Jean-Marie Vincent
En el régimen capitalista, la civilización, la libertad y la riqueza hacen pensar en un rico harto de comida que pudre todo lo vivo y no deja vivir lo que es joven. Pero lo que es joven crece y alcanza la cumbre pase lo que pase.
Lenin
Toda revolución marca un cambio brusco en la vida de enormes masas populares. En tanto que ese cambio no ha llegado a la madurez, ninguna revolución verdadera puede producirse. Y, del mismo modo que cada cambio en la vida de un hombre está para él lleno de enseñanzas, le hace vivir y sentir cantidad de cosas, del mismo modo la revolución da al pueblo entero, en poco tiempo, las lecciones más substanciales y más preciosas.
Durante la revolución, millones y decenas de millones de hombres aprenden cada semana más que en un año de vida ordinaria somnolente. Pues en un cambio brusco que cambia la vida de todo un pueblo, se advierte con nitidez particular los fines que perseguían las diferentes clases sociales, las fuerzas de las que disponían y sus medios de acción.
Lenin
El movimiento revolucionario de mayo-junio de 1968, piensen lo que piensen aquellos que no quieren verlo sino como un paréntesis, no ha estallado como un trueno en un cielo sereno. Muchos índices habían mostrado que las cosas no iban tan bien en esta Francia burguesa tan contenta de sí misma. La insatisfacción de los campesinos, la rebelión de los jóvenes trabajadores, la crisis universitaria eran comentadas casi cotidianamente por la gran prensa o la radio y la televisión. Por supuesto la inquietud no reinaba entre nuestras clases dirigentes, y la izquierda tradicional tenía sobre todo los ojos fijos en el objetivo 1972. Pero todos los observadores lúcidos sabían que el descontento, como se dice púdicamente, no debía ser tomado a la ligera, aunque los gobernantes pensaban hacerle frente con los medios habituales.
Queda entonces por comprender por qué esos diversos descontentos han acabado por constituir una mezcla explosiva en ese mes de mayo de 1968, es decir han acumulado sus efectivos para poner en peligro el régimen gaullista. Si no queremos resignarnos a una explicación circunstancial, hace falta evidentemente remontarse a la evolución de las relaciones entre clases y relaciones entre el poder y los dominados, lo que exige en particular que captemos el papel y la acción del poder gaullista en ese contexto social y político.
Hay una explicación seductora en su simplicidad, que es preciso rechazar de inmediato: la que hace del régimen gaullista la expresión directa de los monopolios o que, en otros términos, identifica el poder económico de las grandes Concentraciones capitalistas con el poder político. Esa explicación conduciría a atribuir mecánicamente los acontecimientos de mayo a una degradación de las condiciones de vida de las masas, ella misma debida a la "nocividad" de los monopolios en el poder. Como ya lo ha notado Nicos Poulantzas en su libro Poder político y clases sociales (Maspero, 1968), el carácter falsamente radical de esa tesis que postula la fusión en un mecanismo único de la actividad de los monopolios y de la actividad gubernamental, puede ocultar el oportunismo más chato. En efecto, en esa óptica, basta colocar fuera de las posibilidades de dañar a algunos monopolios (por medio de algunas nacionalizaciones por ejemplo) para permitir el establecimiento de una democracia verdadera. Todo el problema de las relaciones de producción capitalista, de su anclaje en el contexto social es así esquivado, y por vía de consecuencia, todo el problema de las estructuras de clase de la sociedad actual. Además, esa tesis no puede conducir más a una subestimación de la acción política y de las relaciones de fuerza políticas entre las clases e impide comprender la especificidad del régimen político establecido desde 1958 en tanto que resultante de una constelación precisa de relaciones políticas y económicas entre las diferentes capas de la sociedad, y de relaciones de alianza y de oposiciones.
El régimen gaullista nació de la crisis de la IV República. Puso fin a un equilibrio político-social demasiado inestable, para instaurar otro, más sólido y más satisfactorio para la clase dominante. En efecto, el bloque en el poder bajo la IV República, fundado durante muy largo tiempo sobre una alianza de tipo tercera fuerza en el nivel electoral, daba los signos de disolución bajo el impacto de las crisis coloniales. Ya la primera guerra de Indochina no había podido ser liquidada sino al precio de serios esguinces a las reglas de formación habituales de las coaliciones gubernamentales: así el gobierno Mendes-France había debido lanzar llamados a la opinión pasando por sobre el Parlamento. La crisis de Argelia amplifica aun el proceso iluminando la incapacidad del bloque en el poder de definir una política coherente y de imponer a las capas que le estaban aliadas. El Frente Republicano de 1955-1956 que no era prácticamente sino una tentativa de rejuvenecimiento de la tercera fuerza, se revela tan impotente, a la vez porque su base rea más restringida (oposición de los poujadistas, del MRP, de los gaullistas), y porque las fuerzas que estaban representadas no estaban prontas a asumir los riesgos de una política de desentendimiento en Argelia. Recurriendo a la demagogia nacionalista, es decir, haciendo aun más difícil la definición de una política argelina adaptada a la situación, el gobierno Mollet no hizo sino agravar esa impasse. Los partidos dominantes de la IV República no podían sino hundirse un poco más en la parálisis a fin de no chocar con su electorado desde hace largo tiempo habituado a considerar que todos los problemas podían ser resuellos por vía de negociaciones y compromisos entre líderes parlamentarios, sin que nada de esencial cambiara en el equilibrio de fuerzas. Pero justamente bajo la IV República agonizante, las crisis ministeriales no podían ya llenar las mismas funciones que en otra época, es decir conciliar intereses divergentes (¡no demasiado!) por nuevas dosificaciones ministeriales, aun dando a las masas dominadas la impresión de que se estaba pronto a tomar en cuenta su opinión. Frente a la gravedad del problema argelino, las crisis ministeriales, a pesar de la permanencia de un ritual, no dominaban ya nada y aparecían cada vez más como comedias que no entretenían más a nadie. El arcaísmo de un sistema político fundado sobre una opinión pública pequeño burguesa, la incapacidad de partidos débilmente estructurados y ampliamente dominados por notabilidades locales, las dificultades de selección del personal político dirigente a partir de la concurrencia de organizaciones débilmente disciplinadas, todo eso salía a luz en los primeros meses de 1958. Había que encontrar un nuevo equilibrio político, aunque fuera para hacer frente a los problemas económicos planteados por la guerra de Argelia en un contexto de liberación de cambios.
Numerosas vías eran posibles teóricamente. La primera en el cuadro de la IV República, hubiera podido consistir en buscar un acuerdo con el PCF muy dispuesto, como lo había mostrado el voto de los poderes especiales a Mollet-Lacoste, en marzo de 1965, a consentir numerosos esguinces a sus principios proclamados. Pero esa vía recelaba demasiadas incógnitas e inconvenientes para las fuerzas dirigentes de la IV República (necesidad de concesiones más grandes a la clase obrera, dificultades con los aliados occidentales, dificultades para proseguir la guerra en Argelia, abandono del anticomunismo como medio de gobierno) para que se reunieran en ausencia de presiones suficientes de las masas, como en 1944-1946. Otra vía, la de la dictadura militar, tenía aun menos atractivo, para los medios dirigentes franceses. Por una parte, arriesgaba suscitar una muy viva resistencia y sacar al movimiento obrero del letargo en que estaba hundido desde 1949; por otra parte, habría suprimido prácticamente toda libertad de maniobra en el problema argelino. En realidad, sólo la tercera vía, la de De Gaulle, era susceptible de recoger suficientemente asentimientos en las diferentes fracciones de las clases dominantes. De Gaulle, en efecto, se beneficiaba de una leyenda forjada en gran parte por la izquierda, en el curso del período de la Resistencia, que le permita presentarse como una figura nacional por encima de los partidos, es decir por encima de las clases, en tanto que su principal preocupación, en el curso del período 1944-1945 había sido salvaguardar la sociedad de clase francesa y su Estado. Disponía también de un equipo político de recambio, relativamente experimentados por su pasaje en los gobiernos de Londres, de Argelia y de los comienzos de la IV República, y sus concepciones del régimen político deseable, expuestas desde 1946, eran muy tranquilizadoras: suficientemente autoritario para descartar las presiones incoherentes de los partidos políticos tradicionales, suficientemente flexibles para garantizar que la liquidación de la guerra de Argelia no se habría en medio de desórdenes y de sobresaltos susceptibles de quebrar el orden económico y social preservado en 1944-1945.
