En vísperas de cumplir veinticinco años en Brasil, el neoliberalismo viene dando tema a importantes análisis y balances de su desempeño en el país, especialmente por parte de estudiosos provenientes del campo de la crítica marxista.
En síntesis, el proceso neoliberal es presentado como dos momentos distintos y complementarios al mismo tiempo. El primero dejó su marca en los años del gobierno de Fernando Henrique Cardoso (FHC) con las privatizaciones de empresas públicas, la desnacionalización de la economía, la desindustrialización, la reprimarización de la producción interna (producción y exportación de commodities), y la integración de la burguesía brasileña al imperativo capital transnacionalizado.
El siguiente momento indica el denominado neodesarrollismo, proceso característico de los gobiernos de Lula y Dilma. Sin romper con la lógica neoliberal, el “modelo” esboza formas neokeynesianas para administrar los daños causados por el neoliberalismo de las anteriores gestiones. Según se dice, el Estado trataría ahora de recomponer su función (de “alivio”) social mediante la creación de empleos (casi siempre precarios y temporarios), políticas de recuperación del salario mínimo y de redistribución de la renta (Bolsas Familia, Escuela, Desempleo, etcétera), en tanto que la economía se renacionalizaría financiando medio del BNDES una reindustrialización regulada por la sustitución de importaciones. Argumentos muy cuestionables, dado que las empresas públicas privatizadas están hoy fuertemente controladas por capitales externos (ver el caso de Vale), según una lógica mediante la cual la economía transnacionalizada del sistema reorienta al Brasil al papel de productor de bienes primarios para la exportación.
Es de ese modo subalternizado que, de la mano del neoliberalismo, el capitalismo brasileño viene exhibiendo algunos de los mejores desempeños económicos del sistema. El capital, en un proceso de crisis generalizada, tiene poco que lamentar y mucho que festejar por aquí: obsérvese la estratosférica rentabilidad bancaria y el enorme crecimiento de la industria de la construcción civil. Más impresionante aún es el desempeño de la minería, del agronegocio, del sector energético y del gran aumento de las áreas agrocultivables
[1], de selvas, de ríos y otras muchas áreas de protección ambiental, invadidas y destruidas por pasturas, monocultivo de caña, de soja, de celulosa, de naranja, por la extracción de minerales y construcción de represas.
Es unánime y justificada la condena que merece la hegemonía del capital financiero sobre el neoliberalismo, en vista de las consecuencias sociales nefastas que provoca. Extrañamente, sin embargo, la solución que algunos estudiosos del tema encuentran para tal “impasse” se deriva de la Economía Política y no de Marx. Se destacan los avances de las políticas sociales de los gobiernos petistas, pero atacados por una especie de “síndrome de Proudhon”, escuchan que suena la campana pero no saben dónde está. Lo buscan en un revival anti dialectico y romántico del Estado de Bienestar Social, del predominio de la industria fordista y sus formas más “humanizadas” de extracción de plusvalía relativa. Añoranzas de algo que por aquí nunca existió.
Más allá de esas buenas intenciones, el neoliberalismo, desde sus primeras apariciones ya en los años 1990, constituyó un proceso con una dinámica de expansión y acumulación de riquezas basada en la súper-explotación del trabajo. Sólo que esta vez las trabas que las políticas keynesianas originales de control de las crisis cíclicas seguramente asumirían la lógica de una actuación absolutamente intolerante de cualquier límite.
Eso significa que la década de 1990, a pesar de haber registrado un desempeño económico peor que el de los años 1980, no fue como piensan una década perdida, ni de estancamiento para el capital. Durante esos años, el neoliberalismo puso en práctica su fundamento más importante, aquí y en todo el mundo capitalista: cortó el avance de la clase trabajadora. La reestructuración productiva implantada destruyó empleos y la estabilidad (donde ella existía), generó el desempleo estructural, diseminó la precarización -algo muy familiar al mundo del trabajo aquí en Brasil- y comenzó a desmantelar cada uno de los derechos laborales conquistados por la clase trabajadora desde Getulio. Si el momento FHC generó las condiciones para la miseria, sin destruir pese a todo completamente la clase, el momento siguiente conseguiría un mayor éxito en esta embestida, creando y reproduciendo al miserable.
