14/10/2024
Por Revista Herramienta
Argentina es un gran enigma para los intérpretes del desarrollo. Un país favorecido por extraordinarias riquezas naturales y con una población relativamente calificada afronta agudas crisis periódicas. Esas convulsiones conviven con enormes movimientos de protesta en escenarios políticos convulsivos. ¿Cuáles son las causas del declive económico-social? ¿Cómo operan las fuerzas que acentúan y atemperan ese retroceso? ¿Qué problemas afrontan las explicaciones más corrientes?
El país se encuentra nuevamente al borde del colapso. Los cierres de empresas profundizan la recesión, las escalofriantes tasas de interés sofocan la actividad productiva y los salarios soportan la peor caída de las últimas décadas. La inflación retomó los picos del pasado y sobrevuela el fantasma de otro default de la deuda.
El primer programa neoliberal que intentó el gobierno naufragó y el socorro brindado por el FMI se extinguió en 90 días. El segundo auxilio del Fondo incluye su manejo directo de la economía. Ha introducido una brutal restricción de gastos y una inédita aspiración de la circulación monetaria.
Ese ajuste conduce a un prolongado estancamiento o a incontrolables estallidos. Ya existen paralelos con escenarios de canje compulsivo de bonos y desbordes inflacionarios (1989) o de aguda depresión (2001).
Esta recurrencia de grandes convulsiones ilustra un retroceso de largo plazo con pocas semejanzas internacionales. En muy pocos países se verifican oscilaciones tan abruptas del nivel de actividad. El PBI argentino registró contracciones y expansiones superiores al promedio internacional en 12 oportunidades durante los últimos 35 años. Esas oscilaciones obstruyeron la acumulación, retrajeron las inversiones y elevaron los costos de financiación.
También es singular la dimensión alcanzada por la fuga de capitales. Un porcentual equivalente al 50 o 70% del producto bruto está localizado en el exterior. Los grupos dominantes guarecen en los paraísos fiscales significativas porciones de las ganancias que generan en el circuito local.
La magnitud de la inflación es otro dato peculiar. Superaba la media internacional en los años de generalizada remarcación internacional de precios y persiste en el actual contexto de estabilidad (o deflación). En contados países se verifican las tasas de dos dígitos anuales que imperan en Argentina.
Esa depreciación de la moneda ha empujado al ahorro en divisas y a la comercialización de muchos bienes en moneda extranjera. Por la misma razón, el volumen físico de dólares en circulación supera ampliamente el promedio en la región.
Argentina albergó una industrialización temprana, con cierto desenvolvimiento del mercado interno e importantes conquistas sociales. Pero ese distanciamiento inicial de las adversidades latinoamericanas se desvaneció en forma vertiginosa en las últimas décadas.
La economía del Cono Sur quedó muy afectada por los parámetros de rentabilidad de la globalización neoliberal. Esas referencias han forzado una reestructuración muy regresiva, en los países periféricos que alcanzaron mayor desenvolvimiento previo. La inadecuación del capitalismo argentino al modelo global genera esa agobiante sucesión de ajustes. La remodelación comenzó en los 80 y nadie avizora su finalización.
El mismo desacople afecta a otras economías medianas de América Latina. Todas sufren los efectos del viraje inversor hacia Oriente. Basta observar el contraste con el Sudeste Asiático para notar la envergadura de esa mutación. Dos zonas que compartían el mismo status económico relegado han seguido trayectorias opuestas.
Este cambio impacta sobre Brasil, que padece el estancamiento de la productividad, los déficits externos y la obsolescencia de la infraestructura. También las maquilas mexicanas han perdido gravitación frente a los competidores asiáticos.
Pero las adversidades de Argentina son mayores. La economía que inauguró el modelo sustitutivo de importaciones, no ha logrado superar las consecuencias de esa antelación. Quedó más descolocada que sus pares frente al nuevo patrón productivo de las empresas transnacionales.
Argentina no tiene las compensaciones que conserva México por su cercanía con el mercado estadounidense. Tampoco cuenta con el tamaño de Brasil para ampliar la escala de producción. La balanza comercial desfavorable con el socio limítrofe ilustra esa adversidad.
