19/04/2024

Pensar Chiapas para entender el mundo: Acercamiento al análisis de las transferencias de excedentes.

 Las discusiones teóricas en ocasiones adquieren connotaciones verdaderamente paradójicas, pues cuando es más palpable la realidad de la que da cuenta un concepto menos se recurre a él para caracterizar dicho proceso. Mientras la dependencia económica se ha profundizado, la discusión crítica sobre la teorización de la dependencia ha sido condenada al olvido. Cuando los dispositivos imperialistas del sistema se han desbocado, opera la censura y autocensura sobre la pertinencia de los teóricos del imperialismo. En el momento en que más han aumentado las transferencias internas y externas de excedente, más se habla de las bondades que los flujos de capital tienen para los países periféricos. Es necesario superar esta situación y atreverse a ir en contra del “sentido común”, recuperando debates teóricos y conceptuales ya avanzados hace años por algunos de los más serios exponentes del pensamiento social latinoamericano. 

El tema de la extracción y transferencia del excedente estuvo presente en la discusión sobre la conformación histórica del capitalismo y de las relaciones centro-periferia; está en la base del desarrollo del subdesarrollo (Gunder Frank), y en la operación de destrucción de la base interna de reproducción existente (Hinkelammert), que arranca desde la colonización y merma la obtención del producto potencial (Baran). Fue un concepto fundamental para la crítica a las teorías desarrollistas del comercio internacional (Caputo y Pizarro), y de las propuestas socialdemócratas de diálogo norte-sur (Calcagno y Jakobowicz), pues permite relacionar la existencia de estructuras y relaciones de explotación del sur del mundo (Strahm) que actualizan mecanismos que ya dieron muestra de sus devastadores efectos en gran parte de las penurias y el drama latinoamericano (Galeano).

La articulación del análisis de la explotación y la dominación en el mundo actual y en ella el lugar explicativo ocupado por las transferencias de excedente ha sido recientemente retomado por González Casanova; para este autor: “El futuro de la categoría de la explotación va a acompañar de una manera probable y necesaria a la categoría más conocida y aceptada de la dominación (...). El concepto de explotación permite analizar la apropiación del excedente no sólo por vías salariales, tributarias, comerciales, monetarias y financieras, sino también por políticas gubernamentales, estatales y empresariales” (1999: 14-15).
La hipótesis que sostenemos es que este proceso que puede ser analizado en su dimensión global (en la lógica centro-periferia, norte-sur, primer mundo-tercer mundo, o como se le prefiera denominar), regional (centrando el análisis en alguna región de la periferia del mundo), o nacional; adquiere características mucho más graves y acentuadas para las minorías étnicas, que aparecen como las víctimas finales de la llamada globalización neoliberal.
En este trabajo centramos nuestro análisis en el nivel local. Para ello haremos referencia a la situación de Chiapas, poniendo especial énfasis en las formas como actúan e interactúan ciertos mecanismos de dominación, explotación y apropiación. En otras palabras, nuestro objetivo es destacar cómo se localizan o cómo se lleva a cabo (bajo qué formas y mecanismos) el proceso de localización de distintos tipos de transferencia de excedentes y qué factores intervienen en su explicación.
La situación de las minorías étnicas o de otro tipo no es exclusiva de Chiapas, puede apreciarse en el mundo entero. Sea en Centroamérica o América del Sur, en Palestina o en algunas regiones de África y de Asia, en el caso de los gitanos, así como en los sucesos de los Balcanes o del Asia central. De modo dramático se aprecia en los grupos de migrantes del sur del mundo que en su búsqueda de empleo se ven expuestos a vejaciones, represiones y atropellos en su dignidad en Europa, en los Estados Unidos, e incluso en muchos otros países.
Una revisión de algunos indicadores socioeconómicos nos presenta una primera ilustración de la situación más acentuada de empobrecimiento y estratificación social en que viven las comunidades indígenas de México y, en especial, en el sureño estado de Chiapas. Comenzaremos por enumerar una serie de datos en que se demuestra claramente la situación de explotación y colonialismo interno a que han sido sometidas las etnias del país. En un segundo nivel enumeraremos una serie de procesos que intervienen en la explicación de esta situación.
 

Empobrecimiento en las comunidades indígenas de México

En México las estimaciones sobre pobreza y miseria extrema colocan sus proporciones en los siguientes niveles: del total de población, se considera que están viviendo por debajo de la línea de pobreza el 78% de los habitantes del país, 23% de los cuales se clasifican como pobres y el 55% restante como pobres indigentes. Este promedio nacional muestra que el empobrecimiento abarca a una vasta mayoría de los mexicanos. 
Sin embargo, la situación de empobrecimiento es aún más generalizada en las comunidades indígenas de México. Estamos hablando de un contingente de población cercano a los 10 millones de personas si el criterio de clasificación se atiene al número de hablantes de lenguas indígenas –como los clasifica el INEGI–, esto es algo más del 10% del total de población de México. En caso de que el registro fuese más abierto y considerara otras características de difícil levantamiento estadístico, y no se restringiera a la posesión de una lengua distinta al español (como podría ser el compartir ciertos rasgos culturales, modos de producción y reproducción social, un pasado y un territorio de residencia, o el propio sentido de pertenencia) la proporción indígena del país debería considerarse mucho mayor. Como quiera que sea, las comunidades indígenas de México comprenden 56 etnias; hablan 66 lenguas y 15 dialectos (CONAPO, 1998 y Valdés, 2000) y aunque en grado variado se ubican en cada uno de los estados de la república.
