La revolución mexicana interrumpió un ciclo secular de despojo de tierras comunales, y forzó la incorporación, en el orden constitucional, de dos principios heredados de la tradición de derecho público de la monarquía española que serían constitutivos de la relación estatal mexicana y fundamento de la legitimidad de sus élites dirigentes: el derecho de las comunidades agrarias al usufructo de la tierra (bajo la forma del ejido) y el dominio primigenio de los bienes naturales comprendidos en el territorio nacional como patrimonio público.
De la realización de esos principios dependió en los años posrevolucionarios la suspensión de la violencia, la centralización del mando estatal y el establecimiento de una relación perdurable entre gobernantes y gobernados: un vínculo de mando/obediencia recíprocamente negociado, fundado en un intercambio no escrito de protección y lealtad.
En su tríada constitutiva, el andamiaje institucional del Estado posrevolucionario cristalizó el complejo de controles, acuerdos y equilibrios que fueron característicos de una forma política de la dominación: la estructura corporativa de regimentación y negociación con sindicatos, ejidos y organizaciones populares; un partido del aparato estatal (PRI) como mecanismo de circulación del mando entre los miembros de una misma élite política (la “familia revolucionaria”) y en la cúspide la institución presidencial, a la que estaban subordinados todos los poderes e instituciones del Estado.
Esa configuración estatal, que pudo conservarse en los años de industrialización de la segunda posguerra (en medio del Welfare State, la planificación estatal de las economías nacionales y mecanismos mundiales de regulación financiera), ha sido destruida en el vendaval de un cambio de época.
A pesar del surgimiento de un nuevo sistema de partidos, elecciones y alternancias, en el lugar del viejo régimen no asomó sin embargo una república de ciudadanos autónomos regida por el gobierno impersonal de la ley, sino la fragmentación del país en múltiples señoríos territoriales controlados por caciques y bandas armadas del narcotráfico (todos entrelazados), una espiral de violencia cotidiana vuelta pandemia y el miedo y el aislamiento como formas de disciplinamiento social.
Este ensayo propone una reflexión sobre la descomposición estatal mexicana. Plantea que para comprender este fenómeno no basta considerar los ciclos de la economía, los relevos en el personal gubernamental o las coyunturas de la política. Sugiere en cambio analizarlo en las coordenadas de un nuevo modo de dominación y su inevitable contraparte: las formas de resistencia y de rebelión que en este proceso también se están gestando.
La destrucción del pacto estatal
La restructuración mundial del capital, anunciada en los años ochenta con una ofensiva universal contra posiciones y conquistas del trabajo organizado, quebró en México los soportes materiales y jurídicos de la forma estatal surgida de la revolución, ya erosionada en la segunda posguerra. A partir de la crisis de 1982, ese proceso, que apareció en la superficie como un viraje en la conducción estatal, tomó la forma del derrumbe salarial, el desmantelamiento de contratos colectivos y la incorporación de nuevas tecnologías (informática, microelectrónica) en los procesos productivos (industria automotriz, telefonía, electricidad, petróleo, siderurgia).
La llamada “reconversión industrial”, orientada a la transformación del territorio mexicano en plataforma de exportación de manufacturas aprovechando “ventajas comparativas” geográficas y salariales, significó una restructuración de las relaciones laborales concretada como liquidaciones e imposición de nuevas reglas de contratación y desempeño laboral.
La desvalorización de la fuerza de trabajo y la “flexibilidad” laboral fueron dos estrategias combinadas utilizadas desde entonces para incrementar la explotación suprimiendo mecanismos de control obrero sobre el uso de la fuerza de trabajo, debilitando la contratación colectiva e intensificando los ritmos de producción. El cierre y relocalización de empresas, la amenaza de desempleo y la fragmentación del mundo laboral fueron las rutas seguidas para romper resistencias (aunque sin prescindir del uso del ejército, como en 1984 con la requisa para impedir la huelga de telefonistas y en 1989 con el “bazukazo” contra la burocracia sindical petrolera y la ocupación militar de las instalaciones mineras de Cananea).
La restructuración estatal del sistema financiero (nacionalización de la banca), la desregulación de los circuitos mercantiles, la cesión estatal del control del mercado de valores, la privatización de empresas públicas, la apertura a la inversión extranjera en áreas antes vedadas, la privatización de la banca, la extensión a las universidades públicas de los criterios empresariales de “eficiencia” y “calidad” y la reconexión al mercado mundial a través de la integración selectiva y subordinada del territorio nacional en la economía de Estados Unidos fueron los ejes en que se desplegaría la llamada “modernización” mexicana. El crecimiento espectacular de las maquiladoras y la instalación de modernas plantas automotrices en la frontera norte de México fueron indicadores del cambio que empezó a operar.