Todo esto es demostrado "a posteriori" por el hecho de que De Gaulle lejos de ser prisionero de los "trece complots del 18 de mayo", pudo valerse, en el momento en que estalló la crisis final de la IV República de sostenes yendo de la izquierda a la derecha. Es verdad que se ha podido atribuir esa ambigüedad aparente del futuro jefe de la V República a la prudencia y al maquiavelismo de un hombre político instruido por la experiencia. Pero aun hay que explicar por qué se acepta del general De Gaulle esa duplicidad que, en cualquier otro, aparecería pura y simplemente como oportunismo o, peor como un rechazo a elegir. Es que en realidad se esperaba de él en los diversos medios dirigentes, políticos, económicos, periodísticos, que no se fijara, a fin de poder reunir las corrientes políticas más diversas, y sobre todo a fin de habituar la opinión pública a poner los problemas en manos de un sabio supremo. Bajo el golpe de Argelia, la IV República se hundió a sí misma en mayo de 1958, precisamente a fin de permitir al nuevo régimen llegar por titubeos sucesivos a arreglar con los menores costos (para el orden social capitalista) la guerra de Argelia. Más allá mismo del texto de la Constitución de 1958 todos los rasgos fundamentales del régimen gaullista, y muy precisamente su práctica constitucional, estaban por consiguiente inscriptos en las condiciones de su formación; carácter plebiscitario, personalización, existencia de un dominio reservado, decadencia de los partidos. Era, en efecto, normal que, en tales circunstancias, el Parlamento perdiera prácticamente sus funciones más importantes (control de facciones en el poder, arbitraje entre ellas) y se viera privado de un cierto número de sus medios de acción (impotencia de las comisiones, voto bloqueado, etc.). Por consiguiente, no era menos normal que los partidos del centro y de la derecha perdieran ellos también una parte de sus funciones (selección de la parte de la clase dominante destinada a ejercer el poder, organización de la expresión política de la clase dominante, dominación de la opinión pública). Aun UNR el partido más fuertemente representado en la Asamblea Nacional desde 1958 no ha tenido jamás verdaderamente una palabra que decir sobre la formación de gobiernos, aunque en ocasiones haya podido impulsar tal o cual de sus miembros para un ministerio o un secretariado de Estado. En realidad, la formulación: de la política a seguir por el gobierno, la designación de hombres políticos o de altos funcionarios destinados a dirigir los diferentes sectores del gobierno, descansaba en las manos de un círculo muy restringido que se encontraba ampliado y modificado por captaciones sucesivas o por intervenciones discrecionales del presidente de la República en tanto que árbitro. Es evidente que en tal contexto, donde las diferentes corrientes del gaullismo sólo podían ser amorfas y sin rostro político preciso, donde la representación política reducida a la porción conveniente no podía dar a las masas la ilusión de ejercer un control sobre el poder, la élite dirigente debía buscar el "concensus", es decir, la aceptación de las masas, por otros medios. De ahí, la importancia acordada en los primeros momentos del régimen a la "democracia directa" televisada, a la retórica nacional emparejada con los refranes sobre la tercera vía entre el capitalismo y el socialismo, a un sincretismo primario (de Juana de Arco a la Liberación de 1944, pasando por la Realeza y la Revolución Francesa). El hombre providencial instalado en el poder, debía aparecer, en función de esa técnica de manipulación, como el intérprete privilegiado de todos los franceses. A ese respecto, hay que recalcar que se acuerda demasiado poca atención al papel interior que asumió y asume siempre en el sistema la política extranjera gaullista; presentar la imagen de un mundo presa del desorden y de peligros, en el cual Francia, gracias a la sabiduría de su guía, escapa a los más graves peligros (guerra de Vietnam, devaluación de la libra, totalitarismo, etc. ). Todo esto, -tanto como la preocupación por defender las posiciones del imperialismo francés- explica los viajes de gran espectáculo, los discursos grandilocuentes de los que estamos embebidos desde hace diez años. Naturalmente esa seudo-proximidad entre el guía y las masas tenía y tiene por escollo inevitable la distancia entre el poder sacralizado y el simple particular: el guía intérprete de todos los franceses no puede ser accesible a la crítica del simple ciudadano y el poder no se rebaja (en teoría) a justificar sus decisiones frente a tal o cual grupo (lo que no impide entre bastidores las sórdidas negociaciones).
El equilibrio de ese sistema plebiscitario estaba por una gran parte ligado al mantenimiento de las masas populares en un estado de desorganización política que las incapacita para conocer los mecanismos a los cuales se las somete. Es decir, que el equilibrio del sistema dependía esencialmente del movimiento obrero y más precisamente de las organizaciones de ideología socialista. Si ellas no habían jugado el juego, si a cada paso habían mostrado el sentido verdadero de las proclamaciones y de los actos de poder gaullista, el aura plebiscitaria que le era absolutamente necesaria no se habría mantenido largo tiempo y todo el equilibrio político de 1958 habría sido puesto en tela de juicio.
Pero para eso habría sido necesario en primer lugar que esas organizaciones asumieran la hucha por la independencia de Argelia, a lo que habían renunciado mucho antes de mayo de 1958 y en segundo lugar que extendiesen la lucha contra el gaullismo al terreno extraparlamentario y extraelectoral en tanto que todas sus acciones desde 1945 habían permanecido en el cuadro del más puro legalismo. De ese modo no nos debe asombrar si la historia de la V República desde 1958 ha sido la de la adaptación progresiva de la SFIO y del PCF a las reglas del funcionamiento del sistema político gaullista, a pesar de la violencia de las denuncias verbales respecto al "poder personal" y al "golpe de Estado permanente". Después del fin de la guerra de Argelia, entre 1962 y 1965, el proceso comenzado en el curso de los años precedentes (la SFIO a la vanguardia de la V República) no hace sino acentuarse con la tentativa Defferre (M.X.) con la aceptación por el PCF de los rasgos esenciales de la Constitución de la V República (no se trata ya de condenarla en bloque, sino de reformarla). En realidad, a partir de 1962 (las elecciones legislativas), las dos principales organizaciones de izquierda admiten progresivamente que el régimen puede transformarse por medio de una victoria electoral de la izquierda que, subrepticiamente introduciría elementos esenciales del parlamentarismo. Implícitamente los esquemas de un Duverger sobre una bi-polarización próxima al bi-partidismo, se encuentran así admitidas y el duelo entre De Gaulle y Mitterand -es decir un combate a florete mosquetero entre un general reaccionario y un político oportunista- se elevó a la grandeza de un acontecimiento histórico, a pesar de su carácter irrisorio.
Podían por cierto prevalerse en los medios de izquierda del plebiscito del jefe de Estado en diciembre de 1965, para proclamar que esa táctica de la adaptación progresiva rendía. Pero el resultado de las elecciones legislativas de marzo de 1967 vino a demostrar algún tiempo después que no había que tomar sus deseos por realidades. Los "jóvenes lobos" gaullistas conseguían horadar las viejas ciudadelas de izquierda (en Corrèze, por ejemplo) y llegaban por ahí a substituir a una clientela electoral de origen radical por una clientela más "moderna", fundada sobre el chantaje al desarrollo (si no me votan, no obtendrán nada de los créditos que puedan ser afectados a la planificación regional). Los viejos receptáculos "republicanos" comenzaban a agotarse sin que los resultados obtenidos en las zonas urbanas fueran suficientes para esperar a breve plazo una marea antiplebiscitaria. Por eso, después de marzo de 1967 se podía interrogar sobre la renovación que la "unidad de izquierda" estaba a punto de introducir en la vida política francesa. A ese respecto, la tentativa de renovación de la vieja social-democracia por la constitución de una federación, la FGDS, no puede ser más significativa. En sus componentes, sólo la Convención de las Instituciones republicanas, podía pretender representar un poco de sangre nueva, pero vistas de más cerca, era preciso constatar que los clubes, reagrupando miembros de las clases medias impresionadas por los temas de la ideología neocapitalista (sociedad de consumición, crecimiento, desaparición progresiva de la lucha de clases), eran ellas mismas una manifestación cancerosa de la crisis de los partidos de la izquierda tradicional y no se podía esperar de ellos un vigoroso impulso socialista, anticapitalista y antiautoritario. En realidad el ardor confuso de los convencionales no impide para nada a Guy Mollet de ejercer una influencia decisiva sobre la organización en formación; servía a lo más para consolidar la posición personal de Francois Mitterand y a reforzar la corriente de la SFIO favorable a una colaboración relativamente impulsada con los comunistas. Nada de eso era susceptible de despertar el entusiasmo de las masas a quienes la izquierda no ofrecía en definitiva, como perspectiva de lucha contra el régimen, sino las hipotéticas elecciones de 1972.
