23/11/2024
Por , , Frydman Axel
Introducción
Durante la década del ‘90 se realizaron una serie de transformaciones estructurales en la economía argentina que contaron con un importante consenso social. Las críticas más difundidas del período se centraron en el rechazo a un supuesto "capitalismo salvaje" o "modelo neoliberal" que terminó con una sociedad igualitaria, como habría sido la sociedad argentina durante el llamado Estado de bienestar.
Finalizado este período - que se abre con la hiperinflación de 1989 y se cierra con la devaluación y la pesificación de enero del 2002 - se torna imprescindible intentar un nuevo análisis del mismo, que no se base en la necesidad de realizar un deber ser del capitalismo, ni en la intención de volver atrás la rueda de la historia.
Entendemos que el análisis de la realidad influye sobre la construcción de un proyecto político de transformación de la misma. Los conflictos objetivos no son aprehendidos directamente por los sujetos, sino a través de la mediación de formas ideológicas del sentido que se produce sobre ellos; sólo en esta mediación los sujetos toman conciencia de los conflictos objetivos y se proponen resolverlos[1], estando siempre su acción relacionada a una cierta interpretación de la realidad.
Las transformaciones de la Argentina de los ’90 profundizan, a su vez, una transformación de la relación de fuerzas entre las clases sociales que se inicia con la dictadura militar del ‘76, y deben ser interpretadas como la realización del proyecto político del capital en lucha con el trabajo asalariado. La lucha económica será un punto central del análisis, y la explotación de los trabajadores por el capital un elemento fundamental de la misma.
En este trabajo analizaremos las transformaciones mencionadas y su influencia en la dinámica de la economía, expondremos las determinaciones más importantes del período y, finalmente, examinaremos una serie de transformaciones políticas e ideológicas que contribuyeron a la realización del proyecto capitalista.
El presente texto constituye una resumen reformulado de un trabajo más amplio concluido en febrero de 2003.
I
Las transformaciones estructurales de los años ‘90 fueron parte de un programa de regulación de la economía para aumentar la explotación de los trabajadores y distribuir el plusvalor a favor de las fracciones más concentradas del capital. En este apartado explicaremos la serie de medidas que se combinaron para la realización de este programa.
Las privatizaciones de empresas estatales significaron la transferencia de la explotación o la propiedad de las empresas de servicios públicos a una alianza formada por la fracción más concentrada del capital local y transnacional. Por parte del Estado, esta integración capitalista fue establecida como requisito mediante una ley, de manera que las empresas privatizadas contaron con la siguiente conformación: una empresa local (proveedora del poder de lobby en el sistema político), un banco internacional (proveedor financiero de la operación) y una empresa extranjera especializada en el servicio correspondiente (que aportaba el "know how" del servicio). Esta política del gobierno peronista creaba una identidad objetiva de intereses entre el capital local concentrado y los acreedores externos, cuya disputa por el plusvalor había llevado a la crisis hiperinflacionaria de 1989, al asociarlos en el mismo proceso productivo en el mismo proceso de valorización del capital y garantizándoles una tasa de ganancia superior al resto de la economía[2]. El Estado asumió el costo del despido de una enorme masa de trabajadores de estas empresas, lo que significó una mayor producción de plusvalor por la vía absoluta mediante la intensificación del trabajo del personal reducido. Además, se desprendió de ellas a un precio subvaluado, otorgando a los capitalistas una importante renta que podían realizar vendiendo las acciones en el mercado financiero al poco tiempo de haber adquirido las empresas, y estableció en los pliegos licitatorios la posibilidad de indexar los precios (tarifas) de los servicios según la inflación de los EE UU, todo lo cual les permitió apropiarse de una importante masa de plusvalor por la vía circulatoria. Así, el Estado argentino generó una forma de valorización que elevaba la rentabilidad de manera combinada, tanto por la producción de plusvalía absoluta, como por la apropiación circulatoria del plusvalor en las esferas comercial y financiera.
El contexto económico de la valorización del capital en las empresas privatizadas -que hoy aparecen ideológicamente como el capital perverso que hay que destruir para que emerja el capital productivo que genere el bienestar de la población- estuvo determinado por dos medidas fundamentales del gobierno: la apertura económica y la fijación del tipo de cambio. Continuando la experiencia iniciada en 1976, el gobierno democrático peronista redujo considerablemente los aranceles a las importaciones, sometiendo a ciertas fracciones del capital al imperio de la ley del valor en el mercado internacional[3]. Las condiciones para la competencia fueron sumamente desfavorables al capital local allí donde la apertura se realizó en toda su dimensión[4], dada la fijación del tipo de cambio por la Ley de Convertibilidad en $1=U$S1, que contribuyó a la pérdida de competitividad de la producción local por la rápida sobrevaluación del peso[5]. Estas medidas se relacionan con una tendencia general a la mundialización del capitalismo que trataremos más adelante. La mayor participación en el mercado mundial tuvo como consecuencia una profundización del proceso de desindustrialización, que significó la pérdida de importancia relativa de la producción industrial respecto a la producción total del país, llevando al paroxismo las consecuencias del proceso iniciado durante la dictadura. La combinación de estas medidas con la privatización de los monopolios de servicios públicos, que como tales no contaban con competencia internacional, generó una modificación de las tasas de ganancia en beneficio de las empresas privatizadas y en detrimento de las industrias de baja productividad respecto al mercado mundial, con el consecuente desplazamiento del capital a otras áreas de la economía (como los servicios financieros) y la desaparición de numerosas empresas[6].
