18/04/2024

Narrativas sobre la historia obrera en Argentina: notas críticas y apostillas conceptuales

Por Agustín Nieto , ,

 
Toda narrativa es política porque es una disputa en el orden de lo sensible, en los sentidos de lo sensible. La materia prima de la narrativa historiográfica es el pasado y esa es su especificidad en relación a otras narrativas. Por ese motivo la disputa por los sentidos se prolonga hacia lo pretérito. En esta batalla sobre lo sensible y sus sentidos nadie queda al margen, porque no lo hay. Desde un compromiso visceral con este combate irrenunciable, proponemos una relación activa y crítica con ese flujo de politicidades. Siguiendo la fraseología tillyiana, queremos indagar en torno a ciertos “[meta]postulados perniciosos” presentes en nuestras visiones del mundo, en nuestras filosofías de la historia. En este caso nos detenemos en las visiones historiográficas sobre el mundo obrero. Creemos que las distintas y, en algunos casos, antagónicas narrativas sobre la clase obrera comparten “elementos” de una metanarrativa que las hermana. Entendemos que la metanarrativa histórica (o metarrelato histórico) es una filosofía de la historia implícita, una política de la interpretación subrepticia, aunque no incomunicada con las interpretaciones políticas de la historia, todo lo contrario. Por su parte, los elementos estructurantes de este metarrelato representan metapostulados, conceptos estructurales, los cuales serán presentados en las notas críticas.

Luego de proponer un listado comentado de los metapostulados operantes en la historiografía obrera, expondremos algunas propuestas conceptuales para historiar el acontecer obrero. Estas apostillas buscan iluminar con otra luz aspectos ya conocidos y trabajados del mundo obrero. Pues, consideramos que un recambio de postulados no pasa por el abandono de “objetos” de estudios y su remplazo por otros sino por su reconstrucción dialéctica (negación, conservación y superación) y por una reconfiguración radical de las matrices conceptuales para abordarlo. Con estas notas conceptuales buscamos desacralizar algunas de las figuras y nociones más presupuestas en nuestro quehacer, como la poco problematizada noción de “organización sindical” y la escasamente productiva dicotomía bases/direcciones.

Como ya se habrá advertido, seremos licenciosos en el uso de imágenes, figuras y conceptos. También lo seremos en la estructura narrativa, más próxima a los apuntes de un cuaderno de campo que a un paper académico. Para nuestras notas críticas y apostillas conceptuales nos valdremos, por un lado, de nuestra propia experiencia investigativa, por otro, de autores/as identificadxs con el grupo de estudios subalternos (Chakrabarty, Spivak), la historiografía marxista británica (Hobsbawm, Thompson), la obra de Rancière, Benjamin, Gramsci, Marx, Lenin, Elias, Hyman. También de las obras historiográficas vernáculas y latinoamericanas preocupadas por el mundo obrero. Prescindiremos de las citas de referencia para agilizar la lectura y porque los niveles de traición al original son grandes y no queremos ser injustos. Tampoco referenciaremos las obras criticadas pues implicaría un listado infinito, las pocas menciones aparecidas serán usadas a modo de ejemplificación. Pues, no nos interesa detallar las obras que son tocadas por estas críticas porque consideramos que no hay producto de la historiografía obrera que no esté algo contaminado por alguno de estos conceptos estructurales que hacen al metarrelato histórico, situación que torna innecesaria la individualización de cada uno de lxs autores/as. Sólo incorporaremos al final un listado mínimo de bibliografía de referencia. Finalmente nos resta decir que con este ensayo sólo buscamos aguijonear certezas, despertar incertidumbres sobre nuestras propias prácticas historiográficas y políticas.
 
