19/04/2024

Los intelectuales y la organización de la cultura

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Me gustaría comenzar por una cuestión terminológica. El título que me fue sugerido para esta exposicion, “Los intelectuales y la organización de la cultura”, es –como se sabe– el título de una compilación de escritos de la cárcel de Antonio Gramsci, que reúne precisamente los textos relativos a la cuestión de los intelectuales y de la relación de estos con los mecanismos de reproducción cultural de la realidad (sistema educativo, periodismo, etcétera). Pero ese título no es del propio Gramsci.
Los famosos Cuadernos de la cárcel fueron publicados a partir de 1948, bajo la dirección editorial de Felice Platone y Palmiro Togliatti; no en el orden en que habían sido escritos, sino agrupados según grandes temas, divididos en seis volúmenes cuyos títulos fueron escogidos por los propios editores.1 Ahora bien: en el caso que nos interesa aquí, no solo no pertenece a Gramsci el título, sino que no es muy frecuente en sus notas la expresión “organización de la cultura”. 
Pero eso no quiere decir que ella sea infiel al espíritu de la reflexión gramsciana. Al contrario: tiene un fuerte vínculo con el concepto de “sociedad civil”, que, como se sabe, es un concepto central en la obra del fundador del Partido Comunista Italiano. En cierto sentido, podemos incluso decir que, sin una “organización de la cultura”, no existe sociedad civil en el sentido gramsciano de la expresión.
Vamos a resumir algunos tópicos conocidos. El mayor mérito de Gramsci consiste en haber “ampliado” la teoría marxista clásica del Estado. Él vio que, con la intensificación de los procesos de socialización de la política, con algo que él llama algunas veces “estandarización” de los comportamientos humanos generada por la presión del desarrollo capitalista, surge una esfera social nueva, dotada de leyes y funciones relativamente autónomas y específicas y –algo que no siempre se observa– de una dimensión material propia. Es esa esfera lo que él denomina “sociedad civil”, introduciendo una novedad terminológica con relación a Marx y Engels (para quienes la “sociedad civil” es sinónimo de relaciones de producción económicas), pero retomando algunos aspectos del concepto tal como aparece en Hegel (que introducía en la sociedad civil a las “corporaciones”; esto es: asociaciones político-económicas que, de cierto modo, pueden ser vistas como formas primitivas de los modernos sindicatos).
En esa nueva situación; o sea: en las formaciones sociales que Gramsci denomina “occidentales” por contraste con las “orientales” y más primitivas, el Estado –los mecanismos de poder– no se limita ya a los institutos de dominación directa, a los mecanismos de coerción; en suma, a lo que Gramsci llama o bien “Estado en sentido estricto”, o bien “sociedad política”, y que él identifica con el gobierno, con la burocracia ejecutiva, con los aparatos policial-militares y con los organismos represivos en general.
Está claro que tales institutos continúan existiendo en las sociedades “occidentales” más complejas; continúan teniendo un papel fundamental en la reproducción de la sociedad según los intereses de una clase dominante. Pero, al lado de ellos, Gramsci ve la emergencia de la “sociedad civil”. Y lo que especifica a esta sociedad civil es el hecho de que, a través de ella, tuvieron lugar relaciones sociales de dirección político-ideológica, de hegemonía, que –por así decirlo– “completan” la dominación estatal, la coerción, asegurando también el consenso de los dominados (o asegurando tal consenso o hegemonía para las fuerzas que quieren destruir la vieja dominación).
Se puede observar que también las formas anteriores de dominación de clase, las formas abiertamente dictatoriales o autoritarias, se apoyaban en la ideología, carecían de algún modo de legitimación y consenso para poder funcionar. Cumplía un papel decisivo, en la conquista de esa legitimidad por un Estado, digamos, de tipo absolutista, la ideología religiosa: la Iglesia era un “aparato ideológico del Estado” fundamental en la época del Absolutismo. Basta pensar, por ejemplo, en la teoría del “derecho divino” de los reyes, del origen divino de la soberanía del monarca.
No usé por azar el término de Louis Althusser, “aparatos ideológicos del Estado, que a mi modo de ver no es sinónimo del término gramsciano “aparatos ‘privados’ de hegemonía”, con el que Gramsci denomina a los organismos de la sociedad civil. No quiero entrar aquí en la discusión sobre el valor del concepto de Althusser, sino solo servirme de él para indicar una diferencia histórica. En la época absolutista, es justo decir que la Iglesia, por ejemplo, es un “aparato ideológico del Estado”. Y ¿por qué? Porque había una unidad indisoluble entre Estado e Iglesia: la Iglesia no se colocaba como algo “privado” frente al Estado como entidad “pública”. La ideología que ella vehiculizaba (y no se debe olvidar que ella controlaba todo el sistema escolar) no tenía ninguna autonomía en relación con el Estado propiamente dicho. El Estado imponía su ideología de modo tan coercitivo como imponía su dominación en general: quien disentía de esa ideología cometía un crimen contra el Estado.