Esa tendencia a la aceptación gradual de las reglas de funcionamiento y de equilibrio del régimen se encuentran igualmente en el campo sindical. Bajo la V República, el movimiento sindical se había habituado ampliamente a obtener concesiones en materia de salarios ejerciendo presiones más o menos directas sobre los partidos, los parlamentarios y los gubernamentales, según las circunstancias. Esa manera de obrar estaba en gran parte dictada por el debilitamiento del movimiento consecutivo a la escisión y por la conciencia que los dirigentes de las diferentes centrales tenían de la fragilidad de la implantación sindical en las empresas pero es claro que ese recurso privilegiado en las negociaciones con los políticos, volviéndose un hábito, no impulsaba a buscar remedios para los males que sufría la actividad reivindicativa. Las grandes huelgas de agosto de 1953 se alinearon así en un llamado al Parlamento en vacaciones que no fue naturalmente convocado, y el gobierno más desacreditado de la IV República, el de Laniel, permaneció tranquilamente en su lugar. Es decir, que comprometiéndose en ese juego de presión y de colaboración con los partidos dominantes de la IV República, las centrales sindicales se impedían explotar las grandes olas espontáneas de acción obrera para no poner en peligro sus lazos con los poderes del sistema. Eso explica que los sindicatos fueran particularmente alcanzados por la caída de la IV República. El nuevo poder, liberado prácticamente de todo control parlamentario era mucho menos sensible a las presiones de las centrales y, para arrancarle concesiones, los sindicatos estaban forzados a encarar afrontamientos serios, es decir, pruebas de fuerza, particularmente para los asalariados del sector público. Por ahí, la acción sindical tomaba virtualmente una dimensión política esencial. Toda prueba de fuerza con un régimen para el que no jugaba la válvula de las crisis ministeriales, no podía en efecto terminarse sino por dos salidas: o la derrota de los sindicatos o una crisis del régimen de implicaciones revolucionarias. Las dos grandes centrales, la CGT y la CFTC transformada en la CFDT, no estaban naturalmente prontas a asumir tales riesgos, como lo muestra el combate desesperado y solitario de los mineros en 1963 (la solidaridad sólo fue financiera ). Ellas no supieron más que encontrar términos medios entre las luchas dispersas y las huelgas generalizadas: las jornadas nacionales de acción, a los resultados decepcionantes. Reducidos así a la defensiva, aceptan sucesivamente todas las iniciativas del poder, leyes antihuelga, política de estabilización, procedimiento Tourée, ordenanzas sobre la Seguridad social, etc. Es verdad que la relativa prosperidad económica del país permitiría buen año, mal año, obtener aumentos de salarios (sobre todo para los obreros calificados), porque la oferta de la fuerza de trabajo era frecuentemente inferior a la demanda en el mercado. No obstante eso no podía disimular el hecho de que los salarios franceses se quedaban poco a poco muy retrasados con respecto a los países del mercado común, a pesar de una progresión muy rápida de la productividad del trabajo en Francia y que, en particular los funcionarios y numerosos agentes del sector público veían su situación degradarse con relación a otras capas asalariadas. Tampoco hay que asombrarse de que el sindicalismo pasara por un profundo malestar y que, de una manera o de otra, los dirigentes buscaran compensar la parálisis de la lucha reivindicativa por la búsqueda de una superación del régimen gaullista, es decir, por la búsqueda de un régimen más favorable al sindicalismo. Pero como no estaban ni decididos ni preparados para luchar directamente por la transformación del régimen, prolongando sobre el plano político su actividad sindical cotidiana, su única posibilidad estaba en apoyar la coalición PCF-FGDS, creyendo que la adición de dos impotencias constituirían una fuerza suficiente para ayudarlos a salir del purgatorio.
Frente a una orientación tan moderada de la oposición de izquierda que mantenía de manera permanente el interés de las masas por una acción política seguida y que, además, le impedía percibir las posibilidades de afrontamiento existente fuera de los períodos electorales, el poder gaullista no podía ser incitado a las concesiones y a las precauciones. Las promesas de asociación, de participación podían multiplicarse en el curso de los años pero no cambiaban nada la tendencia del régimen a tomar sus medidas con la mayor brutalidad si los sondajes de opinión no eran demasiado inquietantes. Puesto que los cuerpos intermediarios estaban desacreditados, no había necesidad de preocuparse de su opinión, no había necesidad de preocuparse de sus particularismos. Sin duda, en materia económica y social, el gobierno tomaba en cuenta a los indicadores que le proporcionaban la marcha de la economía, sin duda tomaba en cuenta en política exterior y europea las relaciones de fuerza, pero no estando obligado a buscar sino un consentimiento inarticulado, de superficie, no podía captar el alcance de los movimientos más profundos que se esbozaban en las diferentes capas de la sociedad. Su partido, la UNR, privado de concurrentes serios, habituados a ganar las elecciones gracias a la acción plebiscitaria del general De Gaulle, no podía serle desde ese punto de vista un gran recurso. Simple pandilla de prebenderos, formada en su mayor parte por analfabetos políticos, la UNR en realidad no era capaz de informar al poder y aun menos de defender de modo convincente los diferentes aspectos de la política del régimen después del fin de la guerra de Argelia. Se deducía que el poder podía proseguir su "concertación" con las potencias dominantes de la vida económica sin que ninguna confrontación pública viniera a instruirle de los limites sociales superados y de las repercusiones posibles. El elemento de racionalidad, el aguijón que procura al Estado capitalista una oposición vigorosa, había caído casi completamente, y devenía cada vez más difícil testar las aptitudes de los hombres a enfrentar situaciones difíciles o excepcionales. Por eso, a pesar de sus pretensiones a la previsión y a la prospectiva, el régimen gaullista ha sido en muchos dominios de la vida estatal un régimen de dejar pasar que se confiaba ampliamente en los automatismos burocráticos y toleraba las intrigas de la pandilla alrededor de las decisiones a tomar. Pero para introducir reformas, el poder no se desprendía de una serenidad, difícil de distinguir de la indiferencia. Así la reforma Fouchet de la enseñanza superior fue puesta en acción sin preparación suficiente y sin buscar hasta el final su objetivo inicial: la adaptación de la enseñanza a las necesidades de la industria capitalista. Así el subdesarrollo regional fue combatido por la creación de prefectos regionales y por concitaciones fiscales a la inversión, es decir, sin que sean afrontados seriamente los problemas de la infraestructura, de comunicaciones, de hábitat, etc. Se puede igualmente comprobar que los proyectos de asociación capital-trabajo (ensayo de creación de un "capitalismo popular") y los ensayos de racionalización de la estructura jurídica de las empresas (ley Capitant) no han conocido sino los comienzos de ejecución caracterizados por su diletantismo. Eso no tiene por otra parte nada de asombroso si se piensa que el autoritarismo gaullista, apoyándose cada vez más sobre las viejas estructuras burocráticas, no podía sino conformarse cada vez más a la rutina burocrática de origen napoleónico y respetar en el mundo industrial capitalista las viejas estructuras de dirección paralelas a las jerarquías burocráticas públicas. Desde ese punto de vista, el gaullismo, lejos de ser un factor de renovación para el capitalismo francés, es decir un factor de "americanización” ha reproducido sin cesar en su política económica y social aun cuando aparezca más sistemática, más coherente que la de la IV República, los arcaísmos del capitalismo francés. El poder gaullista ha favorecido la concentración, pero no tanto como el gobierno laborista de Wilson, ha utilizado los métodos de programación económica global heredadas de la IV República, pero sin audacia y sin imaginación frente a sus concurrentes europeos. A la cabeza de un sector económico público no desdeñable, ha administrado éste de manera perfectamente malthusiana, renunciando tanto a desnacionalizar ciertas empresas públicas como a desarrollar otras en los sectores en dificultad. En realidad, en un clima de expansión económica y de transformación de procesos de producción el gaullismo ha mantenido, es decir agravado como elemento de esclerosis del desarrollo capitalista, el viejo centralismo a la francesa, obtuso, sórdido y parasitario. Es decir que ha permitido que se superpongan a las contradicciones específicas del capitalismo monopolista más desarrollado, las contradicciones suscitadas por un centralismo burocrático vetusto, y que ha hecho más aguda la contradicción fundamental entre las relaciones de producción y las fuerzas productivas. La mezcla de arcaísmo y de modernismo que la caracterizaba y la caracteriza siempre no ha sido un factor de equilibrio; por el contrario ha sido un factor de desequilibrio pronunciado, a pesar de los cantores de la mesura francesa (valdría más decir mediocridad) frente a las exageraciones anglosajonas.
