23/12/2024

Nuestros Demonios.

Por Esteva Gustavo , ,

 

No pensar que uno debe estar triste para ser militante, aunque el que uno esté peleando es abominable. La conexión del deseo con la realidad es lo que posee fuerza revolucionaria.
Michel Foucault[1]
 
Desde el día de su nacimiento, todos los demonios que habitualmente acosan a lo que acostumbramos llamar la izquierda cayeron sobre la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO). Como abejas a la miel, se le acercó toda suerte de grupos y organizaciones. Se dedicaron a parasitarla para llevar agua a su molino político e ideológico e intentaron continuamente dirigirla y controlarla, conforme a sus propias agendas y obsesiones. Era a menudo difícil distinguir esos actores de los innumerables infiltrados, enviados por las autoridades federales y estatales para cumplir la función que habitualmente realiza por sí misma la izquierda sectaria: dispersar, dividir, enfrentar, aislar, violentar…

 

 

A dos años de su creación, la APPO, como movimiento de movimientos, como articulación de empeños personales y colectivos que confluyeron en 2006, parece haber desaparecido. Igualmente, parece prevalecer un ánimo rijoso, en que se mezclan la indignación y la frustración con cierta sensación de derrota. Como casi todas las apariencias, éstas resultan engañosas. La observación superficial o distraída, a vuelo de pájaro, no permite examinar lo que realmente está ocurriendo en Oaxaca, en sus comunidades y barrios, en las actitudes cotidianas, en el tejido social y político del estado, en el que se mantiene con sorprendente vitalidad la iniciativa popular y en donde el impulso transformador descubre o construye cotidianamente sus nuevos cauces, cada vez más profundos y radicales. Aunque éste es el aspecto más fascinante de lo que actualmente pasa en Oaxaca no puedo aquí analizarlo.
Tampoco cabe en estas notas un análisis de las actitudes oficiales. La Comisión Civil Internacional de Observación de los Derechos Humanos que visitó Oaxaca en enero de 2007 señaló en su informe preliminar que había constatado la aplicación de “una estrategia jurídica, policíaca y militar (…) cuyo objetivo último es lograr el control y amedrentamiento de la población civil”. Esa estrategia continúa, con distintos procedimientos.
Cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación se planteó cómo contribuir a restablecer el orden constitucional en Oaxaca (nada más, nada menos) y creó para ello una comisión investigadora, señaló:
No podemos permitir que las detenciones arbitrarias y las torturas de prisioneros se vuelvan ordinarias y normales en nuestro país (…) Los oaxaqueños vivieron, y tal vez vivan todavía, un estado de incertidumbre emocional y jurídica (…) Resulta lógico que la gente viva en zozobra ante autoridades que usan ilimitadamente la fuerza pública, al grado de desconocer los derechos humanos que reconoce nuestro marco jurídico. (La Jornada, 14/06/07).
Mientras la Corte continúa sus dilatadas investigaciones, las detenciones arbitrarias y las torturas de prisioneros se vuelven ordinarias y normales en nuestro país, que así se adapta a la tónica que cunde internacionalmente con los vientos globalizadores. Como acaba de denunciarse en el caso de León, Guanajuato, la policía recibe entrenamiento en prácticas de tortura... para refinarlas: en los primeros seis meses de 2008 la Procuraduría de Derechos Humanos de Guanajuato abrió 14 expedientes por tortura y actos degradantes e inhumanos. El relator de derechos humanos de Naciones Unidas señaló recientemente que el respeto a los derechos humanos no es prioridad para el gobierno mexicano. El uso ilimitado e ilegal de la fuerza pública es ahora práctica cotidiana en el país. Para Emilio Álvarez Icaza, Presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, en la política nacional de seguridad pública y administración de justicia “no se ponen controles a la actuación de las policías y se manda un discurso de que todo se vale para combatir el delito” (Proceso 1652, 19/06/08). Y delito es para las autoridades, participar en movimientos sociales. No sólo los oaxaqueños viven ahora en incertidumbre emocional y jurídica.
Aunque es urgente examinar con rigor este aspecto del predicamento actual que contamina todos los aspectos de la convivencia, aquí me ocupo solamente del lado oscuro de la APPO, de nuestro lado oscuro, de nuestras insensateces, desgarramientos y faltas de integridad, las que padecimos en el interior de nuestro movimiento ‑no las que llegaron de afuera. Es igualmente urgente examinar esta dimensión, entre otras cosas para derivar las lecciones pertinentes y actuar en consecuencia.
 
