23/11/2024

Marxismo crítico y transición socialista. Algunas consideraciones irreverentes

[Intervención realizada el 21 de abril de 2021 en el marco de la Escuela Internacional de Marxismos Críticos (19 al 25 de abril, 2121), tercer módulo del Curso Internacional en Pensamiento Pedagógico Crítico, organizado por el Centro Internacional de Investigaciones “Otras Voces en Educación” (Venezuela) y la CEIP Histórica (Argentina).]

En esta intervención quiero compartir y discutir algunas ideas sobre el marxismo crítico y la transición socialista que puede desentonar con buena parte de la biblioteca marxista. En mi descargo, recuerdo la sentencia, entre severa y humorística, del venezolano Ludovico Silva: “Si los loros fueran marxistas, serían marxistas ortodoxos”. Efectivamente, repetir como loros a Marx no nos hace marxistas sino dogmáticos. Pero soy muy consciente de que no es fácil desprenderse de dogmas y ortodoxias heredadas. Es una tarea ardua, crítica y autocrítica, en áspero diálogo con la experiencia histórico-social y la cambiante realidad de la lucha de clases. Pero el marxismo nació como crítica intransigente de todo lo existente, reconociendo la fundante relevancia de la praxis y nosotros debemos ser capaces de criticar nuestras deficiencias, anquilosamientos o equívocos para desarrollar un marxismo articulado con la praxis descolonizadora, anti patriarcal, eco-socialista, anti sistémica, que el presente exige.

Con ese espíritu volveremos sobre la accidentada interpretación de la gran Revolución Rusa de 1917, con sus contra-tiempos y derivas. Una versión esquemática y simplista de la historia decía que “la Gran Revolución de Octubre”, bajo la dirección del Partido Comunista (que todavía se llamaba Socialdemócrata Bolchevique) era la “primera revolución obrera y socialista victoriosa de la historia”, convirtiéndola en paradigma y modelo de alcance universal. Pero este relato que deja en la sombra que antes de “Octubre” hubo un “Febrero”, una insurrección iniciada por las obreras textiles de Petrogrado que terminó con el zarismo con la que irrumpieron en la lucha millones de anónimos soldados, trabajadoras y trabajadores, y el inmenso campesinado, ellas y ellos fueron los que construyeron los Soviets y protagonizaron una revolución social en acto, plebeya, diversa, lanzada a terminar con la guerra imperialista para construir un nuevo mundo socialista.

Los Soviets se expandieron por todo el inmenso territorio zarista y fueron el eje vertebrador de la revolución, que los bolcheviques impulsaron y orientaron con la consigna “Todo el poder a los Soviets”. El poder soviético se proclamó en Octubre, pero le llevó mucho más tiempo imponerse después en un duro y complejo combate, con avances, retrocesos y tropezando con múltiples obstáculos, algunos de los cuales no pudieron superar. Para hablar de la transición al socialismo deberemos entonces referirnos a a la Unión de las Repúblicas Soviéticas Socialistas, pero debemos advertir que el Estado que nació con aquella revolución fue también, pocos años después, su radical negación. Aún así, el “siglo soviético” sobre el que tanto y tan bien escribiera Moshe Lewin, se extendió desde la formidable Revolución de 1917, hasta la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética en 1991. Con éste acontecimiento, con las simultaneas derrotas sufridas por los trabajadores en Occidente frente a la “revolución conservadora” de Reagan/Thatcher, y con la plena mundialización del capital, se clausuró todo un período histórico del movimiento obrero y revolucionario. Pero debemos tratar de asimilar lo ocurrido como experiencia estratégica de explotados y oprimidos.

Debido al relativo aislamiento de la Rusia revolucionaria, a la guerra civil internacional que se le impuso y, también hay que decirlo, a limitaciones y errores del Partido Comunista, la esperanzada y esperanzadora instauración del poder de los Soviets fue pronto ensombrecida por la guerra, debacle económica, una hambruna sin precedentes y la acelerada burocratización del nuevo Estado que sofocó la organización y auto-actividad de obreros y campesinos. Y al cabo de una década terminó imponiéndose la dictadura de un imprevisto “cuerpo social”: la burocracia del Partido/Estado, con el arbitraje brutal de Stalin.

Durante los años de la gran crisis y depresión capitalista de los años ’30, los Planes Quinquenales impulsaron una acelerada industrialización, pero el indiscutible “salto” económico de la Rusia stalinista no impulsó la transición hacia una nueva sociedad emancipada del antagonismo de clase. En el mejor de los casos, las masas disfrutaron por algún tiempo de mejorías en el nivel de vida, salud y educación y se disminuyó o eliminó la desocupación. Pero la industrialización acelerada y la colectivización compulsiva de la tierra se hicieron sobre la base del antagonismo social: obreros y campesinos siguieron oprimidos políticamente y económicamente explotados.

