FCE: Buenos Aires, 2010, 380 páginas
Aunque llegue con algo de retraso, la traducción al castellano del único libro que el marxista estadounidense le dedicó íntegramente a la obra del filósofo frankfurtiano es un acontecimiento importante. No sólo porque la bibliografía sobre Adorno en español es escasa (y la literatura secundaria es imprescindible para abordar su obra), sino porque propone una lectura inteligente, actualizadora y polémica de sus aportes. No se trata, por lo tanto, de una mera exégesis, sino de una intervención en el campo de la teoría marxista.
Marxismo tardío es la continuación de una búsqueda constante en las reflexiones de Jameson de los años ochenta: la de un marxismo que sea viable para la etapa del capitalismo tardío, es decir, para el capitalismo postmoderno. Son conocidos los debates suscitados por su indispensable ensayo “Postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío”, de 1984. Jameson intentaba allí demostrar que el postmodernismo no era simplemente un estilo de moda al que se pudiera denostar en términos morales, sino una dominante cultural derivada de las nuevas condiciones económicas de producción. La cultura postmoderna global era vista como la expresión interna y superestructural de un nuevo momento de dominación militar y económica de los Estados Unidos en todo el mundo. Esta nueva etapa, que denominaba, siguiendo a Mandel, “capitalismo tardío”, o “multinacional”, o “de consumo”, se erigía como la forma más pura de capital que haya surgido, una prodigiosa expansión del capital hacia zonas que no habían sido previamente convertidas en mercancías.
Tomando como base este diagnóstico, Jameson ensaya, en Marxismo tardío, el rescate de un Adorno que, si no es postmoderno, al menos se adecua a esta época postmoderna. La insistencia adorniana sobre la presencia de las formas del sistema capitalista en esferas que le son presuntamente ajenas (como la filosofía o el arte) se vuelve adecuada para un momento histórico en que, finalmente, la producción estética se integra de manera definitiva a la producción general de bienes. Para demostrar esta hipótesis, propone un recorrido por los principales conceptos de Dialéctica de la Ilustración, Dialéctica negativa y Teoría Estética, probablemente los tres libros más importantes de Adorno.
En la primera parte, Jameson se centra en el ataque adorniano contra la categoría de identidad y repasa su modo de concebir la filosofía como un pensamiento estereoscópico. En una original interpretación, el estadounidense señala que la idea postulada del frankfurtiano de que lo particular coexiste en los fenómenos con lo universal es su manera de abordar uno de los problemas centrales que ocupó a la tradición marxista desde sus inicios: la relación entre base y superestructura.
Lo universal (concepto, sistema, totalidad, el propio sistema de intercambio) es la infraestructura incognoscible de una manera inmediata, y lo particular es el acto o acontecimiento de la conciencia o de la cultura que parece representar nuestra única realidad individual, mientras esa equivalencia lo controla como un campo de fuerza. (pág. 80).
Para el autor de Minima Moralia, el materialismo vulgar, que supone relaciones mecánicas y deterministas entre base y superestructura, trae aparejado un anticulturalismo que lo emparienta con el fascismo. Es necesario, por lo tanto, persistir tanto en la cultura como en la filosofía, aunque el momento de la realización de ambas ya haya quedado en el pasado.
En “La parábola de los remeros”, como se titula la segunda parte, Jameson destaca la tendencia desubjetivadora de la teoría estética de Adorno, puesto que encuentra allí la piedra angular de muchos de los ataques que la crítica literaria y cultural contemporáneas les formulan a las categorías estéticas clásicas. Este impulso objetivante choca con una de las grandes preocupaciones subjetivistas que marcan la obra del filósofo alemán: la descripción de la genuina experiencia estética, fundamental para poder desenmascarar las estructuras que gobiernan el “arte” producido por las industrias culturales.
El punto de apoyo para analizar la concepción de la experiencia estética en Adorno es la interpretación del episodio de Ulises y las sirenas en la Dialéctica de la Ilustración. Se distinguen dos personajes: el primero es Ulises, el burgués, que decide gozar con el canto de las sirenas pero sustraerse al peligro que escuchar este canto conlleva. Se hace, por lo tanto, atar al mástil, desde donde, ajeno al riesgo, disfruta de la música. El segundo personaje es colectivo: son los remeros, a quienes Ulises directamente priva de la posibilidad de escuchar sus voces colocándoles tapones de cera en los oídos. El arte se percibe, desde este momento, como privilegio de clase, y tendrá que cargar con esa culpa a lo largo de toda su existencia.
