23/11/2024
Por Martínez Manuel
En el Perú de este siglo XXI, tras décadas de gobiernos antipopulares, finalmente, luego de un reñido proceso electoral que atravesó distintos momentos, asumió el de Pedro Castillo dando un revés a la casta política que se había adueñado del Estado. Se trata de un modesto maestro de una escuela rural de Cajamarca, referente de la lucha nacional de su gremio en 2017, que además es un campesino rondero.[1] En abril del presente año –cuando se realizó la primera vuelta de las elecciones generales– nadie imaginaba que podría llegar a ser elegido nada menos que presidente. Sin embargo, el pueblo pobre, indígena y mestizo, especialmente del “interior” históricamente postergado, encontró una conexión con la figura de Castillo, uno de los suyos, para sacarse de encima a los opresores. Y esto sucedió, contra viento y marea, como acontecimiento inédito en la historia republicana de un país que justamente en este 2021 está conmemorando el bicentenario de su “independencia”.
Es fundamental comprender que existe un “Perú oficial”, el del establishment, el de los poderes concentrados, el de la élite limeña aculturada y tan venerada por los aculturados, y que existe su contraparte, el “Perú profundo”, el del campesinado indígena que cultiva la tierra, el que vende su fuerza laboral en las minas, el de las cholas y sirvientas, el de miles y miles de mujeres y hombres que se dedican al comercio ambulatorio en las calles de Lima y de otras ciudades, el que habita en los barrios marginales, el que “habla mal” porque su castellano está raído por sus lenguas originarias. Este último es el Perú real, no sólo históricamente postergado sino también ignorado por los poderosos.
A mediados del siglo XX, el gran escritor peruano Manuel Scorza[2] describió en versión novelada la lucha de una comunidad campesina contra los mandamases en la sierra central del país. Garabombo era su personaje, un comunero indígena que podía moverse delante de policías armados hasta los dientes sin que lo vieran, que podía entrar a la comisaría de su humilde pueblo sin que nadie lo viera, era invisible y al mismo tiempo extremadamente audaz. El relato es hermoso, es mágico… Da cuenta de esa fractura histórica del Perú. Y esa élite alienada, abroquelada alrededor de diversas fracciones de la derecha y profundamente racista, no tolera que uno de los “nadies”, un Garabombo hasta ayer “invisible” haya llegado a la presidencia. Se trata, efectivamente, de un revés, de un guantazo propinado por la sociedad profunda a ese andamiaje siniestro de poderes políticos, económicos e institucionales que dominó al Perú durante 200 años y que siempre resistió y doblegó cualquier proyecto de transformación en beneficio de las mayorías. Este es el primer dato a tener en cuenta, señalando al mismo tiempo que la disputa sigue y seguirá, también como parte de la que actualmente existe en nuestra Patria Grande.
Crisis política y crisis de la democracia
La asunción de Pedro Castillo se produjo en medio de la mayor crisis política de la historia contemporánea del Perú. Puede decirse, sin exageración alguna, que esta crisis de la política es también la crisis de la democracia peruana.
Desde 1980, cuando la dictadura militar consumó la “transferencia del poder a la civilidad”, los gobiernos que se sucedieron en esa década: el de Belaúnde Terry (Acción Popular) y el primero de Alan García (APRA[3]), estuvieron muy lejos de resolver las demandas fundamentales de las grandes mayorías de la sociedad peruana. El primero, con una política de centroderecha, se sometió a los dictados del Fondo Monetario Internacional. El segundo, que ensayó una política socialdemócrata con rasgos populistas, terminó en una crisis galopante atravesada por una hiperinflación nunca vista en el país. Sin embargo, desde 1980 se inició también la lucha armada impulsada por la organización maoísta Sendero Luminoso y luego por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Este dato no es para nada menor, ya que significó una tremenda laceración social que duró desde 1980 hasta casi el 2000.[4] En este contexto, junto con el descalabro económico, el crecimiento de la deuda externa y de la pobreza, pero además con una “guerra interna” cada vez más presente, los partidos políticos tradicionales perdieron legitimidad. Esto incluyó también a la izquierda parlamentaria, que en esa década había logrado una importante representación legislativa, así como diversos gobiernos municipales, entre ellos el de Lima.