Posteriormente, el decisivo aporte de la URSS a la derrota del nazismo en la Segunda Guerra llevó a que en las conferencias de Yalta y Potsdam el imperialismo reconociera una significativa modificación de las relaciones de fuerza que imperaban en el sistema mundial de Estados. Pero la potencia (atómica) de la URSS y la extensión del llamado campo socialista a gran parte del planeta no quebró la unidad (entendiendo que unidad implica también desigualdad y conflicto) de la economía y el mercado mundial del capital. De modo que, a diferencia de lo que muchos marxistas pensaron, incluyendo algunos de los más lúcidos críticos del stalinismo, nunca existieron “dos sistemas económicos mundiales” con mecanismos inconmensurables.

Pese a todo ello, en la década de 1930 Stalin aseguraba que el socialismo estaba realizado “en sus 9/10 partes”, en los ’60 Jruschov anunció que a corto plazo la URSS superaría a Estados Unidos y, cuando ya era inocultable el estancamiento del sistema soviético Brejnev llegó a sostener que el “socialismo maduro” estaba en vísperas de pasar al comunismo... Hoy nadie toma en serio aquellos disparates, pero sigue siendo necesario elucidar y debatir sobre la realidad de aquel modelo que dio en llamarse “socialismo realmente existente”.

Estatización no es socialización

La experiencia histórica del campo socialista mostró que el derrocamiento y expropiación de las clases explotadoras en un solo país (o sólo en un grupo de países) no significa la culminación de la revolución, ni asegura un proceso de transición al socialismo.

En las sociedades pos-revolucionarias de tipo soviético las fábricas no quedaron en manos de los obreros: los medios de producción pasaron a ser propiedad del Estado y los proletarios siguieron trabajando por un salario, con las máquinas, técnicas, procedimientos y directivas dispuestas “por los de arriba”. La ideología oficial enaltecía las bondades del “trabajo y salario socialista”, ocultando que subsistía el intercambio de mercancías, el dinero y sus fetichismos. El intercambio de fuerza o capacidad de trabajo por un salario siguió siendo una relación que, aunque la llamaran “socialista”, encubría la extracción de trabajo excedente y plusvalía en beneficio de aquella burocracia erigida en imprevista “personificación del capital”. La Nomenklatura gestionaba el capital estatizado y la riqueza social asegurándose ingresos diferenciales, primas, redes especiales de distribución, manejo discrecional de los “fondos estatales”, etcétera.

La concepción de que con la industrialización y maximización de la producción, con el fortalecimiento del Estado “obrero” y el monopolio político del Partido Comunista se aseguraba el pasaje al socialismo y la sociedad sin clases, chocaba y choca con un principio básico del marxismo. La transición al socialismo debe ser un proceso en el curso del cual los hombres y mujeres irán recuperando el pleno y consciente manejo de los medios de vida, de su actividad productiva y del conjunto de su praxis social. Según la ideología oficial, el sistema producía bienes o “valores de uso” directamente socializados, pero de las fábricas salían mercancías que encerraban más o menos valor y se intercambiaban en un mercado sui géneris. En el intercambio mercantil de estas economías dinerarias existían disimulados procesos de valorización y capitalización. Con la grave contradicción de que la Nomenklatura pretendía regular todo esto con instrumentos más toscos que los del capitalismo: precios que no eran precios de mercado, moneda que no era dinero-capital, tasa de interés que no era el precio del dinero, relativa ineficacia de las presiones extra-económicas para quebrar las reticencias del trabajo, etcétera. La planificación burocrática no podía evitar que el reconocimiento post festum de lo producido se saldara con montañas de productos “invendibles” o inservibles, así como no pudo remediar la mala calidad, el generalizado retraso tecnológico (salvo en áreas muy específicas ligadas a la defensa) y el menosprecio o desconocimiento de las necesidades sociales. La planificación (burocrática) coexistió con una descomunal anarquía y un formidable despilfarro de medios y fuerza de trabajo, desempleo técnico, obras inconclusas, etc.