Sentido de límite y proporción
 
La coyuntura electoral y sus resultados inmediatos, con un presidente ansioso por dejar el poder, otro temeroso de no poder tomarlo y un tercero disputándolo en la calle con los dos primeros, hicieron posibles ciertas formas de operación y alcances de la APPO, y al mismo tiempo marcaron sus límites insalvables. No tomamos suficientemente en cuenta esos límites.
En la efervescencia de la movilización popular, en la embriaguez de los números, en la excitación de comportamientos extraordinarios por parte de hombres y mujeres ordinarios, ante la capacidad pasmosa de gobernar-se y de poner a prueba con éxito, a escala inusitada, la gobernanza popular ‑el arte de gobernar practicado por la propia gente‑, ante la novedad radical de la APPO, perdimos sentido de límite y proporción. Se produjo una sensación general de soberanía popular ‑cuando el pueblo ejerce su facultad soberana sobre la realidad social‑ que probablemente llegó a su extremo con la victoria de Todos los Santos el 1º de noviembre, al ganarse el que acaso ha sido el mayor enfrentamiento abierto entre policías y civiles en la historia del país.
Ese estado de ánimo impidió darnos cuenta de que el gobierno federal no podía dar el triunfo a la APPO, a una insurrección popular. Como Ulises Ruiz argumentó con astucia, si la gente aprendía a tumbar gobernadores en la calle, tras él caería Marín, otros gobernadores y finalmente el presidente de la República. El gobierno federal se mostró dispuesto a pagar cualquier precio político con tal de impedir que se creara ese precedente.
Lo que habíamos realizado por cuatro meses ‑como la ocupación de estaciones de radio y oficinas gubernamentales‑ no podía continuar indefinidamente. Y en la circunstancia política creada por el resultado electoral resultaba imposible obtener la tambaleante cabeza de Ruiz. Pero no supimos evaluar opciones. Gobernación pareció dispuesta a ofrecer cualquier cosa… menos la salida de Ruiz; sus negociadores se mostraban desesperados por encontrar una salida que no pasara por la represión masiva. Es posible que, en esas circunstancias, la APPO hubiera podido negociar condiciones que aseguraran la salida posterior de Ruiz, una vez superada la coyuntura, además de muchas otras cosas. Pero sus negociadores en la Comisión Única de Negociación no se atrevieron a pactar en esos términos. Y es preciso reconocer que ellos también se encontraban arrinconados. La presión de “las bases” era muy clara. Cualquier arreglo que no incluyera la caída de Ulises habría sido visto y vivido como traición. Nadie estaba en condiciones de hacerlo valer como acuerdo.
Una y otra vez, en las luchas populares perdemos sentido del límite y la proporción y así convertimos victorias en derrotas. Es importante saber por qué, bajo cuáles circunstancias se produce esa condición insensata, habitualmente aprovechada por los infiltrados para empujar un movimiento hacia el despeñadero.
 
