En 2012 se cantaba la Internacional y las banderas rojas inundaban la plaza de la Bastilla. En 2017 sonaba la Marsellesa y las banderas francesas lo llenaban todo. Hace cinco años los grupos de sindicalistas, activistas y miembros de los partidos políticos que integraban el Front de Gauche tenían un peso importante en el aforo, reflejo de su papel en la candidatura y en la propia campaña. Hace un mes, sin embargo, el grueso de quienes abarrotaban el mitin llegaba a título individual. Puede que muchos trajesen una mochila militante consigo, pero la dejaron a la entrada del mitin y, en cualquier caso, no tenía mayor vinculación orgánica con La France Insoumise, capitaneada por el propio Mélenchon y su reducido equipo responsable de la dirección estratégica de una campaña que buscaba federar a “la gente corriente”, a las y los de abajo, en torno a una nueva identidad como pueblo.
La importancia del contraste no tiene que ver tanto con un debate fetichista entre la Internacional o la Marsellesa, la bandera roja o la francesa, y las distintas connotaciones e implicaciones de unas y otras. Ni siquiera, aunque no es un tema menor, sobre si tomamos los símbolos y hechos “objetivos” acríticamente o si, por el contrario, consideramos que una acción política con vocación transformadora también debería aspirar a transformar las herramientas de esa transformación y no solo acatarlas sin más porque “es lo que hay” y “lo más útil para ganar”. La pregunta que convendría hacerse es la utilidad y la finalidad de cada una de las “construcciones de sujeto popular” que conlleva, o al menos facilita, cada una de las candidaturas, de las campañas y demás dispositivos desplegados en torno a la figura de Mélenchon en las dos últimas elecciones mencionadas. Y ahí las reflexiones y conclusiones desbordan a la experiencia francesa.
Vistos los resultados, parece obvio que la apuesta por una estrategia “populista de izquierdas”, asumida como tal por el propio Mélenchon, contando para ello con el asesoramiento, entre otros, de Chantal Mouffe, reporta mayores réditos electorales. Hay, de hecho, mucho de sinsentido en pretender explicar que La France Insoumise no pasase a la segunda vuelta achacándole su construcción centralizada y verticalista, con poca o nula implantación territorial y delegación social. El sistema electoral y político de la V República, con su circunscripción única, sus dos vueltas y su naturaleza presidencial, no solo no penaliza, sino que alienta los modelos populistas de corte más peronista.
La pregunta es si ese sujeto popular construido en torno a ese tipo de candidatura es útil para dar la batalla en otras arenas. La más inmediata son las elecciones legislativas de junio, esa “tercera vuelta” con 577 circunscripciones donde el tirón de la marca y del candidato presidenciable debe combinarse con el aterrizaje territorial de candidaturas, programas y alianzas. Pero más importante aún, una vez que pase el ciclo electoral, llegarán los recortes anunciados por Macron y su gobierno, seguirá el paro, las desigualdades, el Estado de Emergencia y la violencia policial en las banlieues. Ese “pueblo” construido a partir de la agregación de individualidades rotas por el neoliberalismo gracias al trazado astuto de nuevas fronteras entre élites y “gente corriente”, dándole la espalda a los sectores más organizados, ¿podrá ser una herramienta útil para esas luchas que vienen?
Más allá de que se envuelva en una bandera roja o francesa, que cante la Internacional o la Marsellesa, ¿tiene las mismas posibilidades de prosperar y triunfar una huelga general o una movilización contra una reforma laboral convocada con unos y otros mimbres? ¿Ambos sirven por igual a la hora de organizar la resistencia en los centros de trabajo y estudio al avance combinado de la austeridad y la xenofobia? Un sujeto popular construido en torno a un líder carismático y sus movimientos tácticos, sin contrapesos ni espacios de organización y empoderamiento intermedios, sin apenas anclaje territorial ni inserción en las luchas de su entorno, y diseñado para la batalla electoral, ¿puede llegar a ser un actor central del cambio social y político? Es más, un movimiento popular con esas características, ¿puede realmente considerarse como tal? ¿Tiene posibilidades reales de construir contrapoderes y poder popular que transforme el poder instaurado o, a lo sumo, podrá limitarse a modificarlo parcialmente si algún día llega a ocupar posiciones institucionales relevantes?
Estas preguntas, y el debate que traen de la mano, no tienen vocación identitaria, sino puramente estratégica e, incluso, valga la paradoja, esconden también una cuestión de táctica electoral. Porque si no damos y ganamos, o al menos intentamos ganar esas otras batallas extra-electorales, si no revertimos las causas del malestar social, seguirán creciendo las consecuencias, bajo la forma de Frente Nacional o bajo otros formatos que alimenten la guerra entre los pobres, la lucha de clases de los últimos contra el penúltimo, quintaesencia del “sálvese quien pueda” neoliberal. Y entonces estaremos en peores condiciones ya no solo de ganar en 2022, sino simple y llanamente de poder levantar una alternativa, en las urnas, en las instituciones y en las calles que rompa con la dicotomía-trampa entre xenofobia y austeridad, y que nos permita poder elegir entre algo que sea Le Pen o Macron.
5/06/2017
Gonzalo Donaire es militante de Anticapitalista