La rebelión ciudadana contra el PRI en 1988, articulada en torno al hijo del general Cárdenas, y nutrida en sus contenidos del viejo imaginario estatal, fue la expresión política de la protesta nacional por la ruptura del pacto protector. No pudo, sin embargo, contener en territorio nacional la gran transformación mundial que apenas se iniciaba.
En los primeros saldos de la “modernización” estuvo el desmantelamiento de la estructura productiva estatal levantada durante la segunda posguerra. El inventario de empresas públicas se redujo de 1.155 a menos de 200 entre 1982 y 1994, incluyendo Teléfonos de México, 28 empresas de Altos Hornos de México, 11 unidades industriales de Fertimex, Siderúrgica Nacional y Red Federal de Microondas, mientras se abría la industria petroquímica a la inversión privada.
En ese proceso, que reeditó los métodos clásicos de fraude y rapiña de los procesos de acumulación por despojo, se abrió un ciclo de concentración y centralización de capitales y se afirmó una nueva oligarquía financiera mexicana asociada con capitales externos. Este núcleo duro del gran capital nacional, que empujó activamente las negociaciones del tratado de libre comercio con Estados Unidos, en el umbral del siglo XXI concentraba ya casi la mitad de la producción nacional y más del 50 % de las exportaciones manufactureras, 90 % de las cuales se dirigieron a Estados Unidos (Centro de Estudios de las Finanzas Públicas, 2004).
La reforma del artículo 27 constitucional, aprobada en 1992 junto con cambios en la legislación nacional sobre minas, bosques y aguas, formalizó el fin del viejo pacto estatal y simbolizó el ingreso del territorio nacional en un gran cambio de época.
Esa reforma decretó el fin del reparto agrario, sancionó jurídicamente la disolución de la comunidad agraria, formalizó la entrada de la tierra en los circuitos del mercado (con todos los atributos de la propiedad privada moderna) y posibilitó la conversión de ejidatarios y comuneros en propietarios privados, con “dominio pleno” sobre sus parcelas. En el momento de su aprobación las tierras ejidales y comunales abarcaban formalmente 103 millones de hectáreas en posesión de casi 30 mil ejidos y comunidades: 52 % del territorio nacional, 55 % de las tierras agrícolas y 70 % de los bosques.
La rebelión armada de las comunidades indígenas chiapanecas organizadas en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN, 1994) tuvo también, entre otros muchos significados, el de ser una respuesta al agravio.
El asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI en la sucesión presidencial de 1994, y heredero de un proyecto que intentaba remplazar los viejos pactos corporativos con una nueva base social-territorial, fundada en políticas asistenciales, no sólo significó la ruptura sangrienta de las reglas no escritas de circulación del mando de la élite gobernante mexicana. Fue también expresión de la consolidación de la nueva oligarquía financiera y del traspaso violento del mando estatal al nuevo mando de las finanzas. Ese asesinato abriría las compuertas de la alternancia presidencial en 2000, publicitada como culminación de la “transición a la democracia”.
El reino de la mercancía
Liberada de los diques construidos por la revolución mexicana, una nueva marea de despojo comenzó a crecer restableciendo no sólo el dominio del capital sobre la tierra sino sobre todos los bienes comunes, materiales e inmateriales: aguas, bosques, ríos, costas, minas, gas natural, carreteras, puertos, aeropuertos, ferrocarriles, canales de transmisión satelital, espacio radioeléctrico, red de fibra óptica, generación de electricidad y sistema de distribución de agua potable, al tiempo que se abría el sistema bancario y bursátil a capitales externos.
La expansión de la minería a cielo abierto y la concesión a empresas petroleras extranjeras de “bloques” del territorio nacional, incluyendo aguas profundas del Golfo de México y los llamados “yacimientos transfronterizos”, son ejemplos ilustrativos del alcance de esta operación de despojo universal aun en curso. Los datos oficiales registran que en lo que va del nuevo siglo un cuarto de la superficie del territorio nacional fue concesionada hasta por 50 años a compañías mineras extranjeras (75 % de ellas canadienses) y que en la última década se ha extraído más oro del suelo mexicano que en los tres siglos de colonización española (Secretaría de Economía, 2011; Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, 2011).