La obsesión del poder
 
“Escoge bien a tu enemigo” reza un viejo dicho árabe; “vas a ser como él”. Elegir al Estado como enemigo es quizá el principal de los demonios que nos acosan.
La lucha contra el Estado es habitualmente lucha por el Estado: se trata de conquistarlo, de apoderarse de sus instituciones, para alcanzar desde el poder estatal fines políticos e ideológicos. Este sentido de la lucha tiende a corroerlo todo, tanto durante la lucha misma como en el caso de la victoria ‑sobre todo con ésta, cuando empieza a ejercerse el poder del Estado, alcanzado por cualquier vía.
Dos formas de autodestrucción emanan de esta peculiar obsesión. La primera es bien conocida: la corrupción. Todo sentido ético desaparece. Los ideales que forjan la iniciativa original se disuelven progresivamente en la práctica de lucha. Tomar el poder, algo que se define inicialmente como un simple medio para realizar aquellos ideales, se convierte poco a poco en el fin. Y una vez separados medios de fines, éstos ‑reducidos a la toma del poder‑ justifican todos los medios, lo que incluye traición, colaboracionismo, complicidad, cualquier suerte de deshonestidades y crímenes, impunidad, una cínica y descarada falta de integridad.
Pensamos ‑dijo el subcomandante Marcos durante el Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, en julio de 1996‑ que había que replantear el problema del poder, no repetir la fórmula de que para cambiar el mundo es necesario tomar el poder y ya en el poder, entonces sí lo vamos a organizar como mejor le conviene al mundo, es decir, como mejor me conviene a mí que estoy en el poder. Hemos pensado que si concebíamos un cambio en la premisa de ver el poder, el problema del poder, planteando que no queríamos tomarlo, esto iba a producir otra forma de hacer política y otro tipo de político, otros seres humanos que hicieran política diferente a los políticos que padecemos hoy en todo el espectro político. (EZLN, 1996: 69).
Para los zapatistas la cuestión no es quién está en el poder, ni de qué forma cualquier persona, grupo o partido logran una posición de poder (a través de elecciones o por cualquier otro medio), sino la naturaleza misma del sistema de poder en el Estado nación, como estructura de dominación y control. Al deslindarse de la tradición guerrillera, los zapatistas advirtieron que dejaba siempre pendiente el lugar de la gente.
Está un poder opresor que desde arriba decide por la sociedad, y un grupo de iluminados que decide conducir al país por el buen rumbo y desplaza a ese otro grupo del poder, toma el poder y también decide por la sociedad. Para nosotros esa es una lucha de hegemonías (…) No se puede reconstruir el mundo, ni la sociedad, ni reconstruir los estados nacionales ahora destruidos, sobre una disputa que consiste en quién va a imponer su hegemonía en la sociedad. (Subcomandante Marcos, 2001)
La tradición viene de lejos y no comprende sólo la forma guerrillera. En la izquierda parece haber acuerdo en torno al estado. Se le sigue considerando agente principal de la transformación social y el objeto principal de la actividad política: por eso hay que tomarlo. Lenin estableció claramente de qué se trata. En ¿Qué hacer?, escrito en 1902, señaló que el conocimiento superior, la instrucción autoritaria y la ingeniería social definen la tarea. El partido y sus agitadores locales deben actuar como maestros de escuela, mandos del ejército revolucionario o capataces de fábrica para realizarla.
Sin una “docena” de líderes probados y talentosos (y los hombres talentosos no nacen por cientos), entrenados profesionalmente, escolarizados por una larga experiencia y que trabajen en perfecta armonía, ninguna clase de la sociedad moderna es capaz de conducir una lucha decidida.
Lenin quiere traer a los trabajadores al nivel de los intelectuales, pero sólo en lo que se refiere a las actividades partidarias. No considera viable ni conveniente hacerlo en otros aspectos. Sostiene, además, que los intelectuales no deben degradarse al nivel de las masas.
Esta actitud contribuye a explicar lo ocurrido en 1917. En enero, Lenin advirtió que a su generación no le tocaría vivir la revolución que venía. O sea: no pudo anticipar la revolución que estallaría el mes siguiente. Entre agosto y septiembre escribió El Estado y la revolución. “El proletariado necesita el poder del Estado” sostiene ahí; “la organización centralizada de la fuerza, la organización de la violencia (…) para el propósito de guiar a la gran masa de la población ‑el campesinado, la pequeña burguesía, el semiproletariado‑ en la tarea de organizar la economía socialista”.
Lenin o los bolcheviques apenas participaron en las revoluciones de febrero y octubre… pero capturaron su producto una vez que fue un hecho consumado. “Los bolcheviques encontraron el poder tirado en la calle y lo recogieron”, dice Hanna Arendt (1965). E. H. Carr, que escribió uno de los primeros y más completos estudios del período, concluyó que “la contribución de Lenin y los bolcheviques al derrocamiento del zarismo fue insignificante” y que “el bolchevismo ocupó un trono vacío” (1966). El diseño de Lenin era inútil para hacer la revolución y hasta para anticiparla. Pero era indispensable, como Stalin sabía mejor que nadie, para ejercer la dictadura del proletariado. Ahí está el meollo del asunto. Es cierto que Engels escribió en la introducción de La guerra civil en Francia en el vigésimo aniversario de su publicación que la comuna de París era el modelo de la dictadura del proletariado. Pero no fue esa la forma que tomó la idea, ni en la teoría ni en la práctica.
Se percibe habitualmente al Estado como una simple estructura de mediación, como un medio, que baila el son que le tocan. Será fascista si lo toman los fascistas, revolucionario si está en manos de los revolucionarios, demócrata si los demócratas triunfan. “Que el pueblo expulse a los usurpadores y el Estado se encargará de todo” decía irónicamente Poulantzas…
Pero el estado-nación, desde la más feroz de las dictaduras hasta la más tierna y pura de las democracias, ha sido y es una estructura para dominar y controlar a la población… a fin de ponerla al servicio del capital mediante el uso de su monopolio legal de la violencia. Fue diseñado para ese fin, absorbiendo y pervirtiendo una diversidad de formas de Estado y de nación que existían antes de él. El Estado es el capitalista colectivo ideal, guardián de sus intereses… y opera como dictadura hasta en el más democrático de los Estados modernos. Por eso es necesario acosarlo continuamente en la lucha anticapitalista… y por eso mismo hay que deshacerse de él al ganarla y huir como de la peste de toda tentación de ocuparlo o colaborar con él.
“No llegar a enamorarse del poder” advierte Foucault. Caen en delirio, enamorados de él, quienes lo ejercen al conquistarlo, tanto en las cumbres del poder estatal como en pequeños puestos del más insignificante municipio. Un delirio semejante agobia a quienes luchan por él. Porque a final de cuentas el poder es una relación en la que está inmersa la facultad de hacer algo que se asocia con la idea de poder, no una cosa que pueda distribuirse, algo que unos tengan y otros no (por lo que podría empoderarse a la gente), algo que puede conquistarse y ejercerse para diversos propósitos. En el marco del Estado, el poder expresa una relación de dominación y control, una relación en que una de las partes domina y controla a la otra para realizar lo que esa parte desea (desde altos ideales hasta pequeñas transas). Quien lucha por tomar ese poder, adquiere infaltablemente el virus de dominar y controlar ‑y lo aplica sin rubor sobre sus propios compañeros de lucha, puesto que todos los medios se valen para sus “altos fines” y los rivales pueden constituir un obstáculo para alcanzar éstos. La lucha justiciera que en sustancia define a la izquierda ha de concentrarse en la generación de relaciones sociales en las que la del poder no tenga cabida.
Nos llenábamos la boca hablando de la Comuna de Oaxaca. Pero no logramos adquirir el espíritu de los communards de París, que protegieron con cuidado las nuevas relaciones sociales que generaban de todo intento de dominación y control. En las reuniones de la Coordinadora Provisional de la APPO y de su Consejo Estatal se observaba, en cambio, la confrontación habitual entre quienes buscan dominar y controlar un movimiento, con cualquier pretexto político o ideológico. En el marco de esa confrontación fuimos ciegamente a la trampa del 25 de noviembre; pero antes de ésa habíamos ya caído en la nuestra, en la obsesión apasionada por el poder ‑así fuese el poder ínfimo de controlar una reunión para imponer una decisión menor o para lograr la descalificación de un compañero.
 
