04/12/2024

Luces y sombras de la «república amorosa» de Andrés Manuel López Obrador

Por Revista Herramienta

Descolocado por el triunfo de Joe Biden en Estados Unidos, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador inicia su tercer año en el poder. El mandatario tabasqueño combinó una política de mejora de los ingresos populares con perspectivas conservadoras en varios niveles. Su programa parece ser neoliberal, desarrollista, redistributivo y asistencialista al mismo tiempo. Con todo, mantiene altos niveles de apoyo social.

Político tenaz, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se sobrepuso a dos elecciones adversas en Tabasco (1988, 1994), la segunda groseramente fraudulenta, antes de competir por la jefatura de gobierno del Distrito Federal en 2000, que ganó apretadamente frente al aspirante del Partido Acción Nacional (PAN). Esto, más el liderazgo construido cuando fue presidente del Partido de la Revolución Democrática (PRD) (1996-1999) y el fracaso del primer gobierno de la alternancia encabezado por Vicente Fox (PAN), despejó el terreno al político tabasqueño para contender por la Presidencia de la República en la cuestionada elección presidencial de 2006. En el tercer intento, finalmente López Obrador ganó la Presidencia en julio de 2018 al frente de la coalición Juntos Haremos Historia. En esa ocasión, obtuvo una mayoría contundente (53,19%) y se verificó una caída estrepitosa del voto de los tres partidos por entonces más importantes: el PAN, el otrora hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el PRD, nacido como una escisión del PRI y liderado alguna vez por el propio López Obrador.

La corrupta administración de Enrique Peña Nieto (PRI), la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa y decisiones puntuales como el aumento del precio de los combustibles en 2017 favorecieron la candidatura de López Obrador quien, todavía en las filas perredistas, se deslindó del Pacto por México, acuerdo cupular de las tres fuerzas políticas principales para realizar las reformas estructurales (energética, educativa, entre las más importantes) en el regreso priísta. Fuera de la trama palaciega, el fundador del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) quedó en buena posición para capitalizar el descontento y la crisis moral de las elites (políticas, económicas, intelectuales) que condujeron al país en tres pistas: la desregulación económica, la transición democrática y la guerra al crimen organizado. Ofreciendo un «cambio verdadero», el político tabasqueño logró concentrar en un polo a la izquierda política e ilusionar a un electorado que en un 85% se pronunció por el cambio en 2018. La pregunta es si tras dos años de gestión, el lopezobradorismo ha cumplido esa expectativa y en qué consiste la llamada Cuarta Transformación que materializaría ese cambio.

Los hilos del poder

Juntos Haremos Historia reunió alrededor de Morena a un grupo de partidos electoralmente insignificantes, oportunistas y retardatarios, congregados únicamente por la urgencia de conservar el registro: el Partido Encuentro Social (PES), un partido confesional ultraconservador; el Partido Verde Ecologista (PVM), una fuerza que lejos de apoyar la defensa del ambiente fue impulsor de la pena de muerte y aliado sucesivamente del PAN, del PRI y de Morena; el Partido del Trabajo (PT), formación de origen maoísta alentada por el hermano del ex-presidente Carlos Salinas de Gortari, con una militancia tan reducida que solo una maniobra oscura del tribunal electoral le permitió recuperar el registro legal que perdió en las urnas, y que no oculta sus simpatías por la dictadura de Kim Jong-un en Corea del Norte. Y, finalmente Morena, conformado por un núcleo que acompaña a López Obrador desde hace 20 años y por remanentes comunistas y de la izquierda nacionalista. Morena está, además, densamente poblado por todos quienes quisieron labrarse un futuro con el lopezobradorismo sin importar la filiación política precedente.

El gabinete presidencial, si bien variopinto, no integró en la primera línea de responsabilidad a miembros de estos partidos, aunque sí en niveles menos visibles en los cuales, además, el presidente colocó a sus paisanos tabasqueños y compañeros de antaño, independientemente de que sus perfiles y su experiencia profesional correspondieran a los cargos. Esta es una herencia nefasta del PRI sobre los usos de la gestión pública. Lo cierto es que la coalición lopezobradorista, tanto en las cámaras legislativas como en el interior de su gabinete, se dedica apenas a cumplimentar automáticamente las decisiones del Ejecutivo.

