ante el surgimiento de un bloque contra-hegemónico dotado de la fuerza suficiente como para plantear una resolución de la crisis en la forma más favorable a sus intereses. De este modo, el debate clásico en torno a la dualidad de poderes reposaba sobre la convicción de que frente al poder oficial de las clases dominantes, sus instituciones, leyes y agencias, existía un embrión, suficientemente vigoroso ya, del poder “de los de abajo”, llámese éste el proletariado, la alianza obrero-campesina, comuneros o partido revolucionario. Nada más lejano pues a un “contra-poder” que remitiera a una amorfa multitud, o a la inconmensurable multiplicidad de los cuerpos; o a un “anti-poder” que, en la práctica, es apenas una amable ilusión. En la tradición clásica se trataba, en cambio de un poder emergente que luchaba contra el orden establecido, que se apoyaba en actores concretos, clases y grupos sociales, que se expresaba en formatos políticos diversos –partidos, soviets, consejos obreros, etc.-, que proponía un programa específico de gobierno (nacionalizaciones, reforma agraria, expropiación de los capitalistas, etc.) y que, como no podía ser de otra manera, proyectaba su creciente ascendiente también sobre el plano militar. Porque, en las coyunturas de disolución del orden social la lucha de clases no se resuelve en los serenos ámbitos del debate parlamentario, o en negociaciones a puertas cerradas en las oficinas del gobierno sino en las calles y, casi invariablemente, con las armas en la mano. Esta es al menos la lección que enseña la historia de las revoluciones en los tres últimos siglos, desde la Revolución Gloriosa en Inglaterra, en 1688 hasta la Revolución Cubana, en 1959, pasando por las grandes revoluciones sociales que conmovieron el mundo en Francia en 1789, en Rusia, en 1917, y en China, en 1949, para no mencionar sino algunas de las más conocidas.
Esta breve referencia al célebre debate sobre la dualidad de poderes en Rusia -tema que merecería ser estudiado rigurosamente por los agentes sociales involucrados en la construcción de una sociedad socialista en América Latina y muy especialmente por los intelectuales que no abjuran de su vocación crítica- es suficiente para poner de relieve el abismo que separa el escolasticismo abstracto de los análisis contemporáneos sobre el tema del poder de la reflexión teórico-práctica imperante en el pasado. Una pista para entender esta discrepancia proviene de la coyuntura histórica en la cual se produce la reflexión teórica: en efecto, el auge revolucionario de masas, a comienzos del siglo veinte en Rusia, contrasta visiblemente con el reflujo que se observa, a escala mundial, desde la década de los ochentas, marcada por el auge de la mundialización neoliberal y la primacía doctrinaria del Consenso de Washington. Mientras que a comienzos del siglo veinte la reflexión teórica se instalaba a la sombra de la inmediatez del estallido revolucionario, la coyuntura actual se constituye a partir de una derrota, transitoria pero derrota al fin, de las fuerzas populares una vez agotado el impulso ascendente que con tanta fuerza surgiera en la segunda posguerra. El hecho de que, a partir de finales del siglo pasado se observe en muchos países una vigorosa recomposición del campo popular y una renovada militancia anticapitalista -cuyos inicios emblemáticos fueron la rebelión zapatista del 1° de enero de 1994 y la así llamada “batalla de Seattle”, en noviembre de 1999- que habrían de articularse globalmente a partir de la realización del primer Foro Social Mundial de Porto Alegre, en enero del 2001, no desmiente la caracterización precedente sino que pone de relieve los signos inequívocos que hablan del agotamiento del modelo neoliberal tanto en el centro del sistema como en la periferia del mismo.