En una comparación muy ilustrativa ofrecida por Julio Boltvinik, se estima que el 95 por ciento de la población indígena es pobre y poco más del 80% pobre extrema. En 1995 el entonces director del Instituto Nacional Indigenista afirmaba que en México “ser indio hoy en día es sinónimo de ser pobre”; estos cálculos así lo demuestran.
El contraste más notorio de los indígenas se establece con los habitantes de las zonas urbanizadas, en donde la pobreza comprendería al 67% de la población, siendo extremadamente pobre el 55%. La razón de esta diferencia se ubicaría en los niveles de remuneración de los perceptores de ingresos de los hogares, sean de localidades indígenas, rurales (menos urbanizadas) o de las grandes urbes. El 92,9% de la población indígena ocupada sitúa sus percepciones por debajo de los dos salarios mínimos. En las zonas rurales, el 78,5% de los ocupados percibe hasta dos salarios mínimos y en las grandes ciudades la proporción se coloca en el 55,1%.
Para explicar las diferencias en la situación de pobreza es necesario pasar del ingreso personal al del hogar. Según el ordenamiento de Boltvinik, fijando la línea de pobreza para una familia de cinco personas en 6,4 salarios mínimos con base en el costo de la Canasta Normativa de Satisfactores Esenciales, y en dos terceras partes del costo de esta canasta la línea de pobreza extrema (4,2 salarios mínimos), encontramos la siguiente situación: mientras sólo 9,3% de los hogares indígenas reúne ingresos por más de 5 salarios mínimos, esta proporción es de 37,2% en las zonas urbanas. Los niveles de ingreso se relacionan poderosamente con la estructura ocupacional y las condiciones de explotación: mientras al nivel nacional menos del 20% de la población económicamente activa tiene empleo en el sector agropecuario, en las comunidades indígenas el 67% de la población ocupada se dedica a la agricultura, y el 25% de los ocupados trabaja más de 48 horas a la semana (ENEZI, 1997). Esta situación de pobreza de ingresos adquiere significación en cuanto a otras condiciones de vida, para un conglomerado de población cuya inmensa mayoría (97%) vive en municipios clasificados como de alto o muy alto grado de marginación (CONAPO, 1995).
Algunas de las condiciones socioeconómicas de las comunidades indígenas de México muestran cómo su situación de pobreza no sólo es más acentuada en cuanto a la magra percepción de ingresos, también lo es en cuanto a las condiciones de subsistencia a que tienen que enfrentarse en su vida cotidiana, y que difieren con respecto a los promedios del país. Esta comparación podría comenzar afirmando que el nacido en alguna comunidad indígena ya por ese hecho tiene una esperanza de vida menor cuando menos en seis años al promedio nacional. La tasa de mortalidad infantil, por el contrario, es entre los indígenas de 48,3% mientras el promedio nacional es de 29%, una diferencia apreciable.
Comparando la dramática realidad de los pueblos indígenas con las localidades rurales y urbanas en cuanto a educación, seguridad social, acceso a agua potable, drenaje o electricidad, sobresalen otros fuertes contrastes. La mitad de los adultos indígenas, o no tienen instrucción educativa, o ésta se reduce a menos de cuatro grados de primaria, mientras en las áreas rurales la pobreza educativa corresponde a 32% y en las urbanas a 12% (el rezago indígena es cuatro veces mayor que el urbano). Casi la mitad de las viviendas indígenas carecen de agua entubada, proporción que se reduce a menos del 30% en el medio rural y a sólo el 5% en las zonas urbanas (el rezago indígena es 9 veces mayor que el urbano). En cuanto a vivienda, el 70% de los indígenas no cuenta con drenaje, mientras en el medio rural la proporción es de 55,5% y en las zonas urbanas de 7,2% (un rezago casi 10 veces menor que el indígena). El déficit en la disposición de energía eléctrica es de 22,4% entre los indígenas y de sólo 1,5 en el medio urbano (un rezago de casi 15 veces con respecto a las áreas urbanas). Del total de ocupados indígenas, el 93,5% no dispone de seguridad social, en el medio rural esta proporción se sitúa en poco más del 80% y en el medio urbano es del 54,5%. [1] Aún más, según la Encuesta Nacional de Empleo en Zonas Indígenas (ENEZI, 1997), sólo el 0,5% de los ocupados de estas comunidades goza de aguinaldo o de otras prestaciones.
 

Empobrecimiento en el estado de Chiapas

Podemos acercarnos en un nivel más desagregado a la situación en que viven los indígenas de Chiapas si nos detenemos en algunas de las condiciones socioeconómicas y políticas que prevalecen en dicha entidad de la república mexicana. Los datos palpables que muestran esos indicadores derivan de la especificidad en que se desarrolla el proceso de “dominación-explotación-conflicto” (Quijano) en aquella entidad, y de la compleja urdimbre de relaciones sociales que se establecen entre indígenas, mestizos y ladinos. 
