28/03/2024

Marxismo y romanticismo en la obra de José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui no sólo es el más importante e inventivo de los marxistas latinoamericanos, sino también un pensador cuya obra en todo su poder y originalidad tiene importancia universal. Su marxismo herético tiene profundas afinidades con el de escritores marxistas occidentales tan importantes como Antonio Gramsci, György Lukács y Walter Benjamin. En el núcleo de la heterodoxia mariateguista (específicamente de su discurso filosófico y político marxista) encontramos una semilla irreductiblemente romántica. En un célebre artículo de 1941, V. M. Miroshevsky, el eminente especialista y consejero soviético del Buró Latinoamericano del Comintern, denunció el populismo y el romanticismo de Mariátegui. Para los defensores de la ortodoxia estalinista, acusarlo de este pecado mortal era suficiente para exponer su pensamiento como definitiva e irrefutablemente extraño al marxismo.[1] Sin embargo, es hora de que reconozcamos (y el ejemplo de Mariátegui es una admirable ilustración de ello) que el romanticismo y el marxismo son perfectamente compatibles y pueden enriquecerse mutuamente.

El romanticismo es un movimiento cultural originado a fines del siglo dieciocho como una protesta contra el desarrollo de la moderna civilización capitalista y la sociedad industrial burguesa, que se hallan basadas en la racionalidad burocrática, la cosificación del mercado, la cuantificación de la vida social y el “desencantamiento del mundo” (según la famosa frase de Max Weber). Una vez que emergió con Jean-Jacques Rousseau y el Frühromantik alemán, el romanticismo nunca desapareció de la cultura moderna y sigue siendo una de las razones principales de la sensibilidad de nuestra época. Nada es más equivocado y superficial que reducir el romanticismo a un estilo literario. Como cosmovisión en el sentido más completo del término, el romanticismo emerge en todos los aspectos de la vida cultural: artes, literatura, religión, política, ciencia social, historiografía, filosofía. Su característica esencial es una crítica de la moderna sociedad burguesa sobre la base de valores sociales, culturales, éticos, estéticos o religiosos precapitalistas. Contraponiendo los valores puramente cuantitativos de la Zivilisation industrial a los valores cualitativos de la Kultur espiritual y moral, o la Gesellschaft individualista y artificial a la orgánica y natural Geimenschaft , la sociología alemana a fines del siglo diecinueve formuló esta nostalgia romántica por el pasado, este a veces desesperado intento por reencantar al mundo.
Obviamente, el romanticismo está lejos de ser homogéneo. Hay una plétora de corrientes, desde las conservadoras o reaccionarias que buscan la restauración de los privilegios y jerarquías del ancien régime hasta el romanticismo revolucionario que incorpora las conquistas de 1789 (libertad, igualdad y fraternidad) y busca, no un retorno al pasado sino un rodeo a través del pasado comunitario hacia el futuro utópico, desde el irracionalismo oscurantista e intolerante hasta la crítica humanista de la racionalidad instrumental y burocrática.
El romanticismo revolucionario es un elemento crucial pero olvidado del pensamiento de Marx y Engels. Se desprende de sus escritos de muchas maneras, una de las más importantes es probablemente su concepción del comunismo como el reestablecimiento de ciertas estructuras de las comunidades primitivas. Como escribió Marx, en el primer borrador de su carta a Vera Zasulich, de 1881, la abolición revolucionaria del capitalismo significaría “la vuelta (Rückkehr) de las sociedades modernas al tipo ‘arcaico’ de propiedad comunal” o, más precisamente, “un revivir en una forma superior de un tipo social arcaico” (L. H. Morgan)[2]. Un renacimiento que integraría todas las conquistas técnicas de la moderna civilización europea. Para Marx, esto no era una simple referencia histórica; en países como Rusia, donde la comunidad rural había podido sobrevivir (al menos parcialmente), sería un punto de partida directo para la transición al socialismo.
Fue con una deliberada ruptura con estas ideas de Marx, que no eran totalmente diferentes a las de los populistas rusos, que Plejánov formuló el así llamado marxismo ortodoxo que exaltaba al progreso capitalista y proclamaba la necesidad inevitable de una etapa democrático-burguesa para sacar a Rusia de su atraso asiático y feudal. Este dogma menchevique, en distintas formas, fue adoptado por los críticos de Mariátegui, fueran apristas o estalinistas.
Desde fines del siglo diecinueve han aparecido dos corrientes dentro del marxismo: una, positivista y evolucionista, para la cual el socialismo no era más que la continuación y culminación de la civilización industrial burguesa (Plejánov, Kautsky, y sus discípulos en la Segunda y Tercera Internacionales), y una que podría llamarse “romántica” en la medida en que critica las ilusiones del progreso y traza una dialéctica utópica-revolucionaria entre el pasado precapitalista y el futuro socialista (por ejemplo, desde William Morris a los marxistas británicos contemporáneos E. P. Thompson, Raymond Williams, y desde Lukács y Bloch a Herbert Marcuse). José Carlos Mariátegui pertenece, de una manera original y en un contexto latinoamericano muy lejos de la Gran Bretaña y Europa Central, a esta corriente. Durante su estadía en Europa, Mariátegui asimiló al mismo tiempo el marxismo y ciertos aspectos del pensamiento romántico contemporáneo: Nietzsche, Bergson, Miguel de Unamuno, Sorel, el surrealismo.
La cosmovisión romántico-revolucionaria, tal como la formuló en su ensayo de 1925 Dos concepciones de la vida, contraponía lo que llamaba la “filosofía evolucionista, historicista y racionalista” y su “respeto supersticioso por la idea del progreso” (1996: 349) con la aspiración al retorno al espíritu de aventura, a los mitos heroicos, al romanticismo y al quijotismo (un término que tomó prestado de Miguel de Unamuno). En este enfoque se identificaba con distintos pensadores socialistas, que al igual que Georges Sorel ponían al descubierto la ilusión del progreso. Dos corrientes románticas, ambas rechazando la ideología positivista “complaciente y melosa”, se enfrentaban en una lucha a muerte: el romanticismo de la derecha, fascista, que quería volver a la edad media, y el romanticismo de la izquierda, comunista, que buscaba avanzar hacia la utopía (1996: 141). Despertadas por la guerra, “las energías románticas del hombre occidental” encontraron su expresión en la Revolución Rusa, que le dio “un espíritu combativo y mítico” a la teoría socialista (1996:140).
En otro artículo programático del mismo período, El Hombre y el Mito, Mariátegui se regocijaba de la crisis del racionalismo y el colapso del “mediocre edificio positivista”. Enfrentado con lo que Ortega y Gasset llamaba el “alma desencantada” de la civilización burguesa, adoptó como propia el “alma encantada” (Romain Rolland) de los creadores de una nueva civilización. En un notable pasaje lleno de exaltación romántica, que parece prefigurar la teología de la liberación, el mito, en el sentido soreliano, es la respuesta de Mariátegui al Entzauberung der Welt (Weber), y la pérdida del significado:
 