Las periódicas reactivaciones de la industria argentina nunca lograron contener el declive. Ha persistido la alta concentración en pocos sectores, el predominio extranjero y la baja integración de componentes locales. En el trienio de Macri se ha consumó un verdadero “industricidio”. Se han perdido 107.000 puestos de trabajo, la producción se ubica un 14% por debajo del 2011 y el nivel de empleo se equipara con el 2008.
Algunos analistas contraponen estas dificultades con la estabilidad de Chile, Perú o Colombia, presentando una visión edulcorada de esas retrasadas economías. Quiénes tradicionalmente emulaban a Estados Unidos, España o Italia, ahora se resignan a seguir los modelos situados en un escalón inferior.
Pero eluden explicar por qué razón Argentina continúa atrayendo inmigrantes de esas naciones e ignoran la invalidez de su comparación. Las nuevas economías referentes evitan la demolición fabril de Argentina por su simple carencia de parques industriales significativos.
Nuestro país ha perdido también el privilegiado lugar internacional de sus exportaciones de carne y trigo. Se amplió el número competidores de ambos productos y la soja no cumple la misma función multiplicadora de otras actividades. Al contrario, acentúa la quiebra de la agricultura integral y complementa la escasa creación de puestos de trabajo que generan la minería a cielo abierto o la extracción de petróleo con shale.
En las últimas décadas se acentuó la incapacidad de distintos gobiernos para canalizar la renta del agro (y la minería o los combustibles) hacia el desarrollo productivo. Esa impotencia refuerza el contraste con Australia, que se especializó en la exportación de materias primas, expandiendo al mismo tiempo ciertos servicios e industrias intensivas.
La imitación de ese sendero se encuentra actualmente más obstruida. Australia no afronta la complementariedad y rivalidad agrícola de Argentina con Estados Unidos y su proximidad del Sudeste Asiático le ha permitido una reconversión, que no está al alcance de Sudamérica.
El retroceso económico es la principal causa de la inestabilidad general. La ausencia de crecimiento sostenido y la recurrencia de las crisis corroen desde hace varias décadas a los presidentes de distinto signo.
Los gobiernos militares de los años 60 fueron más volátiles que sus equivalentes sudamericanos y ninguna otra dictadura colapsó por una incursión militar semejante a Malvinas. Tampoco ha sido tan corriente en otros países, la renuncia anticipada de los mandatarios o la asunción de cinco presidentes en una semana.
El uso de la coerción para contrarrestar esa vulnerabilidad está seriamente limitado. El desprestigio que sucedió a los crímenes de la dictadura, la aventura militar contra los británicos y los levantamientos de loscarapintadas anularon el viejo protagonismo del ejército. No ejerce el poder explícito que exhibe en Colombia, México o Brasil, ni el rol subyacente que juega en Chile o Perú.
Ese desplazamiento priva a la clase capitalista de un importante instrumento de dominación. El rol activo de las fuerzas armadas en el sostenimiento de los sistemas políticos no es un resabio del siglo XX. Constituye una urgente necesidad de los regímenes autoritarios de América Latina.
La restauración de esa influencia ha sido una frustrada prioridad de Macri. Forjó un Ministerio de Seguridad con asesoramiento israelí para adiestrar represores e intentó derogar la ley, que impide la intervención de los gendarmes en la represión interna.
La inestabilidad política deriva, además, de la erosión de los partidos tradicionales. La UCR quedó muy deteriorada por sus dos fracasos gubernamentales. El desplome de De la Rúa fue más impactante que la forzada salida de Alfonsín, pero ambos desenlaces quebraron la antigua primacía del radicalismo en la clase media. Ese agrupamiento subsiste actualmente como una formación subordinada al PRO.
También el peronismo perdió una parte de su viejo sostén popular. Ha logrado una supervivencia que no consiguieron sus pares de la región (PRI de México, APRA de Perú, Varguismo de Brasil, MNR de Bolivia), pero quedó muy erosionado como columna vertebral del movimiento obrero. La aguda fragmentación entre trabajadores formales e informales corroe la uniformidad social que sustentaba al justicialismo. Ese deterioro se verifica en el plano ideológico. Frente a una identidad muy debilitada, sólo una minoría canta la marcha con la espontaneidad del pasado.