Precisamente porque el cierre de empresas industriales aumentó la desocupación, y ésta creció constantemente a lo largo de toda la década (impulsada también por la inversión en tecnologías y la reorganización del proceso de producción que aumentaron la productividad del trabajo) el capital buscó remover los obstáculos legales que se le oponían -como fruto de una situación objetiva anterior- al aumento de la explotación de la fuerza de trabajo. Así, logró que los representantes del "interés general de la nación" produjeran una serie de modificaciones a la legislación laboral, con el objetivo ilusorio de "dar" más trabajo, y el objetivo real de apropiarse (sin equivalente) de más trabajo. La mayor explotación que logró en el proceso de producción necesitó de este triunfo previo en la lucha política e ideológica, gracias al cual el capital logró que la "flexibilización laboral" apareciera como una política que beneficiaba a los trabajadores asegurando la venta de la fuerza de trabajo. Esto situaba a los trabajadores ocupados en un enfrentamiento con los trabajadores desocupados, ya que la defensa de las condiciones de trabajo aparecía como perjudicial respecto a las posibilidades de los desocupados de volver a vender su fuerza de trabajo. La modificación de la forma concreta en que se reproduce la relación capitalista produjo un crecimiento de la plusvalía absoluta a través de los siguientes elementos: depreciación del salario de la fuerza de trabajo por debajo de su valor mediante la eliminación del plus por horas extras, reducción de las indemnizaciones por despido, implementación de contratos temporarios (entre otros), y aumento de la intensidad del trabajo mediante la polivalencia y la mayor desprotección del trabajador[7]. Todas las fracciones del capital apoyaron la llamada flexibilización laboral -que flexibilizaba el límite de la explotación de la fuerza de trabajo en las dos esferas en que se realiza, tanto en la circulación como en la producción, en la compra y en el uso- ya que los fortalecía como clase frente a la clase trabajadora, y como capital individual frente a sus asalariados.
Las transferencias de impuestos del Estado al capital se realizaron de dos maneras principales: la reducción de los aportes patronales y la privatización de la administración de los aportes jubilatorios. Se trata de una recuperación del plusvalor apropiado por el Estado como aportes patronales, por parte de las empresas capitalistas -con la eximición de parte del impuesto por la explotación de fuerza de trabajo- y de una apropiación del 30% en concepto de comisiones de los aportes jubilatorios a favor de la fracción financiera del capital que maneja las AFJP. El desfinanciamiento del Estado fue parte de una política de aumento de la ganancia capitalista mediante el endeudamiento contraído directamente por el él[8]. Como consecuencia de ambas medidas, el agujero provocado a la recaudación fiscal puede estimarse en 9 mil millones de dólares por año. Resulta significativo que la estatización de deuda privada (ya que en definitiva el capital recibió subsidios no reembolsables pagados con deuda estatal) fue financiada en parte con los mismos fondos jubilatorios sustraídos al presupuesto estatal.
El endeudamiento externo creció enormemente, pasando de 61 a 145 mil millones de dólares entre 1991 y 2000. Contribuyó a mantener la sobrevaluación del peso, al superar la disponibilidad de divisas la demanda de las mismas. Financió la transferencia de ganancias a los circuitos financieros internacionales de las inversiones del capital internacional y local, así como la renta financiera que ésta última obtuvo al vender su participación en las empresas privatizadas y otras empresas al capital internacional. Estas ganancias se vieron acrecentadas por el aumento del pluvalor por las vías absoluta y relativa[9], y por la subvaluación del dólar que permitió al capital apropiarse de mayor cantidad de divisas de la que hubiera sido posible con un tipo de cambio oficial similar al real. Además, el endeudamiento externo financió la recuperación antes mencionada de parte del plusvalor que absorbía el Estado por parte del capital que operaba en el país. El endeudamiento externo fue una de las condiciones de posibilidad del acrecentamiento de la explotación del trabajo por el capital.
II
El presente análisis de las relaciones de fuerza entre capital y trabajo asalariado parte de la vinculación de los procesos sociales de producción capitalista ocurridos en la Argentina y el mundo. La imbricación con el capital internacional y su influencia sobre el país no es más que la expresión del carácter mundial que asume el capitalismo, en cuya producción global se inserta nuestro país en forma específica[10].
La economía mundial comenzó una fase de crecimiento débil a mediados de los ‘70, llegando a producir un estancamiento de la producción global. Esta crisis capitalista fue, fundamentalmente, una crisis causada por la caída de la tasa de ganancia, producto del aumento de la composición orgánica del capital. El capital trató de lograr una reconversión del modo de acumulación hasta entonces predominante como forma de salida de la crisis global. El neoliberalismo y la mundialización no son más que una nueva estrategia del capital para la explotación de la clase trabajadora.
