23/11/2024
Históricamente en Perú, las élites han excluido del juego democrático a las masas plebeyas, especialmente campesinas e indígenas. Recién en 1968, el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado promulgó la Ley de reforma agraria que eliminó el régimen de servidumbre que afectaba al 30% del país. En 1980, la Asamblea Constituyente dio otro paso importante al decretar, por fin, el sufragio universal. Pero más allá de los cambios formales, para los sectores más empobrecidos, ejercer plenamente la ciudadanía no fue tarea sencilla. El conflicto armado interno primero y la imposición del neoliberalismo después detuvieron procesos de protagonismo político. Sólo en abril del 2021, en medio de una profunda crisis política y económica, estos sectores lograron poner como presidente a uno de los suyos. Eligieron a Pedro Castillo, profesor rural, sindicalista, y como millones de peruanos malpagado, terruqueado y despreciado.
La decisión de los grupos de poder ante ese triunfo fue transparente: Castillo no podía terminar su gobierno, debía fracasar y mejor todavía si terminaba preso como escarmiento para que ningún otro indio se saliera de su lugar. Tras quince meses de asedio, los esfuerzos desestabilizadores y la permanente erosión del decadente orden constitucional dieron resultado. Se consumó la detención ilegal del presidente y se impuso a Dina Boluarte como mandataria. Las masivas protestas de los primeros meses exigiendo la renuncia de Boluarte fueron respondidas con atávica brutalidad colonial. El nuevo régimen llegaba para quedarse.
A un año de este operativo que terminó por masacrar la débil y deteriorada democracia peruana, ensayamos un balance analizando las dos fuerzas más importantes hoy en disputa. De un lado, la coalición golpista que avanza en recobrar el poder amenazado, recurriendo a prácticas mafiosas y antidemocráticas. De otro lado, el campo popular movilizado que busca resistir los embates restauradores y lograr cambios de fondo que incluyen su propio camino político. Una pugna todavía abierta y cuyo desenlace aun es incierto.
La coalición golpista: hasta que la mafia nos separe
Desde hace un año, gobierna una coalición que tiene como careta legal a Dina Boluarte y se sostiene por la articulación pragmática de los partidos de derecha en el Congreso (fujimorismo, Alianza para el Progreso) la Fiscalía de la Nación, los grandes medios de comunicación y los grupos de poder económico. Hasta ahora, se han mantenido unidos en torno a dos objetivos básicos: primero recuperar el deteriorado modelo económico neoliberal, segundo capturar las instituciones y asegurarse de no perder el poder en el mediano plazo.
La tarea de relanzar la economía no ha prosperado. Por el contrario, la ineptitud de Boluarte y la inestabilidad política clausuraron el ciclo de “cuerdas separadas” por el cual la macroeconomía peruana iba bien independientemente de la crisis política. Hoy Perú vive una grave recesión económica y la contracción de la economía se refleja en la caída consecutiva del Producto Bruto Interno. La crisis se siente en los bolsillos de las familias pues como informa el Programa Mundial de Alimentos, “más de la mitad de la población vive en inseguridad alimentaria y la desnutrición crónica ha aumentado por primera vez en 17 años”. No obstante, el gobierno sigue la agenda impuesta por las trasnacionales y las cámaras empresariales. En marzo el premier Alberto Otarola viajó a Canadá a concesionar las reservas de litio y en octubre anunció un nuevo paquete de medidas favorable a la agroindustria en desmedro de los trabajadores. Mientras el pueblo paga los costos de la crisis, el régimen cumple con la patronal.
Respecto a la captura de las instituciones, el primer paso de la coalición fue colocar los miembros del Tribunal Constitucional, instancia que ha refrendado todas las decisiones del Congreso y ha sido clave para pactar el ilegal indulto a Alberto Fujimori. También, gracias a una controversial alianza con el partido “marxista leninista” Perú Libre, lograron tomar la Defensoría del Pueblo nombrando a un abogado fujimorista. El siguiente paso era controlar la Junta Nacional de Justicia (JNJ), cuyos integrantes son decisivos en la designación de los titulares del Jurado Nacional de Elecciones. El plan avanzaba, pero a fines de noviembre un sector de la Fiscalía denunció a la mismísima Fiscal de la Nación Patricia Benavides por liderar un complot contra la Junta Nacional de Justicia. Quedaron al descubierto coordinaciones en las que la Fiscal ofrecía impunidad a los congresistas a cambio de sus votos en el Pleno. El ejecutivo aprovechó la tensión y Boluarte pidió la destitución de Benavides. La fiscal contra atacó denunciando a la mandataria designada por su responsabilidad en las masacres ocurridas en las protestas de diciembre 2022 después de un año de encubrimiento.
