03/12/2024
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21/10/2023
Por Bihr Alain
Una de las consecuencias directas de la desaparición tendencial de las formas precapitalistas de producción agrícola, debido a la expropiación de los productores que ello implica, habrá sido la separación, en el espacio y el tiempo, entre el proceso de producción y el proceso de consumo de productos agrícolas: los productores no son más (o solo de una manera marginal) los consumidores de sus propios productos. Por el contrario, como todos los otros trabajadores asalariados, ellos deben procurarse sus medios de consumo bajo la forma de mercancías, producidas generalmente en lugares distintos de aquellos en los que operan. Combinado con la separación entre agricultura lato sensu (entre los que se encuentran el cultivo de suelos, la cría de ganado y la silvicultura) y la industria, y la separación entre agricultura stricto sensu (reducida al cultivo de suelos) y la cría de ganado, esta división entre la producción y el consumo de productos agrícolas llevará a una perturbación metabólica entre el ser humano y la naturaleza,[1] que se encontraba en la base de las formas tradicionales (precapitalistas) de producción agrícola. De hecho, en estas últimas, los agricultores devolvían a la naturaleza (que les proporcionaba en forma de litosfera, hidrosfera y biosfera, sus recursos inmediatos o las materias primas para su trabajo agrícola y artesanal) elementos que contribuían recíprocamente a la regeneración del suelo bajo la forma, además de residuos orgánicos de la agricultura (raíces, tallos, hojas, etc.) enterrados, de sus propios desechos (excrementos), de los de sus animales de cría (estiércol, purines) o incluso de desechos de su consumo (productivo o improductivo), diversos materiales naturales: madera, ceniza, aserrín, fibras textiles usadas, compost, desechos de cuero y pieles, etc.
Sin embargo, las separaciones introducidas por las formas capitalistas de producción mencionadas anteriormente, consecuencias más o menos directas de la expropiación de los productores, conducen particularmente a que la producción agrícola localizada en los campos, sea esencialmente destinada a alimentar a las poblaciones y las industrias situadas en o alrededor de las ciudades, haciendo imposible la restitución de tales elementos a la naturaleza o, al menos, limitando significativamente su volumen. Un proceso que no va dejar de agravarse a medida que, bajo la incidencia del desarrollo de la producción capitalista, las separaciones precedentes se expandan y profundicen (se intensifiquen) al mismo tiempo. Por lo tanto, atrapada en las redes de las relaciones capitalistas de producción, la producción agrícola inflige al suelo, de manera constante, una pérdida de sustancias vitales (sobre todo de sales minerales) que comprometen la fertilidad (amenazando al mismo tiempo la rentabilidad del capital agrario), obligándose de esta manera a migrar hacia otros suelos, después de haber agotado por completo los anteriores, o a realizar fertilizaciones constantes (naturales o artificiales) ajenas a la práctica agrícola en sí misma. Un imperativo que la acumulación de capital agrario no puede más que alimentar sin cesar.
El químico alemán Justus von Liebig (1803-1873) fue el primero en señalar las consecuencias negativas y, a largo plazo, catastróficas de esta perturbación metabólica. Contemporáneo de Liebig, Marx ha tomado conocimiento de sus trabajos y los ha tenido en cuenta, haciendo de la noción de perturbación metabólica uno de los elementos de su crítica de la economía política. A principios del presente milenio, John Bellamy Foster ha propuesto hacer de lo que él llama la “fractura metabólica” (“metabolic rift”) el alfa y omega de una aproximación marxista de la crisis ecológica contemporánea. Veamos todo esto de más cerca.
De Liebig a Marx
En Die Organische Chemie in ihrer Anwendung an Agriculturechemie und Physiologie [La química orgánica aplicada a la agricultura y a la fisiología],[2] Liebig ha sentado las bases de la bioquímica vegetal, estudiando precisamente el metabolismo (en alemán Stoffwechsel, literalmente intercambio de materias o sustancias). De este modo, ha destacado que el crecimiento de las plantas está condicionado no solo por la energía solar necesaria para la fotosíntesis, por la absorción, por parte de la planta, no solo del oxígeno y dióxido de carbono atmosféricos, así como del agua y el oxígeno del suelo, sino también de un conjunto de sales minerales que se encuentran contenidos en solución en el suelo y que constituyen los verdaderos nutrientes.[3] Las plantas absorben estos elementos que, a su vez, ellas transforman (metabolizan) para crecer y reconstituirse, desechando una parte en el medio (atmosfera y suelo) durante el transcurso de sus ciclos de vida o, al término de ellos, al momento de su descomposición activada por las bacterias, los hongos o diversos animales.
En las primeras ediciones de su obra, Liebig establece dos leyes fundamentales que rigen el desarrollo vegetal. La primera, la ley del mínimo, sostiene: un suelo debe contener una cantidad mínima de todos estos nutrientes para ser fértiles. Y una ley llamada de restitución, de inspiración lavosiana (referencia a Antoine Laurent Lavoisier, 1743-1794): se debe necesariamente, de una u otra manera, restituirle al suelo sus nutrientes, que durante el proceso de crecimiento de los vegetales tienden a consumirse, para que se mantenga fértil y que los rendimientos se mantengan durables.[4] En caso contrario, su explotación deviene en eso que Liebig llama un Raubsystem (o Raubbau): ella agota o saquea el suelo, condenándolo a deteriorarse.
Sobre esta base, en la cuarta edición de su obra maestra (1842), sobre la que Marx ha trabajado a principios de los años 1850 (Saïto: 79), Liebig deja entender claramente que una agricultura racional debe respetar ciertos principios: la práctica de la rotación de cultivos, incluyendo la introducción de trébol u otras leguminosas, el uso de fertilizantes naturales de origen orgánico (estiércol, cenizas, huesos, etc.) destinados a devolver al suelo algunos de sus nutrientes mientras se espera la eventual sustitución o complemento de fertilizantes artificiales,[5] etc., es capaz de mantener la fertilidad del suelo intacta e incluso de hacerla crecer. Y si menciona el fenómeno de la baja de los rendimientos agrícolas en Europa, es para atribuir la responsabilidad a la negligencia en respetar los principios mencionados.