En estos años, López Obrador revitalizó el presidencialismo del régimen de la Revolución Mexicana, con un Ejecutivo fuerte capaz de subordinar a los poderes Legislativo y Judicial. La mayoría en la Cámara de Diputados concede poco a la oposición, mientras que la robusta minoría en el Senado se muestra más propensa a pactar. En cuanto al Poder Judicial, el presidente logró inclinar la balanza a su favor con la incorporación de ministros afines y el allanamiento a sus directrices por parte del titular de ese poder. Menos terso es el trato con los gobiernos estatales, en particular los del PAN, que formaron un bloque para confrontar a la federación (algo que no sucedía en mucho tiempo), sobre todo en las asignaciones presupuestales y en la política sanitaria. Cabe señalar que el conflicto se inició con la designación presidencial de delegados en las entidades federativas, quienes manejan los recursos de los programas sociales y son candidatos potenciales para las contiendas por las gobernaciones, consideración relevante dado el peso de las clientelas políticas en las elecciones mexicanas.

La centralización lopezobradorista dirige sus baterías contra los organismos reguladores –en particular los del sector energético–, con la presunción de que sirven más a los intereses privados que a los públicos, además de ser fuente de corrupción. La estrategia consiste en colocar incondicionales al frente de estos o reabsorberlos dentro de la administración central. En la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que ha ganado una relativa autonomía ganada en los últimos años, colocó al frente a Rosario Piedra Ibarra, una militante de Morena con muy escasa acreditación en el medio. Adicionalmente, con los contrapesos dentro del Estado mermados, el presidente busca legitimar sus acciones por medio de consultas populares poco representativas y sesgadas, mal organizadas y sin instrumentos de certificación confiables. Con este mecanismo, el presidente canceló el aeropuerto de Texcoco y decidió realizar un proyecto hidroeléctrico en Morelos, soslayando el rechazo de las comunidades afectadas y deshonrando el compromiso hecho en campaña. De manera bastante sistemática, López Obrador pacta con organizaciones y movimientos sociales corporativos, que por cierto defienden privilegios (por ejemplo, los sindicatos de maestros) e ignora a los movimientos sociales independientes, como por ejemplo, los feminismos.

Aunados a su popularidad, los bastiones lopezobradoristas son las corporaciones caras al conservadurismo clásico: el Ejército, las iglesias y la familia. Las competencias del instituto armado, más las de la Marina, desbordan su mandato constitucional, ya que se extienden a la seguridad pública, la administración de puertos y aduanas, la construcción de aeropuertos y sucursales bancarias, la distribución de medicamentos y un larguísimo etcétera. Esto es, el Ejecutivo ha debilitado el poder civil dentro del Estado en favor del brazo militar. Las iglesias ganan terreno dentro del espacio público –tendencia que venía desde la reforma del gobierno de Carlos Salinas de Gortari–, además de intervenir explícitamente en organizaciones políticas como, el PES, que como señalamos forma parte de la coalición gobernante. En esta visión, la familia no solo deposita los valores morales de la sociedad, sino también de las asignaciones directas de los programas sociales. De acuerdo con los dichos del presidente, esta es «la principal institución de seguridad social que existe en el país». Y el duopolio televisivo se ha sumado al bloque lopezobradorista, fiel al contubernio histórico entre el poder público y la televisión privada. El disenso se expresa en una parte de la prensa, de poca circulación en México, que recibe la desmesurada respuesta del presidente en sus conferencias matutinas. Y funciona como el adversario necesario para activar el discurso binario (amigo/enemigo, conservador/liberal) desde el Palacio Nacional.

La política pública

Hay una desconfianza recíproca entre López Obrador y el gran capital –nativo y global–, tanto por el amago constante de revisar los contratos firmados con gobiernos anteriores, como por los cambios del talante presidencial con respecto de ciertos temas, particularmente el energético, en el que suma o resta la inversión privada de acuerdo con la circunstancia y el auditorio. No obstante, los magnates mexicanos participan en distintos renglones y proyectos. Si bien en algunos casos los forzaron a pagar elevados montos de impuestos atrasados, estos tienen la garantía verbal del presidente de que no habrá una reforma fiscal que grave de manera más progresiva sus fortunas. Silenciosa y consistentemente crecen los depósitos de capitales mexicanos en los bancos estadounidenses, al tiempo que los migrantes han incrementado los envíos hacia México, amén de la cifra negra del blanqueo de capitales de la economía criminal camuflado como remesas. Incondicional de Estados Unidos, el López Obrador se plegó a la criminal política migratoria de Trump, con la Guardia Nacional cumpliendo la función de una patrulla fronteriza extraterritorial, además de no hacer una presión diplomática suficiente para proteger los derechos de los migrantes mexicanos, aunque sí para recatar a un exsecretario de Defensa capturado por el cargo de narcotráfico en Estados Unidos. El triunfo demócrata alteró las coordenadas en que López Obrador se había movido hasta entonces. Y el presidente reaccionó tarde y mal al triunfo de Biden.