Notas críticas
Las distintas narrativas sobre el devenir de la clase obrera argentina aportaron miradas interesadas en reponer el protagonismo de esta clase subalterna en la historia del país. Este parece ser un rasgo que unifica narrativas con densidades heurísticas y hermenéuticas disímiles, y con pretensiones y tradiciones político-ideológicas divergentes. En los relatos históricos de Diego Abad de Santillán, Celia Durruty, Ricardo Falcón y Mirta Lobato,[2] el contenido de los guiones es distinto pero sus intérpretes siempre los mismos: grupos, fracciones, individuos pertenecientes a la clase obrera. Los aportes de unxs y otrxs ayudaron a trazar los rasgos más sobresalientes de la clase obrera como uno de los protagonistas principales de nuestra historia. Las distintas prácticas de esta clase subalterna hicieron las veces de agujas en las manos de quienes historiaron sus avatares. En algunos casos la trama fue urdida con el hilo rojo de la revolución social otras con el hilo blanco de la democracia y la ciudadanía. Sin embargo, los distintos relatos muestran marcas comunes producto de un telar compartido. Ofrecen un guión cuya estructura presenta una cantidad mayor de rasgos similares que diferentes. A continuación posaremos nuestra mirada sobre estos parecidos de familia.
El ejercicio que emprendemos en los siguientes párrafos desgaja, para su análisis, dimensiones conceptuales del campo de estudios sobre la clase obrera que están íntimamente enlazadas entre sí. El artificio se justifica porque nos permite identificar las principales categorías, así como sus mutuas relaciones. Son como eslabones de una cadena que de conjunto establecen los alcances de las narrativas vigentes sobre la clase obrera argentina.
Entre los aspectos estructurales más extendidos, presentes en las narraciones sobre la clase obrera, encontramos el etapismo-desarrollismo. Esta perspectiva fragua cuando la historia de un grupo social subalterno es narrada como la trayectoria de un tren que va en una única dirección, sin posibilidades de retorno, pasando por distintos tramos, que hacen a su formación como clase, siendo la madurez su última estación. Esta estructura narrativa presenta cierta analogía con el esquema de desarrollo económico rostowniano.[3] El punto de partida es la extrema heterogeneidad (inmadurez) que presenta la clase obrera, mientras que el punto de llegada es aquel que representa el grado más alto de homogeneidad (madurez) de clase. En términos político-ideológicos el proceso madurativo recorre, en su deriva marshalliana, del anarquismo al peronismo; mientras que en su deriva leninista-hobsbawmsiana, su proceso madurativo va de la conciencia primitiva pre-política anarquista o a una conciencia socialista (comunista). El orden en la secuencia puede variar, también la estación final, no así el esquema rector de la narración. Entre las distintas alternativas secuenciales una bastante representativa es aquella que en un primer tramo de la formación de la clase obrera de nuestro país ubica al anarquismo, en un segundo tramo al sindicalismo revolucionario, en un tercero al socialismo, en un cuarto al comunismo, finalizando en el peronismo como corriente ideológico-política hegemónica en el mundo obrero. En esta última estación el proceso marshalliano de ciudadanización se ve consumado. Como ya adelantamos, según la sensibilidad política de quien narre, esta historia culminará en una u otra estación ideológica. Una de las consecuencias de esta estructura narrativa es el olvido en que caen las distintas corrientes ideológicas una vez decretada la culminación de su etapa en la historia de la clase obrera, cristalizando de este modo una especie de ya no etapista. Así ocurre, por ejemplo, con los anarquismos post 1930, fecha a partir de la cual carecen de valor historiográfico, y si aparecen en algún relato lo hacen de forma espectral. También es interesante advertir que el proceso madurativo de la clase obrera no sólo se mide en clave ideológico-política sino también en clave económico-social, pero nuevamente el precipitador de la maduración es exógeno a la masa obrera.[4] En una tonalidad marxista (economicista-reduccionista) el proceso madurativo transita de la cooperación simple a la manufactura y de esta última a la gran industria. En una tonalidad liberal-reformista el proceso madurativo está asociado al tránsito de una clase trabajadora heterogénea, dispersa y “tradicional” a una clase obrera homogénea, concentrada y “moderna”. En ambos casos el proceso organizativo de la clase obrera, en el plano económico, comienza con las sociedades de resistencia y culmina con los sindicatos de masas; y, en el plano político, transita del partido de cuadros al partido de masas. Moraleja: tanto el etapismo-desarrollismo ideologicista como el economicista son unilaterales y elitistas, pues en el primero el sujeto de la historia obrera son los cuadros político-partidarios y en el segundo lo es el capital.
Fuertemente eslabonado al etapismo-desarrollismo hallamos el elitismo. Este elemento de la estructura narrativa cuaja cuando las prácticas materiales-simbólicas de los distintos grupos dirigentes y élites son tomadas como expresión directa y cristalina del conjunto de la clase obrera. De esta forma se produce una especie de tropo sinecdóquico donde la élite (la parte) es tomada como si fuese la clase obrera en su conjunto (el todo). Este desplazamiento semántico, las más de las veces producto no deseado de una narración que busca rescatar la historia de lxs de abajo, atenta contra las complejidades intrínsecas de la historia obrera. La mirada se posa en un grupo reducido de la clase obrera y en el vértice de sus organizaciones e instituciones. En el mejor de los casos, cuando se produce un corrimiento hacia abajo se lo hace tiñendo todo del color ideológico de la élite (aspecto que es robustecido por el sesgo propio de las fuentes utilizadas, que expresan con mayor “fidelidad” las voces de estas últimas). O sea, aunque esté mirando a “las bases” obreras, en los hechos se las trata como entes pasivos, botín de guerra de distintas elites, y/o recursos a ser movilizados en beneficios de dichas élites. Desde esta perspectiva se pierden de vista las prácticas y “tradiciones” obreras que trascienden las distintas coyunturas ideológicas. Siguiendo la metáfora ferroviaria, en estos relatos la élite es a la clase obrera lo que la locomotora es al tren. Así, por ejemplo, el despliegue de las acciones y prácticas obreras durante la primera década del siglo XX es identificado con el accionar de una corriente anarquista singular: la FORA Vº Congreso. Por otra parte, el sesgo elitista de estos relatos ocluye el accionar de tendencias ideológicas que nunca llegaron a ser hegemónicas en el conjunto de la clase obrera. Corrientes como, entre otras, el trotskismo, el maoísmo, el catolicismo y el radicalismo nunca llegaron al estatus de “locomotora” y, en todo caso, representan en este tipo de narrativas la figura del polizón.
Un tercer elemento estructurante de los relatos sobre la historia obrera es el biografismo-biologicismo. Su afinidad con el etapismo-desarrollismo es clara. Las imágenes de una clase obrera vieja (nueva), madura (inmadura), formada (en formación), habilitan un isomorfismo entre las comunidades obreras (parcial o total) y las trayectorias de vida de los individuos. Es una especie de etapismo con ropaje biologicista. Por esta razón, en las narraciones formateadas por este elemento las comunidades obreras nacen, crecen, se consolidan, entran en decadencia y mueren. La secuencia aparece como inevitable. En esta versión, los muertos ni siquiera tienen la capacidad de oprimir la cabeza de las nuevas generaciones. Asociada a esta imagen biográfica-biologicista se proyecta el perfil organicista de esta perspectiva analítica. Las clases son abordadas como unidades unívocas, monolíticas y funcionales. La consecuencia es la pérdida de gran parte de su complejidad. Las comunidades de clase no son ni un sujeto colectivo unívoco (monocelular) ni una simple sumatoria de sujetos individuales equivalentes. Las comunidades (como argamasa de heterogéneos grupos sociales) generan procesos contradictorios que sólo son habilitados por la vida comunitaria. En cierta forma, llevando al extremo el razonamiento, esta perspectiva que en principio aparece como opuesta al “individualismo metodológico” se termina identificando con él, pues la colectividad es tomada como si fuera un individuo con subjetividad y voluntad unívocas. Así, por ejemplo, ciertas narrativas sostienen que con el peronismo la clase obrera argentina alcanzó la madurez, representando el anarquismo su etapa de niñez (inmadurez). Otras afirman que el anarquismo obrero dejó de existir por muerte natural en 1930 y en los años cuarenta por muerte violenta el comunismo obrero.
En vínculo estrecho con el elitismo encontramos el estatismo. Al decir de Guha, el estatismo es una modulación particular del elitismo. Ya sea una narrativa histórica de corte liberal o comunista, se apoye en el estado de cosas existente o en un nuevo estado por venir, el discurso estatista amplifica las voces de las élites en el poder (o de aquellas que disputan el estado del poder) y acalla las voces polifónicas de lxs rebeldes. Este discurso se centra en las luchas por el poder estatal (presente o futuro), mejor dicho, el estatismo reduce las luchas sociales a las confrontaciones por el poder estatal. De esta forma inhabilita la emergencia de configuraciones conflictuales interseccionalistas. En su modulación obrera, esta narrativa reduce la miríada de clivajes a una contradicción principal: el antagonismo capital-trabajo asalariado. Contradicción que hace las veces de hilo de Ariadna en las narrativas sobre la forja de un estado de nuevo tipo, de un estado obrero. De esta forma subalterniza hasta enmudecer a los otros ejes conflictuales como, por ejemplo, las relaciones racializadas y generizadas. Asimismo, el estatismo es un elemento subyacente en los distintos análisis, producto del individualismo metodológico que comúnmente practicamos lxs estudiosxs de la conflictividad social y laboral. En nuestro afán por lograr relatos más menudos, capilares, a ras del suelo, siguiendo los documentos en su recorrido, terminamos reproduciendo de un modo poco crítico la individuación que preocupa al estado, sus agencias y funcionarixs, quienes extraen “quirúrgicamente” a los individuos de la masa rebelde con objeto de enfrentarlos a sus inquisidorxs, en una relación claramente desigual y producto de una voluntad distinta a las expresadas en la masa rebelde. En este proceso las agencias estatales buscan castigar (o asimilar) a ciertos individuos (y no al conjunto de la masa) adjudicándoles responsabilidades. Contra estos el estado aplicará un castigo expiatorio, esperando reparar de esta forma el “tejido social” dañado por las acciones de masas, a la vez que se busca disciplinar a estas últimas, en un proceso de ciudadanización e individuación. El estado construye a sus castigadxs como lxs cabecillas de las masas, como lxs responsables de agitar los bajos instintos del “populacho”. Siguiendo el proceso, lxs historiadorxs preocupadxs por las clases subalternas replicamos esta identificación aunque invirtiendo su valor (de negativo a positivo). Lxs cabecillas infiltradxs pasan a ser considerados como dirigentes, activistas y/o militantes del campo obrero y popular. Las valoraciones cambian pero la perspectiva es simétrica. De esta forma lxs historiadorxs abonamos al trazado de una frontera nada permeable entre la masa obrera y lxs activistas. Nuevamente se perfila una perspectiva que resta agencia a las masas e hipertrofia la capacidad de acción de las élites. La consecuencia más discutible de este abordaje es el proceso de despolitización de las masas e híper-politización de las élites obreras.