El pensamiento burgués se entretiene con una crítica racionalista de los métodos, las teorías, la técnica de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! El poder de los revolucionarios no está en su ciencia, está en su fe, su pasión, su voluntad. Es un poder religioso, místico, espiritual. Es el poder del mito. La emoción revolucionaria... es una emoción religiosa. Los motivos religiosos han sido desplazados desde los cielos a la tierra. No son divinos, sino humanos y sociales.
 
Mientras que para Weber la antítesis de lo racional-burocrático era el carisma, para Mariátegui era el romanticismo, lo opuesto a la rutina política:
 
En períodos políticos normales y tranquilos, es un asunto burocrático y administrativo. Pero en este período de neorromanticismo, del renacimiento del Héroe, el Mito y la Acción, la política cesa de ser la ocupación sistemática de la burocracia y la ciencia.
 
Este culto del Héroe y del Mito (con todas sus mayúsculas) no carece de cierta ambigüedad -confirmada por el hecho de que el pasaje recién citado se encuentra en un artículo dedicado a D’Annunzio (1982: 37). Pero Mariátegui (quien se distanciaba claramente del “d’annunzianismo”) nunca perdió su orientación y no negaba fronteras políticas dentro del campo romántico.[3]
Uno de los principales temas de la protesta romántica contra la civilización burguesa es la crítica de la mecanización del mundo, que ha sido poderosamente expresada por John Ruskin, iluminado por una nostalgia por el viejo trabajo. Un eco de esta posición se encuentra en Mariátegui (así como en otro discípulo socialista de Ruskin, William Morris), quien escribió en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1971 [1928]: 117):
 
La esclavización del hombre por la máquina y la destrucción de sus habilidades por la industrialización han distorsionado el sentido y el propósito del trabajo. Desde John Ruskin hasta Rabindrath Tagore, los reformadores han denunciado al capitalismo por su uso brutalizador de la máquina. El trabajo se ha vuelto odioso porque la mecanización y especialmente el taylorismo lo han degradado robándole su creatividad.
 