Otra dimensión de la era de López Obrador es la política frente a los funcionarios públicos. Los reales e incluso escandalosos privilegios de la «burocracia dorada» cebada por muchos años con el dinero público y agigantada durante el gobierno de Vicente Fox (2000-2006), fueron cercenados sin la ponderación adecuada. Y por ello, el Estado ha perdido a personal altamente especializado en enclaves de la administración pública. Llevado al extremo, incluso derechos laborales como el aguinaldo han quedado en suspenso para este sector. Las clases medias, que votaron mayoritariamente por López Obrador, también se consideran privilegiadas dentro del discurso presidencial, no solo en cuanto a recursos económicos sino por el acceso a bienes intangibles. Es por ello que tampoco caben en la «república amorosa» propugnada por el presidente mexicano. La lucha de clases en la concepción lopezobradorista –si tal noción existe en ella– es entre estos sectores privilegiados (burocracia y clases medias) y el pueblo, entendido este como una totalidad sin contradicciones, uniforme y bueno.

La vocación redistributiva del nuevo gobierno es innegable. Esta fue, justamente, la gran dimensión ausente en las administraciones explícitamente neoliberales. El salario mínimo ha tenido el mayor incremento en los últimos 25 años, los programas sociales fueron incorporados al texto constitucional, hay una iniciativa para regular el outsourcing (subcontratación o tercerización) y se legisló la libertad sindical, como consecuencia (hay que decirlo) de la presión de los congresistas demócratas para aprobar el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). López Obrador concibe la economía en tres niveles. El primero es el del sector externo ligado al mercado global con el T-MEC, instrumento suficiente para que se desarrolle por sí mismo. El segundo es el del mercado interno, al que hay que impulsar con las obras de infraestructura, en especial en la producción energética. Y el tercero es un segmento informal fuera de ambos que habrá de integrarse a través de programas sociales basados en asignaciones directas. Su programa es neoliberal, desarrollista, redistributivo y asistencialista a la vez. En el radar lopezobradorista no aparece la intención de sentar las bases de un Estado de bienestar ni de propiciar la autoorganización de las clases populares. La ingeniería financiera para sostener la política actual se concentra en las reasignaciones presupuestarias más que en la recaudación fiscal, por lo que resulta insuficiente y costosa, dado que se desarrolla a cambio de sacrificar otros sectores prioritarios como la ciencia, la cultura y parte de las instituciones preexistentes, como ha ocurrido en el campo de la salud pública.

Horizonte

El discurso lopezobradorista asumió el tópico de la derecha nacional y de los populismos contemporáneos: la corrupción. Según López Obrador no se trata solo de una «enfermedad neoliberal» que contaminó la política con el dinero, sino también la causante de la desigualdad social. Como dicha desigualdad no es producto del sistema económico, no trata de sustituirlo por otro más justo, sino de desterrar la corrupción. El adversario, que antes de alcanzar la presidencia era «la mafia del poder», se desplazó, ya con López Obrador en la presidencia, hacia los «conservadores». El actual presidente se asume juarista y el término puede emplearse de manera tan laxa que reúne a la derecha, las feministas o las comunidades originarias que se oponen a los proyectos desarrollistas.

López Obrador prometió una «república amorosa», basada en la fraternidad y el amor al próximo, pero los duros reveses de su administración en campos sustantivos como la seguridad pública, la economía y la emergencia sanitaria, endurecieron el discurso en el segundo año de la gestión, subiendo de tono la confrontación con sus adversarios. Estos, para fortuna presidencial, no logran recomponerse después del colapso electoral de 2018, pero la ofensiva constante desde Palacio Nacional los acicatea a congregarse, favorecidos además por los recursos de algunos capitales grandes y medianos opuestos al lopezobradorismo. Aunque la transformación prometida no da visos de materializarse y López Obrador perdió a las clases medias, todavía mantiene un considerable apoyo popular, controla los hilos del poder y dispone de los recursos presupuestarios asignados a los programas sociales y a paliar la pandemia (y del padrón de beneficiarios que los reciben). Al mismo tiempo, tiene una oposición con muy poco que ofrecer a las mayorías. Esto le permite a la coalición lopezobradorista arrancar con una ventaja apreciable en las elecciones intermedias de 2021.

Carlos Illades es doctor en Historia por El Colegio de México y profesor distinguido de la Universidad Autónoma de México. Es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y de la Academia Mexicana de la Historia. Ha recibido varios premios, entre otros, el Premio de investigación de la Academia Mexicana de Ciencias. Es autor, entre otros títulos, de El futuro es nuestro. Historia de la izquierda en México (2018) y Vuelta a la izquierda: La cuarta transformación en México: del despotismo oligárquico a la tiranía de la mayoría (2020), ambos publicados por la casa editorial Océano.

Artículo publicado por Nueva Sociedad (diciembre de 2020)

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