Bajo estas circunstancias, el cambio de rumbo que Liebig realiza en la séptima edición de Die Chemie… —aparecido en 1862, del cual Marx tomara conocimiento entre 1865 y 1867, luego de escribir el primer libro de El capital (Saïto: 224)— resulta aún más sorprendente. Este cambio de rumbo lo conduce a formular una suerte de tercera ley, que se podría llamar ley del máximo (por oposición a la ley del mínimo), que da un giro radical a la dirección que recomendaba apenas unos años antes.
En este caso, explica que no se puede hacer crecer indefinidamente el rendimiento de un suelo en proporción con los aportes suplementarios de trabajo (drenaje, irrigación, fertilización, etc.), de agua, de exposición al sol, de calor, de fertilizantes, etc., que no se le puede asegurar, que existe un límite a este crecimiento, simplemente porque los nutrientes necesarios que se le puede suministrar a un suelo (un volumen determinados de estos) existen en cantidad limitada, por ejemplo, debido a los límites de su desagregación química y, sobre todo, porque las plantas no son capaces de absorber, por sus hojas o raíces, más que una cantidad limitada de esos nutrientes en un tiempo determinado (un periodo de siembra, por ejemplo). Más allá de este límite, todo aporte suplementario, en el mejor de los casos, no puede más que producir resultados positivos temporarios que se terminarán pagando con el agotamiento posterior del suelo, a causa de no respetar la ley de restitución (Saïto: 230-239).
Marx va a apropiarse largamente de las diferentes leyes establecidas por Liebig, al menos en una primera etapa. Las dos primeras le van a permitir precisar y profundizar la noción de perturbación metabólica que, desde los Manuscritos de 1844, utiliza para caracterizar, de manera propia, la producción capitalista (Bihr, 2021b). En la última sección del capítulo XIII del libro I de El capital, denuncia los efectos sociales pero, asimismo, los ecológicos que produce la introducción del capital en la agricultura. Arruinando a los pequeños agricultores y, a su vez, disminuyendo el número (relativo) de obreros agrícolas, el proceso deshabita los campos y engrosa las ciudades. De esta manera, el capital viene a perturbar el metabolismo ancestral que existía entre la humanidad y la naturaleza, que permitía a la primera llevar a la segunda, en forma de desechos y desperdicios, gran parte de lo que tomaba como sustancias nutritivas a través de su práctica agrícola:
“Con la preponderancia incesantemente creciente de la población urbana, acumulada en grandes centros por la producción capitalista, ésta por una parte acumula la fuerza motriz histórica de la sociedad, y por otra perturba el metabolismo entre el hombre y la tierra, esto es, el retorno al suelo de aquellos elementos constitutivos del mismo que han sido consumidos por el hombre bajo la forma de alimentos y vestimenta, retorno que es condición natural eterna de la fertilidad permanente del suelo” (Marx, 2009a: 611)
En consecuencia, si en un primer momento ella aumenta la productividad del trabajo, la agricultura capitalista termina necesariamente por agotar el suelo y por comprometer su fertilidad, por lo tanto, perjudicando esta misma productividad:
“Y todo progreso de la agricultura capitalista no es sólo un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino a la vez en el arte de esquilmar el suelo; todo avance en el acrecentamiento de la fertilidad de éste durante un lapso dado, un avance en el agotamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad. Este proceso de destrucción es tanto más rápido, cuanto más tome un país —es el caso de los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo— a la gran industria como punto de partida y fundamento de su desarrollo” (Marx, 2009a: 612).
Es entonces la misma lógica predadora que, para Marx, gobierna tanto a la explotación de la fuerza de trabajo humano como a la explotación del suelo, y aún más ampliamente los recursos naturales, estas dos fuentes de toda riqueza social, estas dos fuentes fundamentales del metabolismo entre la humanidad y la naturaleza:
“La producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador” (Marx, 2009a: 612s.)
La tercera ley de Liebig es la que va a convencer a Marx de adherir a la tesis de los rendimientos agrícolas decrecientes. Esta última había sido formulada durante la segunda mitad del siglo XVIII por diferentes autores (entre los cuales se encuentra James Anderson) sobre la base de observaciones realizadas de la evolución de la agricultura inglesa y retomada por Thomas Malthus y David Ricardo. Tanto uno como el otro sostienen que los rendimientos agrícolas no pueden más que decrecer y, por consecuencia, los precios de mercado de la producción agrícola aumentarán arrastrando con ellos la renta agrícola, por dos razones. Por un lado, a medida que se desarrolla la agricultura para hacer frente al aumento de la demanda (ligada a su vez al aumento de la población), los productores agrícolas son forzados a recurrir a terrenos cada vez menos fértiles; por el otro, el rendimiento de un mismo suelo no aumenta jamás en proporción directa al capital adicional (en última instancia, tanto de trabajo muerto como de trabajo vivo) invertido en él para mejorarlo; una constante que, sin embargo, ellos no podían terminar de explicar.
Incluso hasta en sus Manuscritos de 1861-1863, Marx se mostraba muy reticente e incluso hostil a la adopción del segundo aspecto de esta tesis (Saïto: 165-176). A falta de un fundamento científico, a sus ojos no era más que una hipótesis aún menos aceptable, ya que jugaba a favor de la teoría ricardiana de la renta de la tierra y, sobre todo, a favor de su jurado enemigo, Thomas Malthus, y su ley de la población. Esto es lo que deja entender claramente en una de sus cartas a Engels del 14 de agosto de 1851:
“Cuanto más profundizo en esta porquería [le economía política], más me convenzo que la reforma de la agricultura, como así también esta mierda de la propiedad de la cual constituye la base, es el alfa y el omega de toda transformación futura. De lo contrario, papa Malthus tendría la razón” (Marx y Engels, 1971: 287-288).