La década kirchnerista consagró la fractura actual entre los sectores derechizados del peronismo (que sostienen la gestión de Macri) y el espectro progresista (que lidera Cristina). Habrá que ver si convergen nuevamente en una opción de gobierno. En cualquier variante se ha debilitado su viejo rol de reserva frente a los vacíos de poder. El peronismo acompaña la crisis general de gobernabilidad.
Un tercio de la población argentina está sumida en la pobreza o en la informalidad laboral. Por esta razón el asistencialismo se ha transformado en un renglón perdurable de las cuentas públicas. Los planes de auxilio surgidos de la lucha popular se han convertido en un gasto indispensable para la reproducción del tejido social. Lo que inicialmente irrumpió como una respuesta provisoria a la emergencia se ha transformado en un dato estructural.
La fotografía de esa pauperización se asemeja a cualquier retrato de América Latina. Pero la degradación argentina ha sido más fulminante y contemporánea. A diferencia de la región, el porcentaje de los desamparados no superaba el 5% de la población en los años 70. La vertiginosa expansión posterior no tiene parangón y afecta poblaciones ya urbanizadas y escolarizadas. No repite, por ejemplo, la masiva expulsión de campesinos mexicanos de sus tierras.
Pero esa impactante regresión social no ha debilitado en Argentina la continuidad de la lucha popular. En muy pocos países se verifica esa perdurable escala de protestas. Especialmente el sindicalismo mantiene un inusual protagonismo en comparación a otros países.
Desde el fin de la dictadura se realizaron más de 40 huelgas generales con altísimo acatamiento. Bajo la gestión de Macri se concretaron tres paros con el mismo grado de cumplimiento. La sindicalización se ubica en el tope de los promedios internacionales, luego de la gran recuperación de afiliados registrada durante la década pasada.
Este peso de la organización sindical se verifica en los momentos de mayor conflicto. La hostilidad de los medios de comunicación no ha disuadido el acompañamiento (explícito o pasivo) de los sectores no agremiados. El gobierno sólo mantiene el ajuste por la complicidad de la burocracia sindical. Su incapacidad para doblegar la lucha popular ha erosionado el sostén que recibe de la clase capitalista.
Los movimientos sociales aportan un segundo frente de gran respuesta por abajo. Los piquetes del 2001 han desembocado en organizaciones que reúnen multitudes. Esas convocatorias aseguran la continuidad de los planes, que Macri y Vidal no se atreven a cortar. Repiten con las organizaciones sociales las mismas negociaciones de sus antecesores.
Las movilizaciones se extienden también a la juventud, que congregó un inédito número de manifestantes en la batalla por el aborto. Toda la política argentina se dirime en las calles y se procesa posteriormente en las instituciones. La remodelación económica regresiva que exigen los capitalistas choca con la gran barrera de la resistencia social.
Esa vitalidad de la lucha siempre asemejó a la Argentina con Francia y en la coyuntura actual emparenta a Macri con Macron. Dos presidentes al servicio explícito de los acaudalados afrontan el mismo repudio de los empobrecidos.
La clase media siempre osciló entre dos conductas frente a las tensiones del país. En ciertos momentos sostuvo a las fuerzas gorilas y dictatoriales y en otras circunstancias apoyó a los líderes democráticos y radicalizados. Esta misma fluctuación se verifica en muchos países, pero en Argentina incluye ingredientes más conflictivos.
Macri canalizó el descontento de las franjas medias que golpeaban las cacerolas contra Cristina, denigrando a los precarizados y naturalizando la conveniencia de un gobierno de millonarios. Esa adhesión ha quedado corroída con el desastre económico de Cambiemospero no se ha disuelto.Es una incógnita cómo incidirá en el país la oleada ultraderechista que llegó a Sudamérica de la mano de Bolsonaro. Hasta el momento prevalecen las diferencias que separan a la Argentina de Brasil.
El núcleo duro de la derecha se encuentra muy afincado en grupos adinerados y generaciones veteranas. Su prédica es influyente, pero no ha calado en el grueso de la población. Los sectores medios habitualmente conservadores glorifican el mercado hasta que el ajuste los afecta. También avalan la coerción estatal, pero no la represión en gran escala.