Chiapas es, bajo cualquier consideración, el estado de la república mexicana que ha sido sometido al mayor empobrecimiento y a un saqueo histórico de larga duración por los sucesivos poderes centrales, sea como enclave de los intercambios comerciales con la metrópoli, o con los sucesivos gobiernos de la república y sus aliados (los oligarcas locales), o como oferente y reserva estratégica de materias primas y riqueza biótica para el hegemón en ascenso y consolidación (los Estados Unidos).
Localizado en el sureste de México, Chiapas colinda con Tabasco al norte, Veracruz, Oaxaca, y el golfo de Tehuantepec al oeste, tiene salida al mar por el océano Pacífico en el sur, y hace frontera al este con Guatemala. Posee una superficie territorial de 75.634,4 kilómetros cuadrados, que lo colocan en el octavo lugar nacional por su extensión y representa el 3,7% de la superficie total de México (Orozco Zuart, 1994).
Cuenta con una población de 3.920.892 habitantes según el último censo (INEGI, 2001). Con un producto interno bruto (PIB) apenas superior a los 24.000 millones de pesos en el año 1998 (expresados en pesos constantes de 1993), ocupó el lugar decimoséptimo entre 32 entidades federativas por su contribución al PIB nacional, siendo que en 1980 se mantenía en el onceavo lugar.
Si se ordenaran los estados de la república de acuerdo a su PIB per cápita, Chiapas aparece en el lugar trigesimoprimero, con un ingreso en USD de 3.791; Oaxaca en el lugar trigésimosegundo, con USD 3.774; siendo el promedio nacional de USD 8.370 (los datos corresponden al año 1997, CONAPO, 2000).
Sin embargo, se trata del promedio estatal que como tal deja mucho que desear como indicador a los ojos de la extraordinaria estratificación social en el estado y las características de los empleos y las remuneraciones; aún con esta salvedad, lo que nos muestra es que el ingreso medio en Chiapas equivale apenas al 45% del registrado por el promedio nacional. Considerando el cálculo del llamado Índice de Desarrollo Humano (IDH), Chiapas aparece con un índice de 0,698, ocupando el último lugar de los estados de la república, siendo que el promedio nacional se ubicaría en 0,791 y el de la entidad federativa mejor ubicada (el Distrito Federal) en 0,878. Con estos índices, si el promedio de México lo coloca en el lugar 55 del mundo en 1997 (PNUD), Chiapas se ubicaría entre los lugares 97 a 103. La distancia entre el valor registrado y el valor máximo posible (1 menos IDH registrado) indica que mientras el Distrito Federal presenta una insuficiencia en Desarrollo Humano de 0,122, Chiapas tendría una insuficiencia 2,5 veces mayor al de la capital del país (0,302) (CONAPO, 2000).  
En 1970, se clasificaban 8 entidades federativas de México como en situación de muy alta marginación y Chiapas ocupaba el segundo lugar, sólo superada por Oaxaca en términos de rezago en las condiciones de vida. Para el año 1995, los datos muestran que sólo son cuatro los estados del país clasificados en muy alta marginación y Chiapas figura como aquel en que se registran las peores condiciones (CONAPO, 1999).
Aunque habrá que esperar algún tiempo para que se publique algo semejante al volumen “Indicadores socioeconómicos de los pueblos indígenas de México” que con datos correspondientes a 1990 fue publicado por el Instituto Nacional Indigenista en 1993. Es posible ilustrar algunas de las condiciones socioeconómicas que prevalecen en el estado (uno de los que registran la mayor concentración de población de extracción indígena) con la reciente publicación por el INEGI de los resultados definitivos del Censo de Población y Vivienda 2000. Estos y otros indicadores nos permiten un acercamiento al entorno socioeconómico al que a diario se enfrentan las comunidades indígenas y en el que se enmarcan las relaciones sociales, de explotación, dominación, apropiación y conflicto que actúan como condicionantes o elementos explicativos de los variados mecanismos de transferencia de excedente y saqueo económico que es posible verificar como existentes en este sureño estado de la república mexicana.