En general, la coalición ha tenido un pobre desempeño, pero ha logrado lo principal, mantenerse en el poder. No obstante, la disputa en torno al control del sistema de justicia ha mostrado las primeras fisuras en el bloque destapando el modus operandi entre Congreso y Fiscalía, el mismo que usaron en el lafware contra Pedro Castillo. Quedó expuesto también el carácter mafioso de un régimen ilegítimo donde no existe independencia de poderes y se intercambian prebendas por impunidad judicial, puestos de gobierno o favores políticos. Pero, aunque la mafia ya no está tan unida, tampoco está dispuesta a romper el pacto de convivencia que les permite mantenerse hasta el 2026, fecha en la cual por ley deben convocarse elecciones generales. Probablemente habrá pactos bajo la mesa para mantener un orden decadente, pero del cual todos a su manera se favorecen. La movilización popular podría alterar la situación, pero en una dictadura la protesta no es tarea sencilla.
Movilización popular y crisis política, los hondos desencuentros
En Perú, la imposición del neoliberalismo durante la dictadura de Fujimori significo la imposición de una nueva forma de gobierno y administración pública favorable a la inversión privada que redujo al Estado a su mínima expresión. Millones de ciudadanos fueron arrojados a la economía informal bajo el rotulo de “emprendedores”. La anulación del Estado como garante de derechos y la precariedad laboral fueron de la mano con la pulverización de las mediaciones sociales; sindicatos, gremios, asociaciones, partidos políticos se diluyeron en una larga crisis. El sueño de Milei hecho realidad en el paupérrimo Perú de los ’90.
Los sectores populares surgidos resistencia y adaptación al neoliberalismo —trabajadores informales, campesinos, jornaleros de la agroexportación, mototaxistas, estudiantes, cocineras o microempresarios— fueron politizándose, buscando su propia representación política. Estas masas plebeyas, en su mayoría de origen indígena o cholos de los barrios periurbanos, votaron masivamente por Pedro Castillo y defendieron su gobierno hasta el último día. Fueron estos sectores los que se movilizaron en todo el territorio nacional en rechazo a la destitución de su presidente, contra la usurpación de Dina Boluarte avalada por el Congreso corrupto y la clase política limeña de todos los colores políticos. La represión los golpeó con dureza siendo ellos y sus familias quienes engrosan los padrones de víctimas; los más de setenta asesinados, mil doscientos heridos y mil ochocientos judicializados que pesan sobre la dictadura.
Tras la fuerte arremetida represiva, ha sido muy difícil para los sectores movilizados construir una plataforma organizativa que supere imitaciones tales como la fragmentación territorial o los caudillismos locales. En marzo se articuló el Comité Nacional Unificado de Lucha del Perú (CONULP) integrado por los grupos regionales, pero en junio la instancia se dividió y se creó la Coordinadora Nacional Unitaria de Lucha (CNUL). Políticamente tampoco se ha logrado todavía organizar un referente político pues si bien el liderazgo de Pedro Castillo mantiene hegemonía, hay sectores que exigen su libertad mientras otros insisten en su restitución. Durante todo el año, protagonizaron diversos eventos de protesta unificados bajo la demanda de renuncia de Dina Boluarte, cierre del Congreso, Asamblea Constituyente y libertad para los presos políticos. Pero más allá de su combatividad, sus posibilidades de alterar la correlación de fuerzas son bastante limitadas, su influencia necesariamente debería crecer.
Los últimos meses, ante el accionar autoritario y mafioso del régimen, se han sumado a la oposición sectores de las clases medias de centro, centro izquierda y progresistas. Lideres políticos, periodistas, ONGs y otros que en un comienzo apoyaron abiertamente a Dina Boluarte, hoy organizan plantones y actividades de calle para defender a la Junta Nacional de Justicia y la democracia que recién, pese al descarado golpe de diciembre, ven amenazada. Se trata de acciones minoritarias y concentradas en Lima que toman distancia rápidamente de los sectores populares movilizados a quienes tachan de “castillistas” pues incluyen en sus demandas la libertad del depuesto presidente. La democracia puede seguir masacrada pero los “hondos y mortales desencuentros” que atraviesan históricamente la sociedad peruana se imponen profundizando abismos clasistas y racistas, dando ventaja a la coalición golpista. A un año de la dictadura, las protestas se reinician y el país plebeyo vuelve a tomar calles y carreteras con un protagonismo que la intelectualidad burguesa y los grandes medios pueden soslayar, pero no negar. La determinación de construir su propio camino la tienen, pero hace falta más política y puentes de diálogo para romper el pacto infame que sostiene a los golpistas. El desenlace está abierto, por ahora.