Otro rasgo en la estructura narrativa es el triunfalismo. Consiste en la emergencia de una marcada preferencia por las organizaciones y conflictos “importantes”, como si en sí mismos encerraran las claves para el entendimiento de la historia obrera. Cuando se historian conflictos obreros se los elige entre los más “estrepitosos”, los más resonantes, aunque no sean victorias obreras. Comúnmente los más “estruendosos” son los movimientos huelguísticos realizados por organizaciones “poderosas”, “estratégicas, “hegemónicas”. Estas huelgas pueden ser generales o por rama e incluyen movilizaciones y enfrentamientos callejeros. Este sesgo casi omnipresente en los estudios sobre la conflictividad laboral, marginan del análisis los conflictos a ras del suelo y los conflictos latentes (con poca prensa, a veces nada), como los que se producen en los lugares de trabajo (incluido el hurto) o en los procesos de negociación colectiva, también en los estrados de la justicia laboral. La inobservancia de esta conflictividad de baja intensidad pero cotidiana imposibilita a lxs historiadorxs de las clases subalternas ver los procesos moleculares de formación de fuerzas y recursos que posibilitan emprender grandes conflictos. En muchos sentidos estos últimos son la resultante de los conflictos cotidianos de “baja intensidad”. La formación de clase se tornaría indescifrable sin tomar en cuenta estos procesos de baja intensidad a ras del suelo. Asimismo, es común que estos “casos”, importantes pero situados, sean transformados en “experiencias definidoras de sentido” para el conjunto de la clase obrera, invisibilizando así otras tendencias y contra-tendencias. Un ejemplo de esto último lo encontramos en “El Cordobazo”. Otro ejemplo lo encontramos en la tesis jamesiana sobre el proceso de desmoralización, desmovilización y burocratización de la clase obrera argentina durante el gobierno de Frondizi. Daniel James considera haber descifrado el proceso bajo estudio, sin dar cuenta de los procesos a ras del suelo, en base al análisis de las derrotas sufridas por organizaciones “poderosas” en huelgas “nacionales”. Para el autor de Resistencia e integración la experiencia de la UOM, en este sentido, fue paradigmática.
Un elemento también diferenciable en la estructura narrativa sobre el mundo obrero, aunque con lazos muy fuertes con el triunfalismo, es el capitalinocentrismo. Puesto que esta denominación puede llevarnos a confusión advertimos que su alcance no se acota a la Capital Federal, sino que se extiende a todos aquellos centros políticos, económicos, sociales y culturales tanto en términos nacionales como regionales, provinciales y locales. Este elemento coagula en los relatos de pretendido alcance “nacional”, cuando por medio de una violencia semántica (eufemismo) se establecen ciertas experiencias localizadas como centros dadores de sentido global. Somos conscientes que la mayor parte de las pesquisas son referidas a las experiencias locales y/o realizadas con documentos de carácter local, pero sus interpretaciones se proyectan a universos mayores.[5] Al igual que con los otros metapostulados, esta situación no es propia de la historiografía obrera argentina. En Brasil, por ejemplo, se produce el mismo eufemismo. Silvia Petersen acuñó el concepto “centros definidores de sentido” para indicar cómo se toma el eje Río de Janeiro-San Pablo y se lo extiende a todo “Brasil”. Lo que en realidad es un estudio localizado gana una dimensión “nacional”. Por otra parte, la historiografía obrera construye una historia elitista-institucional, una historia obrera leída “desde arriba”. Esto último ayuda la construcción del eufemismo mencionado, ya que al trazar la trayectoria de las organizaciones madre y/o de sus dirigentes “nacionales”, no hace otra cosa que delinear el itinerario de organizaciones e individuos cuyos ámbitos de acción primordialmente fueron (son) los centros dadores de sentido. Pero, al estar reconstruyendo los vaivenes de una organización pretendidamente “nacional”, se confía en que se está escribiendo una historia de alcance nacional. Sin embargo, la reconstrucción de las dinámicas de las “comisiones directivas nacionales” de las distintas organizaciones obreras, de los “comité centrales nacionales” de las diversas corrientes, de los congresos partidarios “nacionales”, de sus proyecciones programáticas “nacionales”, de la prensa “nacional”, de las huelgas y protestas en las plazas “principales”, a través de la lectura de sus actas y periódicos, poco nos dicen de un movimiento altamente rizomático y extendido a ras de todo el suelo argentino. Así, por ejemplo, la historia de la CGT es la historia de sus dirigentes y acontecimientos “centrales”. Por lo general, en la historiografía obrera poco y nada de tinta se gasta en historiar los avatares de organizaciones, acontecimientos y procesos “periféricos”. Esto nos lleva a proponer la deconstrucción del pretendido carácter “nacional” de las investigaciones basadas en los centros dadores de sentido, sin desconocer su carácter hegemónico en términos del sistema político y la estructura económica. Dipesh Chakrabarty, pensando en el carácter hegemónico pero no universal de la historia europea, propone provincializar Europa. Apoyándonos en esta sugerencia proponemos “provincializar”, “regionalizar”, municipalizar” los centros dadores de sentido, a la vez que “descentralizar” la práctica de la historiografía obrera.
Hermanado a los elementos anteriores encontramos el nacional-localismo, una especie de última frontera contenedora de los procesos sociales. Como vimos, según la narrativa etapista-desarrollista la formación de la clase obrera pasa por distintos estadios hasta que llega a la madurez. Este recorrido madurativo está asociado a un proceso organizativo que va de lo local a lo nacional. O sea que cuando la clase obrera es considerada madura lleva implícito su alcance nacional, pero poco y nada se dice de sus lazos internacionales. De algún modo, este esquema replica el proceso de constitución de la clase burguesa en su forma estado-nación y toma a esta última como la figuración que con mayor fuerza condiciona el proceso formativo de la clase obrera.[6] En la exposición de su concepto de figuración, Norbert Elias se vale del ejemplo al estado-nación y nos advierte de lo inconveniente que es considerarla como “la figuración”. Paso seguido aclara que al mismo tiempo que cumple una función contenedora para con figuraciones menores también es contenida por figuraciones mayores. El sistema-mundo wallersteiniano es una buena ilustración de las últimas. Entre las consecuencias más cuestionables de esta invisibilización del contexto global encontramos cierta propensión al “excepcionalismo de la clase obrera argentina”, como por ejemplo en relación a las comisiones internas, también en relación a la experiencia peronista. Esta tesis excepcionalista sólo puede sostenerse en base al sesgo nacional-localista de la mirada. Nuestra propuesta no es descuidar las singularidades de las experiencias históricas propias de cada país sino cotejarlas en el marco de una perspectiva “supranacional” a la vez que “subnacional”. En este sentido la dicotomía escalar macro/micro se muestra algo inconveniente para el abordaje de la complejidad de los procesos sociales como el constante hacerse de la clase obrera.
Otro elemento presente en la estructura narrativa sobre la clase obrera es el uso recurrente de pares conceptuales dicotómicos, lo que aquí llamamos dicotomismo. El rasgo sobresaliente de este elemento es la partición de la realidad bajo análisis en dos campos ontológicamente diferenciados y herméticamente cerrados. Las posibles diferencias de grado ente un campo y el otro se desvanecen y se precipita así un binarismo valorativo básico (bueno/malo) que tiñe todo el análisis. Entre los pares dicotómicos más extendidos en los análisis del mundo obrero listamos los siguientes: autonomía / heteronomía; lucha económica / lucha política; conformista / contestataria; reforma / revolución; consenso / conflicto; ruptura / continuidad; burocracia / democracia. Estas dicotomías muchas veces más que como conceptos funcionan como rótulos (des)calificadores. Son presupuestos que nos adelantan lo que tendría que ser el resultado de una minuciosa investigación. Como ya anticipamos, un caso paradigmático de dicotomismo en el campo de estudios sobre la historia obrera es la dicotomía bases / direcciones.[7] La articulación entre bases y direcciones, en este marco interpretativo, aparece como un hallazgo, una excepción. La regla es la fractura, el abismo entre bases y direcciones. Y en esta fractura las bases siempre llevan la de perder. Las direcciones se distancian de las bases, se burocratizan y se convierten en una capa acomodada conservadora y/o pro capitalista. En tanto las bases tengan alguna iniciativa se encontrarán con una loza burocrática que frenará su movilización. Nuevamente emerge una visión maniquea y homogeneizadora de las bases por un lado y de las direcciones por otro. Asimismo, forja una mirada institucionalista que es ciega a las direcciones alternativas, que vuelve a simplificar lo complejo y heterogéneo. Por otra parte, el elitismo de esta interpretación encierra las alternativas favorables o desfavorables a las masas obreras en función de las alternativas y colores ideológicos de las direcciones efectivas operantes en el mundo obrero. En este sentido, parece que su máxima es “toda crisis es una crisis de dirección”. Nuevamente la masa obrera pierde filo político. Esta situación vuelve perentorio un proceso de desesencialización y desmomificación de dichas dicotomías. La intensidad del uso de estas dicotomías delata la irrefrenable pulsión por la clasificación-rotulación que padecemos. Esta insistencia en el uso de pares dicotómicos termina por aplanar una realidad densa en rugosidades y pliegues. Lo complejo es sitiado por prácticas historiográficas simplificadoras. Paradójicamente reproducimos el oficio de los momificadores egipcios, el devenir cede ante el ser olvidando que lo que es deviene y lo que deviene es.
Además de los ya aludidos, la estructura narrativa sobre la clase obrera presenta otros elementos que merecen ser al menos mencionados. No es difícil notar el fuerte andro-heterocentrismo subyacente en los distintos relatos. Lo interesante del caso es su superficial asexualismo, la clase obrera es reconstruida como si fuese neutra, como si careciese de sexo y género, se da por descontada la preeminencia de los varones en el mercado de fuerza de trabajo pero poco se pregunta sobre las masculinidades (culturas masculinas) y sus “efectos” en la formación de la clase obrera. Las honrosas excepciones que se interrogan sobre las trabajadoras lo hacen con la intención de revelar su existencia. Así se constata que el mercado de fuerza de trabajo también se compone de mujeres, y que las mismas son preeminentes en algunas ramas específicas. Pero son casi inexistentes las indagaciones sobre la impronta de las femineidades (culturas femeninas) en la constitución de la clase obrera. Otro tanto ocurre con el impacto de la queersidad y la gaysidad. Un borramiento similar al del asexualismo sucede con la raza/etnia, lo generacional y lo geográfico. Si bien las narrativas se asientan en una clase obrera urbana, adulta, blanca y masculina, en su enunciación aparece como asexuada, incolora, ageneracional, deslocalizada. En el uso de estos elementos subyace una pulsión homogeneizadora que coloniza al conjunto a partir de rasgos parciales. Son relatos que carecen de interseccionalidad de clivajes sociales. En este sentido las advertencias críticas del feminismo negro son de un alto valor conceptual para nuestras labores investigativas y políticas.
Un último metapostulado al cual queremos hacer referencia es el obrerismo. Éste consiste en la construcción de un objeto-sujeto de estudio aislado de sus potenciales y efectivos contendientes, perdiéndose de esta forma la perspectiva relacional.[8] Se reconstruyen trayectorias y perfiles conflictuales, organizacionales, identitarias y culturales, cosificando o ninguneando la capacidad de condicionamiento ejercen la patronal y el estado con sus acciones. O, en el mejor de los casos, aparecen como telón de fondo. Parece operar una tendencia que aborda las cuestiones vinculadas a los procesos conflictuales centrando la atención en el polo “débil” de la relación. Desde ese ángulo, no se le otorga el papel co-constitutivo que en la formación (y neo-formación) de la clase obrera tiene la formación (y neo-formación) de la clase patronal y el estado. En este sentido el devenir histórico de la clase obrera (y de la clase patronal) se reconstruye como si dependiese prioritariamente de proceso intra-clase.
Este listado de metapostulados lejos está de ser exhaustivo, sin embargo ilumina aspectos que consideramos más relevantes en el metarrelato de la historiografía obrera. Ahora nos ocuparemos de presentar algunas pocas propuestas conceptuales que nos ayudarán a pensar desde otros ángulos el acontecer obrero.
 