En Chiapas, la esperanza de vida al nacer era de 66,7 años para los hombres y de 71,8 para las mujeres en el año 1995, mientras que en el Distrito Federal llegaba a 72,9 y 77,6, respectivamente. Sin distinción de género, existía un rezago de 6 años, una diferencia sustancial. Estas brechas no sólo existen en cuanto al tiempo estimado de vida, también figuran en el perfil de la mortalidad. Casi un tercio de las defunciones en el grupo de edad de 15 a 64 años (en la etapa del ciclo de vida más productiva de la persona) se deben a enfermedades transmisibles y perinatales; no ocurre lo mismo en entidades como Baja California, Nuevo León o el Distrito Federal, donde dicha proporción se ubica en menos de una quinta parte. Por otro lado, es el indicador quizá más elocuente para relacionar el tipo de defunción con la marginación y la pobreza (muertes debidas a enfermedades infecciosas intestinales); datos correspondientes a 1991 muestran que en Chiapas el 10% de los fallecimientos tuvieron esa causa, y más recientemente (1996) involucran una de cada veinte defunciones de los adultos. En otros estados (Distrito Federal, Baja California y Nuevo León), este tipo de mortalidad no llega a representar ni el 1%. Si se tomaran los datos para el grupo de edad de hasta los 14 años, quizás esta tasa se ubicaría en niveles mucho más altos y la brecha podría ser aún mayor. Finalmente, en cuanto a las muertes violentas (específicamente homicidios, o lesiones infligidas intencionalmente por otras personas), Chiapas registra una tasa altísima, pues una de cada diez defunciones en 1995 tuvieron esa causa. En este renglón sólo es superado por Guerrero, en dónde de cada cinco muertes poco más de una es por esa causa, nivel más alto aún que el existente en los Estados Unidos, y que presenta un perfil como si en la entidad existiera un “estado de guerra”, al decir de los especialistas (Valdés, 2000).
Otros indicadores, todos ellos extraídos del último Censo de Población y Vivienda 2000, con no menos elocuencia nos indican lo siguiente: Chiapas, junto con Oaxaca, son las únicas entidades federativas de México en que casi el 55% de su población reside en localidades rurales. Las características de la vivienda en que habitan señalan que casi la mitad cuenta con sólo dos cuartos; casi el 40% de las mismas tiene piso de tierra; una cuarta parte no dispone de agua entubada; casi el 38% no cuenta con drenaje; casi el 15% no dispone de energía eléctrica; y sólo el 45% utiliza gas para cocinar sus alimentos. El promedio estatal que muestra un gran rezago acentúa esas distancias en aquellas localidades, municipios o territorios de inmensa mayoría indígena.
El esquema de acceso a los servicios educativos no es menos desalentador. La población de 15 años o más en condición de analfabetismo es cercana al 25%, cuando al nivel nacional es de sólo 9,5%; sólo el 83% de la población de entre 6 y 14 años asiste a la escuela, cuando en todo el país lo hace el 91,3%. El acceso a la educación superior es desde luego aún más limitado, pues sólo nueve de cada cien jóvenes de entre 20 y 24 años aspiran a tener acceso a estudios universitarios, cuando en el nivel nacional lo hacen dieciséis de cada cien (si bien un promedio bajo en el ámbito mundial, el promedio del país es casi dos veces mayor que en el sureño estado de Chiapas).
Estos niveles de instrucción tan privativos se combinan y multiplican sus efectos en términos de malas o nulas remuneraciones, en un estado en el que prevalece una estructura productiva con un claro perfil agropecuario. Si en el nivel nacional sólo el 15,83% de la población ocupada lo hace en el sector primario, otro 27,82% en el secundario, y el resto en el terciario, en Chiapas, por el contrario, el 47,25% de la población ocupada lo está en el sector primario, sólo 13,24% en el secundario y algo más del 37% en el terciario (de éstos, una gran parte debe corresponder a servicios personales asociados con actividades tradicionales). De los ocupados al nivel nacional, el 43,56% percibe más de dos salarios mínimos, mientras que en Chiapas aquellos que perciben el doble del salario mínimo se limita a sólo el 19,22%, y aquellos que no reciben ingreso alguno representan el 22,5% (INEGI, 2001).
En estas condiciones, los cálculos recientes que se han elaborado sobre pobreza en Chiapas, desagregando su información para áreas rurales y urbanas y hasta el nivel municipal, no hacen sino confirmar la hipótesis inicial de este trabajo. Al decir de Julio Boltvinik, quizás hoy por hoy el mayor especialista en el tema, “Chiapas es el estado más pobre del país y los municipios donde opera el EZLN están entre los más pobres de Chiapas”.[2] Las áreas rurales de Chiapas son las más pobres entre todas las zonas rurales del país y sus áreas urbanas las penúltimas más pobres, sólo encima de las correspondientes a Durango. En los hechos, las localidades más urbanizadas de Chiapas (donde reside sólo el 45% de la población) están colocadas en mayor situación de pobreza que las correspondientes áreas rurales de otros estados de la república.
El patrón de empobrecimiento en la entidad tiene algunas particularidades no sólo en cuanto a su extensión, sino en términos de su intensidad. Del total poblacional del estado (3.210.000), en 1995, el 90,2 por ciento son pobres (es decir 2.900.000 personas), y sólo 314.000 personas resultan ser no pobres (en términos de pobreza de ingresos) según el Método de Medición Integrada de la Pobreza (MMIP). Si el método de medición se hiciera por las Necesidades Básicas Insatisfechas, la proporción podría ser aún más alta. El contraste entre la pobreza rural y la urbana es menor que en otros estados o que en el conjunto del país, pues mientras la incidencia de pobreza en el medio rural es de 93,3%, en las áreas urbanas se sitúa en 85,9%. Estas proporciones entregan números de población en pobreza de la cual 1.750.000 personas residen en el medio rural y 1.150.000 personas en las urbes (ocurre lo contrario al nivel del país en su conjunto).