Al contrario de la tesis de rendimientos decrecientes, Marx expresaba claramente su convicción de que una agricultura racional, fundada sobre la propiedad colectiva del suelo y la aplicación metódica de los resultados de la ciencia agraria (que recomendaba la aireación y el acondicionamiento del suelo, el drenaje, la irrigación, la rotación de los cultivos, el uso de fertilizantes naturales o artificiales, etc.), podía dar lugar a una mejora constante de los rendimientos agrícolas, ver un crecimiento indefinido de la productividad del trabajo agrícola similar al del trabajo manufacturero. Y había buscado y alimentado su convicción en la obra de diferentes autores que él había leído desde mediados de 1850, entre los cuales se encontraba Liebig (Saïto: 209-224).
Con la lectura de la séptima edición de la obra maestra de Liebig va a convencerse de cambiar de posición, sacando las conclusiones, en cierto modo, del propio cambio de opinión de Liebig. Marx puede, entonces, adoptar la tesis de los rendimientos decrecientes ya que esta puede fundamentarse científicamente sobre las leyes de la fisiología del reino vegetal, que ni la fuerza mecánica y la química están en condiciones de abolir o superar. Es a partir de entonces que Marx va a poder integrarla a su propia teoría de la renta agraria, convirtiéndola en la base de la renta diferencial II.
De manera más general y más radical, la tercera ley de Liebig va a convencer a Marx de que existen límites absolutos a la modificación antropológica (técnica y científica) de la naturaleza de la cual los hombres no pueden liberarse. Esto implica romper con todo prometeismo ingenuo: toda voluntad irreflexiva de dominación de la naturaleza, todo culto al crecimiento ciego de las fuerzas productivas sociales, etc. Se debe entonces renunciar al proyecto de una dominación total y absoluta de la naturaleza, que no puede ser más que una fantasía, por reducir aquella a lo que es compatible con las leyes naturales y los límites que ella impone a la humanidad.
Es lo que Marx expresa claramente en el pasaje siguiente de los manuscritos de 1863-1865, del cual Engels se sirve para editar su versión del libro III de El capital. Allí Marx afirma decididamente la necesidad de una relación racional de la sociedad con la naturaleza, a partir de la dialéctica de la necesidad y de la libertad, una relación que solo podrá realizarse en el marco de una sociedad emancipada de las relaciones capitalistas de producción:
“Así como el salvaje debe bregar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar y reproducir su vida, también debe hacerlo el civilizado, y lo debe hacer en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos de producción posibles. Con su desarrollo se amplía este reino de la necesidad natural, porque se amplían sus necesidades; pero al propio tiempo se amplían las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego; que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero éste siempre sigue siendo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica” (Marx, 2009b: 1044).[6]
Mientras que, bajo el régimen capitalista, el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza se escapa al control de los productores (tanto capitalistas como asalariados) y los domina como una fuerza extraña, alienada y alienante a la vez, la tarea de los productores asociados que constituyen una sociedad comunista, es la de regular consciente y racionalmente sus intercambios con la naturaleza a través del proceso social del trabajo, lo que implica ciertamente controlar su dominio de la naturaleza de una manera que la haga compatible con los límites que le impone la Tierra y su dependencia inquebrantable de esta última. En cuanto a sus relaciones con la naturaleza, la única libertad que la humanidad puede conquistar radica en este control racional como en la reducción del tiempo de trabajo, posibilitada por los progresos de la productividad del trabajo, el cual devendrá el fin prioritario.
De Marx a Foster
Estamos en deuda con John Bellamy Foster por estar entre los primeros en demostrar no solo que –contrariamente a las interpretaciones habituales, tanto entre las filas marxistas como entre los opositores a Marx– la obra de este último no está atrapada en el rincón prometeico industrial que lo habría vuelto hermético ante la temática y la problemática ecologistas, sino que los numerosos pasajes dispersos a lo largo de esta obra, de la obra de juventud (en particular los Manuscritos de 1844) hasta la de madurez (El capital y los diferentes manuscritos que han preparado y acompañado la redacción) e incluso más allá, constituyen un conjunto continuo y un testimonio coherente de un enfoque totalmente original y pertinente de la temática y problemática ecologistas (Foster, 2000). La ecología de Marx constituye de ese modo una síntesis magistral que establece que este enfoque rigurosamente materialista se despliega después en su tesis de doctorado dedicada a la Diferencia de la filosofía de la naturaleza de Demócrito y de Epicuro hasta los estudios concernientes a las sociedades denominadas primitivas, pasando por su crítica materialista del idealismo hegeliano (iniciada pero no concluida por Feuerbach), su confrontación con los materialistas modernos ingleses (Bacon, Hobbes, Locke) y franceses (Diderot, d’Holbach, La Mettrie), sus conflictos con Proudhon y su polémica recurrente contra Malthus, sobre todo su preocupación constante de seguir la actualidad científica que lo llevó a entusiasmarse con la publicación de la obras de Darwin así como de los trabajos agronómicos de Liebig y de algunos otros, sin contar, obviamente, su crítica de la economía política, de la cual los desarrollos precedentes nos han otorgado alguna idea.
Sin embargo, tan pronto se propone apoyarse en el aporte en este marxiano, tan rico, diversificado y complejo, para sostener un análisis crítico del ecocidio capitalista, Foster se ciñe casi exclusivamente a análisis de lo que denomina la “fractura metabólica”, recurriendo en particular a los pasajes de Marx citados en la sección precedente (Foster, 1997; Foster, 1999; Foster, 2000: 153-177). Regresa, de ese modo, incansablemente sobre la perturbación del metabolismo entre humanidad y naturaleza que la agricultura capitalista ha provocado al expropiar a la mayoría de la población agrícola y, más ampliamente, a la rural, al concentrar cada vez más las ventajas de las actividades humanas en, o alrededor, de los centros urbanos, al acentuar así la división y oposición entre campo y ciudad, así como al distanciar los lugares de producción agrícola de los lugares de consumo de los productos agrícolas por la ampliación constante de los mercados de estos productos. “Fractura” en la que el efecto es, al comprometer la fertilidad de los suelos, el de amenazar simplemente todo el devenir de la humanidad al privar a las generaciones futuras de los beneficios de la prodigalidad natural.