Mientras que Ruskin soñaba con el trabajo artesanal del tiempo de la construcción de las catedrales, Mariátegui celebraba a la sociedad incaica, en la que el trabajo “realizado con devoción” era la virtud más alta (1971 [1928]: 118).
No hace falta decir que para Mariátegui, el romanticismo no era simplemente filosófico, político y social, sino también cultural y literario. Ambos aspectos le parecían relacionados. Distinguía entre los “períodos clásicos o calmos” y los “períodos románticos o revolucionarios”[4], pero el campo cultural romántico le parecía drásticamente dividido entre el viejo y el nuevo romanticismo. El viejo, intransigentemente individualista, era un producto del liberalismo del siglo diecinueve. Uno de sus últimos representantes en nuestra época era Rainer María Rilke, cuyo extremo subjetivismo y lirismo puro se conformaban con la contemplación. El nuevo, ya no era más “el romanticismo que se alimenta de la revolución liberal. Tiene otra fuerza conductora, otro contenido. Por esta razón lo llamamos neorromanticismo” (1983a:123). Este nuevo romanticismo, posliberal y colectivista, estaba de acuerdo con Mariátegui, estrechamente ligado a la revolución social.
En los capítulos literarios de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, la contraposición de las dos formas de romanticismo ocupa un importante lugar en la crítica a los escritores y poetas peruanos. Por ejemplo, escribiendo sobre César Vallejo, notaba: “El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo del novecientos es, en cambio, espontáneo y lógicamente socialista, unamunista”. (1969[1928]: 315). Otros poetas, como Alberto Hidalgo, quedaron prisioneros del viejo romanticismo, atrapados por la época revolucionaria que “anuncia un nuevo romanticismo incontaminado por el individualismo del que lo precedió” (1971[1928]: 250).
La expresión cultural más radical del nuevo romanticismo, para Mariátegui, era el surrealismo. Siguió con el mayor interés las iniciativas de este movimiento, que para él no era “simplemente un fenómeno literario sino complejamente espiritual... no una moda artística sino una protesta del espíritu”. Lo que lo atraía a los seguidores de André Breton (publicó varios de sus textos en Amauta) era su categórica condena “en bloque” de la civilización racionalista burguesa. El surrealismo era un movimiento y doctrina neorrománticos con un objetivo subversivo: “Por su espíritu y su acción emerge como un nuevo romanticismo. Por su rechazo revolucionario del pensamiento y la sociedad capitalistas converge históricamente en el campo político con el comunismo” (1983a:42-43).[5]
Mariátegui defendió a los surrealistas contra críticos racionalistas franceses como Emmanuel Berl: “El surrealismo, acusado por Berl de refugiarse en un círculo de la desesperación, en una literatura de la desesperación, de hecho ha demostrado una mejor comprensión, una noción mucho más clara de la misión del espíritu” (1981a: 124). Finalmente, comentando en uno de sus últimos artículos (marzo de 1930) sobre el Segundo Manifiesto del Surrealismo, nuevamente subrayó la relación entre este movimiento y el romanticismo: “Quizás el mejor pasaje del Manifiesto es otro en el que André Breton, con una comprensión histórica del romanticismo, mil veces más clara que la alcanzada por los eruditos del mismo, y del clasicismo en sus, a menudo, banales inquisiciones, afirma las conexiones románticas de la revolución surrealista” (1996: 185).[6]
Para él, estas dos formas del romanticismo no eran un esquema que debía ser aplicado dogmáticamente a cada campo cultural. Ciertos escritores y corrientes parecían no pertenecer a ninguna de ellas. Entre estas figuras “inclasificables” había un pensador cuya sensibilidad crítica y amplia visión Mariátegui celebraba a menudo: Miguel de Unamuno, quien propugnaba “una vuelta al quijotismo, al romanticismo” (1975: 117), y cuya concepción de la vida como un constante combate contenía “un espíritu más revolucionario que varias toneladas de literatura socialista” (1975: 120).[7]