Mucho se ha insistido, y con razón, en el peso del atraso de Rusia, los daños provocados por el “voluntarismo” burocrático y las insuficiencias o errores en la planificación. También en las distorsiones que impuso la hostilidad del entorno imperialista (por ejemplo máximo, la “carrera armamentista”). Pero es preciso señalar con mucho énfasis que gran parte de las disfunciones se derivaban del antagonismo estructural y la sorda e irreductible resistencia del trabajo a la explotación del capital estatizado y sus métodos coercitivos. El cambio jurídico en las relaciones de propiedad no fue acompañado por la transformación efectiva en las relaciones sociales y de apropiación. En contra de la voluntad de obreros y campesinos se impuso la concepción de que lo primero era aumentar la producción, mejorar luego la distribución y recién después transformar efectivamente los objetivos, criterios y métodos de producción y consumo. En base a este paradigma desarrollista y productivista heredado del capitalismo, que absolutizaba el imperio de la racionalidad instrumental, creía en la “neutralidad” del complejo científico-tecnológica y la bondad intrínseca de “la revolución científico-tecnológica”, los burócratas creyeron que podían competir con las potencias capitalistas produciendo las mismas cosas y de la misma manera aunque fuesen de menor calidad… Hasta que el estancamiento, las deudas externas, el agravamiento de las contradicciones sociales intestinas, las disputas inter-estatales, la carrera armamentistas y presión del mercado mundial llegaron a un punto en que aquellos supuestos Estados “obreros” respondieron a la crisis del sistema y la insatisfacción de la población imponiendo… la vuelta al capitalismo.

Con el fin del socialismo realmente inexistente, se difundió la nefasta ideología de que el capitalismo es el inexorable horizonte de la humanidad: “There Is No Alternative”...

¡Pero lo que hoy sufrimos es la crisis del capitalismo realmente existente!

Deberemos construir un nuevo horizonte emancipatorio, tomando en cuenta las experiencias del siglo XX, pero tanto o más importante es ahora repensar el comunismo y la transición socialista a partir del hecho incontrovertible de que enfrentamos una grave crisis del capitalismo realmente existente. El irrefrenable impulso productivista y consumista del capital ha chocado con límites que no quiere reconocer pero existen, y la resultante es una crisis estructural sistémica, generalizada y de larga duración. En poco más de un siglo y aceleradamente en los últimos cincuenta años, el capitalismo alteró gravemente las relaciones metabólicas entre la humanidad y el resto de la naturaleza, generando una creciente brecha ecológica y una crisis ambiental de imprevisibles alcances. Dicen los especialistas que se ha ingresado ya en una nueva geológica, el Antropoceno que algunos denominan con mayor precisión Capitaloceno. La crisis estructural del capital es también crisis civilizatoria, crisis ambiental y, con la pandemia, crisis de salud a escala planetaria.

Las incesantes innovaciones tecnológicas ya no logran impulsar un nuevo ciclo de expansión, pero aumentan sí la precarización del trabajo (con nuevas expresiones como la uberización y el home working), el desempleo estructural, la financiarización, la explotación por desposesión y, a otro nivel, el enfrentamiento de los Estados Unidos con Rusia y China, que puede derivar tanto en una grave recesión como en conflictos militares. Asistimos también en todo el mundo a desarrollos técnicos, informáticos y comunicacionales, así como a regímenes de excepción, con fines de control, manipulación y represión social a escala jamás vista. Es lo que el sociólogo Ricardo Antunes ha denominado “contrarrevolución preventiva y generalizada” que agiganta la barbarización del mundo. La secular lucha anticapitalista y emancipatoria de los socialistas adquiere entonces el carácter de lucha por la vida, la supervivencia de la civilización, contra el Ecocidio.

A la anacrónica concepción que hace del productivismo y la abundancia el imprescindible basamento de una sociedad alternativa al capitalismo, debe oponerse una lucha por una igualdad sustantiva, con perspectiva eco-socialista y anti patriarcal que permita ir construyendo, en luchas por lo común, puntos de apoyo ideales y materiales de una nueva socialidad. Con el objetivo de liquidar el poder del capital, superar el trabajo alienado, el salario y la división social jerárquica del trabajo. Pero cobra relevancia también el objetivo de terminar con el hambre y conquistar la soberanía alimentaria: los productores deben tener un acceso directo y no mercantilizado a la tierra y las técnicas que garanticen la comida. Porque se trata de terminar no sólo con el imperio del capital, sino también de toda forma de antagonismo social y opresión estatal, y de encontrando el modo de satisfacer las genuinas necesidades sociales sin ensanchar la brecha ecológica.