En términos de su intensidad, “del total de pobres, más de cuatro quintas partes, es decir 2.400.000 de personas –que representan tres cuartas partes de la población total–, son indigentes, mientras una quinta parte es pobre no indigente, (...) una estructura absolutamente cargada a la pobreza más aguda”. En términos de la incidencia o el grado de pobreza extrema, los contrastes entre el campo y la ciudad son más agudos. Mientras la incidencia de la indigencia en el medio rural es de 86,8%, en el medio urbano es del 57,7%, por tal motivo en promedio para el estado en su conjunto aquellos que viven en situación de pobreza satisfacen “sólo 30 por ciento de las normas de pobreza”. Los que en peor situación se encuentran son los pobres indigentes del medio rural, que sólo satisfacen el 22,5% de las normas mínimas.
En Chiapas, según los datos del último censo, existen 119 municipios, todos y cada uno de ellos presenta altos niveles de pobreza. Desagregando los cálculos hasta el nivel municipal, desde aquellos con más indigencia hasta aquellos en que la incidencia de extrema pobreza sea menos acentuada, encontramos que en 16 municipios “toda la población es indigente (Altamirano, Amatán, Bejucal de Ocampo, Chalchiuitán, Chiapilla, Francisco León, La Grandeza, Ixtapangajoya, Larráinzar, Pantelho, Pantepec, Sitala, Tapalapa y San Lucas) (...) en el otro extremo, tenemos con menos de 50% de su población en condiciones de indigencia sólo 2 municipios, Tuxtla Gutiérrez y Metapa”; en otros cuatro, La Libertad, Tapachula, San Cristóbal de las Casas, y Arriaga, cerca del 60 % de su población vive condiciones de pobreza extrema. Habría otros siete municipios en que la condición de indigencia alcanza entre el 60% y el 70% del total de población de dichas localidades, aunque no se precisa el nombre de los mismos[3].
 
Entre el saqueo económico y las transferencias de excedente: explotación, dominación y apropiación en las comunidades étnicas de Chiapas
 
Si entendemos que el objeto de una sociología de la explotación “consiste en determinar qué características tiene un tipo de explotador que está relacionado con un tipo de explotado; en distinguir un agregado de relaciones de explotación de otro que ocurra en un contexto y estructura distintos, observando cómo cambian las características de la relación explotador-explotado y de la explotación por el carácter oligopolista o el tamaño de las empresas, por la unidad ecológica, el sector, la rama, el grupo, y qué relación guardan con las relaciones de transferencia, con las relaciones de poder, con los fenómenos de conciencia, cultura, ideología” (González Casanova, 1969), se precisan algunos de los problemas a abordar cuando nuestro interés está puesto en averiguar las características (formas, mecanismos y procesos) de las transferencias de excedente, que pueden ocurrir en relaciones simples o complejas, o entre unidades productivas simples o complejas, que se establecen en distintos niveles (desde el local al global, o viceversa).
Parafraseando a Marx, podemos decir que en tanto categoría de análisis la transferencia de excedente “puede expresar las relaciones dominantes de un todo no desarrollado o las relaciones subordinadas de un todo más desarrollado, relaciones que existían ya históricamente antes de que el todo se desarrollara”. Ampliamos nuestro horizonte de visibilidad (René Zavaleta) de los acuciantes problemas del mundo si precisamos uno de los fenómenos integrantes de la relación social determinada de explotación, dominación, y apropiación. Las transferencias de excedente pueden especificarse en términos de su causa o determinación, de su precisión matemática o matematizable (sin ignorar que aunque en algún nivel o entre algunas unidades podría ser posible detallar las formas o hasta las dimensiones absolutas o relativas de los flujos de excedente económico, sin embargo, “históricamente el fenómeno de la explotación no posee las características de una necesidad matemática”) en cuanto a sus formas (como conjeturas o en su ilustración e investigación periodística), o desde los elementos que las definen “en la estructura y la historia” (González Casanova, 1969).
La ilustración de los mecanismos de transferencia del excedente producido por las comunidades indígenas del estado de Chiapas deberá partir del análisis de los procesos sobre los que descansa la extracción capitalista del trabajo excedente de estos núcleos poblacionales. La extracción del excedente articula diversos mecanismos que se localizan en los planos de la producción, la circulación, el consumo y la reproducción de la unidad doméstica (Barreda, 1999).
La extracción del excedente y sus variados mecanismos de transferencia ocurren en el marco de un permanente proceso de lo que en terminología clásica se nombra acumulación originaria de capital. En el plano de la producción, se ubican en el proceso de trabajo, adquiriendo formas semiasalariadas, asalariadas, precarizadas, de trabajo forzado, de autoexplotación o semiesclavitud. En el ámbito de la circulación, se hacen transparentes en las relaciones de mercado e intercambio desigual, sea con los ladinos, en las ciudades o alcanzando proyecciones nacionales e internacionales en la poco célebre ley de San Garabato (compra caro y vende barato). En la esfera del consumo, sea como consumo productivo de la fuerza de trabajo o como devastación y despilfarro de los recursos naturales y el medio ambiente.