FHC aún combatía la objetividad de la clase trabajadora, sus sindicatos y los movimientos sociales. Los gobiernos conciliadores de Lula y Dilma mantuvieron la políticas de fragilización de la clase trabajadora y embistieron contra la subjetividad del trabajador. En una magistral obra de ingeniería política, no lo reconocen más como antípoda del capital. Tratan a los sindicatos y los movimientos populares como socios e incluso son pródigos en la concesión de derechos para las llamadas “minorías”, derechos de ciudadanía que vienen a fortalecer la democracia formal. Es innegable el avance de la Ley María da Peña
[2] , de la ampliación de los derechos de negros, indios y homosexuales. El problema es la individualización desideologizada del abordaje -debidamente orientado por el Banco Mundial- de control social del
miserable[3] .
Queda libre el camino a la lógica de producción destructiva, con la cual no hay solución jurídica capaz de detener el exterminio de las comunidades indígenas, las expropiaciones sin fin de las tierras quilombolas
[4], de pequeños productores y trabajadores rurales sin tierra -acampados o asentados-, no hay solución posible para los desalojos de franjas enteras de moradores de comunidades urbanas, y mucho menos para contener la superexplotación de mujeres y niños y la diseminación del trabajo esclavo en el campo y las ciudades.
[5] Para los sectores afectados, la criminalización y el rigor de la represión policial. O sea, la más perfecta democracia hoy hecha realidad por el mundo del capital es la absoluta “tolerancia” hacia cualquier forma de extracción de plus-trabajo: puede ser plusvalía relativa o puede ser plusvalía absoluta.
Visto desde tal óptica, los tiempos son indudablemente difíciles, y urge adoptar una decisión: o echamos más agua al molino satánico o buscamos caminos más auténticos. O somos apologistas o críticos radicales.
Florestán Fernandes fue categórico al respecto: “[...] defiendo toda la carga posible de saturación -límite de los roles intelectuales de los sociólogos -no como
siervos del poder, sino en cambio agentes del conocimiento y de la transformación del mundo”. Sin medias palabras, define muy claramente su opción por la sociología concreta basada en el “horizonte cultural socialista en su plenitud revolucionario”.
[6]
No podría por lo tanto disponer de mejor compañía para decir que no pretendo encontrar soluciones para estabilizar el capital; no pretendo hacer aportes para que sea más funcional; ni vengo a proponer algún tipo de pacto social con fracciones de la burguesía supuestamente afectadas por las imposiciones del capital financiero. El punto de vista que defiendo está ideológicamente comprometido con las necesidades más legítimas de los individuos que integran la clase trabajadora, cuyo desafío de mayor es en la actualidad es conseguir traspasar las miserias materiales e ideológicas y reasumir, a través de la lucha, la condición permanentemente vituperada de sujeto de la historia. Un primer paso debería ser dado por sus organizaciones -o lo que queda de ellas- en el sentido de comprender, definitivamente, que la acción revolucionaria necesita aprender a “arreglárselas” sin el canto de sirena de las instituciones mediadoras del orden.
Artículo enviado por la autora para Herramienta.
Traducción del portugués: Aldo Casas.
[1] Hay quienes dicen que en el Brasil ya no hay latifundios improductivos y entonces ¿para qué Reforma Agraria? No tenemos aquí espacio suficiente para demostrar lo cuestionable de tal idea.
[2] Ley contra la violencia doméstica.
[3] Ver el Proyecto de Ley PPA 2012/2015 (2011) [Plan Plurianual] mediante el cual el gobierno de la Presidenta Dilma Rousseff se propone abordarlo y darle visibilidad a través de los programas englobados en el Plan Brasil Sin Miseria.
[4] Pese a que la Constitución de 1988 aseguró a las comunidades quilombolas [comunidades tributarias de los negros que escaparon y resistieron a la esclavitud] el derecho a la propiedad de sus tierras o territorios.
[5] Por el contrario, todo tiende a agravarse con la revisión del Código Forestal, de la Minería y de la delimitación de las tierras indígenas.
[6] Florestan Fernandes,
A natureza sociológica da sociología, San Pablo, Editora Atica, 1980, p. 32.