Bajo el régimen gaullista, en efecto, las fuerzas productivas esenciales, es decir los hombres integrados al proceso de producción no podían dejar de sentirse embromados de una manera o de otra. La apologética oficial les alababa los beneficios del crecimiento económico, la prosperidad de los franceses, pero se apercibían, sin tener necesidad por eso de ser expertos, que la expansión multiplicaba los desequilibrios regionales o sectoriales, que provocaba dificultades nuevas para la mayoría de la población. Así para sostener la expansión, siempre amenazada según la declaración de los ministros, pedía a una gran parte de los asalariados renunciar de antemano a una parte de lo que se le había prometido antes, es decir continuar estando mal alojados por un alquiler más elevado, de pagar más impuestos sobre las rentas, de vivir en ciudades cada vez más congestionadas. Que además, a partir de 1965, el pleno empleo de fuerza de trabajo -presentado desde hace años por los economistas como una cosa asegurada por el neocapitalismo- se vuelve, a pesar de la amplitud de la duración del trabajo en la mayoría de las industrias, cada vez más difícil de mantener. El espectro de la desocupación aparece de nuevo y amenaza particularmente a los trabajadores de edad madura, los jóvenes, las mujeres y, cosa nueva, los técnicos y los ingenieros. La fuerza de trabajo, el trabajo asalariado se sentía cada vez más tratado como instrumento de producción manipulable según la coyuntura por el patronato y el gobierno y no como la pareja del capital o consumidores soberanos. Esa percepción difusa no llegaba evidentemente hasta la comprensión del papel de fuerza productiva decisiva jugado por la fuerza de trabajo. Como Marx lo ha mostrado en las Grundisses "La asociación de trabajadores, la cooperación y la división del trabajo, esas condiciones fundamentales de la productividad del trabajo, aparecen como fuerzas productivas que determinan la intensidad y la extensión práctica del trabajo. Así, la fuerza colectiva y el carácter social del trabajo son la fuerza colectiva del capital. Lo mismo la ciencia, la división del trabajo y el cambio que implica esa división de tareas. Todos los poderes sociales de la producción son fuerzas productivas del capital y el mismo aparece, pues, como el sujeto de éstas".
Pero dos series de fenómenos acaban de producir el más profundo malestar de los trabajadores. En primer lugar la ineficacia relativa de la protesta política o sindical que hacía tanto más aparente la naturaleza represiva de la organización industrial capitalista y del sistema estatal que la cubre garantizando su seguridad. Podía resultar un sentimiento de impotencia y de resignación, pero también, en los jóvenes en particular, un fuerte sentimiento de rebeldía que no pedía sino exteriorizarse. En segundo lugar la transformación progresiva de la ciencia en fuerza productiva directa y, por consiguiente, su sumisión creciente a la dominación del capital, introducía elementos de crisis en la gestión capitalista. Los investigadores, los técnicos, los ingenieros, cada vez más desposeídos de los privilegios que podían ser los suyos hace algunos años (aunque sus ingresos siguieran siendo mucho mayores que los de los obreros especializados) y desprovisto la mayoría del tiempo de toda autoridad delegada por el patronato, han comenzado a poner en tela de juicio las cimas de esa jerarquía. En efecto, los criterios financieros de la gestión de empresas así como las relaciones de estas con la economía en su conjunto comenzaban a ser percibidos como irracionales por ese sector de trabajo asalariado que, potencialmente al menos estaba en condiciones de volver contra los capitalistas a los técnicos modernos de la producción. Además esa parte de la fuerza de trabajo que se había beneficiado de una formación intelectual, no dejaba de darse cuenta de que en el seno mismo del "comando" surgían divergencias serias entre los partidarios del autoritarismo tradicional y los partidarios de métodos más modernos de dirección. Si se agrega a esto el hecho de que en lo bajo de la jerarquía los jóvenes trabajadores salidos de la enseñanza profesional y técnica estaban también en posición de juzgar el carácter anticuado de la organización del trabajo y de la producción con relación a las posibilidades que eran capaces de descubrir, se tendrá una idea de la profundidad de la crisis que se preparaba en la gran industria capitalista. El propio malestar universitario reflejaba por otra parte ampliamente la crisis latente de la industria capitalista; la tentativa de crear fábricas de saber parcelario (la "multiversity" norteamericana) chocaba, como en las fábricas con las viejas jerarquías, con concurrencia con el mandarinato de origen napoleónico. También una crisis de la religión de la eficiencia capitalista, de su capacidad para resolver todos los problemas era sensible en gran parte del mundo de los trabajadores en las vísperas de los acontecimientos de mayo de 1968.
No faltaba en realidad sino un elemento catalizador para que la oposición más o menos pasiva se transformara en oposición activa. Pero, fue proporcionado por un nuevo tipo de politización que, al principio, podía parecer marginal y secundario: la politización operada por una nueva extrema izquierda. Esta se une sobre todo a propósito de la guerra del Vietnam, insuflando un nuevo vigor a corrientes oposicionales más o menos recientes, pero contrariamente a lo que muchos querían creer para tranquilizarse, la lucha por la solidaridad con el pueblo vietnamita no alejaba en no sé que exotismo fácil de los problemas propios a Francia o a Europa occidental. Hablando recientemente en la cámara de diputados italianos de la resistencia sin cesar más vigorosa del movimiento obrero italiano a la socialdemocratización preconizada por Pietro Nenni, Lelio Basso declaraba con razón: "Creo que en la raíz de ese fenómeno está la resistencia victoriosa del pueblo vietnamita que ha trastornado todos los cálculos de la racionalidad occidental y ha quebrado la pirámide jerárquica que tiene precisamente en su cima al imperialismo norteamericano. Que un pueblo de campesinos haya derrotado a la más grande potencia imperialista, que la voluntad inflexible de conservar su propia libertad haya dado cuenta de las armas más modernas, de las técnicas más avanzadas, de las calculadoras electrónicas, es un hecho revolucionario que ha puesto todo en discusión". Efectivamente, las tomas de posición a favor de una lucha consecuente al lado del pueblo vietnamita traducía una toma de conciencia, moral al principio, pero en seguida política, de la naturaleza del imperialismo, es decir del capitalismo occidental. A medida que progresaba la escalada norteamericana, la oposición a la agresión se endurecía y se volvía en realidad una oposición al conjunto del sistema económico y social que permitía tal asalto contra un pueblo consciente de sus intereses. Al mismo tiempo los triunfos del FNL revelaban la fragilidad o por lo menos la vulnerabilidad de las grandes metrópolis imperialistas y, por consiguiente, incitaban a todos aquellos que se sentían ligados a la lucha del pueblo vietnamita a buscar la caída de la coraza en el seno mismo de las "ciudadelas del bienestar". En resumen, el asunto de Vietnam era la ocasión de una percepción en gran parte renovada del marxismo, por el rechazo de sus formas más quietistas y más esclerosadas. Era por cierto fácil burlarse de las divisiones, o del irrealismo aparente de las organizaciones de esa nueva extrema izquierda, subrayar las bases sociales estrechas de su reclutamiento (estudiantes e intelectuales en gran mayoría, algunos trabajadores asalariados en minoría), pero algunos hechos deberían haber hecho reflexionar: a parir de fines de 1966 el Comité Vietnam Nacional (reagrupando militantes del PSU de la JCR, de los comunistas opositores, etc.) y un poco después los comités Vietnam de Base bajo influencia maoísta consiguieron animar un trabajo de masa contra la agresión norteamericana, y, hecho capital, a retomar el hábito, de las manifestaciones callejeras (ver la manifestación CVN-UNEF, del 21 de febrero de 1968) a una extrema izquierda que había perdido el hábito desde el fin de la guerra de Argelia. Se trataba sin duda de la acción de minorías, pero de minorías suficientemente fuertes como para impulsar a la CGT y al PCF a seguir en parte su ejemplo. ¿No es significativo que la CGT haya organizado por primera vez desde hacía muchos años una manifestación de masas para el 19 de mayo de 19687?