Hacia 1990, todos los grupos concentrados del poder económico y la derecha se unificaron en torno de la candidatura de Mario Vargas Llosa, quien se presentó como un abanderado del libre mercado y en contra del estatismo. En sus planes no estaba que surgiría un ignoto, un candidato externo a la clase política de entonces, nada menos que Alberto Fujimori, quien terminó ganando las elecciones en segunda vuelta. Fujimori, a quien la prensa calificó al principio como “efímero”, terminó gobernando durante todos los años 90, es decir durante una década verdaderamente infame. A poco de andar, utilizando el argumento del “conflicto armado”, propició un autogolpe de Estado, disolvió el Congreso e instituyó un régimen cívico-militar en 1992. Luego convocó a un fraudulento “Congreso Constituyente Democrático” que promulgó la Constitución de 1993, en la cual se consagraron el reino del libre mercado y el retiro del Estado de la economía nacional, así como la reducción de los derechos de la clase trabajadora. En 1995 fue reelecto, pero cada vez más empezó a verse que gobernaba con una maquinaria estatal represiva y mafiosa. Mientras ejecutaba la guerra contrainsurgente y el atropello a las libertades democráticas, e incluso la esterilización forzada de miles de mujeres campesinas, corrompió a políticos y al periodismo, logrando respaldo para su campaña de “pacificación del país”. Junto con esto, el aparato estatal fujimorista se convirtió en un aparato mafioso que se benefició con millones de dólares en diversas transacciones relacionadas con la obra pública y lavado de dinero. Hacia el año 2000, cuando pretendía ser reelecto nuevamente, una serie de hechos de corrupción que saltaron a la luz hizo que Fujimori huyera a Japón, país en el que encontraría protección. Se inició entonces una nueva etapa y se convocó a elecciones. Con el país “pacificado”, pero con una mafia enquistada en las instituciones del Estado, se sucedieron desde entonces hasta ahora cuatro gobiernos: Alejandro Toledo, un segundo Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski. Todos ellos gobernaron bajo la Constitución de Fujimori, con lo cual fueron tributarios del neoliberalismo, jactándose por el crecimiento del PBI de manera sostenida y atravesados por una enorme corrupción. La famosa empresa brasileña Odebrecht, experta en corromper a políticos latinoamericanos, encontró sus mejores secuaces en el Perú. Tanto es así que hoy, como caso inédito en América Latina, todos los presidentes de los últimos 40 años están procesados en diversas causas judiciales: Fujimori está preso por delitos de corrupción y de lesa humanidad, Toledo está refugiado en Estados Unidos, Humala estuvo preso, Alan García se suicidó cuando lo iban a detener y Kuczynski no pudo terminar su mandato y está con prisión domiciliaria. A esto debemos agregar que Keiko Fujimori, también procesada y que ya estuvo en prisión, nunca reconoció su derrota electoral en 2016. Contando con mayoría parlamentaria, saboteó al gobierno de Kuczynski, le encontró tal o cual negociado y logró que el Congreso lo destituyera. Luego hizo lo propio con el vicepresidente sucesor Martín Vizcarra, en noviembre del 2020. El nuevo sucesor, Manuel Merino duró apenas cinco días por el repudio popular en rechazo a la represión que pretendió imponer cobrando la vida de dos jóvenes. Finalmente, Francisco Sagasti fue el encargado de garantizar las elecciones de este 2021. De esta manera, en el último período presidencial, hubo cuatro presidentes.
El balance de este recorrido se expresa en la dispersión de las representaciones políticas y en el descreimiento en la política misma. Este es el saldo concreto, por cierto dramático. No hubo, en todos estos años, una irrupción popular contundente que lograra cambiar el rumbo de los acontecimientos. El afincado neoliberalismo hizo su pernicioso trabajo.