La perversión de la mirada
 
A esta forma perniciosa de autodestrucción de la izquierda, por la corrupción que acompaña a la ambición de poder y a su ejercicio, se agrega otra que pocas veces se toma en cuenta. Perdemos la mirada, la extraviamos, no sólo por estar mirando siempre hacia arriba sino por pretender que vemos desde arriba. Por el afán de ocupar el Estado, empezamos a pensar como Estado.[2] 
Es preciso, como tarea previa a todo empeño transformador, limpiar nuestra mirada: está contaminada por muchos años de tradición teórica y práctica política que nos ha educado en la visión desde arriba (como si ya estuviéramos ahí) y en la propensión a dar por sentado que son reales meras entidades abstractas (como el propio Estado), atribuyéndoles una concretud fuera de lugar que se convierte en superstición.    
La lucha misma y el mundo nuevo no han de concebirse a la manera de ingenieros sociales que conducen a las masas al paraíso que concibieron para ellas. Es a la inversa. Consisten en entregarse sin reservas a la creatividad de los hombres y mujeres concretos, que son, al fin de cuentas, quienes hacen las revoluciones y crean nuevos mundos.
La APPO real, en los barrios y en los pueblos, en las colonias urbanas lo mismo que en las comunidades indígenas; la APPO de hombres y mujeres ordinarios, veía desde abajo y lanzaba su mirada horizontal hacia las realidades por transformar, decidida a quitar de su camino los obstáculos simbolizados por Ulises ‑obstáculos que poseían formas innumerables en la realidad diversa de Oaxaca y se condensaban con eficacia, simbólicamente, en la figura de un tirano psicópata. Mientras tanto, en la Coordinadora Provisional y en el Consejo Estatal y en algunos de sus miembros predominaba claramente la visión desde el estado, surgiendo ahí una disputa permanente sobre la forma de conducir el movimiento, como estrategia de ingeniería social acordada por quienes creían poseer la verdad política de la circunstancia y del sentido de la lucha y exigían aplicarla en toda decisión.
“No usar el pensamiento ‑nos ha advertido Foucault‑ para aterrizar la práctica política en la Verdad; ni la acción política para desacreditar, como mera especulación, una línea de pensamiento. Usar la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como un multiplicador de las formas y campos para la intervención de la acción política.
Foucault también señalaba: “Realizar la acción, el pensamiento y los deseos mediante proliferación, yuxtaposición y disyunción, y no a través de subdivisión y jerarquización piramidal”. Esta advertencia permite explicar con claridad la tensión continua que existió entre la APPO real, en barrios y pueblos, que operaba muy claramente en la proliferación, la yuxtaposición y la disyunción, mientras que los mecanismos de coordinación intentaban crear la subdivisión y la jerarquización piramidal. Esto puede verse desde la composición de la Coordinadora Provisional, cuando esas obsesiones impidieron dar forma adecuada a una invención muy afortunada, hasta la planeación y realización del Congreso Constitutivo de la APPO. No fue posible, en éste, dotar a la APPO de la forma organizativa que le era propia. Resultó en vez de ello un extravagante compromiso entre el obsoleto verticalismo organizativo, de la tradición estalinista, manifiesto desde la convocatoria al Congreso y durante su realización, y la exigencia de horizontalidad que venía de la APPO real y se hizo valer en sus sesiones.
Los militantes profesionales de organizaciones verticales no podían convivir tranquilamente, en la APPO, con los impulsos autónomos y libertarios que se manifestaban continuamente y emergían por todos los poros del movimiento. Su deseo de someterlos a control y sofocarlos parecía tan fuerte como el de las autoridades. También en esto se atenían a una vieja tradición. La “reconquista” que caracterizó el período de 1917 a 1921 en Rusia no fue simplemente una guerra civil contra los “rusos blancos”. Fue también una guerra contra las fuerzas autónomas que habían tomado el poder local en la revolución. Lenin reconoció esta situación cuando señaló, en 1918: “Las ideas anarquistas han tomado ahora una forma viva” (en Guerin 1970). Se trataba, ante todo, de destruir el poder independiente de los soviets y de imponer, en las ciudades, el control laboral y abolición del derecho de huelga de los trabajadores y, en el campo, el control político que debía sustituir el poder comunal autónomo. La comparación es exagerada, porque los mecanismos de coordinación de la APPO nunca tuvieron un poder semejante al del Estado de Lenin. Pero son propensiones inscriptas en el mismo molde. En esos mecanismos se libró una batalla continua para hegemonizarlos y conducir el movimiento en la forma y dirección que los autonombrados dirigentes consideraban válida, sometiendo a control la energía autónoma de barrios y pueblos.
 