El proceso se ha complementado con grandes obras de infraestructura concesionadas a empresas privadas nacionales y extranjeras: supercarreteras, puertos, aeropuertos, presas, centrales hidroeléctricas y plantas de energía eólica que conectan el territorio mexicano con Estados Unidos y el mercado mundial.
En este proceso se está registrando una reorganización del espacio territorial que desborda las fronteras estatales. La nueva geografía del capital incluye la conformación de corredores industriales que conectan selectivamente ciudades y puertos de México con los polos industriales y los mercados de exportación de Canadá y Estados Unidos, destacando el corredor centro-oeste en el que están asentadas las 50 compañías más importantes de Estados Unidos en escala mundial (Maldonado Aguirre, 2009). Estos corredores son parte de una movimiento todavía más vasto de conformación de “regiones económicas transnacionales” que comprenden ciudades de Canadá, Estados Unidos y México conectadas entre sí por supercarreteras y corredores comerciales, haciendo de la población trabajadora mexicana un enorme ejército industrial de reserva (cf. Velázquez Ruiz, 1997; Bataillon, 1997; Ruiz Durán, 2007).
Esta tendencia es reforzada por la contratendencia autónoma, y hasta ahora incontrolable, que viene del propio movimiento del trabajo vivo: la expresada en los miles de migrantes centroamericanos y mexicanos que hicieron de la frontera México-Estados Unidos, en la primera década del nuevo siglo, en el mayor corredor migratorio del mundo (Banco Mundial, 2008). En este proceso una gran transformación en las costumbres y mentalidades está también operando.
Y sin embargo, como ha sucedido en toda la historia de la modernidad capitalista, esta expansión aparentemente incontenible encuentra también sus límites en lo que Braudel llamaba “el orden de las civilizaciones”: estructuras de larga duración que cambian sólo muy lentamente, sobreviviendo incluso a las revoluciones.
La república estadounidense, construida históricamente desde el trasplante en suelo americano de socialidades capitalistas ya desarrolladas, descansó desde su origen en la moderna lógica empresarial y la religiosidad puritana. El Estado mexicano, nutrido del contractualismo antiguo a través de la multisecular experiencia novohispana e impregnado de socialidades comunitarias, descansó en cambio en un entramado material y simbólico que otorgaba a la comunidad política una existencia trascendente y preeminente sobre los intereses particulares. En esa tradición la noción de “cuerpo político”, anclada materialmente en la existencia de bienes comunes, definía el lazo sagrado de protección y lealtad que vinculaba a gobernantes y gobernados.
Sostenida históricamente en la persistencia subalterna, pero no negada, de la civilización indígena, esta matriz cultural mexicana fue traducida en el discurso imperial como una frontera racial que fijó límites precisos entre ambas naciones: los que en el imaginario del norte separan a una nación blanca de un “país de indios”.
Esta línea racial, constitutiva de la dominación colonial moderna, está abriendo nuevas zonas de turbulencia. El endurecimiento de las políticas migratorias y el crecimiento de una figura como Donald Trump no se explican solamente por la lógica de los mercados laborales o por el intento de regular los movimientos autónomos de la fuerza de trabajo. Son también una expresión de la “geopolítica de la prudencia racial” que, inaugurada desde el despojo territorial de 1847, sirvió para fundamentar el rechazo de las élites del norte a la anexión territorial de todo México (cf. Orozco, 2001). La negativa a legalizar a los millones de inmigrantes mexicanos radicados en Estados Unidos es un escudo de protección ante lo que en el imaginario del norte es una “invasión de los bárbaros”.
La desintegración estatal
El Estado no es el personal gobernante, un aparato o un ente externo a la sociedad. El Estado es una forma de la vida social: un proceso relacional entre seres humanos en el que intervienen también las clases subalternas, cuyos fundamentos inmateriales (en el imaginario y las representaciones colectivas) se tejen en la historia y cristalizado en el tiempo como instituciones. Ese proceso relacional está atravesado por la violencia y el consenso, como una especie de corriente alterna y discontinua.
El Estado es el proceso de integración/atomización, por medios políticos, de sociedades internamente desgarradas por vínculos de dominio/subordinación: relaciones de poder fundadas en la apropiación de trabajo vivo (es decir, vida humana) mediada (y ocultada) por el dispositivo del intercambio mercantil entre voluntades jurídicamente libres e iguales. La comunidad estatal, asentada en un territorio, ordenada jurídicamente y cuya unión está sancionada por rituales y mitos compartidos, se encuentra bajo el mando de una autoridad suprema que detenta con exclusividad lo que los clásicos llamaron “derechos y facultades de soberanía”: monopolio de la violencia, establecimiento de leyes e impartición de justicia.