A su vez, los segmentos progresistas del mismo universo participan limitadamente en las protestas. Exhiben un gran temor a los efectos devastadores de la crisis. El trauma legado por el 2001contiene sus reacciones.
La derecha siempre ha disputado preeminencia en la clase media, en conflicto con la gran tradición de derechos humanos y educación pública. El primer cimiento incluye vasos comunicantes con las Madres, las Abuelas y los Familiares de desaparecidos. Esa sintonía cobra visibilidad en las masivas conmemoraciones del 24 de marzo.
La conciencia democrática se realimenta con la recuperación de los nietos y las batallas por la identidad o la memoria. Por eso naufragaron los intentos oficiales de indultar a los genocidas. El “dos por uno” suscitó un contundente rechazo y el crimen de Maldonado desató una conmoción.
Estas convicciones democráticas se asientan en el perdurable legado de la educación pública. La escolarización masiva en establecimientos laicos forjó un ideario de convivencia y progreso que persiste hasta la actualidad.
El neoliberalismo intenta destruir la enseñanza estatal para naturalizar la segmentación social. Con asfixia de recursos, deterioro de los colegios y hostilidad hacia los docentes propicia el modelo chileno de privatización escolar.
Pero no ha podido generalizar las creencias elitistas, ni anular la vitalidad del pensamiento crítico en las universidades. Los sectores medios -que en los 90 acompañaron la resistencia de las Carpas Blancas- continúan comprometidos con la defensa de sus tradiciones educativas.
Las tensiones de Argentina obedecen a desequilibrios específicos del capitalismo, en escenarios de gran resistencia popular. La derecha desconoce ambos determinantes y sitúa el origen de todos los problemas en el descontrol del gasto público. Estima que ese desborde agiganta la incidencia del estado, en desmedro del sector privado.
Pero esas erogaciones no superan el promedio mundial o regional. La economía argentina no es más estatista que sus pares y los momentos de gran déficit fiscal siempre obedecen a alguna necesidad de las clases dominantes. Los recursos del Tesoro se destinan a empresas afectadas por convulsiones cambiarias o a bancos corroídos por temblores financieros.
Con esos auxilios el estado ha intentado contrarrestar la conducta improductiva de una burguesía que invierte poco, fuga capital y remarca precios. Los problemas del sector público se originan en el sostén otorgado a los dueños del país.
En lugar de registrar ese favoritismo los liberales culpan a la población. Sin ofrecer ninguna evidencia, estiman que la sociedad se acostumbró al financiamiento estatal del consumismo. Omiten que el poder de compra ha caído en sintonía con el deterioro de la alimentación, la salud y la educación. El sobre-consumo está restringido a la clase alta y nunca se extiende a los empobrecidos.
El gasto público refuerza esa desigualdad mediante subsidios y un sistema impositivo regresivo. No es cierto, que la esforzada actividad privada sostiene al parasitario sector público. Los grandes capitalistas incrementan su beneficio manejando ambas esferas.
Los liberales (y sus ahijados “neo”) suelen despotricar indiscriminadamente contra los argentinos que “viven por encima de sus posibilidades”, agotando las viejas riquezas de la nación. Pero olvidan que Argentina no se convirtió en un desierto, ni perdió sus extraordinarias ventajas naturales. Sólo afronta una mayor depredación de esos activos. La renta transferida al exterior no genera empleos y acentúa la desinversión.
El liberalismo ha gobernado en incontables oportunidades y siempre agravó los desequilibrios que promete erradicar. Pero invariablemente culpa al resto de la sociedad de su fracaso. Macri repite esa conducta acumulando un récord de fallidos que achaca a otros. Atribuye la regresión económica del último trienio a la herencia de siete décadas. Con ese artificio disimula el impacto de su programa de endeudamiento, apertura comercial y flexibilización laboral.
Al subrayar la responsabilidad de sus adversarios, los liberales omiten su preeminencia en las administraciones cívico-militares, menemistas y aliancistas de las últimas décadas. Especialmente los voceros de Cambiemos ocultan que Macri no inventó el capitalismo de amigos, la agresión al sindicalismo y el deslumbramiento por el capital extranjero. Repite lo hecho por quiénes propiciaron las mismas cirugías económicas y los mismos atropellos sociales, sin lograr el restablecimiento de la tasa de acumulación.