Apostillas conceptuales
Desde los márgenes de la agenda oficial, nos interesa arrojar a la palestra de la historiografía obrera algunos apuntes conceptuales y reflexiones que permitan imaginarnos otras prácticas historiográficas para interpretar e interpelar el acontecer del mundo obrero. Prácticas historiográficas autoconscientes de sus alcances y límites, también de sus filos políticos en procura de otra sociedad.
 
I
Líneas arriba vimos que una de las prácticas más comunes es el dicotomismo. Aquí nos ocuparemos de repensar la dicotomía bases/dirigentes a partir de una propuesta conceptual que consideramos superadora. Para dicho objetivo nos hemos apoyado en nuestra investigación de base, como en textos no centrales en el campo de los estudios de la historia de la clase obrera. Partiendo de los aporte de Juan Carlos Marín, Inés Izaguirre, Beba Balvé, Roberto Jacoby y Nicolás Iñigo Carrera, elaboramos el concepto “fuerzas sociales obreras” (FSO) para romper el maniqueísmo de la dicotomía bases/direcciones, dicotomía que conlleva como consecuencia necesaria la despolitización de las masas obreras.
En primer lugar nos gustaría hacer una advertencia y algunas precisiones sobre esta propuesta conceptual. Dentro de la tradición de pensamiento marxista, el término “fuerza social” aparece asociado a los “escritos económicos” de Marx, en particular, El capital. Sin embargo, años más tarde tomó centralidad en los “escritos políticos” de Lenin en el contexto de la revolución rusa. A partir de ese momento el concepto refirió a la coagulación de una alianza social no coyuntural entre obreros/as y campesinos/as. Pasado por el tamiz gramsciano, en Argentina es rescatado y densificado teóricamente por Juan Carlos Marín, en el marco del CICSO (Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales). Para los investigadores/as de este Centro la lucha de clases es un operador teórico-metodológico central para dar cuenta de lo social. Sin embargo, la lucha de clases no es considerada de una forma “vulgar”, como enfrentamiento entre la clase obrera y la clase burguesa, sino como un choque entre fuerzas sociales, entendidas estas últimas como alianzas entre fracciones de distintas clases. De esta forma, la vección del enfrentamiento deja de interpretarse en sentido vertical para pasar a interpretarse en sentido horizontal (ver Figura 1). Así, el concepto de “fuerza social” es anclado allende las fronteras de clase, pues –dicen– la clase no puede aliarse consigo misma. Es en este punto que nos proponemos estirar el concepto abarcando la articulación al interior de cada clase.
 