El capital encontró la salida a la caída de su tasa de ganancia en un nuevo modo de acumulación, que comenzó a imponerse en algunos países desde principios de los ‘80 y se generalizó en la década del ‘90, caracterizado por un aumento de la plusvalía por las vías relativa y absoluta. Es decir, que se basó no sólo en el aumento de la productividad del trabajo como resultado de la incorporación tecnológica -que permite al capital obtener más valores de uso en igual tiempo y reducir el tiempo de trabajo necesario para la reproducción del trabajador-, sino también en la intensificación de los ritmos de trabajo y la reducción de salarios -que permiten al capital reducir el tiempo de trabajo pago sin que se reduzca el tiempo de trabajo necesario para la reproducción del trabajador-. Este nuevo modo de acumulación se basa en una mayor subordinación de las producción capitalista local al mercado mundial, es decir, en el funcionamiento más pleno y coercitivo de la ley del valor en la producción capitalista global, en la capacidad plena de movilidad de los flujos del capital financiero hacia los lugares que presentan mejores condiciones para la inversión, y en la subordinación del trabajo mediante el desempleo y la competencia internacional entre la fuerza de trabajo -que compite por su realización, y por lo tanto por la satisfacción de las necesidades vitales de sus portadores, al igual que cualquier otra mercancía)[11].
El proceso de reconversión capitalista de la Argentina en los‘90 guardó una estrecha relación con el proceso mundial, y constituyó la forma concreta en que la burguesía local se insertó en el nuevo modo de acumulación en proceso de mundialización. Este proceso de adaptación profundizó algunas transformaciones iniciadas a partir del ‘76, así como también produjo nuevas transformaciones para las que los efectos de la dictadura constituyeron una condición de posibilidad.
En la Argentina de la década del ‘90 se produjo un importante crecimiento de la producción de valores de uso, reflejado en términos constantes en el PBI, que aumentó un 40% entre 1989 y 2001 (llegando a alcanzar un máximo de 53% en 1998). Este crecimiento no tuvo mayor significación para el problema de la tasa de ganancia y la explotación de los trabajadores, para el cual la producción capitalista debe considerarse como producción de valor y, específicamente, como producción de plusvalor.
Una de las condiciones en que se realizó la valorización del capital fue la limitación de la producción de valor que se registró desde mediados de la década del ‘70, que tras una recuperación hacia 1985 descendió tendencialmente hasta la actualidad, poniendo de manifiesto la reproducción deficiente del capital en el país. El valor producido anualmente por la economía argentina en el período 1990-2001 se redujo en un 10% respecto al valor producido entre 1975-1989[12].
La estrategia de adaptación al nuevo modo de acumulación mundializado que asumió el capitalismo argentino operó en esta situación objetiva de reducción de la producción de valor. Esta situación constituyó un obstáculo para la producción capitalista, dado su carácter históricamente específico de producción de plusvalor. Las transformaciones de los ‘90 cumplieron la función de aumentar la tasa de explotación, como forma de compensar la reducción de la producción de valor con una mayor expropiación del mismo a la clase trabajadora. El brutal aumento de la explotación durante el período logró aumentar la producción de plusvalor en un 8%, respecto al producido anualmente en el período 1975-1989[13]. El enorme nivel del aumento de la explotación marcó el tenor del éxito del capital y la derrota de la clase trabajadora (aunque por la reducción de la escala de producción de valor no se haya generado un gran salto en la producción de plusvalor).
Los cambios estructurales referidos anteriormente muestran cómo operó la reconversión del capitalismo argentino. La combinación de sobrevaluación del tipo de cambio con reducción o eliminación de los aranceles a la importación[14] significó una subordinación de toda la producción de bienes -excepción hecha de ciertos regímenes especiales- a la ley del valor en el mercado mundial, incluyendo como una mercancía más -la más importante- la fuerza de trabajo. La competencia objetiva de los obreros colectivos locales con los obreros colectivos internacionales aumentó la presión sobre la baja del precio de la fuerza de trabajo, exacerbada por la masiva reducción de la dotación de trabajadores de las empresas privatizadas y el cierre de empresas industriales por la imposibilidad de realizar sus mercancías en la competencia con los productos importados. Junto a ello, la inversión en medios de producción -abaratada por la sobrevaluación del peso- y la reorganización de procesos de trabajo generaron un notable aumento de la productividad y contribuyeron a la reducción de la cantidad de trabajadores ocupados[15].
A medida que el desempleo comenzó a crecer, se intensificaron las presiones del capital sobre las condiciones de trabajo y la debilidad política de la clase trabajadora, lo cual se materializó en una serie de leyes que precarizaron las condiciones de trabajo, permitieron reducir el valor apropiado efectivamente por la clase trabajadora y aumentaron la intensidad de trabajo que ésta entregaba al capital. Más aún, el aumento del trabajo "en negro", al margen hasta de la legalidad ad hoc creada por el Estado capitalista, permitió una explotación mayor, aumentando la jornada laboral y reduciendo salarios de manera directa[16].