Hace falta ver además que ese compromiso por el Vietnam -tomado como el centro de contradicciones mundiales y como revelador de la naturaleza verdadera del capitalismo- conducía a muchos militantes a ver con una mirada nueva la realidad social con la cual estaban confrontados, es decir a criticar su propia práctica política para darle más dinamismo. Eso explica que esfuerzos de renovación teórica impulsados en particular hacia el problema de la estrategia revolucionaria en los países capitalistas avanzados, hayan comenzado a tener sus frutos. La evolución del PSU muy largo tiempo tentado por una alianza privilegiada con la social-democracia, es decir, por una integración a la FGDS simbolizaba bien ese cambio de clima. En junio de 1967, en su congreso nacional, rechazaba toda asociación con la FGDS, algunos meses más tarde en marzo de 1968 en un consejo nacional consagrado a las luchas sociales, situaba Lo esencial de su acción en un cuadro extraparlamentario. Había por lo tanto, en la víspera de la explosión estudiantil de Nanterre y de la Sorbona, un conjunto de corrientes políticas relativamente implantadas, susceptibles de proporcionar un mínimum de encuadramiento ideológico y político. En otros términos, gracias a la UNEF, al SNE Superior, al PSU y a los grupos revolucionarios ahora interdictos, los estudiantes tuvieron la posibilidad de formular su rebelión en términos políticos y de llevar a toda la sociedad la crítica que hacían de su situación de estudiantes. El pasaje brusco de muchos estudiantes de la apatía más oscura a la búsqueda de una salida revolucionaria no habría sido pensable sin la intervención permanente de ese sector de la extrema izquierda. Tenía evidentemente posiciones muy diversas, orientaciones a veces divergentes en Lo que se ha llamado el movimiento de mayo, yendo de un obrerismo primario a la exaltación sin matiz del papel de la juventud. Pero se ha reflexionado lo suficiente en el hecho de que, a pesar de todas esas fallas, de que a pesar de la acción inevitable en semejantes circunstancias, de elementos dudosos, el movimiento en su conjunto, ha cometido muy pocos errores. Ha comprendido claramente desde el 11 de mayo y sobre todo después del 13 de mayo, que la cuestión del régimen y del poder se había planteado. No solamente ha buscado la unión entre obreros y estudiantes, sino que se ha preocupado muy rápidamente de politizar la huelga, de amplificarla por comités de barrio y de fábrica. Ha intentado paralizar el poder y embotar sus reacciones. Después del 30 de mayo cuando la ofensiva burguesa se precisó, hizo todo para defender a los trabajadores que no querían terminar la huelga sin haber obtenido satisfacción para algunas de sus reivindicaciones más importantes. Por otra parte, en su gran masa, al comienzo del mes de junio, se ha dado cuenta muy rápidamente de que las manifestaciones de calle masivas habían agotado sus efectos políticos positivos y que era necesario pasar a otra fase de la acción (consolidación de lazos establecidos entre estudiantes y trabajadores, consolidación de comités de barrio y de comités de base en las fábricas ).
No obstante, es evidente, al mismo tiempo, que las organizaciones que han constituido el ala conductora del movimiento de mayo, si ellas no han cometido los errores aventureros que los "teóricos' del PCF les imputan, no han podido asumir verdaderamente el papel de dirección de la acción política de masa. Han podido en cierta medida canalizar y organizar las manifestaciones callejeras, oponerse a las voces de orden erróneas (¡Vamos a tomar el Elíseo! ), pero en ningún caso han podido controlar y dirigir el proceso político entre el 14 y el 30 de mayo. La progresión del movimiento de masa se ha operado muy ampliamente de manera espontánea por la entrada sucesiva de nuevas capas en la huelga y por la degradación consecutiva de las posiciones de poder, sin que la conciencia de los trabajadores en lucha llegara hasta una comprensión global del movimiento y de sus implicaciones. Por cierto, sería falso creer que, en el curso de la huelga, no haya surgido en la gran masa la idea de que había que "cambiar las cosas". Un testigo insospechable de "izquierdismo", Aimé Halbecher, secretario general del sindicato CGT Renault, dice a ese respecto: "Sé que en una buena parte de los trabajadores, los más conscientes, había la idea de que se podía ir mucho más lejos.
Tenían una confianza muy grande en la salida y a partir de ahí, en un cambio de poder, en la instauración de un gobierno popular, porque presentaban reivindicaciones que efectivamente, ponían en tela de juicio la naturaleza del poder". Aun si se admire que todas las empresas no se encontraban al nivel de Renault Billancourt (había también otras más avanzadas), estamos en todo caso obligados a comprobar que después del rechazo de los acuerdos de Grenelle, la mayoría de los trabajadores esperaban, más o menos confusamente, un cambio de régimen. El problema es, por cierto, que no sabían muy bien cómo debería hacerse ese cambio. La aspiración del poder seguía siendo en suma inarticulado, oscilando entre una concepción vagamente legalista y una concepción sumaria de una toma de poder extralegal; lo que no excluía en ciertos trabajadores la segunda intención de que, si no había cambio de régimen, sería siempre posible mejorar un poco su situación. Todo eso pesaba sobre la clase obrera, disminuyendo su espíritu ofensivo, manteniéndola en un estado de incertidumbre perjudicial a sus capacidades de reacción política frente al acontecimiento. Es muy probable que sin el contraataque gaullista del 30 de mayo la radicalización de los trabajadores hubiera proseguido y que la superación de las organizaciones sindicales se hubiera vuelto una realidad. Pero, precisamente, ese peligro es una de las razones que ha impulsado al general de Gaulle a elegir ese momento para ofrecer por las elecciones una puerta de salida honorable al PCF y a la FGDS.
Frente a esa espontaneidad indecisa de las masas, cuyo punto de partida había sido algún tiempo después del 13 de mayo, la idea totalmente elemental de que el retroceso del poder daba al fin la ocasión de comenzar una lucha más eficaz que las jornadas nacionales de acción o las huelgas parciales, la nueva extrema-izquierda de mayo de 1968 no pudo forjar los instrumento de iluminación de la realidad, de fusión entre Lo espontáneo y la conciencia política necesaria que habría permitido impulsar el movimiento de masa más lejos en su afrontamiento con el poder. Si hacemos abstracción de su debilidad numérica y de su composición social, la debilidad de esa nueva extrema izquierda -hay que reconocerla- ha sido esencialmente de orden político. Ha dudado en la cuestión del poder entre una interpretación simplista de voces de orden como "el poder está en la calle", la búsqueda de un Kerenski (por ejemplo Cohn Bendit diciendo que podía servir Mitterand) y la tentativa de instaurar poderes de hecho (en las empresas, en escala local y regional) opuestas al Estado capitalista (doble poder). No podemos decir tampoco que haya sabido plantear sin equívoco el problema de la violencia, dudando ahí también entre la subestimación de manifestaciones callejeras, como medio de disolución del aparato represivo y de la sobrestimación de posibilidades del poder gaullista. En ese dominio la falta más grave se debe, sin embargo, a la insuficiencia del esclarecimiento político del problema, es decir a la insuficiencia de la denuncia de la violencia permanente ejercida en la sociedad capitalista sobre todos los explotados. Por ahí, la legitimidad de la auto-defensa de los estudiantes y de los obreros y sobre todo la legitimidad y la necesidad de la organización sistemática a escala nacional de esa auto-defensa, se esfumó a los ojos de numerosos militantes. Comprendemos así que los problemas tácticos del empleo de la fuerza, de su gradación en función de la evolución de relaciones políticas en el cuadro de una estrategia ofensiva (hacia la toma del poder) hayan sido ampliamente ignoradas en provecho de una suerte de religión de la provocación simbólica (extensión abusiva a toda la sociedad de una táctica eficaz sobre todo en el mundo universitario). Si queremos ser del todo justos, habría que hacer naturalmente las distinciones entre las diferentes organizaciones a propósito de esas cuestiones de orientación, habiendo unas por cierto, probado más sentido político que otras, pero lo que nos interesa aquí, es la resultante global de su acción sobre el grado de politización de masas estudiantiles y obreras. Ella no ha sido por cierto negativa: a través de los volantes, los comunicados, los diarios, los mitines de las organizaciones, alguna vez aun a través de reuniones de prensa no obstante deformantes, cientos de miles de trabajadores y de estudiantes han recuperado tradiciones revolucionarias olvidadas, han recibido instrumentos intelectuales para analizar su propia experiencia en el curso de los meses de mayo y junio, pero es preciso cuidarse de creer que desde ahora se ha formado una vanguardia segura de sí misma, coherente en sus juicios y la formulación de sus objetivos. No se trata aun sino de un principio, que refleja tanto el carácter inacabado, interrumpido, del proceso revolucionario de mayo de 1968, como el carácter embrionario, incompleto, contradictorio de la dirección política que ha tratado de hacer frente a los acontecimientos. La Revolución abortada de mayo de 1968 muy profunda por sus implicaciones en el inconsciente colectivo de las masas, por las energías que ha liberado en numerosas capas de la sociedad, por la ruptura que ha suscitado en las nuevas y viejas estructuras jerárquicas, ha sido en definitiva marcada por una suerte de raquitismo político tanto al nivel de la base activa como al nivel de su cumbre. Eso no le quita nada de su carácter ejemplar, de su importancia como punto de referencia para la actividad política futura, pero hay que cuidarse de idealizar todos sus rasgos y de hacer un modelo para reproducir fielmente. Del mismo modo que la Revolución de 1917 (febrero y octubre) no ha sido una repetición de la Revolución de 1905, la Revolución socialista en Francia no puede ser una repetición de mayo de 1968. Una progresión política o más exactamente una ruptura con las prácticas políticas de las diferentes organizaciones es necesaria a fin de que las condiciones del éxito se reunirán. Es indispensable en particular que la recepción más o menos instintiva de las corrientes marxistas opositoras, por los estudiantes, por los técnicos, por los jóvenes obreros se transforme en una asimilación creadora del marxismo (lo que presupone una clarificación ideológica bastante rápida en el movimiento de mayo). A ese respecto, es capital que las posiciones teóricas y políticas de corriente revolucionaria que está a punto de desprenderse en Francia, no permanezcan en el estadio de la critica abstracta general, del PCF (revisionismo, socialdemocratización), sino que sean tales que corroan cotidianamente el conservatismo del aparato del PCF y su insuficiencia sobre la masa.