La dificultad para la reproducción de la unidad doméstica (que permanentemente oscila en los niveles de infrasubsistencia) y que se extiende hasta comprender al total de la tradicional comunidad étnica (y esto incluye la tierra, el territorio sobre el que se asienta), es la otra cara del progreso de la apropiación y la acumulación incesante de capital; el lado inverso de la “apropiación progresiva” de la naturaleza y de la riqueza social o pública. Así lo fue desde los tiempos de la corona española y lo es en los tiempos actuales del empresariato mundial-local.
Este complejo y abigarrado conjunto de relaciones sociales se producen y reproducen, se renuevan o cambian en el marco de relaciones disimétricas que comprenden los planos del poder económico, del poder político y de la estructura social. Las transferencias de excedente actúan como engranes de un complejo mecanismo que combina la explotación económica, la dominación política y la discriminación social.
En el terreno de lo económico, entendido en un sentido amplio o sustantivo (Polanyi), o bien como el proceso de producción y reproducción de la vida material (Marx), los procesos de explotación y en esa relación social determinada los de extracción y transferencia del excedente (con su correspondiente empobrecimiento de la comunidad indígena), ocurren no porque estos núcleos poblacionales estén aislados o marginados de las estructuras del capitalismo (que operan su acumulación de capital y su apropiación de la riqueza desde los niveles local-regional, estatal-federal, del capital privado con proyección nacional, y del capital multinacional), sino porque han sido integrados históricamente en formas muy particulares y complejas. La lógica de la acumulación de capital en Chiapas se monta sobre la tradicional base comunitaria de reproducción del indígena.
En el terreno de lo político y en el marco de las relaciones de poder, se combinan en complejos procesos la mediatización con la cooptación, la represión con la negociación interminable y sin resultados, aunque siempre se puede recurrir al expediente del uso de la violencia física (latente o efectiva, legal o ilegal, militar o paramilitar, de las guardias blancas o los grupos de choque) o al de la guerra en variadas formas de intensidad (encubierta, por ocupación, ejecución o expulsión).
La estructura social como un todo complejo puede, con base en diversos mecanismos para transferir el excedente, ver incrementadas la magnitud de la explotación, acrecentar los grados de opresión, y en un extremo (pero no en el último lugar sino afincado en el tiempo de la larga duración), aumentar sus tasas medias de racismo (García de León).
El sustento de la acumulación de capital y la apropiación reposa en la extracción directa o indirecta de excedente del trabajo indígena y en su transferencia (también directa o indirecta, inmediata o mediada) a destinatarios cuyo campo de operación puede situarse en los ámbitos del poder local, central, nacional, o multinacional.
En el proceso de trabajo, la extracción del excedente se basa en un régimen complejo de superexplotación, verdadero sustento de la acumulación para la oligarquía local (en su nivel más inmediato). La superexplotación del trabajo incluye desde las reminiscencias del peón acasillado (todavía visibles en los años ochenta en algunas localidades, y que no terminan de desaparecer), régimen de control semiasalariado en el que el trabajador indígena complementa su ínfimo salario con el cultivo de tierras propias o con el aporte de actividades de otros miembros de la unidad o comunidad doméstica (Barreda, 1999: 359). También incluye el régimen de trabajo en semi-esclavitud propio de las monterías, la floreciente industria maderera y forestal; y la proletarización y semiproletarización por temporadas en las fincas, o en las agroindustrias que trabajan para la exportación (en los cafetales o en otros cultivos).
Los indígenas y campesinos que han sido despojados de la tierra reaparecen en la figura del jornalero agrícola y el precarista. La carencia de la tierra y la obtención de un jornal que no garantiza el mínimo para su reproducción los instala definitivamente en un régimen de superexplotación. Aquellos pocos que aspiran a un empleo asalariado acuden a que “les curtan el pellejo” (Marx) en el sector energético, sea en el caso de los pozos petroleros o en las presas e hidroeléctricas. Los más, huyen expulsados hacia la selva o las cañadas y se instalan en regímenes de autoproducción o autosubsistencia que, sin embargo, no están al margen del arrebato de sus pocos excedentes.
Las relaciones de producción, o las que se desarrollan en el proceso de trabajo, nunca operan aisladas o en separación sino imbricadas con otro conjunto de relaciones económicas (sean comerciales, financieras, fiscales, tributarias, o entre ramas y sectores de la economía).
Las estructuras del mercado y el intercambio desigual operan en variado nivel y buscan apropiarse (vía su transferencia) hasta del último átomo de valor. Las comunidades indígenas ven incrementar su explotación esta vez en el plano de la circulación y de las relaciones mercantiles.
La transferencia de excedente se verifica en el momento de la comercialización de sus productos, sus mercancías elaboradas o sus artesanías, tanto en los mercados ladinos locales o en el intercambio que establecen con los kaxlanes (como suelen llamar las etnias oprimidas de la entidad a ladinos o mestizos), como en las cabeceras municipales o cuando se trasladan hasta las ciudades. Estas transferencias del excedente se basan en lo que localmente se ha dado en llamar la ley de San Garabato, por medio de la cual el indio compra caro y vende barato. El indígena pierde una parte del excedente producido al malbaratar su mercadería en la venta directa o al caer en las garras de intermediarios, pero también pierde (y puede perder incluso más) cuando como ínfimo comprador adquiere las pocas mercancías que su necesidad le demanda y su bolsillo le permite.