Estas transformaciones en el proceso de producción capitalista produjeron una población obrera sobrante para el capital. La acumulación del capital necesitaba un aumento del ejército de reserva para presionar sobre la fuerza de trabajo ocupada. Al no poder realizar su mercancía fuerza de trabajo en el proceso social de producción, la población sobrante no puede reproducirla adecuadamente, erosionando tanto su capacidad de trabajar como su reproducción física[17]. La consolidación de esta masa de población completamente superflua para el capital, lo que prácticamente equivale a decir para el proceso social de producción, se encuentra en la base del enorme aumento de la indigencia y de la pobreza en la Argentina, aún antes de la devaluación del 2002[18].
La producción de una sobrepoblación obrera relativa tiene consecuencias fundamentales para las relaciones de fuerza políticas de las clases. Como espejo en el que se miran los trabajadores ocupados cuando pierden tal condición, contribuye a la desmovilización y resignación del movimiento obrero. La reducción de obreros ocupados en términos relativos y absolutos y su metamorfosis en población sobrante constituyen un límite objetivo a la lucha de los trabajadores, más determinante que la acción de una burocracia sindical que aparece como "todopoderosa"[19].
III
La hegemonía que construyó el peronismo -bajo liderazgo de Carlos Menem- le permitió dirigir la profundización de la reconversión capitalista iniciada durante la dictadura del ‘76, gracias a la legitimidad que brotaba del carácter del PJ como representante general de la clase trabajadora argentina, logrando las transformaciones mencionadas con un importante consenso y sin hacer peligrar la "gobernabilidad" -que no es más que la denominación burguesa de su dominación de clase-[20].
El Peronismo ha sido tanto en el ´73, como en el ´89 y el ’02 el Partido del Orden, que logró disciplinar a los trabajadores para defender al capitalismo o para producir los cambios que necesitaba el capital. En adelante, desarrollaremos algunos de los acontecimientos que hicieron posible aquella profundización en un gobierno democrático y legítimo.
El desarrollo histórico resulta central para explicar la posibilidad de aquélla hegemonía. El núcleo económico y político que posibilitó la conflictividad social de los ’60 y ’70 fue desarticulado por la dictadura militar, lo que constituyó un acontecimiento fundamental de la lucha de clases en el país[21]. Así, el movimiento obrero se encontraba sumamente debilitado para dar respuesta a los embates del capital.
La impotencia política de la clase trabajadora continuó y se consolidó bajo las formas políticas democráticas, al consolidarse un régimen político más útil a la realización de los intereses del capital, que facilitó la hegemonía ideológica sobre los trabajadores mediante el régimen de representación y la apariencia -inherente a él- de que las decisiones políticas del gobierno representaban la voluntad del conjunto de la población expresada por medio del voto. Junto a ello, la burocracia sindical proponía una vuelta atrás en la historia con un programa típicamente keynesiano (distribucionista, estatista y nacionalista) -cuando ya el modo de producción capitalista se orientaba hacia la mundialización y la mayor apropiación de plusvalor para salir de su crisis de tasa de ganancia- y utilizaba la huelga general para fortalecer su propia posición de poder y, sobre el final del gobierno de Alfonsín, para preparar el terreno al recambio burgués que significaba el triunfo del PJ.[22]
La ofensiva capitalista que dirigió el gobierno peronista de Menem comenzó con programas económicos que terminaron en situaciones hiperinflacionarias: un programa pro-exportadores con dólar sobrevaluado, recubierto con un discurso mercado internista[23], y un programa que favorecía a los importadores, comenzando la ofensiva contra las conquistas de los trabajadores. Los fracasos de esta política mostraron los obstáculos que se le oponían y la imposibilidad del menemismo para lograr la articulación de las distintas fracciones de la burguesía bajo su dirección política. La alianza entre el capital local y el capital internacional carecía de una base macroeconómica sólida. Sólo con el Plan de Convertibilidad de Domingo Cavallo en el ‘91, el gobierno iba a establecer las bases materiales, tanto para la unidad de las burguesías local y transnacional en la valorización acrecentada del capital -específicamente en la privatizaciones- como también para el consenso de buena parte de la clase trabajadora y de sectores de la pequeña burguesía. Se consolidaba así la ofensiva capitalista contraria a los intereses de los trabajadores.
A diferencia de lo que creían diversas fuerzas de la izquierda local, uno de los factores principales para el éxito de la burguesía fue obtener el consenso de la clase trabajadora para las transformaciones estructurales. El mismo no se logró fácilmente, ni basándose sólo en factores económicos, sino también en factores políticos e ideológicos[24]. Por la vía democrática, las transformaciones del período difícilmente podrían haber sido realizadas por un gobierno que no tuviera una fuerte base en la clase trabajadora, como el caso del peronismo.