Ulises no es el modelo de receptor en el que piensa Adorno. Está, por el contrario, a mitad de camino entre la experiencia artística verdadera y la negación total del arte de los remeros. Hay por lo tanto, entre contemplación genuina y negación, dos posibilidades. Una es la de quienes, excluidos del campo de la cultura alta, reemplazan con un placer de consumidor aquel otro que se les niega (por ejemplo, los que recurren a los productos de las industrias culturales). La otra está constituida por quienes, por un privilegio de clase, tienen acceso a la genuina experiencia estética y, no obstante, la rechazan de plano (Ulises). Son los filisteos que repudian en su conjunto el arte modernista y cuya figura, según Jameson, se vincula con la del antisemita: ambos son la encarnación profunda del resentimiento generado por la propia sociedad de clases.
Uno de los aciertos de Jameson es la actualización del capítulo de 1944 sobre la industria cultural. El análisis de Adorno y Horkheimer, que marcó la teoría cultural de la segunda mitad del siglo XX y que fue progresivamente abandonado por su presunto elitismo, tal vez sea necesario hoy, “cuando el triunfo de las teorías más utópicas de la cultura de masas parece completo y casi hegemónico” (pág. 222).
[1] Porque detrás de esa superficie elitista que muchos teóricos no pudieron trascender, detrás de todas esas diatribas contra la diversión y el placer que parecen escandalosas, hay un programa y una definición de lo que el verdadero arte, cuyo carácter es esencialmente crítico, debería ser, no felicidad ya actualizada –lo cual representa un engaño espurio en un mundo injusto–, sino una promesa de felicidad.
En la tercera parte, finalmente, el pensador estadounidense se ocupa de analizar algunos de los conceptos centrales de la complejísima e insoslayable Teoría Estética (la obra de arte como mónada, la crisis de la ilusión estética, la cosificación) y de reivindicar el carácter plenamente marxista de la obra.
Si el pensamiento adorniano, focalizado en la pura praxis intelectual como modo de resistencia, fue intolerable para un momento de fuertes convulsiones sociales, es posible que sea adecuado para nuestra época, cuando el dominio capitalista es, efectivamente, total:
[2]
existe la posibilidad de que [Adorno] haya sido el analista de nuestro propio período, que no vivió para ver y en el cual el capitalismo tardío casi ha logrado eliminar los últimos nichos de naturaleza y de inconsciente, de subversión y de estética, del individuo y de la praxis colectiva por igual (pág. 21).
El problema de esta lectura es que se topa, inexorablemente, con uno de los inconvenientes que el propio Jameson había señalado en “Postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío”. Decía allí que el teórico crítico, al postular la existencia de un sistema de dominio total, juega con un arma de doble filo: si, por un lado, gana a nivel teórico al describir una maquinaria cada vez más aterrorizante, por el otro lado, a nivel político, pierde, puesto que genera en el lector la sensación de que la revuelta no vale la pena y que la transformación social es imposible.
Traducción de María Julia de Ruschi
[1] En verdad, aquí Jameson escribe un poco contra sí mismo. De hecho, en 1979 escribió un artículo, “Reification and utopia in mass culture”, en el que discute la postura de Adorno y defiende el potencial emancipador de los productos de la industria cultural.
[2] Tal es uno de los puntos centrales de las críticas que se le han hecho a Jameson, por ejemplo, se lo acusa de aceptar el retiro de la crítica al ámbito de la teoría, aceptando implícitamente la proyección de una pacificación social en todos lados excepto en la academia”. El reproche es familiar: es el mismo que se le hacía, en su momento, al propio Adorno. Según Osborne, Jameson vacila entre una postura verdaderamente marxista (como cuando reconoce, en “Marxismo y postmodernismo”, la existencia de un nuevo proletariado internacional) y una postura que sólo atenuadamente puede denominarse marxista y que le viene de su identificación con una parte del pensamiento adorniano.