Desafiar violentamente la violencia
 
La cámara camina junto al niño que avanza con decisión, una piedra en la mano, para enfrentarse a la policía que está frente a la Universidad el día de Todos los Santos. Parece imposible detenerlo o moderar siquiera su coraje, la firmeza y dignidad de su expresión. “Porque el pueblo nunca se raja”, dice como conclusión de su discurso político, en esta escena que han recogido varios documentales del movimiento y circula desde entonces en Oaxaca.
El gobierno federal descalificó de inmediato la ridícula pretensión de Ulises Ruiz de incluir en la APPO a una fuerza guerrillera que hizo aparecer de pronto en la Sierra Norte, en la forma de un grupo de personas encapuchadas, con botas y armas nuevas y trajes a la última moda guerrillera, que repartían volantes a los autos que pasaban por la carretera. No, la APPO nunca tuvo el carácter de levantamiento armado.
Igualmente, hay abundantes pruebas de que diversas manifestaciones de violencia extrema atribuidas a la APPO o realizadas en su nombre ‑desde quema de autobuses hasta asaltos de barricada o incendio de edificios públicos‑ fueron realizadas por sicarios al servicio del gobierno y en diversos casos en zonas bajo estricto control de las fuerzas federales.
Pero hubo violencia surgida de las filas de la APPO.
·                    Existió violencia organizada y programada por organizaciones que incluían su empleo en su repertorio estratégico y querían impulsar esa forma de lucha.
·                    Hubo violencia que puede ser justamente calificada de autodefensa, como reacción ante agresiones específicas ‑desde la respuesta a la burda represión inicial del 14 de junio de 2006 hasta la batalla de Todos los Santos, pasando por muchos otros episodios, como el de la noche del 21 de agosto de 2006, cuando empezó a circular por la ciudad el “convoy de la muerte”: un millar de policías vestidos de negro disparando al aire a medianoche al dirigirse hacia los plantones en la agresión que dio lugar a las barricadas.
·                    Hubo violencia como expresión de rabia circunstancial, ante un abuso o agresión desproporcionados.
·                    Y hubo, de manera más o menos extendida, violencia concebida, anticipada, preparada con fervor, o ejercida en la lucha. Aunque emergía bajo el manto general de la autodefensa (como en las barricadas), pasaba sin dificultad a la ofensiva.
A la distancia, resulta enteramente evidente que diversas formas de violencia, emanadas realmente de la APPO o atribuidas al movimiento por las autoridades que la habían ordenado, nutrieron continuamente la propaganda empleada para descalificar al movimiento y para crear, en la opinión pública, el temor y el ánimo que justificaran la represión. Es inevitable sospechar, por ejemplo, que la decisión delirante de un grupo de consejeros de la APPO de cercar a la policía federal en la plaza central de Oaxaca para no dejarla entrar ni salir el 25 de noviembre, rápidamente implementada por grupos bien organizados, fue una provocación impulsada desde adentro y cuidadosamente concertada con las fuerzas federales que la utilizaron como pretexto para la gran represión que empezó ese día.
Me parece enteramente condenable, sin reservas ni matices, la violencia que empleó el Estado contra la población de Oaxaca a lo largo de 2006. Se trata sólo de la intensificación de la violencia que el Estado ha estado empleando desde tiempo inmemorial y llegó a extremos insoportables bajo la gestión de Ulises Ruiz. Es una tónica de violencia que empieza a caracterizar a la gestión de Felipe Calderón.
Me parece condenable y contraproducente la violencia que se empleó desde la APPO, particularmente la que constituyó una provocación abierta a las fuerzas policíacas estatales o federales y ofreció el pretexto que éstas buscaban para dar apariencia de legitimidad a la represión. Pienso que contribuyó a debilitar al movimiento, provocando que salieran de él quienes no estaban de acuerdo con el empleo de la violencia y estimulando en amplios sectores de la población temor y rechazo a la APPO. El empleo de la violencia desde la APPO constituye hoy, probablemente, un motivo de parálisis, frustración y sensación de impotencia en mucha gente. Afectó la evolución del movimiento y condiciona su fase actual. 
Estoy en desacuerdo radical con el empleo de la violencia para cualquier propósito, y muy especialmente para fines de transformación social. Más allá de los argumentos clásicos, éticos, morales y políticos, apelo a una reflexión simple. Si uno es el más fuerte, la violencia es innecesaria; pueden emplearse medios no violentos para someter al más débil. Si uno es el más débil, la violencia es suicida y conduce infaltablemente a la derrota, a la autodestrucción. Esta reflexión puede aplicarse hasta en el caso de la autodefensa; pero es preciso distinguir esta postura de la que expresa cobardía o lo que habitualmente se llama pacifismo.