Como muchos de los revolucionarios europeos que querían romper el sofocante chaleco de fuerza del positivismo marxista de la Segunda Internacional, con su economicismo, su evolucionismo “progresista” y su ciego cientificismo (comenzando por Lukács, Gramsci, y Walter Benjamin en 1917-1920), Mariátegui estaba fascinado por Georges Sorel, el socialista romántico por excelencia, aun en sus ambigüedades y episódicas regresiones ideológicas. Sin embargo, a diferencia de estos tres pensadores, quienes se distanciaron gradualmente de su “sorelismo” inicial, él se mantuvo obstinadamente fiel a sus primeras opiniones. Como demuestra convincentemente Robert Paris, sería inútil explicar este encuentro en términos de “influencia”. ¿No es toda “influencia” también una “elección”? (1978: 156). Si Mariátegui eligió a Sorel fue porque necesitaba al pensador francés -como un crítico despiadado de la ilusión del progreso y un partidario de la interpretación heroica y voluntarista del mito revolucionario- para combatir la reducción determinista y positivista del materialismo histórico.
En realidad, era más que una elección. En cierta medida, Mariátegui “inventó” al Sorel que necesitaba, creando un personaje histórico que era (a veces) muy distante del referente histórico real. Este es el caso cuando hace de Sorel una influencia determinante en el desarrollo espiritual de Lenin: un lazo puramente imaginario que ciertamente no tiene bases en las raras referencias de Lenin a Sorel (ver, por ejemplo, 1981a: 43; ver también París, 1978: 159-161). Como sabemos, el líder bolchevique consideraba al autor de Réfléxions sur la violence en primer lugar como un “notorio enturbiador”. Menos arbitraria, pero también sorprendente, es la repetida afirmación de que fue Sorel quien, “opuesto a la degeneración evolucionista y parlamentaria del socialismo”, representó a principios de siglo una “vuelta a la concepción dinámica y revolucionaria de Marx” (1981a: 20-21). Haciendo de Sorel el eslabón perdido entre Marx y Lenin, Mariátegui rompió conscientemente con la concepción ortodoxa del marxismo y su historia (ver Fernández Díaz, 1994).
La contribución de Sorel a la revitalización romántica del marxismo concebida por Mariátegui era el elemento “místico”. Este es un término que en sus escritos toma un sentido muy cercano al que encontramos en la contraposición hecha por Charles Péguy (un escritor cuya existencia Mariátegui parece haber desconocido) entre lo “místico” y lo “político” -una forma de sentimiento religioso, revolucionaria y secularizada. En su El Hombre y el Mito de 1925, Mariátegui saludó a Sorel como el que era capaz de reconocer el “carácter religioso, místico, metafísico del socialismo” (1996: 145). Este tema es desarrollado en un pasaje clave de En defensa del marxismo (una serie de artículos aparecidos primero en Amauta, y publicados en forma de libro en Santiago de Chile en 1934 [1981(1934): 21]:
 
A través de Sorel, el marxismo asimila los elementos y conquistas esenciales de las corrientes filosóficas posteriores a Marx. Yendo más allá de las bases racionalistas y positivistas del socialismo de su época, Sorel encuentra en Bergson y los pragmatistas ideas que revigorizan al pensamiento socialista al restablecer la misión revolucionaria de la que se había distanciado gradualmente por medio de la burguesificación de sus partidos y representantes parlamentarios. En el plano filosófico, estos últimos se contentan con el historicismo más complaciente y el más tímido evolucionismo. La teoría de los mitos revolucionarios, que adopta para el movimiento socialista la experiencia de los movimientos religiosos, sienta las bases para una filosofía de la revolución.
 