No está de más aclarar que es imposible establecer una relación mecánica entre la coyuntura política nacional y/o internacional y las características de la producción teórica de la izquierda. La dolorosa fórmula gramsciana de “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad” sintetiza acabadamente la complejidad del vínculo entre la razón crítica y el marco histórico-social en el cual aquella se despliega. Si un brillante ejemplo demuestra precisamente el carácter no-lineal de esta ligazón es la obra del fundador del Partido Comunista Italiano. Pese a ser testigo y protagonista a la vez de la derrota del auge de masas de la primera posguerra Gramsci jamás hizo suyas las categorías intelectuales y prioridades temáticas del dominante pensamiento de los vencedores. Ergo, el reflujo de las luchas populares no necesariamente conduce a la indefensión o capitulación teórica. Un ejemplo antitético al de Gramsci lo provee la obra de Karl Kautsky, quien en el contexto prerrevolucionario que ocasionara el colapso del Imperio Alemán asumió posturas doctrinarias tibiamente reformistas que para nada se correspondían con la correlación de fuerzas de la época. Para abreviar una discusión que no podemos dar aquí: hay una sociología de los intelectuales revolucionarios que está reclamando investigaciones concretas que nos ayuden a iluminar la relación arriba mencionada.[vii]
Retomando el hilo de nuestra argumentación, concluimos entonces que las propuestas de Hardt, Negri y Holloway son la proyección sobre el plano de la producción intelectual –como dijimos, mediatizada y nunca lineal– del reflujo experimentado por las fuerzas populares a partir de finales de los años setentas. Un revés que, en el caso de estos autores, no se manifiesta, como ocurriera con los “renegados” de nuestro tiempo, por una vergonzosa adhesión al capitalismo y la sociedad burguesa sino por la radical indefensión de su pensamiento contestatario ante las premisas fundamentales de las ideas dominantes en nuestra época. De este modo, teóricos declaradamente contrarios al capitalismo hacen suyas, inadvertidamente, tesis centrales al pensamiento neoliberal, por ejemplo removiendo de la agenda de los pueblos oprimidos una temática crucial como la del poder y canalizando las energías de los descontentos y las víctimas del sistema hacia regiones ideológicamente etéreas y políticamente irrelevantes. No sorprende comprobar, en cambio, como mientras desde el campo intelectual de la izquierda se desvía la vista hacia estas construcciones ilusorias o quiméricas en relación al “poder realmente existente”, las clases dominantes prosiguen sin pausa su tarea de acrecentar la eficacia del poder que ya disponen, diseñando nuevas modalidades de su ejercicio que le aseguren una renovada capacidad para controlar a las clases y capas subalternas y seguir, de este modo, siendo dueñas de la historia.
Atilio Boron
Revista Chiapas
Bibliografía
Boron, Atilio 2000 Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Boron, Atilio A. 2001 “La selva y la polis. Interrogantes en torno a la teoría política del zapatismo”, en Chiapas 12 (México: ERA).
Boron, Atilio 2002a Imperio & Imperialismo (Buenos Aires: CLACSO)
Boron, Atilio A. 2002b “Imperio: dos tesis equivocadas”, en OSAL, Observatorio Social de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 6, Junio.
Castells, Manuel 1996, 1997, 1998 The Information Age. Economy, Society and Culture (Oxford: Blackwell Publishers), tres tomos.
Hardt, Michael y Negri, Antonio 2000 Empire (Cambridge, Mass.: Harvard University Press) [Traducción al español: Imperio (Buenos Aires: Paidós, 2002)].
Hardt, Michael y Negri, Antonio 2002 “La multitud contra el Imperio”, en OSAL (Buenos Aires) Nº 7, Junio.
Holloway, John 1997 “La revuelta de la dignidad”, en Chiapas (México: Instituto de Investigaciones Económicas), Nº 5
Holloway, John 2001a “El Zapatismo y las ciencias sociales en América Latina”, en OSAL, Observatorio Social de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 4, Junio.
Holloway, John 2001b “La asimetría de la lucha de clases. Una respuesta a Atilio Boron”, en OSAL, Observatorio Social de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 4, Junio.
Holloway, John 2002 Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder(Buenos Aires: Herramienta)
* Ponencia presentada al V Encuentro Internacional de Economistas sobre Globalización y Problemas del Desarrollo, La Habana, Cuba, 10 al 14 de Febrero de 2003.
[i] Sobre este tema ver Boron, 2002a, pp. 149-153.
[ii]No es un dato menor que haya sido precisamente Fernando H. Cardoso quien redactara el prólogo de la edición brasileña de la obra de Castells.
[iii] Véase nuestro Imperio & Imperialismo, obra en la cual exponemos detalladamente algunos de los más graves errores de interpretación de contenidos en dicho libro y que, lamentablemente, exceden con creces el ámbito más restringido de la teoría del estado capitalista. Una reflexión sobre este tema se desarrolla ampliamente en Boron, 2000. Una versión más acotada de la crítica a la obra de Hardt y Negri se encuentra enBoron, 2002b. El presente trabajo retoma libremente algunos de los elementos contenidos en este último trabajo y los re-elabora en función de los objetivos que aquí han sido propuestos.
[iv] Hemos debatido algunas de las ideas de Holloway en Boron, 2001.
[v] En este sentido, el análisis de Holloway es extremadamente general y no introduce ningún tipo de matices. Para él la experiencia de la URSS y la de la revolución cubana son exactamente lo mismo, y ambas han fracasado. No existe en su obra la menor tentativa de distinguir situaciones, contextos internacionales, problemas específicos, momentos históricos y logros, aunque sea parciales, de los procesos revolucionarios. Su visión del “fracaso” de las revoluciones es similar a las que, desde la derecha, se formula en la ciencia política de inspiración anglosajona, y en nada ayuda a comprender las durísimas condiciones en las cuales aquellas tienen lugar y se desenvuelven.
[vi] De ahí el título del nuevo libro de Holloway, en el cual plantea in extenso toda su teorización: Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. Cf. Holloway, 2002.
[vii] Una pequeña aportación en ese sentido se encuentra en nuestro Imperio & Imperialismo ,op. cit. Cap. 7.