Sin abandonar esta postura y a pesar de la reflexión analítica que muestra la inutilidad o lo contraproducente de la violencia empleada desde la APPO, no puedo condenar a quienes la practicaron por su propia decisión o impulso y no como mercenarios al servicio de las autoridades.
Arundati Roy expresó brillantemente esta postura cuando se le preguntó si era inmoral condenar a quienes recurren a la violencia en su país, la India.
Por décadas los movimientos no violentos han estado tocando a la puerta de todas las instituciones democráticas de este país y han sido desdeñadas y humilladas (…) La gente se ve obligada a repensar su estrategia (…) Debemos preguntarnos si la desobediencia civil masiva es posible en un estado-nación democrático. ¿Acaso las huelgas de hambre se encuentran ya umbilicalmente vinculadas a la política de las celebridades? ¿Alguien se va a fijar si la gente de un barrio pobre o una comunidad rural se declara en huelga de hambre? Hay un caso en que han estado en huelga de hambre por seis años y nadie se ocupa de ellos. Es una lección saludable para todos nosotros. Siempre he sentido que es irónico que se utilicen las huelgas de hambre en un país en que la mayor parte de la gente tiene hambre. Estamos ahora en tiempos y lugares diferentes. Enfrentamos un adversario diferente, más complejo. Hemos entrado a la era de las organizaciones no gubernamentales (ONGs) ‑o quizás debería decir la era de los palthu shers (tigres domesticados)‑ en que la acción de masas puede ser un asunto traicionero. Tenemos demostraciones bien financiadas, y foros en que todo mundo pregona lo que nunca hace. Tenemos toda clase de resistencias “virtuales”. Se realizan reuniones contra las zonas económicas especiales patrocinadas por los principales promotores de esas zonas. Hay premios o becas para el activismo ambiental y la acción comunitaria otorgados por las corporaciones responsables de la devastación del planeta… Las grandes corporaciones también le dieron fondos a Gandhi, desde luego. Quizás él fue nuestra primera ONG. Pero ahora tenemos muchas ONGs que hacen un montón de ruido y escriben muchos informes, pero el gobierno se siente más cómodo con ellas. ¿Cómo hallarle sentido a todo esto? Estamos llenos de personas especializadas en dispersar la acción política real. La “resistencia virtual” se ha convertido en una auténtica carga.
Hubo una época en que los movimientos de masas acudían a las cortes para exigir justicia. Pero las cortes han emitido una serie de sentencias tan injustas, tan insultantes para los pobres en el lenguaje que utilizan, que uno pierde la respiración (…) Los jueces, junto con la prensa corporativa, son ahora instrumentos del proyecto neoliberal.
En un clima como éste, cuando la gente se siente agotada por estos procesos democráticos interminables, sólo para que al final se le humille, ¿qué se supone que debe hacer? Desde luego, no se trata de que las opciones sean binarias: violencia o no violencia. Hay partidos políticos que creen en la lucha armada, pero sólo como parte de su estrategia política general. Se ha tratado brutalmente a los militantes de esos grupos, se les ha asesinado, golpeado, detenido con cargos falsos. La gente está muy consciente de que tomar las armas significa atraer sobre uno mismo una miríada de formas de violencia del estado. En el momento en que la lucha armada se vuelve una estrategia, el mundo de uno se hunde y todos los colores se convierten en blanco y negro. Pero cuando la gente decide dar ese paso porque todas las demás opciones han terminado en la desesperación, ¿debemos condenarlos? (…) Vivimos en tiempos en que para no ser eficaz basta apoyar el estado de cosas, que sin duda es conveniente para algunos de nosotros. Y se paga un precio terrible por ser efectivo. Me resulta difícil condenar a la gente que está dispuesta a pagar ese precio. (Roy, 2007)
A pesar de mi desacuerdo con ellos, me resulta imposible condenar a quienes usaron diversas formas de violencia desde la APPO. Muchos de ellos habían sufrido por años humillaciones y agresiones de la policía y de la sociedad. A la rabia histórica, que habían heredado y que se acumuló por muchos años, se agregó la que provocaron las autoridades estatales en el curso de la última década y especialmente la que estimuló Ulises Ruiz. La APPO no supo o no pudo dar cauce apropiado a esa legítima indignación.
Cuidar una barricada no era poca cosa. Significaba pasar noches interminables a la espera de la agresión posible, que en muchos casos se produjo. Había aspectos espléndidos en esas noches de barricada: el diálogo inusitado entre jóvenes y viejos descubriéndose unos a otros, acaso por la primera vez, admirándose y respetándose en su mutua sabiduría; o el “Amor de barricada”, como se llamó un gustado programa de Radio Plantón… Pero eran noches terribles, a la expectativa, preparándose para la autodefensa: acumulando piedras o algunas bombas molotov; entrenándose en el uso efectivo de las resorteras; concibiendo planes de ataque o huída… ¿Cómo condenar a quienes finalmente redactaron la pancarta, exhibida en una marcha: ¡Pinche gobierno, ya ni su guerra nos cumple!?
 