Con las revoluciones democrático-burguesas, con el triunfo del liberalismo, tiene lugar un hecho nuevo: lo que podríamos llamar la laicización del Estado. Las instancias ideológicas de legitimación pasan a ser algo “privado” en relación con lo “público”: el Estado ya no impone una religión o una visión del mundo en general; la religión debe conquistar conciencias, debe confrontarse, entrar en luchas con otras ideologías, con otras visiones del mundo. Se crean así, en cuanto portadores materiales de esas visiones del mundo, lo que Gramsci llama “aparatos ‘privados’ de hegemonía”. Por un lado, viejos “aparatos ideológicos del Estado” (como las Iglesias, las universidades) se vuelven autónomos, pasan a formar parte de la “sociedad civil”; y, por otro, con la propia intensificación de las luchas sociales, se crean nuevas organizaciones, nuevos institutos también autónomos respecto del Estado –los sindicatos, los partidos de masas, los diarios de opinión, etcétera–, los cuales, aunque puedan tener como objetivo la defensa de intereses particulares, “privados”, se vuelven también portadores materiales de cultura, de ideologías.
Vemos así que la sociedad civil tiene, por un lado, una función propia: la de garantizar (o de contestar) la legitimidad de una formación social y de su Estado, quienes ya no tienen legitimidad en sí mismos, ya que carecen del consenso de la sociedad civil para legitimarse. Y, por otro, que ella tiene una materialidad social propia: se presenta como un conjunto de organismos o de objetivaciones sociales, diferentes tanto de las objetivaciones de la esfera económica como de las objetivaciones del Estado stricto sensu. Digamos que, entre el Estado que dice representar el interés público y los intereses de los individuos atomizados en el mundo de la producción, surge una esfera pluralista de organizaciones, de sujetos colectivos, en lucha o en alianza entre sí. Esa esfera intermediaria es precisamente la sociedad civil, el campo de los aparatos privados de hegemonía, el espacio de la lucha por el consenso, por la dirección político-ideológica (no es necesario hablar aquí sobre el papel de los partidos políticos en ese cuadro: agregar las corrientes dominantes en la sociedad civil, promover una síntesis política que sirva como basa para la conservación de la vieja dominación o para la construcción de un nuevo poder de Estado). Cuando surge ese mundo intermediario de la “sociedad civil” es cuando él no está totalitariamente subordinado a un Estado despótico; podemos decir que la sociedad pasó de su período meramente liberal a un período liberal-democrático.
¿Qué tiene que ver todo esto con la cuestión de la “organización de la cultura”? Aunque Gramsci haya usado solo esporádicamente el término, me parece que él indica un momento necesario del sistema categorial; él ve que, en una formación social de tipo “occidental”, la organización de la cultura ya no es algo directamente subordinado al Estado, sino que resulta de la propia trama compleja y pluralista de la sociedad civil. Más que eso: aparece como un momento necesario de la articulación y de la afirmación de la propia sociedad civil. De este modo, los intelectuales ya no están necesariamente ligados al Estado o a sus aparatos ideológicos; pueden articularse ahora con esa esfera de organismos “privados”, ejerciendo sus actividades (y, entre ellas, la de luchar por la hegemonía política e ideológica del grupo social que representan) a través y en el seno de esas formas autónomas de creación y difusión de la cultura.
Esta, además, por otra parte, me parece una acepción –tal vez la más importante– de la noción gramsciana de “intelectual orgánico”. Con la emergencia de la sociedad civil y de su organización cultural, los intelectuales se ligan predominantemente a sus clases de origen o de adopción –y, por medio de ellas, a la sociedad como un todo– a través de la mediación representada por los aparatos “privados” de hegemonía. Comienzan a surgir fenómenos desconocidos en épocas anteriores: el intelectual de partido, el intelectual ligado al sindicato, el intelectual que trabaja en los periódicos, en las editoriales, etcétera de partidos o de sindicatos, de asociaciones de diverso tipo, de corrientes de opinión; en suma: el intelectual que no es funcionario directo del Estado (un burócrata ejecutivo), ni tampoco un intelectual “sin vínculos” (Mannheim), que –en su actividad cultural– considera que solo se compromete a sí mismo (este sería el caso típico del “intelectual tradicional”: y un Voltaire, en la Francia del siglo XVIII, podría bien expresar lo que Gramsci figura con ese término). Sin perder necesariamente su autonomía y su independencia de pensamiento, el “intelectual orgánico” tiene una mayor conciencia del vínculo indisoluble entre su función y las contradicciones concretas de la sociedad.