Una relación estatal no surge de las leyes escritas o de la voluntad de los gobernantes. No se reduce a promulgar una Constitución o a organizar un aparato de administración pública, un ejército y una burocracia. La relación estatal se conforma en la confrontación y negociación entre las distintas fracciones de las clases dominantes, las élites dirigentes y las clases subalternas, cuyas acciones están modeladas por la experiencia y encuadradas en entramados simbólicos cultivados en la historia.
Lo que dio su peculiaridad al Estado mexicano fue que sacó la tierra y los bienes naturales de los circuitos del mercado: un derecho protegido durante siglos por la legislación protectora de la Corona española, peleado en las rebeliones indígenas y campesinas que atravesaron la historia poscolonial y arrancado por la revolución mexicana. En ese proceso histórico, cuyo desenlace no estaba definido de antemano, se fue conformando lo que desde la lectura gramsciana de Maquiavelo hemos llamado el Príncipe mexicano: una forma de la relación estatal recíprocamente negociada fundada en el reconocimiento de derechos a cambio de lealtad (Roux, 2005; Para la relación entre cultura popular y formación del Estado, véase también Gilbert/Joseph/Nugent, 1994).
La nueva universalización del capital ha destruido los fundamentos históricos, materiales y jurídicos de esa relación estatal, arrastrando consigo la figura del Príncipe.
La flexibilidad laboral y la internacionalización de los procesos productivos desbordaron estructuras y modos anteriores de organización del trabajo asalariado, rompieron solidaridades y quebraron los lazos protectores institucionalizados en la segunda posguerra. Entre sus resultados están la fragmentación del mundo laboral y la precarización del trabajo asalariado, con toda la carga de incertidumbre y desamparo que ello supone en la vida cotidiana: formas de contratación y remuneración “flexibles”, salario a destajo, bonos por productividad. La continuada confiscación de derechos laborales universales (empleo, salario mínimo, limitación legal de la jornada laboral, derechos de pensión y jubilación, protección de la salud, reglamentación del trabajo femenino, prohibición del trabajo infantil) se ha acompañado del desmantelamiento de las instituciones de seguridad social y su remplazo por políticas asistenciales clientelar y selectivamente dirigidas (Solidaridad, 1988; Procampo, 1993; Progresa, 1997; Oportunidades, 2002; Seguro Popular, 2004; Cruzada contra el Hambre, 2012).
En este proceso, alimentado por la tendencial desaparición de las tierras ejidales y comunales, una expansión vertiginosa de los mundos formales e informales del trabajo asalariado y nuevos éxodos migratorios se están también registrando, colocando a México como uno de los mayores expulsores de migrantes del mundo.
El despojo de bienes comunes, que destruye a su paso mundos de la vida, patrimonios culturales y equilibrios ecológicos, abrió de otra parte un nuevo ciclo de resistencias y rebeliones comunitarias. En contraste con otras épocas, lo que otorga una nueva universalidad a estas rebeliones es que en la defensa de comunidades y territorios está también contenida la afirmación de la vida humana frente a la racionalidad inherentemente instrumental y depredadora del capital.
Al renunciar a su deber protector, el Príncipe se desintegra. El proceso, que no significa la ausencia de una élite gobernante, un ejército y un aparato de administración pública, sino el desmoronamiento del cuerpo político que hacía posible la existencia de un mando supremo por todos reconocido, se expresa hasta ahora en varios fenómenos:
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El debilitamiento de la institución presidencial, la nueva autonomía de los gobernadores y la fragmentación del país en múltiples señoríos territoriales controlados por caciques, bandas armadas del narcotráfico y grupos paramilitares, todos entrelazados.
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El resurgimiento de la Iglesia como un poder autónomo, con capacidad de intervención en la esfera de decisiones que sólo competían al mando político y a la comunidad estatal, como los contenidos de la educación y la salud públicas.
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El debilitamiento del sistema de educación pública en todos sus niveles y la redefinición del sentido y los fines de la investigación científica, del trabajo intelectual y de la generación y transmisión de conocimientos.
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La incorporación del territorio mexicano en el perímetro de seguridad militar de Estados Unidos y la erosión del control estatal sobre su espacio territorial: suelo, subsuelo, mares, costas y espacio aéreo (Acuerdos sobre Fronteras Inteligentes, creación por el Pentágono de un Comando Norte, Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte, Iniciativa Mérida).