Las transformaciones de la identidad peronista contribuyeron a asegurar el consenso de la base social del peronismo. El menemismo resignificó el imaginario peronista, borrando la existencia de un adversario social para el "pueblo", lo que hizo posible defender los intereses de la "oligarquía" (capital "extranjero", financiero, etc) sin dejar de ser peronista, dando un nuevo sentido a la conciliación de clases ente capital y trabajo asalariado que históricamente expresó el peronismo. La referencia permanente a la hiperinflación del ‘89, le permitió configurar un adversario político responsable de la crisis del país[25]. El disciplinamiento producido por la experiencia hiperinflacionaria, la actualización de la lealtad al (nuevo) líder peronista y la percepción de estar recibiendo beneficios materiales inmediatos, contribuyeron al logro del consenso de la clase trabajadora, que facilitó las transformaciones estructurales de los ‘90. La confusión reinante en las bases del peronismo sobre la fidelidad del menemismo al peronismo tradicional, muestra la complejidad de este proceso de reconfiguración ideológica[26].
Si bien el desempleo y la llamada concentración del ingreso debilitaron el apoyo popular, el regreso de la crisis con el "efecto tequila" mostró la fortaleza de esta construcción ideológica en las elecciones presidenciales del ’95, en las que el PJ obtuvo más votos que en 1989.
La hegemonía de la ideología burguesa generó un campo fértil para la ofensiva capitalista. Esta ideología presentaba las funciones gubernamentales como administración de las cosas, y a los gobernantes como gerentes de la eficiencia social -allí donde se trataba de aumentar la explotación y de imponer una determinada distribución del trabajo apropiado por las distintas fracciones del capital-. Su eficacia estuvo en la base del apoyo que tuvieron las privatizaciones, la flexibilización o la apertura comercial de buena parte de la clase trabajadora[27]. Las transformaciones que necesitaba la burguesía aparecían como resultado de diagnósticos técnicos, desprovistos de ideología. La disputa política se redujo a una competencia entre diferentes administradores de la realidad existente, lo que se expresó en toda su dimensión en la campaña electoral del ’99. Por ejemplo, la reducción del déficit fiscal era presentada como una medida que no era "ni de izquierda ni de derecha", según los apologistas del capital. La contracara de esta postura era la defensa del déficit fiscal permanente que realizaba el progresismo como realización de los intereses populares, sin importar cómo se sostenía este déficit. Contrariamente, sostenemos que eliminar o incrementar el déficit fiscal es de izquierda o de derecha según como se realiza. La obtención de un superávit fiscal por el gobierno duhaldista durante el 2002 fue claramente de derecha, porque se logró mediante una depreciación general de los salarios y la apropiación por el Estado de una parte del aumento de la plusvalía absoluta como resultado de la devaluación. Dicho aumento se dio a través de dos formas complementarias: por un lado, gracias a la reducción fenomenal del precio en dólares de la fuerza de trabajo que producía mercancías para la exportación y el mantenimiento constante o la suba del precio en dólares de las mercancías exportadas, por otro, mediante el aumento del precio en pesos de las mercancías que producían los trabajadores para el mercado interno (inflación) y el mantenimiento constante del precio en pesos de la fuerza de trabajo (caída del salario real). En el primer caso, la plusvalía absoluta producida es apropiada por el Estado mediante las retenciones, que aunque aporten una masa importante de recursos son muy reducidas en función del aumento de la ganancia obtenida por el capital exportador; en el segundo caso, es apropiada por los impuestos nominales sobre las mercancías en el mercado interno, como el IVA o ingresos brutos.
Con la evidencia de la terrible situación de desempleo y pobreza de buena parte de la población comenzó a resquebrajarse el consenso social. Sin embargo, el descontento de la población trabajadora no se canalizó hacia un imaginario centrado en la responsabilidad de la acumulación capitalista, sino -con la inestimable ayuda de una serie de aparatos ideológicos del Estado- en una crítica de tipo moral a la corrupción de la dirigencia política, vista incluso como una clase con intereses propios ("saquear al país")[28]. La reacción al proyecto capitalista se expresó como rechazo a la política como esfera de la acción social, cerrando esta vía a un proyecto de cambio del orden social[29].
Las transformaciones político-ideológicas referidas constituyeron las condiciones subjetivas en las que se dio la lucha de la clase trabajadora, las cuales reforzaron las transformaciones objetivas que determinaban la debilidad política del movimiento obrero. Los inicios del gobierno de Menem fueron complejos en este sentido. Los líderes sindicales de la CGT apoyaban al gobierno de su partido, mientras que las importantes medidas de fuerza de los trabajadores estatales y de servicios públicos en los inicios del período fueron duramente combatidas por el gobierno[30].
La posición periférica del sindicalismo en el sistema político, propiciada por el gobierno, no sólo se debió a la política de la burocracia sindical sino también a las modificaciones objetivas y subjetivas mencionadas, que incluso generaron nuevas formas de acción política. En este sentido, las formas más defensivas e inmediatas de lucha[31] tuvieron un contexto definido. Si los cortes de ruta eran menos ofensivos que las huelgas generales, constituyeron la medida más ofensiva que podían llevar adelante aquellos que habían sido expulsados del proceso de producción. Si los estallidos sociales terminaron con la restauración de los gobiernos provinciales en el poder político tras las elecciones, lo hicieron en un marco de ausencia de una alternativa política por parte del movimiento obrero[32].