Figura 1
 
 
 
Desde nuestra perspectiva, el punto de partida no es la homogeneidad de la clase obrera sino su heterogeneidad, que en el plano de sus “condiciones materiales de existencia” (siempre sociales) se expresa en infinidad de capas y fracciones. Esta desigualdad consustancial a la condición proletaria es la primera barrera que lxs obrerxs tienen que superar para devenir en clase. Esto lo logran articulándose en el plano organizativo-conflictual, donde las diferencias de capas y fracciones son subordinadas a identidades de clase. Identidades que -solapadas entre sí- nunca son fijas ni iguales a sí mismas a lo largo del proceso. Asimismo, la clase obrera es heterogénea en su mentalidad, cultura, composición ideológica y conciencia de clase, situación que le suma complejidad y contingencia a un proceso articulatorio necesario. Este articularse y devenir en clase es lo que llamamos “fuerza social obrera”. En este sentido, el proceso “intra-clase” replica en otra dimensión social lo que llamamos alianza en el proceso “inter-clase”. Por otro lado, la imagen de una FSO puramente obrera es una ficción. Los grupos obreros en proceso de organización y lucha indefectiblemente entran en relaciones “amistosas” (cooperativas) con “personificaciones” no obreras como patrones, estudiantes, abogadxs, médicxs, contadorxs, comerciantes, vecinxs, “villerxs”, concejales, diputadxs, senadorxs, funcionarixs, curas, etc. Esto nos habilita a conjeturar que, al igual que la lucha, la articulación en fuerzas sociales es consustancial a las clases. La utilidad de este concepto se muestra potente al momento de discutir la dicotomía maniquea y simplificadora de bases/direcciones obreras (ver Figura 2).
Esta es la representación que comúnmente se cultiva en los análisis sobre la relación entre bases y dirigencias obreras. Desde esta perspectiva, la zona punteada está invisibilizada y la otra zona permanece visible. Esta perspectiva analítica muestra los enfrentamientos intraclase como enfrentamientos entre bases y direcciones obreras y no como enfrentamientos entre FSO (bases + direcciones). En los procesos histórico concretos los enfrentamientos se dan en el interior de la clase obrera entre FSO y no entre bases y direcciones (visión vulgar de la conflictividad intra-clase).
 
Figura 2
 
 
Las figuras son una representación extremadamente esquemática de una realidad pletórica en complejidades, en bordes y rebordes. Complejidad sólo asequible desde un abordaje monográfico. En cierta forma, la finalidad del esquema es presentar “metafóricamente” la línea de clivaje de la conflictividad obrera, que lejos está de ser un cristalino y cristalizado enfrentamiento entre patrones y obreros y/o entre direcciones y bases obreras. Apostando a este “nuevo” concepto reponemos la agencia de las masas obreras en una clave “subalternista”, situada y relacional. Otra aclaración necesaria es la tocante a la polaridad del enfrentamiento. Si bien cuando observamos los enfrentamientos los campos en conflicto abierto se polarizan, en los momento de conflictividad latente las FSO pueden ser, generalmente son, más de dos. A su vez, el concepto base de fuerza social tiene la virtud de ser “fractal”, puede replicarse en cualquier territorio social, desde el propio individuo hasta los alineamientos mundiales.
En tanto los enfrentamientos son causa y consecuencia de la rebeldía de los subalternos ante las relaciones de dominación y pretenden modificarlas (ya sea de forma radical o no), tienden a horizontalizar las relaciones sociales. Sólo el desarme del vencido por el bando victorioso permite restaurar o instaurar relaciones de dominación vectorizadas en sentido vertical. Pero como aquel desarme nunca es absoluto, su consecuencia (la verticalidad de las relaciones de dominación) tampoco lo es, dándose de esta forma una proliferación -más o menos intensa, más o menos densa- de cuestionamientos u horizontalizaciones de las relaciones de dominación. Por lo cual la configuración social es producto y productora de encuentros y enfrentamientos sociales donde uno de los polos (el subalterno) tiende a alivianar y/o romper los lazos de dominación y opresión horizontalizando esas relaciones y el otro polo tiende a evitar la ruptura y reforzar aquellos lazos de dominación restaurando su verticalidad. Asimismo, en todo enfrentamiento hay dirigidos y dirigentes que se enfrentan a otros dirigidos y dirigentes por lo cual nunca podríamos visualizar los enfrentamientos entre bases y direcciones, este tipo de enfrentamientos no existen. De esta forma rompemos con el riesgo de caer en relatos elitistas y/o basistas predominantes en la historiografía obrera.
 