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La conversión del ejército, de institución encargada de salvaguardar la soberanía estatal, en una suerte de policía nacional encargada de regular las disputas internas del narcotráfico y de contener la protesta social criminalizando la disidencia y erosionando derechos ciudadanos.
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La proliferación de formas autónomas de organización de las comunidades contra el despojo y en defensa de su vida, sus bienes y territorios: policías comunitarias en Guerrero, Juntas de Buen Gobierno en territorio zapatista, organización autónoma de las comunidades purépechas del municipio de Cherán en Michoacán contra la tala clandestina de sus bosques.
“No teníamos autoridad, no teníamos seguridad, estábamos como huerfanitos y fue por eso que surgió lo de las rondas comunitarias”, explicó un comunero de Cherán resumiendo el paisaje mexicano en este cambio de época: una suerte de “feudalización” del territorio nacional en el que bandas armadas del narcotráfico (protegidas por redes de complicidad en órganos de la administración pública, ejército, policías locales y gobiernos estatales y municipales) imponen su ley en sus territorios extendiendo sus mercados a la trata de migrantes, el tráfico de órganos, la tala de bosques, la minería, el robo de gas natural y el saqueo de ductos de Petróleos Mexicanos.
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Las cifras oficiales, que reconocen 70 mil muertos en una “guerra contra el narcotráfico” que no toca los circuitos financieros ni establece mecanismos de control patrimonial, no registran la verdadera dimensión de la violencia y sus víctimas: fosas clandestinas, desapariciones forzadas, secuestros, pillaje y extorsiones. Se trata de un estado de excepción aún no legalmente declarado, que impone el miedo y el aislamiento como forma de disciplinamiento social y de quiebre de resistencias y solidaridades.
Mientras tanto, la intervención de agencias del aparato de seguridad de Estados Unidos (CIA, FBI, DEA) en el territorio mexicano y el intento de subordinar el ejército a mandos militares externos cercan el mando nacional, generan puntos de fricción entre el mando civil y las fuerzas armadas y abren nuevas zonas de turbulencia.
En medio de esta fragilidad estatal, la élite gobernante consumó la confiscación privada de la renta petrolera: fundamento material de la soberanía, fuente nutricia de la vieja burocracia estatal y prenda mayor del compromiso con el pueblo. La entrega del petróleo, la joya de la corona, no sólo reafirmó el nuevo mando del capital financiero y sus socios externos. Rompió uno de los soportes materiales de la relativa autonomía del ejército mexicano y debilitó aún más el mando nacional frente a Estados Unidos.
Utilizando la vieja maquinaria de control territorial (que mantenía intacta), el PRI recuperó el mando presidencial en 2012. Y sin embargo, contra lo que indican las apariencias el PRI, órgano de la vieja burocracia estatal mexicana y representación cristalizada del antiguo entramado de fidelidades clientelares y corporativas (con su imaginario y sus formas de hacer política), no es ya el mismo. Adaptado y subordinado a fuerzas que le son ajenas el PRI constituye, junto con el PAN y el PRD, la representación partidario-electoral del nuevo mando impersonal y abstracto de las finanzas.
En integración con la economía de Estados Unidos, este nuevo poder se propone consolidar un mando que no dependa de intermediarios ni de mitos considerados “arcaicos”: una nueva relación entre gobernantes y gobernados fundada no en pactos protectores y organización colectiva, sino en individuos aislados, solitarios y no organizados. En otras palabras, una república de propietarios privados cohesionada por el valor de cambio y encarnada en el dinero: representación cósica de una comunidad abstracta, atomizada, de la que él sea el único soberano. En este largo interregno se acentúa la descomposición estatal: un estado de guerra hobbesiano en el que imperan la fuerza, la impunidad, la violencia y el fraude.
Y sin embargo, en medio de la tempestad, la figura del Príncipe parece resistirse al desvanecimiento porque ella se encuentra enraizada en los hábitos y las mentalidades: en la añoranza de un Príncipe que rehaga lo deshecho, devuelva certidumbres e imparta justicia y en la tenaz persistencia de códigos, rutinas y rituales en todos los intersticios de la sociedad.
Imposible es, en el nuevo mundo unificado por las finanzas, regresar a la vieja forma estatal. Pero quizá sea posible imaginar, en las posibilidades de goce también contenidas en este cambio epocal, el resguardo de las viejas reglas protectoras del mundo humano en los modernidad de los derechos civiles y el disfrute de los bienes materiales e inmateriales producto del trabajo e intelecto humano acumulados.
Bibliografía
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