El PRO repite los viejos pretextos y busca en las adversidades internacionales las causas de los desajustes que autogenera. Pero no explica por qué razón ningún otro país afronta un desgarro semejante. Como ya ocurrió con Martínez de Hoz, la convertibilidad y Cavallo-De la Rúa, el financiamiento aventurero de la reconversión neoliberal desemboca en un desplome de la economía.
Es particularmente asombrosa la semejanza con los años 90. Apreciación del tipo de cambio, desmantelamiento de la producción nacional, apertura comercial indiscriminada, despilfarro de dólares en turismo, desregulación laboral y aceitadas bicicletas financieras, para solventar con deuda la fuga de capital.
Macri sólo aporta un descaro mayor en la implementación de las mismas políticas. Esa desfachatez es congruente con su pertenencia a la elite capitalista. Prescinde de las viejas mediaciones y ensaya un formato de neoliberalismo crudo, con los mismos resultados del pasado.
La derecha atribuye la inestabilidad política a la demagogia de los funcionarios. Considera que esa irresponsabilidad potencia la indisciplina endémica de los argentinos. Estima que la vieja “viveza criolla” ha desembocado en una falta de respeto a las instituciones. Sostiene que esa “cultura de la desmesura” socava la ética del esfuerzo requerido para forjar un “país normal”.
Esa mirada imagina un estereotipo de argentino culpable de todas las desventuras nacionales. ¿Pero a qué grupo social pertenece ese descarriado? ¿Comparte la holgazanería de los financistas? ¿Derrocha las rentas del agro-negocio? ¿Perpetra las estafas de la “Patria Contratista”? Los derechistas evitan asociar al impugnado personaje con los dueños de país. Concentran en el pueblo su identificación de la argentinidad con la vagancia.
La variante macrista del mismo relato incorpora los clichés de la nueva derecha. Repite el sermón del diario La Nación con poses de inconformismo y recicla la ideología gorila con retórica new age.
La principal desgracia del país es invariablemente situada en el populismo. Pero se olvida que Argentina perdió la exclusividad de esa enfermedad. Actualmente esa denostada condición tiene más peso en los admirados paraísos de Estados Unidos y Europa. Los liberales nunca definen el significado exacto del populismo y simplemente lo descalifican por su eventual sostén de alguna mejora de los trabajadores.
Las críticas más corrientes son descargadas sobre los políticos que utilizan engañosas promesas para ganar elecciones. Pero esas mentiras suelen alcanzar también a los líderes del propio palo. Macri llegó a la presidencia anunciando una lluvia de inversiones y generó la peor bicicleta financiera de la historia. ¿Ese fraude no ilustra una típica perversidad del populismo? Con su habitual doble vara los derechistas eximen al presidente.
También cuestionan el “desapego a la ley” de los argentinos exceptuando a los poderosos. Consideran normal la entrega por moneditas de empresas del estado o la legalización de la evasión por medio de blanqueos. Pero exigen duras penalidades contra las demandas de los empobrecidos.
Con la misma óptica sesgada presentan a la corrupción como un vicio de gobernantes anteriores. Olvidan que todas las administraciones del planeta se exculpan con el mismo argumento. La “pesada herencia” no es un invento del PRO.
Pero en manos de Cambiemos el estandarte multiuso de la corrupción es una braza caliente. Muy pocos personajes del gobierno pueden justificar sus incalculables fortunas. Los miembros del gabinete exhiben sorprendentes incrementos de patrimonio, valuaciones truchas de propiedades e inversiones millonarias en el exterior. Al tope del listado de irregularidades se ubica el propio Macri, que apuntala desde la presidencia los turbios negocios de su grupo familiar. Un individuo enriquecido a costa de erario público emite desde la Casa Rosada mensajes de transparencia.
Los liberales consideran que Argentina decayó por su divorcio de Occidente. Imaginan al país como un ahijado de Europa casualmente localizado en la geografía latinoamericana. Suponen que el virus del populismo lo alejó de una trayectoria semejante a Estados Unidos o Canadá.