Sobre esta base, Foster está preocupado en mostrar cómo la agricultura capitalista no ha cesado en el curso de su desarrollo de extender y de profundizar esta “fractura metabólica”. Así, menciona en múltiples ocasiones que, para compensar la caída de la fertilidad de los suelos, inducida por ella, los agricultores europeos (principalmente británicos), pero también estadounidenses, debieron recurrir, a partir de la primera mitad del siglo XIX, a diferentes paliativos (1997: 285-287; 1999: 375-377; 2000: 150-152; Foster y Magdoff, 1998: 32-35; Foster y Clark, 2004: 190-192; Clark y Foster, 2009: 317-330; Clark y Foster, 2010: 146-147; Foster, Clark y York, 2010:349-369; Foster y Clark, 2020: 14, 15-17, 55-58).
En efecto, esta caída de la fertilidad, que condujo a la caída de los rendimientos agrícolas, se hizo patente en los años 1830 y 1840, y condujo a una demanda creciente de fertilizantes de todo tipo. De esta manera se revolvieron los principales campos de batalla de las guerras napoleónicas (Leipzig, Waterloo) a la búsqueda de huesos, además de los acumulados en las catacumbas sicilianas. Como continuación de los trabajos de Liebig, John Bennet Lawes (1814-1900), propietario terrateniente y agrónomo, perfeccionó en 1842 un procedimiento de fabricación de superfosfatos solubles (producidos a partir de huesos de recuperación), que lanzó a la producción industrial al año siguiente. Sin embargo, el principal paliativo sería la importación cada vez más masiva, a partir de mediados de los años 1830, de guano, excrementos secos de aves marinas, ricas en componentes nitrogenados y, en una menor medida, en fosfatos y potasios, por lo que resultan apropiados para ofrecer un buen fertilizante, documentados en Europa desde principios del siglo XVII.
Las principales reservas de guano se encontraban entonces en las islas Chincha, situadas frente a las costas peruanas, y allí fueron utilizadas de manera ancestral por las poblaciones indígenas. Por iniciativa del gobierno peruano, que se declaró propietario, ellas fueron explotadas de manera cada vez más intensa por las empresas peruanas que emplean a trabajadores inmigrantes chinos que operan en condiciones propiamente dantescas, siendo la comercialización del guano monopolio de firmas británicas. Los primeros encontraron el medio para hacer frente a una deuda contraída con financieros británicos durante la guerra de independencia librada contra la corona española; los segundos serán el orgullo de la oligarquía de Lima, permitiéndole endeudarse también con la city londinense para seguir viviendo sobre bases sólidas; los últimos se aseguraron suntuosos beneficios al revender el guano a Europa y Estados Unidos.
El continuo aumento de la demanda europea de guano tendrá como consecuencia que, además de la búsqueda desenfrenada de otros yacimientos en otras partes del mundo, hubiera que explotar no solo el guano, sino también los nitratos descubiertos en el desierto de Taracapá, luego peruano, y en la provincia boliviana vecina de Atacama, en particular para hacer frente al progresivo agotamiento de yacimientos de las islas de Chincha, ya perceptible en los años 1860, sobre todo debido a la destrucción masiva de aves marinas, privadas de su nicho ecológico. El interés de los europeos por estos yacimientos de nitrato se incrementó, sobre todo porque también proporcionan un componente esencial de la pólvora negra (pólvora de cañón) y de otros explosivos. En 1875, por pretender salir del espiral de su endeudamiento, el gobierno peruano decidió nacionalizar los yacimientos de Tarapacá, expropiando a las empresas peruanas y extranjeras que los explotaron hasta entonces; en 1879, el gobierno boliviano aumentó los impuestos percibidos por la explotación de los yacimientos de Atacama. Esto desencadenó la guerra del Pacífico (1879-1884) entre Perú y Bolivia de un lado, y Chile del otro (impulsado y apoyado por los británicos), con las dos provincias en juego, que finalmente quedaron en posesión de este último, que salió victorioso de la prueba. En cuanto a los yacimientos de nitrato, mientras que antes de la guerra solo el 13% de su explotación estaba en manos de los británicos, esta proporción creció al 70% durante la década de 1890.
Al amenazar la agricultura, la “fractura metabólica” ha contribuido así, según Foster, al tropismo imperialista de los estados europeos y norteamericanos: “la primera gran expansión colonial de ultramar de los Estados Unidos ha sido una consecuencia directa de esta crisis de las condiciones de la producción agrícola” (Foster, 1997: 286). Porque, por las mismas razones, entre 1856 y 1903, los Estados Unidos se apoderó de esta manera de noventa y cuatro islas o islotes del Pacífico que contenían yacimientos de guano.
Sin embargo, aunque estas importaciones masivas de guano podían paliar temporariamente los efectos del deterioro de la fertilidad de los suelos a causa de la “fractura metabólica”, no estaban en condiciones de remediarla. A partir de fines del siglo XIX, conforme las reservas de guano tendían a agotarse, fueron explotadas otras vías: utilización de escorias resultantes de la desfosforación de acero y fundiciones con fósforo, utilización de cloruro de potasio, etc. Una nueva falsa solución surgió a partir de la puesta a punto, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, por parte del químico alemán Fritz Haber (1868-1934) de la síntesis del amoníaco, abriendo así la vía a la fabricación de nitratos que podrían utilizarse como fertilizantes artificiales (pero también como base de potentes explosivos). Porque los recursos continuamente crecientes de estos últimos, simplemente para evitar la disminución de la fertilidad del suelo, tendrá como consecuencia la de engendrar nuevas perturbaciones ecológicas en términos de intensificación del efecto invernadero antrópico, de contaminación del suelo y de las aguas de escorrentías y acuíferos, de la eutrofización de las aguas costeras que generan zonas hipóxicas e incluso anóxicas, etc.