Luchar contra espectros
 
En el plano más hondo, por la medida en que la APPO encapsula e ilustra iniciativas y movimientos de la llamada izquierda, es preciso incluir entre nuestros demonios la construcción que desde la izquierda se ha hecho del capitalismo, erigida actualmente como un obstáculo formidable.
Ha cundido entre nosotros una visión del capitalismo que incluye, entre muchos otros, los siguientes rasgos:[3]
·                    Es el héroe poderoso y autosuficiente del desarrollo industrial, portador del futuro, el avance científico, la modernidad y la universalidad. (Es una imagen inaugurada por el Manifiesto Comunista.)
·                    Representa el pináculo de la evolución social: acaba con la escasez, las distinciones tradicionales, la ignorancia y la superstición.
·                    Existe como un sistema unificado, ordenado jerárquicamente, estimulado por el imperativo del crecimiento y gobernado por un ímpetu de reproducción. Integrado, homogéneo, coextensivo con el espacio social, el capitalismo es la economía unitaria conducida por la política y la regulación macroeconómicas.
·                    El capitalismo es una estructura de poder.
·                    Las organizaciones locales, los sindicatos o las regulaciones nacionales no pueden contener al capitalismo. La economía capitalista global es el nuevo reino de lo absoluto, lo no contingente, desde el cual se dictan o restringen posibilidades.
“Liberar la acción política de toda paranoia unitaria y totalizadora”, advertía Foucault. En una lucha anticapitalista no podemos liberarla mientras se mantenga una visión del capitalismo que nos sumerge en esa paranoia unitaria y totalizadora, cuando se la percibe como un sistema unificado, homogéneo, que ocupa todo el espacio social y del que nada puede escapar. Impulsada cotidianamente por todos los medios, esta visión paralizante se nutre con la idea de que ese sistema mundial sólo puede ser desmantelado en su conjunto. Por eso se requiere que los proletarios del mundo entero se unan: sólo con su fuerza organizada, unificada, homogénea, podrá ser derrotada una entidad de las características que esta visión atribuye al capitalismo. Esta percepción, que viene de lejos, parece encontrar confirmación empírica en la llamada globalización.
La izquierda, educada en una tradición teórica y una práctica política cuyas premisas emanan de esa visión, lucha continuamente contra un espectro… o pospone continuamente la lucha real contra el capitalismo, porque no ha conseguido hacerse de la fuerza que se requiere para enfrentar al gigante que su imaginación concibe. Esta postura descalifica toda realidad no capitalista, salvo cuando reconoce alguna condición pre-capitalista inevitablemente articulada al capitalismo y funcional para éste, y rechaza, como algo ridículo o pernicioso, toda lucha parcial contra el capitalismo y más aún la que pretende localizarse más allá del capitalismo. Esta misma visión incluye en la lucha otro espectro: el socialismo, que sería sucesor legítimo y necesario del capitalismo.
Las variantes de esa visión creadas por la tesis de que el socialismo podía construirse en un solo país o región del mundo y de que la coexistencia pacífica entre capitalismo y socialismo era posible se agotaron cuando la experiencia soviética fue caracterizada como capitalismo de estado. Finalmente, el colapso de la Unión Soviética llevó a muchos a pensar que la experiencia socialista había sido tan sólo el camino más largo, cruel e ineficiente de llegar al capitalismo.[4]
No me puedo detener aquí en la elaboración de este complejo argumento, que apunta sobre todo al reconocimiento del capitalismo como un régimen económico caracterizado por ciertas relaciones sociales de producción, que definen la fábrica social moderna y fueron técnicamente descritas desde tiempos de Marx. Conforme a este punto de vista, es posible reconocer que existen en las sociedades contemporáneas amplios espacios en que no prevalecen esas relaciones sociales, aunque estén afectados por ellas, y que es posible, igualmente, generar otras relaciones sociales, aunque los espacios autónomos en que eso ocurre ‑como las áreas bajo control zapatista‑ se encuentren restringidos y afectados por el régimen dominante.
Para los propósitos de estas notas, simplemente acoto que la lucha contra el espectro del capitalismo y el socialismo podría ser uno de nuestros principales demonios y factores de debilidad y dispersión.
 
¿Y ahora qué?
 