No hace falta decir que lo que Mariátegui estaba tratando no era hacer del socialismo una iglesia o una secta religiosa, sino descubrir la dimensión espiritual y ética de la lucha revolucionaria: la fe (“mística”), la solidaridad, la indignación moral, el compromiso total (“heroico”), incluyendo el riesgo y el peligro para la propia vida. El socialismo, de acuerdo con Mariátegui, reside en el corazón de un intento de reencantamiento del mundo a través de la acción revolucionaria. 
A pesar de su admiración por Sorel, para Mariátegui ésta era sólo una referencia teórica. Desde el punto de vista de la práctica política era el bolchevismo el que trajo “energía romántica” a la lucha del proletariado (1996: 140). El sorelismo y el bolchevismo le parecían relacionados por su espíritu revolucionario, su rechazo al reformismo parlamentario, y su voluntarismo romántico. Como un ejemplo de la contraposición entre el auténtico marxismo de los bolcheviques y el determinismo positivista de la socialdemocracia, escribió en En defensa del marxismo (1996: 153-154):
 
A Lenin se le atribuye una frase que enaltece Unamuno en La agonía del cristianismo; la que pronunciara una vez, contradiciendo a alguien que le observaba que su esfuerzo iba contra la realidad: “¡Tanto peor para la realidad!”. El marxismo, donde se ha mostrado revolucionario -vale decir donde ha sido marxismo- no ha obedecido nunca a un determinismo pasivo y rígido.
 
No podemos sino sorprendernos por la curiosa analogía entre esta formulación y la que se encuentra en un artículo de Lukács publicado en húngaro en 1919, que ciertamente Mariátegui no conoció: “Lenin y Trotsky en Brest-Litovsk se preocuparon muy poco acerca de los así llamados ‘hechos’. Si los ‘hechos’ van contra el proceso revolucionario, los bolcheviques responden, con Fichte, ‘tanto peor para los hechos’” (1982 [1919]: 27, sobre este paralelo, ver Paris, 1981: 147). Aunque el bolchevismo tiene sin duda una gran dosis de voluntarismo, el Lenin “quijotesco” de Mariátegui (o el Lenin fichteano del joven Lukács) es en su mayor parte imaginario.
Es particularmente debido a su análisis y propuestas sobre la cuestión del Perú que Mariátegui ha sido rechazado por romántico por parte de sus censores ideológicos. Por un lado, no aceptaba la tesis del Comintern de que en Perú era necesaria una etapa “democrático-burguesa y antifeudal” (es decir, una forma de progreso capitalista), para resolver los problemas de las masas populares, en particular los campesinos. Por el contrario, consideraba a la revolución socialista como la única alternativa al dominio imperialista y terrateniente, principalmente porque creía que esta solución socialista podría tomar como punto de partida las tradiciones comunitarias de los campesinos de los Andes, los vestigios del “comunismo incaico”. Miroshevsky consideraba que ésta era la posición de los populistas rusos (1978 [1941]: 65-70).
Charles Péguy, el eminente “místico” y romántico socialista, escribió: “Una revolución es un llamamiento de una tradición menos profunda a una más profunda, una profundización de la tradición, un ir más allá, una búsqueda de fuentes más profundas, un resurgir en el sentido literal de la palabra” (1959: 1377). Este comentario se aplica palabra por palabra a Mariátegui: contra el tradicionalismo conservador de la oligarquía, el romanticismo retrógrado de la elite, y la nostalgia por el período colonial, él convocaba a una tradición más antigua y profunda, la de las civilizaciones indígenas precolombinas. “El pasado inca ha entrado en nuestra historia no como una demanda de los tradicionalistas, sino de los revolucionarios. En este sentido es una derrota del colonialismo... La revolución está reclamando nuestra más antigua tradición” (1983b: 168).
El llamaba “comunismo inca” a esta tradición, pero esta expresión es cuestionable (ver Paris, 1966). Sin embargo, deberíamos recordar que una marxista tan poco sospechosa de “populismo” y de “nacionalismo romántico” como Rosa Luxemburgo también identificaba al régimen socioeconómico de los Incas como “comunista”. En su Introducción a la crítica de la economía política, publicada en Alemania en 1925 (una obra que es muy improbable que Mariátegui haya leído), ella describía al imperio inca como compuesto por dos formaciones sociales comunistas, una de las cuales era una sociedad agraria explotada por la otra. Celebrando las “instituciones comunistas-democráticas” de la marca peruana (1975[1925]: 658), Rosa se regocijaba de la “fantástica tenacidad del pueblo indio y las instituciones cooperativas [markgenossenschaftlichen]”, que habían sobrevivido “hasta el siglo XIX” (1975[1925]: 673). Mariátegui dijo lo mismo, salvo que creía que estas comunidades persistieron hasta el siglo XX.
Su análisis se basaba en la obra del historiador peruano César Ugarte, de 1926, para quien las bases de la economía incaica eran el ayllu, un conjunto de familias ligadas por lazos de sangre que poseían la tierra colectivamente, y la marca, una federación de ayllus que poseían colectivamente el agua, las tierras de pastoreo, y los bosques. Mariátegui introdujo una distinción entre el ayllu, creado por las masas anónimas a lo largo de milenios, y el sistema económico unitario fundado por los emperadores incas. Insistiendo sobre la eficiencia económica de esta agricultura colectiva y el bienestar material de la población, concluía en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana: “El comunismo incaico, que no puede ser negado o menospreciado por haberse desarrollado bajo el régimen autocrático de los incas, es en consecuencia designado como comunismo agrario” (1971[1928]: 35). Rechazando la concepción lineal y eurocéntrica de la historia impuesta por los conquistadores, afirmaba que “la conquista colonial interrumpió y desorganizó la economía agraria incaica sin reemplazarla con una economía más eficiente” (1971[1928]: 36).[8]
¿Una idealización romántica del pasado? Quizás. En todo caso, Mariátegui hizo una distinción categórica entre el comunismo agrario y despótico de las civilizaciones precolombinas y el comunismo de nuestra época. En una larga nota al pie de página que de hecho es uno de los pasajes culminantes del libro (1971[1928]: 74-75), contribuye con la siguiente clarificación, que, 70 años después, no ha perdido nada de su actualidad:
 