Estas formas de resistencia son menos peligrosas para la marcha de la valorización del capital que una acción organizada por el movimiento obrero en el ámbito de la producción -y menos aún para la reproducción del modo de producción mismo-. La pérdida de la experiencia de la cooperación en un trabajo colectivo erosiona la capacidad de los trabajadores como clase para defender políticamente sus intereses (constituirse en clase para sí). Todo lo cual no significa que la población obrera sobrante para el capital no pueda identificarse como parte de la clase trabajadora. Sus formas de organización generan identidades políticas que hacen referencia a su pertenencia de clase (trabajadores desocupados, piqueteros), por más periférica a la relación capitalista que sea su lucha.
La crisis que atravesamos abre nuevas perspectivas para la rearticulación política de la clase trabajadora, incluyendo la posibilidad de la construcción de un proyecto político que tome la contradicción trabajo-capital como su fundamento, y la destrucción de la misma como su objetivo. Sin embargo, todo lo expuesto en este trabajo demuestra la dificultad manifiesta que enfrenta dicho proceso de construcción en todos los niveles de la vida social, dificultad que no desaparece con la sola crisis.
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[1] Véase: Marx, Karl (1976), págs 12-13.
[2] Véase Basualdo, Eduardo (1999).
[3] Según Gerchunoff y Torre (1996), el arancel promedio cae a 10% con el Plan de Convertibilidad (0% para materias primas y 11% para insumos para la producción, entre otros).
[4] En varios sectores el Estado limitó la competencia internacional, como el caso del automotriz, beneficiado con un régimen especial impositivo y de comercio exterior, asegurando la valorización de estos capitales locales.
[5] Aronskid (2001, pág 28) calcula la sobrevaluación del peso en un 25%, llegando a reducirse por efecto de la deflación al 15% para fin de la década; en el mismo sentido, Gerchunoff y Torre (1996, pág 776) señalan una revaluación del peso de 21% para 1991, respecto al tipo de cambio de 1986, reduciéndose a 12% para 1996. En cambio, Juan Iñigo Carrera (2002, pág 7) estima, para el mismo período, una sobrevaluación mucho mayor que, aún reduciéndose en los últimos años, llega al 72% en el 2002.
[6] Aspiazu, Basualdo y Schorr (2000, págs 14-17) muestran cómo la cantidad de empresas industriales se reduce en todas las categorías, y no sólo en las fábricas más grandes cuya reducción podría ocurrir como consecuencia de su redimensionamiento debido a la reorganización de los procesos de trabajo y el aumento de la composición orgánica del capital.
[7] Los capitalistas trataron sin éxito de incluir en cada una de las leyes de flexibilización la posibilidad de negociar reducciones salariales por empresa. La reducción nominal del salario hacía imposible presentar la flexibilización como en interés de toda la sociedad, lo que se expresó en la negativa sistemática de los legisladores peronistas a votar leyes con una cláusula que ponía en riesgo el consenso de la clase trabajadora. Finalmente, el capital logró reducir nominalmente el salario en los últimos años del período (1999-2001), con la desocupación en niveles récord y como consecuencia de la recesión. Así, el obstáculo que no podían superar como clase en la esfera política lo saltaron individualmente en la esfera de la producción en cuanto las condiciones objetivas lo hicieron posible. Esto muestra que el "obstáculo social insuperable" (Marx) que representan las leyes depende del momento que atraviese la lucha de clases en el terreno económico.
[8] Los autores pro CTA tienden a derivar de estas transferencias un incumplimiento del Estado de funciones legítimas (salud, educación) para pasar a realizar funciones ilegítimas (subsidio al capital), junto a la salida de divisas por los intereses de los préstamos otorgados para cerrar el agujero fiscal, que significa la imposibilidad de utilizarlas para la "producción nacional".
Ahora bien, la creencia en la legitimidad brota de la imaginación de estos autores, ya que el subsidio al capital no es algo novedoso de los ’90, sino una política realizada históricamente por el Estado capitalista. Durante esta década, dichas transferencias se implementaron con el consenso de la población (las AFJP, las reducciones impositivas al capital, los subsidios directos para que las privatizadas "mejoren el servicio"). No se trata de comparar la realidad con un deber ser, sino de ver cómo se mueve esa realidad. Además, la producción nacional es producción capitalista, de manera que canalizar esos fondos para la producción nacional significa financiar la explotación de los trabajadores locales por el capital local.
Más aún, en los años que siguen hasta el 2001, los ingresos estatales de divisas por préstamos son mayores que las salidas de divisas por intereses pagados, lo que significa que el Estado nunca pagó la deuda externa con recursos propios que podría destinar a la llamada producción nacional, sino que lo hizo con nuevos préstamos externos (créditos, bonos, etc). Si el Estado no hubiera pagado, tampoco hubiera tenido estos recursos a su disposición. Esto responde también a cierta parte de la izquierda que insistía con la salida de dólares como pago de la deuda externa estatal al imperialismo como la causa de la crisis en la Argentina.
[9] Resultado de la reorganización y la incorporación tecnológica al proceso productivo, abaratada por la sobrevaluación del peso.