Por eso es importante, sino decisivo captar toda la dimensión de los problemas planteados por el comunismo francés en toda su especificidad, es decir sin contentarse con definirlo como estalinista, sino tomando en cuenta modalidades de su construcción y de su inserción en el contexto político y social francés. El PCF contrariamente a los partidos hermanos de Alemania o de Italia, no ha tenido que afrontar situaciones revolucionarias o contrarrevolucionarias en el curso de sus primeros años de existencia. Mayoritario en el seno del movimiento obrero, cuando la escisión de Tours, devino poco a poco minoritario a causa de su incapacidad en dar pruebas de iniciativa en los primeros años de la primera posguerra. Su dirección hasta 1928, representaba una versión apenas remozada de la dirección del partido socialista de antes de 1914, tanto en su ideología como en sus métodos de organización. No imaginaba una práctica política sensiblemente diferente de la de la mayoría de sus miembros (de L.O. Frossard a Marcel Cachin) en el curso de los primeros años del siglo: acción esencialmente parlamentaria y electoral, aunque fuera acompañada de discursos inflamados sobre la Revolución de octubre o de denuncias extremadamente violentas del orden social defendido por la III República. El ala izquierda del partido, más proletario en su composición y sobre todo más próximo efectivamente a una orientación auténticamente revolucionaria, no tenía peso suficiente por sí misma para imponerse. Tenía que llamar constantemente a la dirección de la Internacional comunista a fin de defender sus posiciones a la cabeza del partido. Eso es lo que explica que haya devenido mucho antes y mucho más completamente que en Alemania y en Italia es decir desde 1924, dependiente de la dirección soviética de la Internacional comunista. La izquierda, en realidad, se hizo intérprete sin originalidad de la política definida por las fracciones dominantes del PCUS. No poseyendo las tradiciones políticas originales de las corrientes dirigentes del PC Alemán (de Brandler a Ruth Fischer) o del PC italiano (de Bordiga a Gramsci), sino algunas reminiscencias del anarcosindicalismo como único bagaje teórico, sólo ofreció una resistencia muy limitada a la penetración de la concepción muy torcida por los asuntos rusos, de Zinoviev, después de Stalin. La lucha de clases en Francia no era ya observada sino a través de anteojos fabricados en Moscú. Entre 1927 y 1930 por ejemplo, la política del PCF fue ampliamente polarizada alrededor de un hipotético peligro de guerra entre los principales países capitalistas y la URSS. La represión se abatió pesadamente sobre el partido acentuando aun un poco más el aislamiento que le daba el carácter abstracto, desprendido de la realidad social de sus voces de orden, y lo hacía por consiguiente aun más dependiente de la ayuda política de la Internacional (prestigio, reputación revolucionaria de la URSS ). En esas condiciones, era casi imposible que el partido se revelara capaz de resolver los problemas fundamentales de entonces: lograr una política de frente único para ganar amplias masas a las concepciones comunistas, definir una estrategia para la toma de poder. Podía cuanto mucho tratar de sacar el mejor partido de la orientación decidida por el Komitern. Después que las prácticas más absurdas y nefastas, tales como huelgas y manifestaciones decididas arbitrariamente fueron abandonadas (condenación del grupo Barbé-Celor con el acuerdo del comité ejecutivo de la Internacional en 1930), el PCF recuperó un cierto equilibrio bajo la dirección de Thorez por una línea a dos puntas: por una parte una extrema atención sobre las reivindicaciones inmediatas de los obreros y de los medios populares (salarios, partidas para los desocupados, paga a los soldados) que, permitía en particular a los sindicalistas de la CGTU conservar un mínimum de ligazón con las masas, por otra parte una denuncia ritual y mágica del social-fascismo de la SFIO presentada como el principal, sino como el único obstáculo ante la Revolución proletaria que debía proporcionar a los militantes la explicación de la inmovilidad relativa del partido a pesar de su activismo desbordante
[1].
Esa mezcla de economismo y de política-ficción no impulsaba naturalmente a la investigación teórica, al análisis en profundidad de la sociedad capitalista francesa o a la puesta en tela de juicio de la hegemonía intelectual y política de la burguesía: tenía más bien por resultado parar el proceso de politización de los miembros del partido, disgregados por el primer paso que los había hecho adherir, desviándolos hacia una visión empobrecida, dicotómica de la acción a emprender: por una parte la pequeña cohorte de los buenos, pertenecientes a la organización y predestinada a representar a las masas, por otra, la vasta categoría de los "obstáculos" que se exorciza. El espíritu revolucionario de los militantes, su sacrificio innegable a la causa comunista se transformaba así en una especia de atentismo mesiánico, en un espíritu de disciplina incondicional. Los caminos del porvenir eran oscuros, lo esencial era seguir sin raciocinios inoportunos a los dirigentes confirmados por toda la Internacional.
Aparentemente las cosas habrían debido cambiar con el pacto de unidad con la SFIO en 1934 -que devino inevitablemente después de la catástrofe de 1933 en Alemania y la ascensión del fascismo en Francia, Efectivamente el PCF abandona muchas de sus posiciones más sectarias (teoría del social fascismo, rechazo del frente único en la cumbre, etc. ) y aun hizo enormes concesiones políticas (bajo el impulso de Stalin ) con relación a sus posiciones afirmadas a comienzos de 1984. En 1935 aceptaba la defensa nacional de la patria socialista e intentaba con éxito aliarse con los radicales y los socialistas en el seno de la Reunión popular donde jugó un papel muy moderador con relación a ciertos socialistas, partidarios de reformas radicales. Yendo a decir verdad, más allá de todo lo que podían esperar los observadores que lo veían unido a una política "responsable", hizo todo para limitar los efectos del movimiento de masas de junio de 1936 y para que se terminaran las huelgas con ocupación de fábricas. A Marceau Pivert, miembro de la dirección del partido socialista que afirmaba en vista de la fuerza manifestada por la clase obrera que "Todo era posible", Maurice Thorez replicaba
[2]: "Si el fin ahora es obtener satisfacción para las reivindaciones de carácter económico elevando al mismo tiempo progresivamente el movimiento de masas en su conciencia y en su organización, entonces hace falta saber terminar cuando su satisfacción ha sido obtenida. Hace falta también saber consentir al compromiso si todas las reivindicaciones no han sido aun aceptadas, pero si se ha obtenido la victoria sobre las más esenciales y las más importantes de las reivindicaciones... No debemos arriesgar que se disloque la cohesión de masas, la cohesión del Frente popular. No debemos permitir que se pueda aislar a la clase obrera". Y si el PCF no participaba en el gobierno de León Blum, no hay que atribuir esa abstención sino a una voluntad sistemática de criticar a sus aliados para aprovecharse de sus dificultades. En un informe presentado el 25 de mayo de 1936 en Ivry frente al comité central de su partido, Thorez puso a ese respecto los puntos sobre las íes para mostrar bien que no perseguiría objetivos demasiado avanzados: "Cuando dijimos: frente único a cualquier precio, sabíamos que esa era la condición para obtener una modificación de la relación de fuerzas en Francia a beneficio de la clase obrera y de las fuerzas de la democracia. La presencia de comunistas en el gobierno, en las condiciones actuales no puede ser sino pretexto para la perturbación, para la campaña de pánico". En agosto y setiembre de 1936, en tanto que las dificultades aumentaban tanto para la coalición del frente popular como en el seno de esa coalición, el PCF, por la voz de Maurice Thorez proponía la transformación del Frente Popular en un frente más amplio, el frente francés.
Entre los numerosos textos citemos este extracto de un discurso pronunciado el 2 de setiembre de 1936
[3]: "Lo que es verdad es que nos rehusamos, sobre todo considerando el horror de los acontecimientos de España, a aceptar la perspectiva de los dos bloques arrojados irreductiblemente uno contra el otro y culminando en una guerra civil, en condiciones que serían para nuestro país aun más tremendas, no teniendo otra razón que las amenazas de Hitler. Lo que es verdad es que estimamos que se puede y que se debe aun ganar hombres para la causa de la libertad y de la paz, pues en fin ¿cuántas voces han obtenido los partidos del frente popular en las últimas elecciones? Un poco más de cinco millones. ¿Y cuántas voces para las agrupaciones adversarias del frente popular? Un poco menos de cinco millones. Yo, comunista, creen que digo que esos cinco millones son todos fascistas, traidores al país; ¿Quieren que en presencia de esos cinco millones donde se cuentan en mayoría los obreros y campesinos, abandonemos la política de unidad que honra a nuestro Partido comunista? Nosotros que hemos luchado por la unidad entre socialistas y comunistas, que hemos luchado por la unión con los radicales, los republicanos, los demócratas, ustedes quieren que digamos: ‘Se acabó este camino de la unión’".