Era un “ejemplo para la región”
Por otro lado, antes del castigo de la pandemia, en el marco de una economía de mercado, que privatizó los servicios públicos y gran parte de la educación y de la salud, el crecimiento económico del Perú era considerado todo un ejemplo a nivel continental. Un informe del Banco Mundial (abril 2020) señala que entre 2002 y 2013 “el Perú se distinguió como uno de los países de mayor dinamismo en América Latina, con una tasa de crecimiento promedio del PBI de 6,1% anual”, aunque luego, entre 2014 y 2019, “se desaceleró a un promedio del 3,1% anual”, con lo cual, de todas maneras, el PBI siguió aumentando aunque a un ritmo menor. En la base de estos datos está el hecho de que el Perú es uno de los mayores productores de minerales en el mundo, especialmente de cobre, con lo cual tiene una enorme dependencia de su colocación en el mercado internacional. Dicho informe, también menciona que hubo una reducción de la pobreza de 52,2% en 2005 a 26,1% en 2013. Estos porcentajes siempre son relativos e incluso crueles, ya que el Banco Mundial considera pobre a una persona que vive con menos de US$ 5,5 al día, lo que equivale a US$ 165 mensuales. Según esta medición, si alguien gana un centavo más ya no sería pobre. Con el mismo criterio se mide la “pobreza extrema”, que comprende a personas que ganan US$ 3,2 diarios y que en el mismo período disminuyó de 30,9% a 11,4%. Sin embargo, lo que se está viendo en el último año y medio es que las “buenas estadísticas” sólo significan jugosos ingresos para las empresas mineras extranjeras, para el agro-negocio, la banca etc. Un estudio auspiciado por Oxfam indica que la desigualdad sería el doble de la que señalan las cifras oficiales: según el índice Gini –que se elabora en base a encuestas realizadas por el Estado– la desigualdad sería de 0,35, pero en realidad oscila entre 0,60 y 0,70. De acuerdo con esto, el 10% de las personas más ricas tiene ingresos de US$ 40.000 anuales, mientras que el 10% de las más pobres sólo consigue US$ 950 en el mismo período. El saldo social del neoliberalismo de las últimas décadas se traduce en un 70% de la población económicamente activa en situación de informalidad, viviendo el día a día, trabajando como puede en condiciones absolutamente precarias.
La pandemia puso en evidencia que el Estado está efectivamente ausente. Y el mercado, desde luego, más aún en país con una creciente desigualdad social, no se preocupa por la salud del pueblo. La crisis sanitaria, según el blanqueo de los datos, ha cobrado alrededor de 200 mil vidas, cifra gigantesca en un país de 32,5 millones de habitantes. Esa ausencia del Estado, que se tradujo en la postergación de una política de vacunación masiva, ha provocado una mayor indefensión sobre todo en la gente que vive el día a día. Esto produjo, por ejemplo, el surgimiento de una migración de retorno de miles de mujeres, hombres y niños desde Lima Metropolitana a sus lugares de origen en la sierra y en la selva. Si durante décadas el Perú vivió un importante fenómeno migratorio del campo a la metrópoli y a las principales ciudades, ahora, en el país del “gran crecimiento económico”, se vive el fenómeno inverso.
Elecciones 2021 y nuevo gobierno
En este contexto llegamos a las elecciones del presente año. La crisis política se expresó en la atomización de los partidos con un total de 18 candidaturas que postularon en la primera vuelta realizada el 11 de abril. Cabe destacar que ninguna candidatura, ni la de Pedro Castillo ni la de Keiko Fujimori alcanzaron entonces el 20%, pero Castillo sacó la mayor votación y se encendieron las alarmas. Se inició entonces una feroz campaña en su contra, acusándolo de terrorista, castro-chavista y estatista. La mafia mediática ya había hecho lo mismo con la candidatura de Verónika Mendoza (Juntos por el Perú-Nuevo Perú), antes de abril, cuando tenía una posición expectante. Lo hicieron por sus planteos centrales: una nueva Constitución democrática y plurinacional, una nueva reforma agraria, nacionalización del gas, etc., con el agravante de que era una candidata mujer que proponía una inédita agenda de género, incluyendo las reivindicaciones de los movimientos de mujeres urbanas y rurales, así como de la diversidad de géneros. Esto último, en un país con un acentuado patriarcado, fue visto como extremadamente radical. La munición gruesa contra Pedro Castillo excluyó desde luego la perspectiva de género, más aún teniendo en cuenta que él no la planteaba, lo cual fue una deficiencia notable y dio lugar a diversas críticas de las organizaciones feministas. Todo el arco político de la derecha recalcitrante, que va desde el fujimorismo hasta nuevas expresiones aún más retardatarias, se unificó en señalar que el entonces candidato representaba una “amenaza comunista”, generando una campaña de odio y de miedo ante la posibilidad cierta de que podía ganar en la segunda vuelta. A esa campaña se sumaron los figurones de la derecha internacional, como Aznar de España, Uribe de Colombia, Macri de Argentina o Leopoldo López de Venezuela. Y Mario Vargas Llosa, el Nobel peruano de literatura, antes enemigo acérrimo del fujimorismo, llamó a votar por Keiko Fujimori en nombre de la “libertad”.