Pero olvidan que las naciones endiosadas también atravesaron por etapas de intervencionismo estatal, protección aduanera, liderazgo personalista y escaso apego a la pulcritud republicana. Tampoco evalúan qué tipo de inserción plasmó cada país en la división internacional del trabajo. Ignoran por completo el significado de la dependencia.
Los conservadores sitúan el origen de la decadencia nacional en el abandono del diseño propiciado por la generación del 80. Entienden que ese proyecto quedó a medio camino, cuando los pilares de la civilización liberal fueron erosionados por la barbarie local.
Pero olvidan que el añorado universo de la oligarquía fue construido sobre las sufridas espaldas de campesinos, arrendatarios y asalariados. Los latifundistas solventaron su derroche en la expropiación de ese esfuerzo. Sus admiradores tampoco registran cómo el rentismo improductivo sentó las bases del estancamiento posterior.
La idealización de los terratenientes impide registrar sus perdurables huellas en las clases dominantes posteriores. Esa continuidad se verifica en un empresariado reacio a la inversión y habituado a las ganancias rápidas.
Los neoliberales igualmente ponderan la enorme potencialidad de los argentinos para generar prósperos emprendedores. Nunca explican por qué razón esas cualidades permanecen bajo la superficie. Pero, además, subdividen la encarnación de esos rasgos en grupos sociales muy diferenciados.
No extienden las virtudes que perciben en las clases altas a los empobrecidos. La elogiada creatividad de los capitalistas se transforma en perniciosa avivada, cuando se corporiza en empleados públicos. La astucia del banquero se convierte en mezquino provecho entre los trabajadores y la conveniente picardía del adinerado se torna mala praxis en manos del cuentapropista.
Esa hostilidad hacia los pauperizados alcanza su pico en la evaluación de los planes sociales. Los neoliberales estiman que sus receptores “no quieren trabajar” porque “viven del erario público”. Denuncian a “las mujeres que se embarazan para cobrar la asignación por hijo” y a los hombres que “rehúyen el empleo”, para mantener los beneficios asistenciales.
Utilizan esas calumnias para cerrar los ojos ante la miseria de los mendigos, que sobreviven hurgando la basura. En lugar de promover la solidaridad con los desamparados, culpan a las víctimas de sus desventuras. No quieren registrar que nadie elige la marginalidad. Los empobrecidos simplemente no consiguen trabajo por la retracción del mercado laboral que impone la coyuntura recesiva y la desindustrialización estructural.
Los neoliberales se irritan con las protestas que visibilizan la degradación social. Claman especialmente contra la ocupación del espacio público por los manifestantes. Pero nunca juzgan todas las movilizaciones con el mismo parámetro. Enaltecían la participación ciudadana, cuando las rutas eran cortadas por los agro-sojeros o las calles quedaban bajo control de los caceroleros anti-K.
Habitualmente reivindican sus propias marchas como ejemplos de civilidad que no molestan a ningún transeúnte. Por el contrario, las acciones populares son presentadas como desordenes promovidos por los punteros que financia el Estado. Los participantes de esos actos son retratados como ignorantes arriados de un lugar a otro, a cambio de un choripán, para proferir gritos de ocasión. Esa contraposición entre ciudadanos civilizados y hordas manipuladas ya es un clásico de la literatura conservadora.
Pero la diabolización de los piquetes se ha transformado también en una obsesión del periodismo cortesano. Estima que la libertad de circulación debe primar sobre el derecho a reclamar por la supervivencia. Frecuentemente convoca a “buscar otro método” de protesta sin aportar sugerencias sobre esa alternativa.
Otra variante más elaborada del mismo discurso señala que “la década precedente de derechos” debe ser mejorada con un nuevo “decenio de obligaciones”. Pero divorcia esos complementos abstractos de la vida ciudadana del agravamiento de la miseria. Los planteos más agresivos retratan a los manifestantes como “extorsionadores” de la población, sugiriendo que conforman un grupo demográfico distinto. Con esa descalificación ocultan que los únicos chantajistas son los artífices del ajuste.
Es evidente que los piquetes se han generalizado como forma de lucha ante la falta de trabajo. La expulsión del circuito laboral empuja a los excluidos a cortar el tránsito para hacer valer sus peticiones. Obviamente generan molestias a los que no participan de su acción. Pero esos inconvenientes afloran en cualquier lucha y no son mayores que los afrontados cotidianamente por el grueso de la población.