 
El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo incaico... Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los incas     fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial... La autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo -otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres- es la antítesis del liberalismo, pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones.
 
Es por esta razón que Mariátegui criticaba y rechazaba los intentos “románticos” (en el sentido reaccionario de la palabra) de volver al imperio incaico. Su dialéctica concreta entre el presente, el pasado, y el futuro le permitía evitar tanto el dogma evolucionista del progreso y como las ilusiones ingenuas y dirigidas hacia el pasado de cierto indigenismo.
Como la mayoría de los revolucionarios románticos, Mariátegui integraba en su utopía las conquistas humanas del iluminismo y de la Revolución Francesa, así como los aspectos más positivos del progreso científico y técnico. Oponiéndose a los sueños de restauración del Tawantinsuyo (imperio incaico), escribió en el programa del Partido Socialista Peruano que creara en 1928 (1996: 92):
 
El socialismo encuentra los elementos de una solución socialista a la cuestión agraria, tanto en la subsistencia de las comunidades como en las empresas agrícolas en gran escala... Pero esto, así como el estímulo que extiende al libre resurgir del pueblo indígena y la manifestación creativa de su poder y espíritu nativos, de ningún modo significa una tendencia romántica y anti-histórica hacia la reconstrucción o resurrección del socialismo incaico, que correspondía a condiciones históricas que han sido completamente superadas, y de las cuales sólo aquellos hábitos de cooperación y socialismo entre los campesinos indígenas siguen siendo un factor que puede ser usado en el contexto de una técnica productiva completamente científica.
 