Sin embargo, aunque Castillo fue candidato del partido Perú Libre, que se define “marxista-leninista-mariateguista” –cuyo líder, Vladimir Cerrón, no pudo ser candidato por una causa judicial–, lo cierto es que el respaldo popular que obtuvo va mucho más allá de lo que realmente representa ese partido. Como dijimos al principio, el pueblo pobre, el pueblo indígena “invisible” encontró en él a su propia representación. Todos los ataques contra Castillo, más allá de sus planteos políticos de izquierda, incluso poco estructurados, tuvieron como objetivo impedir que esa representación se concretara en un nuevo e inédito gobierno.
Después de la segunda vuelta electoral del 6 de junio, cuando la derecha constató que su candidata Keiko Fujimori había perdido su tercera elección consecutiva, se pretendió instalar la idea de que hubo fraude. Hubo así, de hecho, una “tercera vuelta”: apelaron a la impugnación de actas de sufragio en las zonas campesinas donde Castillo había ganado abrumadoramente. Desconocieron los informes de los observadores internacionales e hicieron el ridículo de viajar a Washington, a la sede de la OEA, para pedir una auditoría, pero volvieron sin resultado alguno. Hubo incluso pronunciamientos de ex altos oficiales de las Fuerzas Armadas y rumores de un golpe de Estado. Nada de todo esto les funcionó. Después de más de 40 días que se tomó el Jurado Nacional de Elecciones para proclamar los resultados, finalmente Pedro Castillo fue reconocido como presidente con el 50,125% de los votos. Keiko Fujimori perdió con el 49,875%. La diferencia es muy estrecha, ciertamente, significa 44.058 votos, lo cual da cuenta de una polarización importante que contrasta la votación de Lima Metropolitana y algunos sectores de la costa a favor de Fujimori con la mayoritaria de la sierra y la selva a favor de Castillo.
Es importante señalar que el nuevo gobierno, por primera vez en la historia del Perú, expresa a la mayoría nacional en su diversidad. Veamos algunos ejemplos. El primer ministro, Guido Bellido, a quien la derecha cuestionó por supuesta “apología del terrorismo”, es un ingeniero de modesto origen campesino y quecha hablante. El ministro de Desarrollo Agrario, Víctor Raúl Maita, es un joven abogado (29 años), también de origen campesino y quechua hablante, fue dirigente estudiantil y luego de la Federación Agraria Revolucionaria Túpac Amaru. El ministro de Economía, Pedro Franke, es un economista de amplia trayectoria en el Banco Central de Reserva del Perú y en el Banco Mundial, cuyo planteo-marco es una “economía popular con mercados”. La ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, Anahí Durand, es socióloga y destacada docente universitaria; en su trayectoria militante fue jefa del plan de gobierno presentado por la candidata Verónika Mendoza y luego integró el equipo técnico de Castillo. El caso que provocó una fuerte reacción de la derecha fue el nombramiento de Héctor Béjar como ministro de Relaciones Exteriores, quien es sociólogo, escritor, docente universitario y un referente histórico de la izquierda peruana. A menos de 20 días de su designación fue cuestionado no sólo por su pasado guerrillero en los años 60, sino por haber señalado en una entrevista del año anterior que algunos miembros de la Marina de Guerra propiciaron acciones terroristas incluso antes de la actuación de Sendero Luminoso, lo cual, siendo verdad, siempre fue negado. Esas declaraciones fueron utilizadas para provocar una crisis en el nuevo gobierno. La Marina y la presión mediática provocaron su renuncia y fue reemplazado por el diplomático de carrera Oscar Maúrtua, quien ya ejerció ese cargo en 2005 y tiene, desde luego, un perfil diferente al de Béjar. Finalmente, a un mes de asumido el nuevo gobierno, el Congreso terminó dando su voto de confianza al primer gabinete ministerial de esta nueva etapa. No fue, desde luego, por unanimidad, pero sí por una mayoría importante, ganada por las bancadas de Perú Libre y Juntos por el Perú, que han conformado una alianza gobernante, así como por el apoyo de diversos sectores de centro que en este caso tomaron distancia de las bancadas de la derecha.