Los derechistas presentan los piquetes como un deporte de militantes. Complementan esa tontería con el llamado a concertar negociaciones antes de cada protesta. Este descubrimiento ignora que las marchas siempre están precedidas por frustradas tratativas. Lo más frecuente es la total desaprensión hacia los sufrimientos de los desposeídos. Si no hay un clamor en las calles, los altos funcionarios ni siquiera escuchan las demandas. Lo mismo ocurre con los medios de comunicación. Sólo visibilizan los reclamos transformados en exigencias colectivas.
Pero lo más importante es el resultado de esas luchas. La movilización es el único antídoto efectivo a la regresión social. Lejos de constituir una “respuesta inútil”, introduce un límite al desmoronamiento de los ingresos populares. No todo “sigue igual” al otro día. Las protestas tienen resultados inmediatos y posteriores. Los planes sociales subsisten por la resistencia y el recorte de los salarios habría sido mucho mayor sin lucha. La acción es lo único que atemoriza a los poderosos.
La movilización callejera impide, además, la amnesia de tradiciones populares que ambiciona la derecha para consolidarse. La persistencia de ese legado explica los significativos niveles de militancia y politización que imperan en el país. Esa participación popular obstruye la estabilización de gobiernos tecnocráticos, acota la prepotencia imperial estadounidense y limita la penetración de la ideología neoliberal.
Muchas inconsistencias de la visión liberal han sido esclarecidas por sus críticos desarrollistas. La mirada económica heterodoxa, la tradición ideológica nacionalista y las posturas políticas progresistas han refutado numerosos mitos de sus adversarios, con frecuentes burlas a las zonceras de esa concepción.
Han descripto especialmente cómo los liberales repetidamente restauraron el modelo agro-exportador o el patrón de valorización financiera, en desmedro del desenvolvimiento industrial. Subrayan que Argentina necesita la intervención del estado para apuntalar su crecimiento, con protección aduanera, fomento fabril y jerarquización del mercado interno.
Esa visión resalta correctamente la tensión histórica entre dos modelos, pero soslayando su cimiento común en el capitalismo dependiente. Esa configuración determina la fragilidad de los distintos esquemas y su variable primacía en función del contexto externo.
El modelo agro-exportador despuntó en la primera mitad del siglo XX, cuando la industrialización del centro requería los insumos provistos por la Pampa. La sustitución de importaciones despegó en el marco keynesiano de entre-guerra (y posguerra), que favorecía cierto desenvolvimiento de las economías intermedias. La valorización financiera irrumpió en el escenario contemporáneo de la globalización y ha precipitado la regresión latinoamericana al extractivismo exportador.
Si se analiza el predominio de estos modelos con estrechas anteojeras locales, resulta imposible explicar la cambiante supremacía de cada uno. La pugna entre liberales y desarrollistas siempre estuvo condicionada por el status periférico del país.
Los desarrollistas (y sus discípulos “neo”) relativizan esa sujeción, sugiriendo que cada país elige libremente el tipo de capitalismo vigente en sus fronteras. Pero es muy ingenuo suponer que Argentina decidió vaciar su estructura fabril, en contraposición a la preferencia coreana por un curso industrial.
No tiene sentido postular que ellos optaron por la apertura selectiva, la incorporaron de bienes de capital y nosotros por la regresión al monocultivo de la soja. El capitalismo global no funciona con esa simple convalidación de trayectorias nacionales. La preeminencia de esas decisiones induciría a todos los países a repetir el sendero de Suiza y a evitar el rumbo de Haití.
Los neoliberales olvidan que el capitalismo no ofrece oportunidades de desarrollo a todos sus integrantes. Opera en un marco internacional estratificado, con márgenes de autonomía muy acotados y variables, en las distintas regiones que circunvalan a las metrópolis. El sistema se rige por principios de cruda competencia y otorga premios muy selectivos a los ganadores que sofocan adversarios.
Argentina padece con mayor dureza las consecuencias de ese sistema y la generalizada adversidad económica actual de América Latina. Para colmo, su vieja burguesía nacional ha sido reemplazada por una burguesía local con negocios más diversificados e internacionalizados.