[10] Sobre el problema de la relación entre los factores nacionales e internacionales en el análisis de situación, véase "Análisis de las situaciones. Relaciones de fuerza" en Gramsci, Antonio (1999).
[11] Para una exposición más detallada: Astarita, Rolando (1993) y (2001).
[12] Sobre el indicador de producción de valor y su evolución, Juan Iñigo Carrera (2002), págs 2-5 y Apéndice estadístico.
[13] Idem, páginas 6-7.
[14] Señalamos como problema la combinación de sobrevaluación de la moneda y apertura comercial. Abstraer la convertibilidad de la apertura comercial lleva a tomar como lógico el planteo devaluacionista sobre la imposibilidad de exportar, cuando las exportaciones crecieron en un 300% a lo largo de la década. Este planteo y el que preveía una regeneración del mercado interno tras la devaluación, constituían el núcleo duro del discurso del llamado "Frente Productivo" -formado por el capital concentrado local, el sindicalismo "combativo" del MTA y "progresista" de la CTA, y el peronismo y radicalismo bonaerenses- bloque de poder capitalista que tuvo y tiene como líder político a Eduardo Duhalde y que tomó el control de los aparatos represivos e ideológicos del Estado con la rebelión de diciembre del 2001. El aumento sostenido de las exportaciones durante toda la década del ‘90, junto con la destrucción de fuerzas productivas y la caída del salario real del 2002, demuestran el carácter meramente ideológico del discurso del bloque devaluacionista.
[15] Astarita (2001, pág 32) estima la inversión en medios de producción con ampliación de la capacidad productiva (es decir, sin incluir la compra de empresas) acumulada entre 1991 y 1999 en 185 mil millones de dólares, y el crecimiento acumulado de la productividad entre 1991 y 1998 en 71,5%.
[16] Estos elementos constituyen una parte central en el análisis de las relaciones entre clases, que en este nivel objetivo se expresa en la lucha en torno a la explotación de los trabajadores. Por lo tanto, constituyen el objeto central de nuestro análisis, siendo secundarias aquellas cuestiones que se relacionan con la distribución del plusvalor entre las distintas fracciones del capital. La "distribución del ingreso" es el objeto central en los análisis que conciben a los trabajadores no como productores de la riqueza social sino como consumidores, análisis que no cuestionan las relaciones sociales bajo las cuales se produce la riqueza social, limitándose a expresar el objetivo de apropiar una mayor parte de ella. Entre las más interesantes de estas interpretaciones de tipo populista del período se encuentran las de la CTA, el Frenapo, etc.
[17] Sobre la producción de la sobrepoblación obrera relativa en la Argentina, véase Luisa Iñigo, Sebastián Salvia, Lucía Rodríguez (2003).
[18] Los datos de pobreza e indigencia en la localidad de Quilmes Oeste pueden servir como una muestra de lo que produjo el capitalismo argentino en los ‘90. Sobre un relevamiento propio de 435 casos de trabajadores de 7 barrios de esa localidad a mediados de 2001, el 27% de los hogares era indigente, es decir que no podía cubrir ni siquiera sus necesidades alimentarias, mientras que un 38% era pobre sin llegar a ser indigente. La pobreza alcanzaba al 65% de los hogares y la sobreocupación al 43% de los trabajadores de estos barrios. Luisa Iñigo, Sebastián Salvia, Lucía Rodríguez (2003).
[19] Sin embargo, la resistencia al capital se manifestó bajo nuevas formas con el crecimiento de la población sobrante. Entre ellas, el surgimiento del movimiento de los trabajadores desocupados como sujeto político. Marginados de la esfera de la producción en sentido estricto, desarrollan su acción política impidiendo la circulación de las mercancías necesaria para su realización en el mercado (como ejemplo, la experiencia de General Mosconi), si bien algunas organizaciones de trabajadores desocupados llevan adelante proyectos productivos propios, intentando retornar de alguna manera a la esfera de la producción.
La recuperación de empresas por parte de trabajadores que -aunque sea de hecho- lograron expropiar al capital, tiene una gran importancia ideológica al mostrar en acto que el trabajo asalariado y el capital son formas históricas y perecederas, y con ello, la potencialidad de los trabajadores de organizar la producción social. Sin embargo, su carácter marginal respecto a la producción global del país es una limitación a la potencialidad de convertirse en instituciones de nuevo tipo en la producción social y convertirse en la base de un proyecto político que se plantee construir una sociedad socialista.
Las asambleas populares aparecieron como una respuesta a la crisis política del final del período, tomando como objetivo práctico el recambio del personal del Estado expresado en el archiconocido "que se vayan todos". Al no plantearse que la división entre representantes y representados es el complemento de la división entre expropiadores y expropiados de los medios de producción, perdieron capacidad tanto de articularse con organizaciones de trabajadores como de expresar un interés de clase.