Y, según Foster, el desarrollo posterior de la agricultura capitalista agravará todavía más la “fractura metabólica” de la que es causa. Así, la motorización del cultivo del suelo ha disminuido drásticamente el ganado de animales de carga; al mismo tiempo, también ha reducido la masa de fertilizantes naturales (en la forma de abono, de estiércol o de purín) que antes eran capaces de aportar al suelo, al igual que ha contribuido al abandono de las plantas forrajeras (tales como las leguminosas: trébol, alfalfa, guisantes, habas, lentejas, soja, etc., capaces de fijar el nitrógeno atmosférico en el suelo a través de sus raíces) en favor de los nitratos y fosfatos contenidos en los fertilizantes artificiales (productos de la industria química). Mientras que la creciente separación entre la agricultura stricto sensu y la ganadería y el desarrollo de la ganadería intensiva fuera de las explotaciones del suelo, lo más cerca posible de los mercados urbanos que les sirven de salida, pero también de las zonas con salarios bajos y una legislación medioambiental laxa, habrán producido el mismo tipo de efectos (Foster y Magdoff, 1998: 40-42; Foster, 1999: 374, 399-400).
Fragilidad de la noción de “fractura metabólica”
La interpretación que Foster propone del abordaje marxiano de la temática y de la problemática ecológicas a partir de la noción de “fractura metabólica”, sin embargo, me parece discutible en varios aspectos. Y, para comenzar, hace falta incriminar la noción misma de “fractura metabólica” con la que condensa el análisis de Marx, tras el trabajo de Liebig, sobre las consecuencias de la agricultura capitalista en el metabolismo entre humanidad y naturaleza.
De hecho, esta noción no figura en los diferentes pasajes anteriormente citados de Marx. Y, en el conjunto constituido por El capital y sus manuscritos anexos y relaciones, no se halla más que una mención en el siguiente pasaje al que Foster se refiere sin cesar (1997: 285; 1999: 379; 2000: 155; 2011a:4 ; 2013a: 5; 2013b: 4; Angus et Foster, 2016; Foster et Clark, 2020: 7):
“[…] la gran propiedad del suelo reduce la población agrícola a un mínimo en constante disminución, oponiéndole una población industrial en constante aumento, hacinada en las ciudades; de ese modo engendra condiciones que provocan un desgarramiento insanable en la continuidad del metabolismo social, prescrito por las leyes naturales de la vida, como consecuencia de lo cual se dilapida la fuerza del suelo, dilapidación ésta que, en virtud del comercio, se lleva mucho más allá de las fronteras del propio país (Liebig)” (Marx, 2009b: 1034)
En el original alemán, el término aquí traducido es Riß, que significa desgarro, grieta, fisura, a la que le corresponde el inglés rift, utilizado por Foster, que se puede traducir como fractura. En cambio, su traducción por ruptura, que a veces se ha preferido a fractura (por ejemplo Labelle-Halle, 2016), es del todo inapropiada en el presente contexto. Porque, en rigor, no puede haber una ruptura metabólica entre la humanidad y la naturaleza que, de una forma u otra, de cualquier modo, componen una unidad que no puede romperse sin comprometer la supervivencia misma de la humanidad.
Pero el mismo Foster no siempre evita la confusión entre fractura (rift) y ruptura (break). La confusión está presente de manera implícita cuando declara:
“Sin este último concepto [el de ‘fractura metabólica’], es imposible comprender el análisis de Marx del antagonismo entre ciudad y campo, su crítica de la agricultura capitalista, y su llamado a la ‘restauración’ de la necesario relación metabólica entre la humanidad y la tierra, es decir su noción fundamental de sustentabilidad [sustentability]” (1999: 399).
Porque, para hablar propiamente, no es necesario restablecer o restaurar una relación metabólica que se ha interrumpido, roto o quebrado –lo que es imposible ya que, como lo confiesa Foster como al pasar, esta relación metabólica es necesaria, vital incluso para la humanidad. Es necesario restablecer un estado de este metabolismo compatible con el desarrollo sostenible de la humanidad que el capitalismo ha perturbado profundamente.
“El resultado ha sido un reciclaje insuficiente de desechos orgánicos humanos en el campo, así como la ruptura (break) asociada con el ciclo metabólico y la pérdida neta infligida al suelo debida al desplazamiento de productos orgánicos (alimentos y tejidos) a cientos y miles de millas. Esto es lo que ha hecho necesaria la formación de la industria de fertilizantes. Una ruptura (break) posterior ha tenido lugar durante la tercera revolución industrial (el auge del agronegocio), inicialmente asociada con la supresión de la ganadería mayor, la creación de cebaderos centralizados y el reemplazo de la tracción animal por equipos agrícolas mecanizados” (1999: 400).
“Marx ha empleado el concepto de metabolismo para explicar la necesaria relación del ser humano con la tierra por medio de la producción, y ha sostenido que una fractura (rift) o ruptura (break) se ha desarrollado en el ciclo metabólico” (2011b: 6).
De otra parte y sobre todo, a pesar del pasaje citado del libro III de El capital donde se menciona, la noción de “fractura metabólica” me parece inapropiada para condensar la idea desarrollada por Marx en el conjunto de los pasajes citados; y esta puede ser la razón por la cual nunca más la usó después. En efecto, cuando se trata del metabolismo entre la humanidad y la naturaleza tal como actúa en el marco del proceso social de producción lato sensu (que así implica, por lo tanto, el proceso de consumo improductivo en el sentido ordinario del término), lo que el conjunto de desarrollos precedentes sugiere es más bien una perturbación profunda que una fractura o a fortiori una ruptura. Por lo demás, es exactamente el término (stören: perturbar, molestar, incomodar) que Marx usa en el pasaje del libro de El capital anteriormente citado que imita la de la versión primitiva del libro III a la que Foster se refiere sin cesar.[7] En consecuencia, propongo sustituir la noción de perturbación metabólica por la de “fractura metabólica”.