Es incierto el destino del membrete (APPO). En el Consejo Estatal de la APPO se realizan tímidos esfuerzos para modificar su estilo y renovar sus prácticas a fin de ajustarse a las nuevas circunstancias. Es imposible saber si esos empeños tendrán éxito. Aún menos puede anticiparse si la dinámica propia del movimiento podrá acogerse a las configuraciones que resulten en ese proceso. En la siguiente fase, la forma APPO del movimiento podría ser desechada y sustituida por otra, más claramente surgida de la base social, en donde se ha estado sedimentando la experiencia y toman forma nuevas iniciativas que expresan la profundización y radicalización del movimiento.
Poco a poco, regresamos del futuro. Ampliamos continuamente el presente y exploramos en el pasado las nuevas perspectivas. No estamos a la búsqueda de culpables. Reconocemos cada vez mejor las condiciones que fijaron el límite del empeño, en una circunstancia específica, y nos empeñamos ahora en concebir las acciones que pueden realizar la conmoción simultánea de ideologías e instituciones que se requiere para acotar nuestro camino. 
Persiste la contraposición entre quienes confían aún en la democracia representativa y luchan por cambios en sus procedimientos para sustituir a los gestores actuales de la crisis, y quienes han perdido toda ilusión al respecto, convencidos de que ese régimen es una estructura de dominación y control en el marco del estado-nación, y que en él los electores se ven obligados a elegir a sus opresores con procedimientos siempre viciados. En vez de seguir entrampados en esta contraposición, sin embargo, se exploran formas de convergencia en ejercicios de democracia participativa que pueden ser empleados en la transición y servir de adiestramiento para los ciudadanos que han perdido la capacidad autogestiva. Se trata, por ejemplo, de practicar en colonias urbanas y comunidades rurales las técnicas del presupuesto participativo, en que los ciudadanos pueden asignar los recursos públicos, definir obras y programas y supervisar su implementación. Este ejercicio los puede preparar para la democracia radical.
Al tiempo que avanzan empeños autónomos que abarcan todos los aspectos de la realidad social, cunde cada vez más, con la indignación, un sentido de urgencia. En medio de una corrupción galopante y un autoritarismo cada vez más abierto y cínico, sintiéndose respaldadas por un amplio sector de la población que han logrado intimidar o corromper, las autoridades intentan pasar a la fase de entrega de la mercancía que se comprometieron a vender: el país entero y sus habitantes. En su afán de gobernar con el mercado y la policía, utilizan todos los recursos del Estado, con la complicidad o anuencia de las clases políticas, en un ejercicio que supone creciente control de la población, destrucción sistemática de derechos y libertades civiles, criminalización de los movimientos sociales y cercado o sofocamiento de los espacios autónomos.
El desafío principal, en estas circunstancias, consiste en resistir las continuas provocaciones que incitan a la violencia y podrían conducir a formas viciosas de guerra civil; y articular, al mismo tiempo, los innumerables puntos de resistencia, dotándolos de una forma organizativa apropiada a su naturaleza. Se trata de configurar ahora la fuerza política capaz de contener el desastre en curso, prevenir su secuela y empezar la reorganización de la sociedad desde su base. En eso estamos, tan aceleradamente como podemos. Los empeños de múltiples formas conectan deseos con realidades ‑de ahí su fuerza revolucionaria‑ y así dan sentido gozoso y eficaz a la acción política. Hemos dejado de bailar al son que nos tocan desde arriba, para tocar nuestra propia música en un empeño transformador que tiende a apegarse a la propuesta de Paul Goodman (en Holt, 1970):
Suponga que se ha realizado ya la revolución de la que ha estado hablando y en la que sueña. Suponga que su lado ganó y que ya tiene la sociedad que quería. ¿Cómo viviría, en lo personal, en esa sociedad?¡Comience a vivir de ese modo ahora! Lo que haría entonces hágalo hoy. Cuando se encuentre obstáculos, gente o cosas que no le dejan vivir de ese modo, comience a pensar cómo pasar por encima, por debajo o al lado del obstáculo, o cómo quitarlo de su camino, y su actividad política será entonces concreta y práctica.
 
San Pablo Etla, julio de 2008
 
 
Bibliografía
Arendt, Hannah. 1965. On Revolution, Nueva York, Viking.
Carr, E.H. 1966. The Bolshevik Revolution, 1917-1923, vol. I, Harmondsworth, Penguin.
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). 1996. Crónicas Intergalácticas EZLN. Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo. México, Planeta Tierra.
Guerin, Daniel. 1970. Anarchism: From Theory to Practice (trans. Mary Klopper), Nueva York, Monthly Review Press.
Holt, John. 1970. What Do I Do Monday?, Nueva York, Dell, p.302.
Roy, Arundhati. 2007. “On India’s Growing Violence”, in Activism, 26 de marzo. ZNet.
Subcomandante Marcos. 2001. Entrevista con Gabriel con García Márquez, en marzo de 2001, reproducida en Lopes, Ramón. 2004. El espejo y la máscara. Textos sobre zapatismo anexos a ‘México ida y vuelta’. Madrid. Ediciones del Caracol.
 

[1] Ésta y las demás citas de Foucault que aparecen en estas notas se encuentran en el prefacio a Gilles Deleuze y Félix Guattari, Anti-Oedipus: Capitalism and Schizofrenia, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1983, pp. xiii-xiv.
 [2] Sobre esta desastrosa perversión, ver el espléndido análisis de James C. Scott en Seeing Like a State: How Certain Schemes to Improve the Human Condition Have Failed, New Haven y Londres: Yale University Press, 1998. He tomado de este libro citas de Lenin y algunas reflexiones sobre el tema.
 
[3] Reproduzco aquí algunos fragmentos de la lista presentada por J.K. Gibson-Graham, The End of Capitalism (as we knew it), Cambridge, MA: Blackwell, 1996. El libro se dedica a desmantelar una versión cosificada del capitalismo que agobia a la tradición de izquierda.
[4] Como es obvio, sería absurdo desconocer el valor de las luchas realizadas conforme a la tradición socialista. Se trata, por lo contrario, de asumirnos como sus herederos, una vez que comprobamos que el socialismo, como fenómeno histórico, se encuentra al principio de su fin, y como cuerpo de doctrina se hunde en una controversia sin solución.

 

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