Mariátegui insistía en la extraordinaria vitalidad de estas tradiciones, a pesar de las presiones “individualistas” de los distintos regímenes desde el período colonial hasta la república: encontraba en los pueblos una práctica “robusta y tenaz” de la cooperación y solidaridad que era “la expresión empírica de un espíritu comunista... Cuando la expropiación y el reparto parecen liquidar la ‘comunidad’, el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla” (1969[1928]: 83). Estas tradiciones de ayuda mutua y producción colectiva testificaban la presencia en estas comunidades “de lo que Sorel llama ‘elementos espirituales del trabajo’” (1971[1928]: 283).
La propuesta más audaz y herética fue desprender de su análisis histórico del “comunismo incaico” y sus observaciones antropológicas sobre la supervivencia de prácticas colectivas una estrategia política que hizo de las comunidades indígenas el punto de partida para un peculiar camino socialista. Esta fue la innovadora estrategia que presentó en las tesis enviadas en junio de 1929 a la Conferencia Latinoamericana de Partidos Comunistas en Buenos Aires, bajo el curioso título de El problema de las razas en América Latina. Para hacer más aceptable su heterodoxia, primero se refirió a los documentos oficiales del Comintern (1981b: 68):
 
El Sexto Congreso de la Internacional Comunista ha reconocido nuevamente la posibilidad para los pueblos de economía rudimentaria de comenzar directamente la organización de una economía colectiva sin sufrir la larga evolución a través de las cuales han pasado otros pueblos.
 
Luego adelantó su estrategia romántico-revolucionaria, basada en el rol de las tradiciones comunitarias indígenas:
 
Creemos que de todas las poblaciones “atrasadas”, ninguna como la de los indígenas de origen incaico, que presenta condiciones tan favorables para el comunismo agrario primitivo con estructuras concretas existentes y con un profundo espíritu colectivista, para transformarse, bajo la hegemonía de la clase proletaria, en una de las bases más sólidas para la sociedad colectivista propugnada por el comunismo marxista.
 
Expresada en los términos concretos de la reforma agraria en Perú, esta estrategia significa la expropiación de los latifundios en beneficio de las comunidades indígenas (1981b: 81-82):
 
Las “comunidades”, que han demostrado capacidades verdaderamente asombrosas de resistencia y persistencia bajo la más dura opresión, representan un factor natural de socialización de la tierra. El nativo tiene hábitos profundamente enraizados de cooperación... La “comunidad” puede transformarse en una cooperativa con un mínimo de esfuerzo. La asignación de tierras de los latifundios es, en la sierra, la solución que requiere el problema agrario.
 
Esta posición, criticada como “pequeñoburguesa”, era básicamente la misma que esbozara Marx en su carta a Vera Zasulich (ciertamente desconocida para Mariátegui). En ambos casos encontramos la profunda intuición -de inspiración romántica- de que el socialismo moderno, particularmente en las sociedades agrarias, debe enraizarse en las tradiciones populares, en la memoria colectiva popular y campesina, en los remanentes sociales y culturales de la vida comunitaria precapitalista, y en las prácticas de la ayuda mutua, solidaridad, y propiedad colectiva de la Gemeinschaft.
Como lo ha notado Alberto Flores Galindo (1982: 50), el rasgo esencial del marxismo de Mariátegui -en contraste con el de la ortodoxia del Kremlin- es el rechazo de una ideología del progreso y la imagen unilateral y eurocéntrica de la historia universal. Sus críticos lo acusaron de tener tendencias “europeizantes” y de “romanticismo nationalista”. En realidad su pensamiento fue un intento de avanzar dialécticamente más allá de este tipo de pensamiento dualista, atrapado entre lo universal y lo particular. En un texto clave, Aniversario y balance, publicado en su revista Amauta en 1928, su intento fue formulado en unos pocos párrafos que sintetizan de manera notable su filosofía política y parece constituir su mensaje a las futuras generaciones en Perú y América Latina. Su punto de partida es el carácter universal del socialismo (1996: 89):
 
El socialismo no es ciertamente una teoría indoamericana... Y el socialismo, aunque nacido en Europa como el capitalismo, no es ni específicamente ni particularmente europeo. Es un movimiento mundial del que ninguno de los países que se mueven en la órbita de la civilización occidental puede escapar. Esta civilización se dirige hacia la universalidad con una fuerza y con medios que ninguna otra civilización ha tenido jamás.
 