Foster peca por extrapolación y reducción
En efecto, al erigir la noción de “fractura metabólica” en alfa y omega del abordaje marxista del ecocidio capitalista, Foster peca, de hecho, a la vez por reducción y por extrapolación. Por extrapolación, en cuanto hace de esta “fractura” la marca propia, el signo distintivo, de la agricultura y, más extensamente, de la relación del capital con la naturaleza. Una extrapolación que, por lo tanto, desmiente hechos bien establecidos.
De una parte, también pueden haberse producido perturbaciones metabólicas graves en el seno de las formaciones sociales precapitalistas. Se puede mencionar sobre todo la estepización y desertificación tendenciales que, bajo el efecto de la deforestación imprudente, el desarrollo de la agricultura ha provocado desde la antigüedad en numerosas regiones mediterráneas. Esto nos advierte que la unidad simbiótica entre humanidad y naturaleza, propia de las formaciones precapitalistas, no estaba exenta de contradicciones, en la medida en que el metabolismo entre ambas no era objeto de una regulación racional (reflexiva, prudente e informada por el conocimiento científico de las leyes naturales), pero se la dejaba en manos de prácticas rutinarias que, aunque generalmente probadas, podían también conducir a desastres.
Por otro lado, durante el período precapitalista, en particular en las provincias septentrionales de los antiguos países bajos (de Flandria a Frisia, pasando por Zelanda, Holanda y la provincia de Utrecht), se generalizó el uso, a gran escala, de residuos urbanos (basuras y cenizas), además de estiércol y margas, para fertilizar los suelos cultivados en los campos circundante (Bihr, 2019:254), al punto de constituir ya un verdadero mercado “nacional” de estos insumos. Prueba de que la agricultura capitalista no está condenada necesariamente a profundizar la separación y la oposición entre la ciudad y el campo, ni, con ella, la “fractura metabólica”.
Por fin, hay otra prueba en el hecho de que en las ciudades contemporáneas de las formaciones capitalistas más desarrolladas, la recuperación de excrementos por medio del sistema de alcantarillados y su tratamiento en platas de depuración, además de que permite una mejora considerable de la higiene pública en las zonas urbanas, también hace posible su reciclaje en y por la agricultura, ya que los lodos residuales de las plantas depuradoras se utilizan como fertilizantes (tras compostaje o no), incluso si la distancia entre los centros urbanos y las zonas de cultivo extendido continúa siendo un obstáculo tanto como la presencia en los lodos de metales pesados en cantidades nada despreciables. De este modo, se adecuaron a las recomendaciones de Liebig que, en sus Cartas sobre el tema del aprovechamiento de las aguas residuales municipales [Letters on the Subject of the Utilization of the Municial Sewage] (1865), dirigida al alcalde de Londres, abogaba por la utilización de las aguas residuales de la ciudad en los campos circundantes en lugar de contaminar masivamente el Támesis en el que aquellas habían sido vertidas.[8]
En segundo lugar, Foster se equivoca al reducir el análisis marxista del ecocidio capitalista a lo que él llama la “fractura metabólica”. Esta reducción se manifiesta en los siguientes pasajes, entre otros: “la contribución ecológica más importante de Marx es, sin embargo, su teoría de la fractura metabólica” (2011a: 4); “La contribución más directa de Marx a la crítica de la destrucción ecológica es evidentemente su teoría de la fractura metabólica (…)” (2011b: 5).
Pero una reducción semejante es doblemente errónea. De una parte, la “fractura metabólica” no logra dar cuenta más que de una parte de los problemas ecológicos engendrados por el desarrollo de la agricultura capitalista. En efecto, no resulta apropiada para el análisis de otros aspectos problemáticos e incluso catastróficos de este desarrollo, se trate de la ganadería intensiva o de la introducción de OGM. Por cierto, el principio de ganadería intensiva surge de la creciente separación entre la agricultura en sentido estricto y la ganadería, que es la marca propia de la agricultura capitalista, como se ha visto anteriormente. Pero esta separación es más bien una causa agravante de la “fractura metabólica” que su consecuencia, como señala Foster en otro lugar. Por otro lado, la intensificación que conduce a la ganadería a la concentración de decenas e incluso miles de animales bajo un mismo techo no se puede explicar invocando a la “fractura metabólica”; requiere un análisis de las condiciones específicas de la valoración del capital agrario.
Por otra parte, esta misma noción de “fractura metabólica” no nos dice mucho sobre otros aspectos del ecocidio capitalista. Foster no deja de extenderla más allá de aquellos directamente vinculados al desarrollo de la agricultura capitalista, al punto de transformar por momentos en una noción general o comodín. Por ejemplo, en los pasajes tales como el que sigue:
“Aquí la principal preocupación es lo que se podría denominar la Gran Fractura en la relación de la humanidad con la naturaleza producida por el traspaso de los límites del sistema tierra que representa el cambio climático, la acidificación de los océanos, el empobrecimiento de la capa de ozono, la pérdida de la biodiversidad (y la extinción de las especies), la ruptura de los ciclos de nitrato y de fósforo, la pérdida de curvatura terrestre, la pérdida de fuentes de agua pura, la polución atmosférica por los aerosoles y la polución química” (2013b: 12)
Semejante extensión es legítima toda vez que el proceso inmediato de reproducción del capital perturba uno de los múltiples ciclos por medio de los cuales la ecosfera terrestre en su conjunto, así como los múltiples ecosistemas que la componen, aseguran su propia reproducción, por lo tanto, su estabilidad, y en definitiva, su propia existencia. Es el caso, por ejemplo, del calentamiento climático que procede de una perturbación profunda del ciclo de carbono: reinyectando masiva y rápidamente en la atmósfera, bajo la forma de CO2, las masas de carbono que se han acumulado durante las decenas de millones de años en las entrañas de la tierra, el uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas natural) ha roto ese ciclo al exceder con creces las capacidades de absorción y de reciclaje de los “pozos naturales” de carbono que constituyen, en general, los mares y los océanos, los bosques y la biomasa vegetal. Sucede lo mismo en el caso de la sobrepesca, que rompe todo el ciclo sobre el que reposa la cadena alimentaria en los mares y los océanos (para estos dos ejemplos, Clark y Foster, 2010: 147).