Era difícil para un partido como el PCF poner en práctica una política más directamente destinada a ablandar a la burguesía francesa y limitar la acción de la clase obrera. Pero no faltaron hombres políticos en la extrema izquierda como en la derecha para apreciarla en su justa medida; ella no fue vivida como tal (tentativa de arreglo oportunista con las democracias occidentales) por la inmensa mayoría de los militantes y de los cuadros comunistas -y naturalmente aun menos por los electores del partido-. Aun aceptando una política que se distinguía bastante mal de la política reformista tradicional, la dirección del partido no la presentaba y no la concebía según los cánones del reformismo tradicional. Además de que la defensa de las reivindicaciones económicas era popularizada en oposición a las reformas de estructura y como única política realista con relación a la búsqueda ilusoria del ordenamiento de la organización económica de la Francia de entonces, la dirección del partido se cuidaba de afirmar a sus militantes que el afrontamiento del período del frente popular no era un afrontamiento para la toma del poder por la clase obrera, pero que la idea de la lucha revolucionaria no estaba abandonada. Simplemente una etapa imprevista, la etapa de la lucha contra el fascismo y para la consolidación de la democracia burguesa se insertaba antes que la etapa de la lucha por el socialismo. Así se encontraban conciliados una práctica oportunista y un revolucionarismo dogmático destinado a preservar la cohesión interna de la organización y la continuidad de su grupo dirigente. El "previo" antifascista venía de algún modo a reemplazar "el obstáculo" social-demócrata para justificar el hecho de que el PCF no se fijaba como objetivo la toma del poder, aun pretendiendo monopolizar el espíritu revolucionario.
En el curso del período de la Resistencia, se vuelve a encontrar el mismo tipo de esquema explicativo: el PCF es un partido revolucionario pero hay que reconquistar la independencia del país, perseguir a los colaboracionistas, organizar la democracia política antes de soñar con el socialismo. No obstante el episodio del tripartismo después de la liberación contradice aparentemente esta concepción, puesto que los comunistas participaron en el poder y fueron con sus aliados socialista y MRP los artesanos de un cierto número de reformas (nacionalizaciones, estatuto de la función pública, etc. ) al mismo tiempo que, en el plano teórico, llegaban a definir la colaboración gubernamental con una fracción de la clase dominante como el alba de una "democracia nueva" trascendiendo la democracia burguesa y el Estado capitalista. Pero, mirándolo de más cerca, nos apercibimos que si la diferencia entre "democracia nueva" y democracia no era muy clara y si la frontera entre esas dos formas de sociedad estaban bastante mal trazadas, los dirigentes comunistas rechazaban más allá del presente inmediato la lucha por la realización de la democracia socialista. Podían por consiguiente alegar tareas aun no cumplidas para mantener la necesidad del "partido marxista-leninista" y de ese modo mantener una distinción con la ideología social-demócrata (blumista por ejemplo ). La partida de los comunistas del gobierno de 1947 sella muy rápidamente la suerte de las elucubraciones sobre la "democracia nueva" sin, no obstante, provocar una revisión del concepto de combate político que tenían los principales dirigentes del PCF. A lo largo del período llamado de la guerra fría el objetivo fijado no fue otro que la reconquista de la independencia nacional contra el imperialismo norteamericano y sus vasallos franceses. Por esto habla que buscar la alianza de los "burgueses patriotas" y de todas las capas opuestas a la vasallización por el capital norteamericano. Por supuesto una tal orientación no podía ser revolucionaria, aunque condujera a veces a afrontamientos severos con el poder (en 1952 por ejemplo) y a empresas más o menos aventureras.
Después del XX Congreso del PC de la URSS y sobre todo después del advenimiento del gaullismo en 1958, otra orientación se impuso poco a poco. Según esto, se trata de abatir el poder de los monopolios y de instaurar una democracia verdadera que no será aun la democracia socialista pero le abría el camino. La temática es pues muy vecina de la de los años 1945-1946; pero desarrollada en un contexto diferente, marcado en particular por una evolución pronunciada de la social-democracia hacia la derecha, ella concede al nuevo clima post-staliniano la pluralidad de partidos para el pasaje al socialismo bien fundado de reformas de estructura y la vía parlamentaria hacia el socialismo. No obstante, de ahí a concluir que el PCF ha devenido simplemente un partido social-demócrata, hay un paso que no hay que franquear. El PCF se pretende siempre el partido de la clase obrera, el para sí de la clase en sí; pretende siempre el papel dirigente en el movimiento obrero en tanto que desprendimiento del ejército internacional que esté considerado constituyente del "campo socialista". En efecto, los lazos que lo ligan a los países no-capitalistas de Europa, cualquiera que sean por otra parte las dificultades internas de éstos, garantizan en apariencia proponerse efectivamente la búsqueda de un régimen económico y social diferente. No hay que hablar más de modelo "sin variante" a proporcionar a aquellos que siguen su orientación, pero por lo menos de "experiencias" que, aunque sean imperfectas a primera vista, indican al menos que puede existir un sistema social diferente del sistema capitalista. Con relación
a la social-democracia que no tiene otras referencias que la Escandinavia el PCF tiene así la facultad de esperar transformaciones mucho más radicales, mucho más completas del orden social existente. Por cierto la superioridad del "campo socialista" está sujeto a caución. No es ciertamente ya militar (si lo ha sido algunas veces ), no es tampoco evidente en el plano económico (si se trata de superar el nivel de vida de las principales potencias occidentales por cabeza de habitante) pero parece evidente en cuanto al modo de organización social (producir para el provecho no es ya el primer imperativo). Así Waldeck-Rochet puede definir a "un revolucionario en nuestra época" mostrando que el PCF no reduce su actividad a la búsqueda de la reintegración del PCF en la vida política francesa más rutinaria (bajo la V República), sino que encara al mismo tiempo un más allá plausible del capitalismo, aunque esté más allá no parece apenas accesible en un porvenir inmediato. Por abstracto que sea en el espíritu de la mayoría de los militantes, tiene por lo menos el aspecto concreto e irrefutable de lo que existe ya sobre el mismo continente. Es decir que el partido puede siempre jugar sobre la acción razonable en el presente y en el futuro cualitativamente diferente ( revolucionario ) aunque muy hipotético.
Si se hace por consiguiente el balance de la politización aportada por el PCF a las masas populares francesas, es forzoso comprobar que sólo ha sido parcial, es decir ambigua. Ha desarrollado, por cierto la conciencia de oposiciones de clase, de la heterogeneidad de modos de vida y de valores propios a la vida cotidiana, de la distancia entre las clases superiores e inferiores de la sociedad. Pero no ha elevado sus oposiciones al nivel en que revelen las contradicciones irreducibles entre dos modos de producción diferentes, entre dos políticas inconciliables e inconmensurables. Gracias al PCF, el socialismo ha devenido la esperanza de millones de hombres en nuestro país (progreso decisivo con relación a la primera preguerra), lamentablemente, no ha devenido una tarea delimitada, ubicada que se asume en función de antagonismos presentes, sino cuanto más una suerte de proyección en el futuro de soluciones que no se osa elaborar o preconizar concretamente con una precisión o una claridad suficientes en medio de las dificultades suscitadas por el capitalismo. En realidad, la clase obrera francesa no fue habituada por el PCF a razonar en términos de relaciones de fuerza real: había siempre una etapa preparatoria a alguna cosa, que evitaba impulsar hasta el final los afrontamientos de clase, que permitían cerrar los ojos sobre los propósitos que podían alimentar las diferentes fracciones de la clase dominante. Las reacciones de la pequeña burguesía, de las clases medias eran o bien idealizadas (es decir concebidas como muy próximas a las de las masas populares), o bien al contrario descriptas en términos muy pesimistas (nada de extremismo bajo pena de arrojarlos en brazos del fascismo) en función no de la dinámica de relaciones entre las clases, sino en función de relaciones parlamentarias o diplomáticas efímeras.