Sabemos ahora que la transición socialista es y será mucho más complicada y difícil de lo que suponían Marx, Engels, Lenin o Trotsky. Se ha visto que es imposible construir el socialismo en un solo país o sólo en un grupo de países, pero sabemos también que el carácter internacional de la revolución socialista no significa que pueda ser asumida por los desposeídos del mundo simultáneamente y del mismo modo. Y el proceso transicional hacia la nueva forma social no puede ser impuesto desde arriba, ni asegurado, por algún automatismo estructural: depende siempre de la auto-actividad, experiencia y creatividad de los trabajadores mismos (esto incluye la actividad y aporte de diversas organizaciones sindicales o políticas, sin sustitutismo ni exclusivismos). Impulsar una revolución total no significa que pueda o deba intentarse trastocar todo da un día para el otro, pero sí que la transición al socialismo exige, desde el primer momento, atacar los tres pilares del viejo orden —capital, trabajo asalariado y Estado— transformando las relaciones de producción y distribución tanto a nivel “macroeconómico” como también y sobre todo en cada una de las múltiples unidades productivas, restituyendo la dignidad e importancia del trabajo invisibilizado de las mujeres y del inmenso pobretariado de las ciudades y el campo.

Este proceso revolucionario de largo aliento, tanto político como social, debe ser protagonizado por los y las trabajadoras mismas, recuperando y desarrollando creativamente la breve experiencia de la Comuna de París hace 151 años. Aquella fue una revolución plena de experimentaciones y de rupturas que comenzó a construir, organizando la solidaridad, una comunidad que aspiraba ser al mismo tiempo una dictadura revolucionaria y una democracia radical, participativa. Marx prestó atención a los horizontes que abría y los posibles que iluminaba. “La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia y su acción”, escribió, agregando que con ella la “República Social” comprometía su propia superación al destruir “la máquina burocrática-militar del Estado”. Este camino era el de “la reabsorción del poder del Estado por la sociedad”, y la restitución “al cuerpo social de todas las fuerzas hasta entonces absorbidas por el Estado parásito que se alimenta de la sociedad y paraliza su libre movimiento”. En una frase magnífica (pero demasiado optimista) dijo que la Comuna es “una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno que habían sido todas fundamentalmente represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo”. Esta hipótesis de una suerte de poder político que “quiebra el poder del Estado moderno”, sin que ello significara la desaparición de lo político en una pura autogestión social, ni creer que podría prescindirse de las “funciones centrales que son necesarias para las necesidades generales del país”. Lo decisivo era que a diferencia de las democracias parlamentarias burguesas, que son siempre formas más o menos encubiertas del dictatorial gobierno del capital, una alternativa socialista solo puede construirse desde abajo, en base a la auto actividad y auto organización democrática de la clase trabajadora y otros sectores explotados y oprimidos.

Esto puede y debe prefigurarse desde ahora, porque el combate por la transición socialista requiere y pasa por la destrucción del viejo Estado y la expropiación de los expropiadores, pero no puede ni debe ser reducido y subordinado a la espera de ese acontecimiento. Avanzaremos desde ahora por esa senda, dialogando con las tradiciones y experiencias resistentes de los pueblos de Nuestra América, sistemáticamente ocultadas por los dominadores y explotadores. También con los movimientos sociales que resistan la barbarización y las necropolíticas del capitalismo pandémico. Acompañando y aprendiendo de la arrolladora y creativa movilización de las mujeres, los feminismos y disidencias, con sus aportes prácticos y teóricos. Tejiendo lazos que quiebren el aislamiento, la competencia y la violencia incrustados en las relaciones interindividuales de los sectores populares que el neoliberalismo exacerba. Evitando que las luchas sociales y políticas sean “encapsuladas” en el ámbito institucional-estatal, tratando de construir desde y entre “los de abajo”, normas de convivencia y proyectos colectivos comunes y autónomos. Esto tiene que ver con la construcción de lo que algunos denominamos “poder popular” y se aproxima a lo que otros denominan “combate de los comunes”. Se trata de impulsar organizaciones o instituciones de autogobierno y su convergencia, oponiendo al “derecho de propiedad” siempre esgrimido “por los de arriba”, los “derechos de uso” arraigados en prácticas ancestrales o basados en acciones colectivas definidas y ejecutadas en común. Estas experiencias de los comunes deberían ser orientadas a co-actividades en ruptura con las imposiciones del capital y el mercado, desarrollando formas de democracia directa, comunal, popular, o como quieran llamarse.

El marxismo crítico no pretende sustituir o imponer directivas al movimiento real. No se trata de dominar las prácticas sociales, sino ayudar a liberarlas para establecer con ellas nuevas y superiores formas de recíproca colaboración y rectificación. Es posible y necesario afirmarse en lo popular-plebeyo de nuestro continente para proyectar y construir colectivamente una concreta y multivariada subjetividad revolucionaria e internacionalista, anclada en el enfrentamiento al capital.

Tenemos por delante un combate largo, difícil y cruento, con final incierto. Pero en el mundo en que vivimos, lo único seguro es la derrota del que no lucha.

Albril de 2021

Aldo Casas es miembro del consejo de redacción de Herramienta.

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