II
Ahora presentaremos unos apuntes que permiten repensar las organizaciones sindicales como figuraciones de poder, un aspecto poco problematizado en los estudios sobre sindicalismo. Lo que llamamos “estructura sindical”, “modelo sindical” o simplemente “sindicato”, es el resultado siempre inestable y provisorio de la interrelación friccionada entre distintos grupos sociales y dimensiones de la realidad social. Una de estas interrelaciones refiere a la necesaria y a la vez contingente articulación entre el pasado, presente y futuro de este grupo social, expresado en recursos, tradiciones y costumbres, necesidades, proyectos y horizontes, que de conjunto siempre están reactualizándose. Asimismo, en la configuración de este grupo social intervinieron y siguen interviniendo con distintos grados de permeabilidad otros agentes como, por ejemplo, las cámaras empresariales y las dependencias estatales. De conjunto, todas estas dimensiones y agentes son productores y producto de una densa trama de relaciones sociales por las cuales circulan, con caudales diversos, poder y contrapoder. Las estructuras organizacionales de los sindicatos son producto y están habitadas tanto por prácticas democráticas como burocráticas, por tendencias a la centralización como por su contraria, y evidencian grados diversos de “autonomía” como de “heteronomía”. Siguiendo a Hyman podemos sostener que estas tendencias cruzan trasversalmente al conjunto de las organizaciones obreras, dando origen a estructuras sindicales que muestran una combinación contingente de las mismas.
Desde nuestra perspectiva, todo sindicato, en tanto organización, es una figuración de poder, que se forma a partir de la asociación voluntaria y cooperativa de los trabajadores/as, siempre en el marco de otra figuración de poder de carácter no voluntaria sino restrictiva como son las relaciones sociales de explotación y dominación capitalistas, racistas, sexistas, etaristas, entre otras. Por otra parte, como toda organización que instrumenta un sistema de representación, el sindicato implica cesión consentida de poder a un grupo reducido de dirigentes sindicales, proceso que también se encuentra condicionado por la particular configuración del proceso productivo capitalista. En este sentido, ningún “modelo sindical” es moldeado libremente por los trabajadores/as, tampoco es la expresión de la voluntad de algún grupo en particular por más poderoso que este sea. Vale aclarar que aquel poder circula en dos sentidos, hacia “dentro” de la organización y hacia “fuera” de la misma, siendo sus fronteras altamente porosas. La administración de ese poder es disputada por FSO alternativas, una de las cuales al imponerse logra administrar una cuota importante de este poder. Sin embargo, la cesión voluntaria de poder no es ni absoluta ni permanente. Muchas veces este re-empoderamiento de las masas obreras se realiza de forma conflictiva y por fuera de (aunque repercutiendo en) la estructura formal-legal del sindicato en cuestión. Es común que los procesos de democratización corran más por estos últimos carriles que por los primeros, aunque no deban entenderse como necesariamente excluyentes. De esta forma, lo organizacional se nos presenta como un campo de y en disputa en relación a los procesos de democratización-politización de la vida gremial obrera.
Los sindicatos, en tanto figuraciones de poder, producen cristalizaciones cíclicas que pueden ser leídas como testimonios de las correlaciones de fuerzas, tanto hacia su interior como en relación a otras figuraciones. Ejemplo de estas cristalizaciones son los estatutos y los convenios colectivos. Asimismo, estos documentos se enmarcan y son contenidos por figuraciones y cristalizaciones mayores, como lo son la sociedad global (estado-nación) y las leyes de asociaciones profesionales y convenciones colectivas. Estas normas que son productos de una correlación de fuerza coyuntural perduran más tiempo que la propia correlación de fuerza que les dio origen. Si bien, los estatutos y los CCT no determinan las prácticas organizacionales de los obreros/as y militantes sindicales, tampoco éstos prescinden por completo de dichas normas, y esto por varias razones. Tomemos el ejemplo de los estatutos. En este caso, una de las razones refiere a lo imperioso que se torna para los obreros/as y dirigentes sindicales la obtención del reconocimiento estatal vía personería gremial, pues esta última habilita legalmente al sindicato para representar a los obreros/as que agrupa ante el estado y la patronal. Para lograrlo, el estatuto que se elabore debe estar enmarcado en la ley de asociaciones profesionales correspondiente. De esta forma, la ley (cristalización de una correlación de fuerzas más amplia y precedente) condiciona la elección realizada por lxs trabajadorxs y su instrumentación. De esta manera, muchos de los procedimientos internos del sindicato están pautados formalmente por normas que se encuentran “por encima” de dicha organización. Por otra parte, muchos de los artículos estatutarios son el producto de la correlación de fuerzas interna a la organización sindical, siendo esos artículos el resultado de prolongados procesos de discusión y negociación. Otro elemento que nos habla de la no prescindencia de dichas normas es la cíclica actualización de las mismas, siendo estas siempre provisorias. Este estatus provisorio no sólo se revela en los momentos de actualización sino también en los lapsos de vigencia de cada uno, cuando las prácticas organizacionales flexibilizan su articulado o lo desconocen selectivamente. Reiteradas veces, durante estos lapsos, el estatuto, al igual que el CCT, es presentado para el afuera como monolítico e incuestionable, mientras que hacia dentro su interpretación y aplicación es disputada. En definitiva, el estatuto, como cualquier otra norma, emerge como cristalización de las múltiples (muchas veces enfrentadas) y cotidianas prácticas organizacionales en el ámbito sindical, influyendo en estas últimas una vez cristalizado, marcando el ritmo de las prácticas organizacionales cotidianas. Al mismo tiempo, estas normas mantienen su vigencia a partir de su permanente vínculo vivo con las múltiples prácticas cotidianas, fuera de ellas se transforman en letra muerta. Por otra parte, los estatutos y convenios suelen constituir recursos organizacionales que los sindicatos bregan por mantener. Esto vuelve interesante la mirada etnográfica sobre estas normas que pretenden regir la vida organizacional de los integrantes de los sindicatos.
 