Resultaba que los trabajadores no podían así adquirir el hábito de valuar, sanamente a sus aliados y a sus adversarios. En ese dominio, las declaraciones inflamadas de las que los partidos franceses de notables han sido siempre pródigos, tomaban más importancia que los actos (el análisis del partido radical como partido progresista en la época del frente popular). Las relaciones de fuerza no eran apreciadas en su realidad evolutiva, sino en una perspectiva estática, un poco como si la fluidez de posiciones adquiridas no fuera la regla hasta la victoria definitiva. En realidad, los trabajadores franceses no fueron preparados para luchar por lo esencial, es decir, por el poder. El partido que los representaba tendía por el contrario a ponerlos en estado de tutela ideológica y política, a hacerse delegar por ellos la dura tarea del afrontamiento con la burguesía. De esa manera se instauró entre el partido y la clase relaciones muy alejadas de las relaciones previstas por Marx entre una vanguardia revolucionaria y una masa cada vez más consciente de las dificultades a superar para abatir la explotación capitalista. El partido se hundía en maniobras de la cumbre y las manipulaciones burocráticas en tanto que las masas no salían sino a medias e intermitentemente de la pasividad que le imponía el sistema capitalista. En ese contexto, considerado naturalmente como normal por los dirigentes comunistas, toda irrupción de masas en la escena política fuera de las formas "probadas" de movilización no podían y no pueden aparecer sino como irracional o bien aun no podían y no pueden sino ser el fruto de maniobras oscuras. A pesar de su carácter ridículo, la teoría del complot gaullista-izquierdista, desarrollado por Waldeck-Rochet en su análisis del movimiento de mayo, estaba totalmente en la lógica de ese modo de pensar y de actuar.
Este análisis no absuelve por supuesto al PCF, pero muestra que el proceso de social-democratización que sufre desde hace años no es ni simple ni rectilíneo. Para conservar su posición de partido dominante en el movimiento obrero francés adquirido históricamente contra la social-democracia clásica, debe mantener un mínimum de originalidad con relación a sus aliados, de ahí la definición perpetuamente recomenzada de una ortodoxia "revolucionaria". Para conservar la confianza de sus cuadros, de sus militantes, de sus simpatizantes, que en su mayoría no están aun reconciliados con la idea de un simple mejoramiento del capitalismo, les hace continuar polemizando contra el reformismo. Eso implica que para obtener su "reintegración en la vida política francesa" (es decir su aceptación por la burguesía), es preciso admitir que está tironeado, descuartizado, entre las concesiones a hacer para probar su buena voluntad a los "demócratas y otros republicanos" y las concesiones a no hacer para conservar sus lazos con el sector anticapitalista de la opinión. La contradicción que aún es sólo punzante, puede a la larga devenir insoportable, es verosímil entonces que la mayoría de los dirigentes comunistas caerá del mal lado; pero su existencia misma permite a las fuerzas revolucionarias reactuar e intervenir para transformar la social-democratización lenta en serie ininterrumpida de crisis. Pero ¡atención! Si hay una cosa importante que este capta también, es que no se trata de tomar como modelo tal o cual período pasado dei comunismo francés: con Stalin o bajo Thorez antes de 1956. La matriz de los errores y de las faltas del PCF reside en las relaciones que comienza a mantener con las masas y con la actividad política en el curso mismo de su período de formación y de ruptura con las concepciones del socialismo francés de 1905-1914. La critica del PCF no puede pues ser sino una verdadera reconstrucción de la política del movimiento obrero francés al mismo tiempo que una redefinición de relaciones entre vanguardia política y masas.
Volveremos por ahí a las continuaciones posibles del movimiento de mayo de 1968, a la renovación que es susceptible de producir en el seno del movimiento obrero francés. Si se puede resumir el problema en una fórmula, digamos que se trata de saber si, a partir del nivel de lucha alcanzado en mayo-junio, se crearán poco a poco verdaderas fuerzas productoras revolucionarias no integrables por la sociedad capitalista. Reproduciéndose en tanto que sistema, el sistema capitalista reproduce al mismo tiempo los hombres en tanto que soportes de relaciones. de producción, es decir en tanto individuos disociados por una socialización sumisa a los imperativos de la acumulación del capital. Así, vendiendo el uso de su fuerza de trabajo a los funcionarios del capital, los asalariados se someten individualmente al despotismo capitalista y por ello abandonan su fuerza colectiva (la cooperación, los conocimientos tecnológicos, etc.), a los dirigentes de las empresas. Sin duda está justificado decir que esos soportes oscilantes, la servidumbre bajo el capital (la esclavitud asalariada decía Marx) no es jamás permanente y totalmente aceptada por los explotados que le resisten de maneras muy diversas (desde la rebelión individual hasta la lucha sindical más elemental). Pero esa resistencia, en la medida en que ella no libera las fuerzas colectivas de los trabajadores de la sumisión al capital, no les da verdaderamente la posesión, no hace sino impulsar el sistema en su conjunto hacia un nuevo punto de equilibrio. En otros términos, la contradicción entre relaciones de producción y fuerzas productivas se manifiesta como un conjunto de datos que coexisten más o menos bien, pero forman parte de la normalidad. Para que esa contradicción sea llevada a su punto de incandescencia, hace falta que la resistencia de los obreros, de los técnicos, de los ingenieros a la explotación capitalista ataque a los centros de gravedad del sistema social y en particular la sus sub-sistemas políticos, indispensable para reproducir la impotencia, la atomización y la disociación de los individuos que componen la clase dominada. Para devenir un factor activo de desintegración de la sociedad capitalista, las fuerzas productivas deben en realidad ser agentes conscientes de no-reproducción y no lo pueden ser sino liberándose del automatismo tecnológico donde se quiere encerrarlos. Eso quiere decir que, contrariamente a ciertas concepciones sumarias de la autogestión (es decir de la co-gestión) la lucha por la recuperación de la fuerza colectiva de los trabajadores no puede permanecer encerrada en la empresa, que tiene necesidad tanto del esclarecimiento de la teoría científica como del cuestionamiento por la política de la hegemonía cultural de la burguesía. Entre la lucha económica y la lucha política del movimiento obrero, no debe haber separación fetichista, sino complementación y reciprocidad entre masas y vanguardia política. Sin esas ligazones íntimas (la política es una concentración de la economía ya decía Lenin) no hay progresión de la teoría revolucionaria, ni tampoco práctica revolucionaria, por consiguiente no hay proceso; de liberación de fuerzas productivas, es decir de organización del proletariado moderno.
Esa concepción de la práctica revolucionaria permite descartar lo que se puede llamar la política del ciudadano (la política de la soberanía popular imaginaria) tanto como el chato tradeunionismo a la Bergeron, pero ella tiene una implicación aun más decisiva. La crisis revolucionaria no es un fenómeno que se espera, no es de origen esencialmente económico, es mucho más la traducción de una ramificación de las relaciones sociales de producción preparadas por una usura de la hegemonía política y cultural cubriendo el sistema que hace cada vez más difícil la reproducción de ese sistema en su conjunto. Esa crisis puede por lo tanto ser producida conscientemente, buscada conscientemente por la acción conjunta de masas y de la vanguardia política con miras a disocian el bloque en el poder y sus aliados. Por eso, seguramente, la lucha reivindicadora y sobre toda la lucha de los trabajadores por el control de elementos de relación de trabajo en las empresas (contratos, licencias, organización del trabajo, formas de salario) son capitales -hacen fracasar la política económica del capital y del poder, por lo tanto la política capitalista- pero a condición de que esas luchas, por modestas que parezcan ser al comienzo, sean concebidas como parte integrante de la lucha global por el poder y a condición de que cada éxito sea explotado. Del mismo modo las voces de orden de reformas de estructura anticapitalista deben ser comprendidas no como voces de orden correspondientes a una sucesión de etapas en la transformación gradual del capitalismo, sino como otros tantos temas realistas de movilización política que preparan las masas al comprender la necesidad de la lucha por el poder. Se trata de una estrategia o destrucción de la hegemonía burguesa y construcción de la fuerza colectiva proletaria que van juntas.
En ese espíritu, la respuesta a la pregunta. ¿Qué hacer ahora? es muy simple en su principio, aunque complicada en sus modalidades de aplicación. Es preciso que el régimen gaullista que más que nunca es incapaz de organizar una vida política seria, diferenciada, o de nuclear alianzas estables con corrientes políticas estructuradas, hace falta que ese régimen se rompa los dientes sobre su represión y su participación. Si fracasa sobre esas dos fases de su política entrará de nuevo en crisis. El combate puede ser largo y difícil -el problema ahora no es fijar plazos- pero si es concebido como un combate por el poder, puede ser ganado dando a luz reagrupaciones políticas necesarias en el movimiento obrero francés.
* Este textofue incluido en: El mayo francés de 1968 (selección de textos). Publicado en Buenos Aires en mayo de 1988 por la Editorial Antídoto.
[1] Ver al respecto el Libro II, tomo II de las Obras de Maurice Thorez (junio 1981-febrero 1932).
[2] Ver el Libro Ill del tomo XII de las Obras de Maurice Thorez (mayo-octubre de 1936, pág. 48).