La “organización de la cultura”, en suma, es el sistema de las instituciones de la sociedad civil cuya función dominante es la de concretizar el papel de la cultura en la reproducción o en la transformación de la sociedad como un todo. Un momento básico de la organización de la cultura es el sistema educativo: cada vez más, con el crecimiento de la sociedad civil, el sistema educativo deja de ser una simple instancia directa de legitimación del poder dominante para volverse un campo de lucha entre las diversas concepciones político-ideológicas (basta pensar, por ejemplo, en la lucha entre enseñanza laica y enseñanza religiosa). E incluso en las organizaciones de enseñanza ligadas directamente al Estado tiene lugar hoy una amplia batalla de ideas: si la sociedad civil es realmente autónoma, las universidades, por ejemplo, se vuelven un campo de lucha por la hegemonía cultural de determinados proyectos de conservación o de transformación de las relaciones sociales. La lucha de clases se entabla también en el interior de las universidades. Y “organizaciones culturales” son también las instituciones que sirven para difundir ideología de modo general: las editoriales, los diarios, los grupos teatrales, etcétera, se encuentren o no ligados directamente a algún organismo (tipo sindicato o partido) de la sociedad civil.
Para simplificar: no puede existir sociedad civil efectivamente autónoma y pluralista sin una amplia red de organismos culturales; y, viceversa, no puede existir organización de la cultura efectivamente democrática sin estar apoyada en una sociedad civil de ese tipo. Y la lucha de clases, bajo la forma de la batalla de las ideas, de la lucha por la hegemonía y el consenso, atraviesa tanto la sociedad civil como ese sistema de “organización de la cultura” (no es preciso insistir aquí sobre el hecho de que el Estado, mientras permanece bajo el control capitalista y/o burocrático, interfiere en esa batalla de ideas, obstaculizando su libre dialéctica inmanente: tan solo en una sociedad socialista fundada en la democracia política pueden crearse las condiciones para una puesta en relación verdaderamente autónoma entre las organizaciones culturales y el Estado.
 
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Como dice Marx, la clave de la anatomía del mono está en la anatomía del hombre. Tracé aquí, inconscientemente, las líneas generales de las relaciones entre Estado y sociedad civil, entre sociedad civil y organización de la cultura, entre intelectuales y sociedad civil, etcétera tal como se manifiestan en una sociedad desarrollada, bajo una forma que –también siguiendo una indicación metodológica de Marx– podríamos llamar “forma clásica”. Esta forma clásica más desarrollada nos permite pensar la anatomía del caso brasileño, o sea, de una forma más primitiva y menos explícita, tanto como examinar cómo se creó ella en el pasado y cómo viene transformándose hasta nuestros días. Diría, anticipando mi conclusión, que Brasil conoce una trayectoria que lleva desde una situación de completa debilidad (o incluso ausencia) de sociedad civil hasta otra situación, la presente, caracterizada por una sociedad civil más activa, más compleja, más articulada. Es preciso recordar que esa trayectoria es expresión del progresivo ingreso de Brasil –aunque se produzca por vías oblicuas– en la era del capitalismo industrial.
Voy a esbozar aquí un cuadro histórico-evolutivo extremadamente esquemático;2 repetiré muchas cosas ya dichas en otros trabajos míos, en los que creo que ese esquematismo aparece –si me permiten el juego de palabras– un poco menos esquemático.
Si examinamos el Brasil de la época colonial, una sociedad precapitalista (si bien articulada con el capitalismo a través del mercado mundial), veremos fácilmente la completa inexistencia de una sociedad civil. No teníamos parlamento, ni partidos políticos, ni un sistema de educación que fuera más allá de las escuelas de catequesis; no teníamos siquiera el derecho de imprimir libros o publicar periódicos. En suma: la organización de la cultura, si es que se puede hablar de “organización” en este caso, era tosca y primitiva. Los intelectuales, los pocos que había, estaban directamente ligados a la administración colonial, a su burocracia, o aun a la Iglesia (que era, en esa época, un aparato ideológico directo del Estado colonialista). Hay indicios de novedad en la época inmediatamente anterior a la Independencia, pero no pasan de indicios.
El modo por el cual se procesó nuestra independencia no alteró sustancialmente el cuadro: la Independencia resultó de una maniobra “por arriba”, de un golpe palaciego, y no de una activación previa de la sociedad civil (aún inexistente). Pero las propias necesidades políticas del país vuelto independiente, así como el desarrollo económico, plantearon nuevas preguntas: surgió la necesidad de generar una capa de intelectuales capaz de servir al nuevo Estado. Esto impuso, por ejemplo, la creación de instituciones de enseñanza superior (principalmente jurídicas) en el propio país, en contraste con la situación colonial, cuando los intelectuales eran formados en la metrópoli portuguesa. Surge también, con la aparición de un incipiente mercado cultural, la necesidad de crear los primeros rudimentos de un sistema de organización de la cultura: se publican diarios, se editan libros, se ponen en escena obras de teatro, etcétera.