Algunos neo-desarrollistas reconocen estas transformaciones, pero suponen que el fomento estatal del consumo igualmente empujará a los empresarios a retomar la inversión. Omiten que esa receta no es viable cuando los capitalistas privilegian otro curso. En ese caso, resulta imposible sustituirlos con la intervención estatal manteniendo el sistema actual. El capitalismo sin sus protagonistas es un contrasentido.
Lo ocurrido durante la década pasada, confirma las limitaciones de un simple proyecto antiliberal para revertir el declive económico-social del país. El kirchnerismo intentó retomar un rumbo neo-desarrollista, con menores ambiciones de reindustrialización, mayores contemplaciones hacia el agro-negocio y creciente timidez frente a los financistas.
A diferencia de otras experiencias, contó con un periodo prolongado para ensayar su modelo. Ciertamente heredó el descomunal desplome del 2001, pero usufructuó del extraordinario repunte de las ganancias, que sucedió a la desvalorización interna de capitales. También aprovechó el viento de cola externo generado por el superciclo de las materias primas.
Pero en el lugar de remover los cimientos del subdesarrollo confió en socios capitalistas, que utilizaron los subsidios para fugar capital sin aportar inversiones. El resultado fue la preservación del perfil económico extractivo, la estructura industrial dependiente y el sistema financiero adverso a la inversión.
El kirchnerismo atenúo inicialmente los desequilibrios de la economía, pero se quedó sin cartuchos cuando el contexto internacional se tornó adverso. En ese momento el incentivo al consumo dejó de funcionar y resurgió el déficit fiscal con alta inflación. Intentó un tardío e ineficaz control de cambios, eludió la reforma impositiva progresiva y retomó el endeudamiento externo.
La evaluación crítica de esa gestión es actualmente soslayada por sus artífices. Se limitan a contraponer la “década ganada” con el desastre del macrismo. Ese contraste salta a la vista y resulta especialmente visible en la evolución de los salarios, el endeudamiento o las tarifas. Pero no resuelve las falencias del decenio anterior.
La omisión del balance conduce a suponer que bastará con repetir lo hecho para retomar el crecimiento. En las terribles condiciones actuales de endeudamiento y recesión esa expectativa es infundada.
La derecha macrista no logró supremacía electoral sólo por los errores políticos, culturales o de comunicación de su adversario. El kirchnerismo falló en el plano económico por mantener los privilegios de los grupos dominantes y eludir las transformaciones requeridas para erradicar el subdesarrollo y la desigualdad.
En el nuevo escenario, el logro de esas metas exige nacionalizar los bancos y el comercio exterior a partir de una ruptura con el FMI. Esas decisiones son indispensables para recuperar la soberanía monetaria y financiera. Los agudos problemas actuales no se resuelven con vagas exhortaciones a reforzar la regulación estatal. Esos controles pueden incluso multiplicar las adversidades, si apuntalan los intereses de los grupos dominantes. El capitalismo financiarizado y agro-exportador es una tormentosa realidad que no se supera con ilusiones en el capitalismo inclusivo.
Algunos ensayistas han buscado la explicación de las conmociones que afectan al país en el ADN de los argentinos. Pero es más sencillo registrar que esas crisis expresan la traumática inadaptación del capitalismo local a los nuevos parámetros globales. También es más clarificador notar cómo las reacciones populares limitan los efectos de esos desajustes y permiten tantear senderos de reconstrucción del país.
Dos fuerzas en conflicto definen el devenir de Argentina. El estancamiento económico potencia la inestabilidad política, acentúa la fractura social y empuja a la resignación. Las protestas confrontan con esa pasividad y abren rumbos para la recomposición de la vida nacional.
Las crisis frecuentemente erosionan las expectativas en encontrar algún remedio al deterioro argentino. Las luchas populares recrean, en cambio, las esperanzas en el hallazgo de esa solución. En esa tensión, la desazón y el entusiasmo se suceden al compás de la gran disyuntiva: tolerar la regresión o forjar otro horizonte desde la resistencia. El futuro se construye en esa cotidiana batalla.
9-12-2018