III
Una tercera apuesta conceptual refiere a entender la negociación colectiva como proceso político. Comúnmente, en los copiosos libros y artículos sobre la historia de la clase obrera argentina, la relación precios/salarios, o sea el poder de compra real de lxs obrerxs, es presentado a través de “números índices”, porcentajes o valores absolutos. Es innegable que estos estudios ayudan a que nos formemos una idea general de cómo fue modificándose el poder adquisitivo de los salarios, pero poco nos dicen de la forma en que esas variaciones fueron tramitadas por lxs obrerxs y patrones en sus conflictivas negociaciones. Aquellos números, que son presentados en cuadros y gráficos, perfilan la superficie de un proceso más denso y profundo. Son la resultante inestable de múltiples encuentros, a la vez que una máscara que oculta procesos conflictuales. Sabemos bien que durante determinados períodos históricos los precios de los principales productos alimenticios tendieron a dispararse, pero conocemos poco la articulación de las prácticas obreras y gremiales en pos de conseguir el salario que consideraban “justo”, en relación a sus expectativas de consumo, lo que nos habla de una “economía moral-salarial”. Desde esta óptica, el movimiento de los precios se vuelve un indicio de las luchas obrero-patronales en torno al salario. Por lo general, lxs cientistas sociales buscamos la relación causa-efecto entre estos tres fenómenos en el capitalismo: costo de la vida - salarios - huelgas. En este apartado partimos de otra conjetura, a saber: cada uno de estos tres fenómenos son a la vez causa y consecuencia de cada uno de los otros dos; y por otra parte, los tres se encuentran dinamizados por la carga inherentemente conflictiva de las relaciones obrero-patronales. Esto último lejos está de orientarnos sobre los horizontes político-ideológicos desplegados en los procesos conflictuales. También existe una perspectiva politológica sobre los proceso de negociación donde el protagonismo recae en las cúpulas sindicales, patronales y estatales, siendo el concepto de neocorporativismo el eje de su concepción teórica. Esta última perspectiva se caracteriza por su fuerte elitismo y estatismo.  
Para lograr reconstruir los cotidianos, múltiples y polimorfos encuentros entre los distintos fenómenos y contendientes es preciso que abandonemos “la superficie” para sumergirnos en “las profundidades” del proceso y así habilitar la posibilidad de la descripción densa de este último. Asimismo, la densidad de estos procesos requiere de un abordaje a ras del suelo. Frecuentemente, esta dimensión capilar de las negociaciones salariales pasa inadvertida en las páginas de las obras más referenciadas del campo. En estas investigaciones las mutaciones en la dinámica de las negociaciones colectivas a lo largo de un período determinado queda reducida a una “variable” económica más. De esta forma las cargas y dimensiones políticas de aquellos procesos quedan huérfanas de abordaje. ¿Cuáles son esos “elementos” políticos? Son todos aquellos recursos y prácticas tanto organizacionales como conflictuales, a los cuales echan mano recurrentemente lxs trabajadorxs: reuniones, asambleas, comisiones, delegadxs, mesas de negociaciones, paros, huelgas, declaraciones públicas, etc. Justamente, lxs obrerxs se organizan y luchan contra las “leyes del mercado”, o lo que es lo mismo, luchan contra los patrones que se encuentran organizados corporativa y políticamente. Desde esta perspectiva analítica la frontera que divide las luchas obreras de carácter económico de las de carácter político se desdibujan, pues toda lucha implica organización y toda organización envuelve relaciones políticas, relaciones de poder. En la contienda salarial, cada peso, cada centavo, implica un gran despliegue organizativo, que una vez convenida la nueva escala, ésta debe ser defendida con “uñas y dientes” en los lugares de trabajo, lo que implica mantener movilizados todos los recursos organizativos de los que se dispone. Estos son los cristales interpretativos con los cuales, pienso, habría que analizar los procesos de negociación colectiva.
 
IV
Desde los primeros intentos de organización sindical, la activación obrera en las distintas ramas y actividades económicas fue producto de una confluencia en los horizontes de expectativas de obreras/os y militantes, confluencia que transita los canales abiertos por las relaciones no sólo productivas sino también sentimentales que existen en este grupo social, cultivadas en clave barrial, amical y parental. Por otra parte, en estos procesos de democratización obrera, las fronteras entre “lo público” y “lo privado” se desdibujaban, indistintamente los espacios de organización, militancia y participación fueron la calle, los hogares obreros, el barrio, la fábrica, el sindicato, las oficinas gubernamentales y estatales. En este sentido nos parece oportuno reflexionar sobre la figura del/la activista. Cuando usamos las figuras de “obrerx”, “delegadx”, dirigente, militante, etc. no estamos hablando de diferencias esenciales. A nuestro entender estas diferencias responden a grados de activación en un mismo conjunto social, pues no deberíamos pensar el mundo obrero usando la dicotomía activo/no activo (militante/no militante), sino el continuum[9] que va de menores a mayores grados de activación política. Esta imagen la podemos usar tanto sincrónica como diacrónicamente, en esta dimensión histórica los grados de activación se presentan aleatoriamente, respondiendo a ciclos no lineales. Ahora bien, esas diferencias de grado, que nos permiten diferenciar entre figuras alternativas, con roles distintivos, intercambiables y mutuamente condicionadas, en muchas ocasiones dan lugar a la concentración de roles dirigentes en un grupo reducido de individuos que perdura por un lapso de tiempo en esas funciones específicas, dando origen a la figura de “líderes sindicales”. Estos líderes, producto de la activación obrera, necesitan mantener algún grado de activación y consenso para poder sostenerse como tales, a la vez que la propia activación por ellos incentivada genera la posibilidad de su relevamiento. Realizamos esta apuesta argumental porque consideramos que es una forma de evadir el peligro de caer en una visión elitista de la historia obrera que esencializa y autonomiza el rol de los activistas, militantes y direcciones en relación al conjunto obrero.
 