Breves conclusiones
El triunfo de Pedro Castillo inicia una nueva etapa en el Perú. Está planteado el fin de un período de 40 años. En ese período, el fujimorismo representó la peor variante reaccionaria, autoritaria y neoliberal. Su derrota política debe consumarse con el avance hacia una refundación que logre dar vuelta el orden impuesto. En este sentido, es fundamental encontrar la vía para que se convoque a una Asamblea Constituyente democrática, con paridad de género y con representación plurinacional, con el fin de diseñar una nueva Constitución que consagre todos los derechos de las mayorías nacionales. En ese camino, ahora, en lo inmediato, es necesaria una urgente política sanitaria para combatir la pandemia, así como un plan de ayuda concreta a los sectores más postergados.
Es necesario subrayar que la clase dominante peruana contiene una singular combinación de neoliberalismo, patriarcado y colonialismo. Estos tres componentes conjugados van más allá del predominio del libre mercado, del saqueo de los recursos naturales y del atropello a los derechos de las comunidades andinas y selváticas, así como del prepotente dominio masculino en sus diferentes dimensiones. Son tres componentes que se expresan también culturalmente en amplios sectores de la sociedad peruana actual, lo cual, junto con la gestión gubernamental, requiere o convoca a una amplia batalla en ese terreno.
La disputa interna está presente y continuará generando diversos conflictos. En este sentido es fundamental que el nuevo gobierno apele al fortalecimiento de las organizaciones populares, impulsando la movilización para enfrentar los embates de la derecha y de los poderes concentrados.
Por otra parte, está planteada una reubicación del Perú en el escenario latinoamericano, poniendo en el centro la soberanía del país, así como la integración y solidaridad con todos los países de la Patria Grande. La ruptura con el Grupo de Lima, la reconstrucción de la Unasur, también el fortalecimiento de la Celac son tareas pendientes que deben llevarse a cabo.
El panorama es complejo, no es nada fácil, pero también hay alegría y esperanza popular. Sin duda, un nuevo Perú, el de “todas las sangres”, como diría José María Arguedas, es un gran desafío que puede ser posible.
.Artículo especialmente enviado por el autor para este número de Herramienta web 34.
Manuel Martínez es integrante del Consejo de Redacción de Herramienta. Periodista. Ha desarrollado su militancia revolucionaria en Argentina, Perú y Bolivia. En los años 70 integró el PST, luego el MAS y SL. Actualmente integra el área de tareas internacionales del Frente Patria Grande. La revista Herramienta ha publicado sus trabajos en números en papel y en la versión digital
[1] Rondero es el que pertenece a las Rondas Campesinas del Perú. Son organizaciones de autodefensa que se formaron en los años 70 para combatir a la delincuencia. En los años 80 cumplieron un rol diferente al del Estado para enfrentar el terrorismo de Sendero Luminoso.
[2] Manuel Scorza (1928-1983) fue un escritor y político peruano de izquierda. En este artículo nos hemos referido a su novela “Historia de Garabombo el invisible” (1972).
[3] APRA: Alianza Popular Revolucionaria Americana, fue fundada por Víctor Raúl Haya de la Torre en la década de los años 20 del siglo pasado.
[4] Según el informe de la Comisión de la Verdad, el saldo del conflicto armado que vivió el Perú cobró más de 67.000 vidas. De ese total, un 54% serían responsabilidad de Sendero Luminoso.