Pero al mismo tiempo insiste sobre la especificidad del socialismo en Latinoamérica, enraizado en su propio pasado:
 
En el fondo, el socialismo está en la tradición americana. La civilización incaica fue la organización primitiva comunista más avanzada que ha conocido la historia...
Ciertamente no deseamos que el socialismo en América sea una copia e imitación. Debe ser una creación heroica. Debemos dar vida a un socialismo indoamericano reflejando nuestra propia realidad y en nuestro propio lenguaje. He aquí una misión digna de una nueva generación.
 
La generación que dejó su marca en el comunismo latinoamericano luego de la muerte de Mariátegui eligió en cambio imitar y copiar. ¿Será finalmente oído el llamado romántico de Mariátegui a la “creación heroica” en los albores del siglo XXI?
 
 
Bibliografía
 
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1966 “José Carlos Mariátegui et le modéle du ‘communisme’ inca”. Annales: Economies, Sociétés, Civilizations 21: 1065-1072.
1978 “Mariátegui: un ‘sorelismo’ ambiguo,” pp. 155-161 en José Aricó (ed.) Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano. México D.F.: Cuadernos de Pasado y Presente.
1981 La formación ideológica de José Carlos Mariátegui. México D.F.: Siglo XXI.
Péguy, Charles
1959 Oeuvres en prose 1898, Ed. Marcel Péguy, Paris: Gallimard, Bibliothéque de la Pléiade.
Ugarte, César Antonio
1926 Bosquejo de la historia económica del Perú. Lima.
 
 
 
* Sociólogo nacido en Brasil y director del Centro de Investigaciones Científicas en París. Entre otros trabajos, es autor de The Marxism of Che Guevara (New York: Monthly Review Press, 1973), y Marxism in Latin America from 1909 to the Present (Atlantic Highlands: Humanities Press, 1992). El presente artículo fue traducido al inglés por Penelope Duggan, nacida en Gran Bretaña, maestra de inglés y de historia de la mujer. Sobre la versión de Duggan, la traducción castellana pertenece a Francisco T. Sobrino.


[1]Latin American Pperspectives, N°. 101, Vol. 25, N°. 4, julio de 1998, 76-88.
[2]Marx agrega en el mismo pasaje: “Así que no debemos alarmarnos ante la palabra ‘arcaico’” (1989:350). Para una discusión más detallada del concepto de romanticismo y su relación con el marxismo, ver Löwy y Sayre (1993).
[3]La posición de Mariátegui puede ser resumida por la paradoja al comienzo de su artículo: “D’Annunzio no es un fascista, pero el fascismo es d’annunziano” (1982: 32).
[4]Ver la carta al poeta surrealista Xavier Abril, 6 de mayo de 1927 (1984a: 275).
[5]Es notable el paralelo con el artículo sobre surrealismo de Walter Benjamin (1977[1929]). ver también el artículo “Arte, revolución y decadencia”, que contrapone nuevamente las épocas clásicas en las que la políticase limitaba a la administración o el parlamento, con las románticas, en las que la política estaba al frente, “como Luis Aragón, André Breton y sus camaradas de la ‘revolución surrealista’ los más grandes espíritus de la vanguardia francesa, marchando hacia el comunismo, se han demostrado por sus acciones” (1996:171).
 
[6]Mariátegui mantuvo correspondencia con dos poetas surrealistas peruanos: Xavier Abril y César Moro, cuyos poemas publicó en Amauta. Aparentemente también quiso escribir a André Breton, porque pidió a Abril la dirección de éste en París. Ver carta de X. Abril a J. C. Mariátegui, 8 de octubre de 1928 (1984: 452).
[7]Ver también el artículo “Don Miguel de Unamuno y el Directorio” en el que reconoce que es imposible clasificar al pensador español: “Unamuno no es un revolucionario ortodoxo, entre otras cosas porque no es ortodoxo en nada” (1975: 124).
[8]El libro de César Antonio Ugarte citado por Mariátegui es Bosquejo de la historia económica del Perú (1926).

 

 

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