V
En esta última apostilla buscamos reflexionar sobre el carácter intrínsecamente disgregado, episódico, relampagueante e intermitente de la historia de la clase obrera, rasgos advertidos ya hace tiempo por Gramsci y Benjamin. Es un cliché en nuestra disciplina advertir que en los procesos históricos se solapan rupturas y continuidades, una práctica a contramano de los usos de pares dicotómicos que venimos presentando. Sin embargo, desde la “renovación” historiográfica de la década del ‘80, previa advertencia de su yuxtaposición, el acento está puesto en la búsqueda de continuidades. Su máxima es “nada es tan nuevo como parece”. En este punto nos enfrentamos a un problema, este cliché es aplicable sin mayor inconveniente a una historiografía de corte elitista, triunfalista y, sobre todo, estatista. Esto porque su perspectiva, muchas veces sin quererlo, se alinea con la de las clases dominantes. Pues es en esa dimensión donde encontraremos un hilo conductor para zurcir nuestro relato. Pero es justamente eso lo que debemos (pienso) evitar si queremos reparar la historia de las clases subalternas, en los momentos en que rompen su condición de subalternidad, aunque más no sea por unos instantes, que muchas veces se paga con la propia vida. Pues, uno de los rasgos más característicos de la historia de las clases subalternas (entre la que se encuentra la clase obrera) es su condición rupturista por necesidad. Teniendo en cuenta esta situación, debemos indagar en aquellos fragmentos que nos habilitan hablar de espacios-instantes de iniciativa propia de las clases subalternas en sus variados formatos asociativos. Esta idea, lejos de ser original, es expresada en distintas pesquisas a través del concepto de “autonomía”. También es ilustrada ocasionalmente como la anteposición de intereses corporativos (particulares) a los intereses políticos (generales). Sin embargo, en la mayoría de los casos los autores/as no consideraron necesario dedicarle un momento de reflexión más extenso. Considero que es rompiendo la ilusoria continuidad histórica y reponiendo estos espacios-instantes de iniciativa propia de las clases subalternas como lograremos relatos más vivaces de su constante hacerse.
 
Coda
Somos conscientes que el leguaje es, además de un botín de guerra, una colección de palabras-interpretaciones cosificadas de la cual no podemos escapar. También somos conscientes que los conceptos y postulados son contingentes y no esenciales, están entrampados en una lucha política sinfín. Por eso nuestra pretensión no va más allá de arrojar algunas puntas para una necesaria revisión de lo hecho hasta ahora en el campo de los estudios sobre la historia de la clase obrera en nuestro país. El recorrido crítico que emprendimos, lo imagino más como un avance raudo para estoquear algunos puntos no tan sólidos de un edificio monumental, que lejos aún está de desmoronarse. Las estocadas sólo sirven como una marcación, en el terreno, de las estructuras más débiles, donde futuras expediciones críticas (más sagaces) puedan hacer mayor daño. Pues nuestra apuesta no es remodelar el edificio sino elevar uno nuevo.
Pugnamos por una perspectiva que reponga en todo momento y situación la agencia de lxs trabajadorxs y otros grupos subalternos, dejando de lado por completo cualquier perspectiva elitista así como todos sus posibles derivados conceptuales. Para una renovada agenda de investigación sobre los vínculos entre clase obrera e ideología pensamos que sería provechoso desarrollar lineamientos analíticos que partan de, y cotejen, las tensiones (alcances y límites) existentes entre los principios ideológicos-programáticos de las corrientes ideológicas, las prácticas organizativas-contenciosas y las circunstancias contextuales, esto a partir de estudios de experiencias cotidianas situadas a ras del suelo. También consideramos conveniente abandonar los análisis de corte institucional-elitista-dirigencial, que abonan una historia de “los de abajo pero desde arriba”, y adoptar una perspectiva radialmente subalterna de las iniciativas de izquierda. Por otra parte, pensamos beneficiosos estudios que desanden la interpretación y periodización triunfalista de la historia de las clases subalternas armadas a partir de la “hegemonía nacional” que las corrientes ideológicas ejercieron sobre el movimiento obrero en los distintos períodos de “la historia nacional”. Nos parece necesario desarmar el carácter imperialista de ciertas geografías económicas y políticas. Por eso creemos necesario el desarrollo de enfoques espacial y temporalmente diversos que, por un lado, quiebren la centralidad del período “clásico” o “maduro” de “las corrientes ideológicas” y que, por otro lado, desanden las perspectivas capitalinocéntricas de la historiografía vernácula. Finalmente, abogamos por prácticas historiográficas relacionales, intersticiales e interseccionalistas, que repongan la densidad y heterogeneidad de los procesos históricos de ese constante hacerse de la clase obrera; y que repongan sin solución de continuidad las complejas articulaciones entre la interacción cara a cara y las “cadenas” de interrelaciones largas que ponen en relación a distintos grupos geográficamente distanciados a partir de figuraciones imaginadas. Quizás, solo quizás, de esta forma estemos ayudando en algo al proceso de desubalternización de las clases subalterna en su búsqueda de un mundo “socialmente igualitario, humanamente diferenciado y totalmente libre”.
 
Bibliografía de referencia
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El presente ensayo, como todo, tiene su historia. En cierto sentido es la reunión arbitraria de distintas reflexiones que fueron emergiendo a lo largo de nuestro proceso investigativo. Una primera versión del ensayo fue presentada como ponencia en las Jornadas de Jóvenes Investigadores organizadas por el CEHis-UNMdP en 2013. Un par de años más tarde fue reelaborada para ser discutida en el marco de las Primeras Jornadas de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda, organizadas por el PROHMOI-UBA en junio de 2015. Luego fue el guion de dos seminarios, uno realizado en Trelew durante septiembre de 2015 y otro en Mendoza durante octubre de 2015. En las cuatro ocasiones las ideas barruntadas fueron enriquecidas por el intercambio que suscitaron sus puntos débiles. Finalmente, el borrador de la versión actual fue leído por Omar Acha, Maximiliano Camarda, Guillermo Colombo, Guillermina Laitano, Agustín Santella, Silvia Simonassi y Julia Soul, quienes -con sus observaciones críticas- habilitaron una mejor factura del ensayo. Claro que esta historia está lejos de haber culminado…
 
 
[2] Ver referencias bibliográficas al final del artículo. (NdE).
[3] Por la obra evolucionista del desarrollo del capitalismo debida al economista norteamericano Walter Whitman Rostow. Dos oraciones más adelante se hace referencia a la obra evolucionista, pero en términos sociológicos, del sociólogo británico Thomas Humphrey Marshall (NdE).
[4] Usamos el concepto de “masa obrera” para referirnos al colectivo de trabajadorxs que está por fuera de las tareas inmediata y formalmente dirigenciales. Parafraseando un cuestionado extracto de Guha, podemos sostener a modo indicativo que los grupos y núcleos de trabajadorxs incluidos en la categoría “masa obrera” representan la diferencia demográfica entre la población obrera total y sus dirigentes formales. Es esa gran masa de obrerxs que es nombrada en los relatos como “bases”, término que aquí revisamos como parte de una dicotomía poco productiva.
[5] Una reflexión similar fue expuesta por Silvia Simonassi en un reciente taller de trabajo realizado en el CEIL. 
[6] Un señalamiento en este sentido es expresado por Julia Soul en sus recientes investigaciones.
[7] En el apartado siguiente revisaremos algunas de las restantes dicotomías.
[8] También aquí fueron sugerentes las intervenciones de Silvia Simonassi en el taller de trabajo realizado en el CEIL.
[9] La idea de continuum es aplicable a toda dicotomía. 

 

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