Pero, aparte del hecho de que, contrariamente a lo que pretende Foster, sería incapaz de aplicarse a otras perturbaciones mayores de la ecosfera engendradas por el capital, como el agotamiento de materias primas o la pérdida drástica de la biodiversidad (que, sintomáticamente, Foster nunca trata)[9], tal ampliación descansa en la introducción, subrepticia o abierta, de otras dimensiones de relaciones capitalistas de producción distintas de la que comanda directamente la “fractura metabólica”. Esto aparece, por ejemplo, en un artículo consagrado a “El imperialismo ecológico” (Foster y Clark, 2004). Allí, en particular, se lee:
“El imperialismo ecológico –el crecimiento del centro del sistema a ritmos insostenibles, mediante la degradación ecológica cada vez más profunda de la periferia– genera actualmente una serie de contradicciones ecológicas de dimensión planetaria, que ponen en peligro la totalidad de la biosfera” (p. 198).
Esto equivale a reconocer que el proceso impulsor de la degradación ecológica continua y creciente de las periferias a lo largo del devenir-mundo del capital se debe a la acumulación (la reproducción ampliada) de este último tal como se lleva a cabo por y para el beneficio de las formaciones centrales. Pero esta acumulación es ella misma una ley inmanente de la relación capitalista de producción, que de ninguna manera resulta de la “fractura metabólica” tal como Foster la entiende. Se trata más bien de dos dimensiones diferentes de la relación del capital con la naturaleza.
Y cuando los mismos autores intentan convencernos de la importancia heurística de la noción de “fractura metabólica” para el análisis crítico de los aspectos más actuales del ecocidio capitalista, una vez más tienen que recurrir, de hecho, a esta ley inmanente de acumulación:
“El capitalismo es un sistema destinado a la acumulación constante de capital. Tal es a la vez ‘el objetivo subjetivo y la fuerza motriz de todo el sistema económico’. En consecuencia, está impulsado por un crecimiento indefinido, en una escala cada vez mayor del engranaje [treadmill] de la acumulación (...) La escala creciente de la producción genera degradación ecológica y contaminación en un mundo finito, y la explotación sistemática de la naturaleza amenaza con socavar el ciclo natural y los procesos que contribuyen a la regeneración de los ecosistemas” (Clark y Foster, 2010: 145).
Donde queda claro que no es la “falla metabólica” la que es capaz de explicar la tendencia inmanente hacia la acumulación indefinida de capital, sino más bien lo contrario. Eso que los mismos autores acaban confesando al final del artículo:
“Desde nuestra perspectiva, el problema esencial puede reducirse al hecho de que, como Barry Commoner ha señalado hace mucho tiempo, los círculos que constituyen los ciclos naturales se rompen y se transforman en procesos lineales dedicados a la acumulación privada. Y la naturaleza de la acumulación es tal que se produce a una escala en constante expansión, imponiendo cargas insoportables a los cada vez más vulnerables ecosistemas. La brecha metabólica global que esto genera no se puede detener, sino agravar en el sistema capitalista” (Id.: 154).
Y, en este mismo artículo, para explicar la tendencia ecocida que anima fundamentalmente al capital, Clarke y Foster también deben recurrir a otra dimensión del capital: la subordinación del valor de uso al valor de cambio, que no es más que la forma fenoménica del valor:
“Además, la ecología de Marx sirve de fundamento a la comprensión de la degradación del medioambiente, dada su crítica del capital como totalidad y el acento puesto sobre la contradicción entre el valor de uso y el valor de cambio (…)” (Id.:142).
Y, cuando Foster se propone dar cuenta de la crisis histórica que atraviesa actualmente el modo de producción capitalista, de la que la catástrofe ecológica no es más que uno de los componentes, se refiere una vez más a estas dos dimensiones de las relaciones de producción capitalistas (la tendencia a la acumulación indefinida de capital y la subordinación de los valores de uso al valor), y no a la "fractura metabólica" que tanto aprecia.
“Diría que actualmente se ha producido una crisis histórica [una crisis de época] mucho más importante que la que provocó la transición del feudalismo al capitalismo, una crisis que procede de la expansión ilimitada de un sistema capitalista dedicado a la creación de riqueza abstracta” (2013a: 2).
“Sin embargo, el capital trató todos los límites naturales de este orden como simples barreras a traspasar más que como fronteras o límites a respetar. Lo que resultó en tendencias a la crisis sistémica –que, en definitiva, se puede remontar a la contradicción entre los valores de uso y los valores de cambio, y entre los procesos naturales elementales y el proceso de acumulación de capital” (Foster y Clark, 2020: 46).
Así, para ampliar y profundizar el análisis del ecocidio capitalista, es decir, de la contradicción fundamental, principal, entre el proceso global de reproducción del capital y la naturaleza (la ecosfera, la Tierra), e incluso en lo que se refiere a la rama agraria, y generalizar, al mismo tiempo, las tesis marxianas precedentes, parece que hay que tomar un camino diferente del seguido por Foster, en realidad, complementario de este último. Hace falta ir más allá de este primer momento de las relaciones capitalistas de producción, que es la expropiación de los productores, y tener en cuenta todos los demás momentos de estas relaciones. Empezando por lo que se encuentra en el centro de la contradicción entre valor de uso y valor: la subordinación del proceso de trabajo (que implica/combina tanto la naturaleza como la fuerza humana de trabajo) al proceso de valorización; o la subordinación de la naturaleza, a través del proceso de trabajo del que es un agente activo, a la lógica del valor autonomizado bajo la forma del capital (Bihr, 2021a).