[20] En la actualidad, el PJ ha logrado aplastar el salario real, producir niveles históricos de desocupación, pobreza e indigencia, y ha contribuido al reordenamiento de la producción encarada por la burguesía local, centrado en la producción agraria, agroindusrial y energética para el mercado externo -realizando una alianza con lo que en otro momento era la "oligarquía". Y todo esto logrando controlar la protesta social, no sólo con la colaboración de los grandes multimedios de comunicación locales, sino con el invalorable aporte de los aliados de la CGT y de los "compañeros" que oficial o extraoficialmente construyeron con el capital local el llamado "Frente Productivo" (MTA, CTA, CCC, FTV, etc). Además, la creación de los planes Jefas y Jefes de Hogar que, al mismo tiempo que permiten la supervivencia de las fracciones de trabajadores más pauperizadas en los últimos años, descomprimen el clima explosivo del conurbano bonaerense y presentan a Duhalde como el gran benefactor de los desocupados. ¿Qué otra fuerza política además del PJ podría haber logrado esta reconversión capitalista asegurando la "gobernabilidad"?
[21] Esta operación fue realizada con la política económica de la dictadura y la represión abierta del Estado, destruyendo física y políticamente la vanguardia de la clase trabajadora e infringiéndole una profunda derrota, limitando su capacidad para superar los problemas político-ideológicos que le permitirían recomponer su estrategia más general.
[22] La influencia del conservadurismo de Reagan y Thatcher se expresó en los partidos radical y peronista, con el angelocismo y la renovación.
[23] Las semejanzas de esta primera etapa del gobierno peronista de Menem con el gobierno peronista de Duhalde no son mera coincidencia.
[24] Sobre la relación entre ideología, política, y producción material, véase Althusser, Louis (1999).
[25] Al respecto ver Canelo, Paula (2002), págs 35-37.
[26] Otro elemento ideológico de importancia para el período, en el contexto internacional, es el derrumbe de los regímenes burocráticos de Europa del Este, acontecimiento que permitió a la burguesía mundial y sus distintos aparatos ideológicos identificar el fracaso de estos regímenes, basados en la explotación y opresión de los trabajadores por la burocracia estatal, con el fracaso del socialismo, aunque fueran su negación misma. Esta situación aportó una base material al planteo de la ideología burguesa de que el régimen capitalista era "la única alternativa posible", lo que significaba el "fin de la historia" (Fukuyama). Este contexto internacional contribuyó en la Argentina a legitimar y potenciar la ofensiva contra los trabajadores, estigmatizando al adversario político de izquierda y anulando la idea de que era posible cambiar la realidad - profundizando la crisis de alternativa al capitalismo en el país, que hoy está lejos de haber sido superada-.
[27] Una forma de la ideología burguesa, utilizada típicamente por el peronismo, es la expresión "la producción y el trabajo", que supone que trabajo y producción son dos tareas separadas que les corresponden a sujetos distintos, a los trabajadores el trabajo y a los capitalistas la producción. Así, aparece el capitalista como indispensable para el proceso social de producción, realizando una tarea específica a la que corresponde una remuneración específica, la ganancia. Esta expresión legitima la apropiación capitalista de los medios de producción y la producción de plusvalor. En realidad, la producción no es otra cosa que el trabajo, que se realiza en esta sociedad bajo las relaciones sociales capitalistas, por las cuales el capitalista expropia a los trabajadores de la dirección del proceso de producción y del producto de su trabajo.
[28] Parte de la izquierda contribuyó (junto al progresismo) a la acción de estos aparatos ideológicos. Se repetían tópicos tales como que el Estado era de todos, en vez de ser una forma política de la dominación burguesa, y se desplegaban programas de tipo estatista. Se hacía hincapié en la corrupción -como si el problema no fuera que los gobernantes organizan la explotación capitalista y unifican a las fracciones de la burguesía-, y se borraba la relación objetiva de fuerzas entre clases de los análisis de coyuntura. Se personificaba en los líderes políticos, tomando como objetivo que se fueran presidentes y ministros, como si el problema fuese de personas y no de relaciones sociales. Se hablaba de la deuda externa como la explotación de los argentinos por el FMI o por banqueros extranjeros, etc.
[29] Tal es así que, aún en el momento de menor consenso social al estallar la Convertibilidad, el gobierno de Duhalde lideró la conformación de un nuevo bloque de poder que incluyó a las distintas fracciones del capital bajo el predominio de la fracción autodenominada "productiva", encabezada por el capital exportador, controlando la protesta social, sin que la clase trabajadora pudiera articular alternativa alguna a la dominación burguesa y su reordenamiento. El mantenimiento de la gobernabilidad en la crisis no necesitaba una salida dictatorial, la cual carecía del consenso social que históricamente lograron las dictaduras en el país. Un análisis detallado de los sucesos posteriores a la devaluación y pesificación de enero 2002 excede las posibilidades de este texto y requiere de un trabajo específico sobre el tema.
[30] Basta recordar las sentencias del presidente: "ramal que para, ramal que cierra" frente al paro ferroviario, o "estos son los futuros desaparecidos" frente a una huelga docente.
[31] Ver Farinetti, Marina (1999), págs 44 y ss.
[32] La restauración de la situación previa al estallido, incluyendo a los gobernantes destituidos como en Santiago del Estero en 1993, muestra la fortaleza de las estructuras clientelares de poder y su combinación con la producción capitalista, lo que da sentido a la persistencia de determinadas figuras políticas en lugares de poder.