Esta variedad local-regional de intercambio desigual, cuyos términos del intercambio desfavorecen a los indígenas, operan también para transferir excedentes desde los campesinos ejidatarios (sean mestizos o indígenas). En este caso, los términos del intercambio regulan transferencias de excedente desde el campo a la ciudad, o entre la agricultura y la industria. Esta tributación de parte de la economía rural puede recaer hasta en formas de ahorcamiento financiero (otorgándoles o negándoles los créditos, o no pagando a tiempo sus cosechas).
La transferencia de excedentes vía intercambio desigual puede verse potenciada por las operaciones especulativas y la caída de los precios internacionales de los productos básicos, con consecuencias macrosociales que pueden involucrar a regiones enteras (como es actualmente el caso de la cafeticultura en toda América Latina).
Finalmente, este mecanismo para transferir el excedente se combina con los procesos de apropiación parasitaria o depredadora de los recursos naturales o estratégicos. Por esto se verifica el insultante contraste de que mientras en las localidades indígenas gran parte de las casas no disponen de electricidad, drenaje o servicio alguno, desde estos territorios fluye la energía hidroeléctrica que alumbra y da vida a ciudades y fábricas, también el agua para el consumo de las personas o para su uso industrial, y el petróleo necesario para dotar a las empresas de energía e insumos.
Otro punto en donde podemos ubicar importantes transferencias de excedente tiene lugar involucrando los distintos espacios de despliegue de la acumulación de capital. Si en los anteriores casos la transferencia del excedente ocurre en el plano de la producción, de la circulación o el consumo, ahora acontece mediante el proceso de apropiación.
Al nivel del espacio local, los terratenientes y finqueros (cafetaleros, maiceros, cañeros, etcétera), los madereros y traficantes de maderas preciosas (que han deforestado la Selva Lacandona a ritmos superiores en comparación con otros lugares del mundo), los ganaderos que devoran aquellas tierras con el mayor potencial de agostadero o se apoyan en modalidades extensivas para surtir con exportaciones de ganado de segunda clase al mercado de la región sureste o al nacional sostienen su acumulación de capital y garantizan su enriquecimiento con base en esquemas que se apoyan en la obtención de la ganancia fácil y la depredación de la naturaleza. Este proceso de apropiación no podría mantenerse sino a costa de un régimen racista y oligárquico que arrebata o despoja incesantemente al indígena de sus tierras, lo explota inmisericordemente y lo hambrea. Régimen oligárquico del cual son columna vertebral terratenientes, finqueros, caciques, ganaderos, indios aladinados y aquellos que se hacen nombrar auténticos coletos, y que para vencer cualquier resistencia se apoyan en la violencia institucional, en los grupos paramilitares, o en los guardias blancas (González Casanova, 1994).
En el nivel del espacio nacional, el proceso se desdobla incluyendo la operación del capital estatal-federal, cuya acumulación de capital se lleva a cabo desangrando a las localidades y territorios indígenas, de los que nace la energía hidroeléctrica o de los que se extrae el petróleo. Por sus venas se filtra el fluido energético vital que cubre las necesidades fiscales de la federación o financia y subsidia indirectamente al capital nacional y multinacional. Las transferencias de excedente operan vía el aprovechamiento y la apropiación estatal-federal de ingresos, o por vías indirectas, comerciales o subsidiarias hacia el capital privado de proyección nacional y el capital privado extranjero. Estos dos últimos presionan fuertemente por convertir esta transferencia indirecta en apropiación y privatización efectiva, de la cual resulten los beneficiarios directos.
También en la espacialidad nacional se incluyen las operaciones de los capitales privados que operan en la región, y que con aspiraciones de alcanzar una proyección multinacional (algunos de los cuales la alcanzan ya al figurar como socios locales de capitales más desarrollados) despliegan su actividad de exportación en las agroindustrias del café, el plátano, el hule, el chicle, el henequén, etcétera. Algunos de estos productores están bien insertos en la lógica del mercado mundial, actuando en variadas formas de asociación, competencia o subordinación con las grandes multinacionales norteamericanas del agro bussines (Nestlé, Del Monte) o en alianza con los grandes grupos de capital del país (Maseca, Minsa, Pulsar). En este caso, dichos mercados pueden ver acrecentadas sus transferencias de excedente conforme caen los precios internacionales, o conforme se incrementan las tasas de interés de créditos cada vez más escasos. El impacto de estos hechos lo resienten no sólo los dueños de los cultivos sino aquellos medianos o pequeños productores locales que forzados por la competencia se ven obligados a malbaratar sus cosechas.