Agosto 2023
Traducción: Julio Torres Sagredo y Martín Salinas
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Notas
[1] El concepto de metabolismo es prestado de la biología, más precisamente de la fisiología. En el seno de esta última, designa, por un lado, el sistema de intercambio de sustancias diversas (en definitiva, siempre compuestos orgánicos) entre el conjunto de diferentes partes de un organismo viviente (vegetal, animal o humano), intercambios por los cuales este último se regenera permanentemente manteniendo siempre su propio orden (este es el metabolismo interno); por otro lado, los intercambios de materia y energía que todo organismo vivo debe tener con su entorno (su biotipo), a través de los cuales extrae las sustancias necesarias para su funcionamiento como organismo vivo y expulsa diferentes desechos propios de su funcionamiento (este es el metabolismo externo). Metabolismo externo y metabolismo interno están, entonces, íntimamente ligados: el primero suministra al segundo las substancias que, directamente o después de su transformación, se encuentran asimiladas por el organismo para mantenerse con vida, mientras se encarga de absorber y de reciclar sus subproductos (residuos, desechos).
[2] La obra conocerá nueve ediciones sucesivas durante la vida de Liebig, continuamente revisadas y aumentadas, hasta totalizar más de mil páginas. Fue encargado originalmente por la Asociación británica para el desarrollo de la ciencia [British Association for the Advencement of Science], bajo la presión de los grandes terratenientes preocupados por la tendencia a la baja de los rendimientos agrícolas (Foster, 1999: 376).
[3] Liebig incluía entre estos últimos elementos la potasa, la cal, el azufre, el magnesio y el hierro. Desde entonces, la lista se ha alargado y se han podido clasificar en tres categorías: las cuatro principales son el nitrógeno (nitrógeno amoniacal o nitrógeno nítrico), el ácido fosfórico, la potasa y la cal; la magnesia, el azufre, el cloro y el sodio son de importancia secundaria por las cantidades requeridas; por último, los oligoelementos (hierro, manganeso, cobre, zinc, boro, molibdeno y cobalto) son requeridos en pequeñas cantidades pero cada uno es vital (su ausencia provoca la muerte de la planta) (Pontailler, 1971: 7-20).
[4] De allí, la necesidad de recurrir a fertilizantes y aditivos para asegurar esta restitución y conservar y, a fortiori, mejorar la fertilidad de un suelo cultivado. Los fertilizantes aportan a la planta nutrientes minerales. En cuanto a los aditivos (caliza, margas, yeso, tierra vegetal, turba, etc.), sirven tanto para alimentar a la planta como para mantener las propiedades fisicoquímicas del suelo y los microorganismos (sobre todo bacterias) que alberga. Un mismo fertilizante, como el estiércol, puede ser a la vez abono y aditivo (Pontailler, 1971: 21, 31, 68-69).
[5] Los fertilizantes orgánicos directamente suministrados por una explotación agrícola (bajo diferentes formas de desechos y residuos vegetales, animales o humanos) no hacen más, en el mejor de los casos, que restituir al suelo los elementos minerales que esta misma explotación ha sustraído. De hecho, en regla general, ello no es completamente suficiente porque hay pérdidas inevitables entre lo que es extraído del suelo bajo la forma de una planta y lo que es restituido en forma de desechos y residuos; de allí la necesidad de recurrir a aportes (de fertilizantes naturales o artificiales) externos. Y, para un volumen de producción dado, la masa de estos últimos es tanto mayor cuanto más importante es la parte de la producción agrícola que no está destinada al autoconsumo (productivo o improductivo) de la explotación, sino que “exporta” fuera de ella (destinada al intercambio con el exterior).
[6] La frase que figura en románica ha sido retraducida a partir del original en alemán, la traducción propuesta por las Editions Sociales era muy defectuoso.
[7] Aunque este último pasaje forme parte formalmente del libro III de El capital y por lo tanto parece posterior al del libro I, no es así. En efecto, se sabe que, esencialmente, el Libro III de El capital ha sido compuesto por Engels sobre la base de la parte de un vasto manuscrito escrito por Marx entre mediados de 1863 y finales de 1865, que constituía una versión preliminar de lo que se suponía iba a convertirse en la totalidad de El capital. Por lo tanto, es anterior a la redacción del Libro I, que tuvo lugar entre enero de 1866 y julio de 1867.
[8] Una recomendación de la que el propio Marx se hizo eco: “Las deyecciones del consumo son de máxima importancia para la agricultura. En lo que se refiere a su utilización tiene lugar un despilfarro colosal en la economía capitalista; en Londres, por ejemplo, a dicha economía no se le ocurre hacer nada mejor, con el abono producido por 4 millones y medio de personas, que utilizarlo con ingentes costos para contaminar con él el Támesis” (Marx, 2009b: 123s. Trad. mod.). Una de las muchas observaciones de Marx sobre la necesidad de reciclar los residuos del proceso social de producción, a los que la producción capitalista presta muy poca atención (cf. capítulo V del Libro III de El capital).
[9] Se puede ver una confesión implícita de la insuficiencia de la noción de "falla metabólica" para dar cuenta de todos los aspectos del ecocidio capitalista puede verse en el hecho de que, en sus publicaciones más recientes, Foster creído oportuno tener que añadirle la noción de "robo de la naturaleza" [“robbery of nature”] (Foster y Clark, 2020). Pero aquí todavía procede por reducción-extrapolación a partir de un pasaje de El capital citado más arriba: "todo progreso en la agricultura capitalista no es sólo un progreso en el arte de saquear al trabajador, sino también en el arte de saquear el suelo”.