Finalmente, Chiapas también aparece como espacio de despliegue del capital multinacional. Las operaciones de las grandes corporaciones multinacionales que no sólo participan sino conducen la lógica de acumulación mundial de capital se llevan a cabo en formas disfrazadas, proto-empresariales, o pretendidamente ecológicas, a través de diversas ONG’s que operan la mediación-cooptación, o de instituciones académicas y prominentes investigadores del primer mundo que junto con instituciones estatales o de beneficencia actúan como instrumentos para la biopiratería o la bioprospección. También actúan en formas de asociación o alianzas estratégicas con empresas o prestanombres (Barreda, 1999). Ávidas de llevar a cabo o participar de la apropiación de los recursos bióticos y de la riqueza en biodiversidad, se encuentran “importantes empresas transnacionales pertenecientes al ramo de los alimentos, la producción de semillas, plantaciones forestales, acuacultoras, ganaderas, farmacéuticas y de medicamentos veterinarios (...) (que) tienen puestos sus ojos en Chiapas, o incluso ya desarrollan ahí programas de inversión creciente” (Ibid: 411).
El tentáculo del capital multinacional trata de alargar su alcance y busca extender sus políticas de explotación, dominación y apropiación a todo el corredor centroamericano y al Istmo de Tehuantepec, convirtiendo a la región en un enclave para las operaciones del empresariato mundial-local en las áreas de la biotecnología, de la petroquímica, las maquiladoras y buscando fungir como dique de contención a la emigración hacia los Estados Unidos. No es otro el objetivo que se busca en el Plan Puebla-Panamá. A la luz de este proyecto, cobran renovada actualidad las palabras del Subcomandante Insurgente Marcos, para quien “el neoliberalismo opera así la destrucción/despoblamiento por un lado, y la reconstrucción/reordenamiento por el otro, de regiones y de naciones para abrir nuevos mercados y modernizar los existentes” (1997).
Es dentro de este macroproyecto del complejo megaempresarial y sus aliados locales que debe entenderse el rechazo a otorgar derechos jurídicos a las comunidades indígenas y potestad sobre sus territorios. La aprobación e institucionalización de la Nueva Ley Indígena ha relanzado el racismo y vuelto a colocar a las comunidades étnicas en peor situación jurídica que aquella que tenían durante la Colonia, violando preceptos legales más avanzados, sea en el nivel de las legislaturas locales o de los acuerdos suscritos con la Organización Internacional del Trabajo (en el Convenio 169).
Una primera conclusión que podemos derivar de lo expuesto nos indica que los problemas de la extracción y transferencia de excedentes pueden constituirse en un factor explicativo fundamental en el análisis de los mecanismos y el funcionamiento de la economía mundial contemporánea y de la situación económica por la que atraviesan nuestros países. Creemos que su capacidad explicativa no se reduce a los procesos macro-sociales asociados con el ámbito global del sistema, sino que adquiere importantes posibilidades en cuanto a las dinámicas de operación que se afianzan o cuyo origen puede ubicarse en el nivel local-regional. Para ello, habrá que considerar la dinámica local-global en las dimensiones económicas, políticas, sociales, temporales y espaciales del sistema. Lo anterior pretende ser un acercamiento a este propósito.
 
Referencias bibliográfícas
Barreda Marín, Andrés (1999), Atlas geoeconómico y geopolítico del Estado de Chiapas, Tesis de Doctorado en estudios Latinoamericanos, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.
Boltvinik, Julio (2000), “Economía moral”, en La Jornada, varias entregas.
CONAPO (1995), Conteo de Población y Vivienda.
CONAPO (1998), La situación demográfica de México.
CONAPO (1999), La situación demográfica de México.
CONAPO (2000), La situación demográfica de México.
ENEZI (1997).
González Casanova, Pablo (1969), “Sociología de la explotación”, México, Siglo XXI.
González Casanova, Pablo (1994), “Las causas de la rebelión en Chiapas”, en Política y Sociedad, N° 17, Madrid, septiembre-diciembre, págs. 83-94.
González Casanova, Pablo (1999a), “Reestructuración de las ciencias sociales: Hacia en nuevos paradigma”, En “Ciencias Sociales: Algunos conceptos básicos”, México, Siglo XXI, CEIICH, 1999.
González Casanova, Pablo (1999b), “La explotación global” en Ricardo Valero (Coord.). Globalidad: Una mirada alternativa, México, CELAG, Miguel Ángel Porrua, págs. 67-95.
INI (1993), Indicadores socioeconómicos de los pueblos indígenas de México.
INEGI (1997), Encuesta Nacional de Empleo en Zonas Indígenas 1997, ENEZI 1997
INEGI (2001), XII Censo general de población y vivienda.
Orozco Zuart, Marco A., Síntesis de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez, Deixis, 1994.
Subcomandante Insurgente Marcos (1997), Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial (El neoliberalismo como rompecabezas: la inútil unidad mundial que fragmenta y destruye naciones), en Chiapas 5, IIEc-UNAM, Era.
Valdés, Luz María (2000), Población. Reto del tercer milenio: Curso interactivo introductorio a la demografía, México, Coordinación de Humanidades, Miguel Ángel Porrúa.


[1] Todos éstos cálculos se deben al minucioso examen de Julio Boltvinik, publicado en el diario La Jornada, del 4 de mayo de 2001, pág. 28.
[2] La Jornada, del 9 de marzo de 2001, pág. 26.
[3] Boltvinik, Julio, en La Jornada, 16 de marzo de 2001.

 

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