Es preciso recordar que vivíamos entonces bajo un modo de producción esclavista. Un esclavismo ciertamente peculiar, ya que estaba articulado, en el plano internacional, con el capitalismo, con sus exigencias mercantiles y, por ende, capaz de “importar” un cierto tipo de cultura (y de instituciones) propias del capitalismo liberal; pero se trataba siempre, en el plano interno, de un régimen esclavista.
Esto genera importantes consecuencias para la situación del intelectual. El esclavismo crea un gran vacío entre las dos clases fundamentales de la sociedad brasileña: por un lado, los esclavos que, evidentemente desorganizados y carentes de un proyecto político global, no pueden absorber a los intelectuales como a sus intelectuales orgánicos;3 y, por otro, los latifundistas esclavócratas, que precisaban de los intelectuales solo como mano de obra calificada para la implementación de las actividades administrativas del Estado que controlaban. Como no necesitaban legitimar su dominación a través de la batalla de ideas, las clases dominantes de entonces incentivaban una cultura puramente ornamental, que sirvió para conceder estatus tanto a los intelectuales como a sus mecenas, pero que no tenía incidencia efectiva sobre las contradicciones reales del pueblo-nación.
En tal atmósfera social rarificada, era difícil para el intelectual encontrar el medio propio para su florecimiento independiente, para su autonomía relativa. Le quedaban pocas opciones; la principal, casi exclusiva, era aceptar su cooptación por parte de las clases dominantes, volverse funcionario del aparato del Estado. No podía ser de otro modo en una situación en la que prácticamente no había sociedad civil; el parlamento, elegido por el voto censal de una exigua minoría, no podía ser considerado una entidad autónoma respecto del Estado. Por otro, el mercado cultural era extremadamente restringido; si hoy es casi imposible que el intelectual sobreviva en Brasil a través de la venta de sus obras, puede fácilmente imaginarse lo que ocurría en el siglo XIX.
Y más: la cooptación asumía frecuentemente el rasgo del favor personal. Ligándose a un poderoso, a un propietario influyente, el intelectual era agraciado con empleos, prebendas, etcétera. Es verdad que esa situación de subordinación personal a las clases dominantes era disfrazada por el estatus relativamente elevado atribuido a la condición de intelectual. La pose de cultura era un medio de distinción para hombres libres, pero no propietarios, que no querían dedicarse a un trabajo efectivo, ya que el trabajo estaba marcado por el estigma de la condición esclava. Ser intelectual era ser ocioso; y precisamente en la posibilidad de disfrutar de ese ocio residía el rasgo de distinción, el estatus superior del intelectual. Y ese estatus, al mismo tiempo que servía de disfraz para la posición dependiente del intelectual, acentuaba el carácter ornamental de la cultura dominante de la época.
En ese clima surge lo que llamé (usando un término de Thomas Mann recogido por Lukács) “intimismo al resguardo del poder”. El intelectual cooptado no tiene que ser necesariamente un apologista directo del régimen social que lo mantiene y del Estado al que está ligado. Puede, en su creación cultural o artística, cultivar su propia intimidad, o sea, dar expresión a las ideologías o estilos estéticos que le parezcan los más adecuados para su subjetividad creadora. Pero el hecho es que la propia situación de aislamiento respecto del pueblo nación, la “torre de marfil” voluntaria o involuntaria en que es puesto por la situación de cooptación (y por la ausencia de la sociedad civil), hace que esa cultura elaborada por los intelectuales “cooptados” evite someter a discusión las relaciones sociales de poder vigentes, con las cuales están directa o indirectamente comprometidos.
Por ejemplo: el Romanticismo, con su culto de la subjetividad, funciona ciertamente como estímulo para la evasión. El propio indianismo, como mostró Nelson Werneck Sodré, es un modo de dejar en la sombra la cuestión más candente de la vida nacional de la época: la cuestión de la esclavitud negra (no me parece casual que el romántico José de Alencar, “vanguardista” literario, fuese –además de político conservador– un esclavista convicto). El Naturalismo, tan diverso del Romanticismo en tantos aspectos, tiene un punto semejante: al decir que la “miseria brasileña” es fruto de condiciones fatales, naturales, eternas, de raza y de clima, los naturalistas desvían la atención de los puntos concretos, histórico-sociales, por ende modificables, que están en la raíz de aquella miseria.
Nos parece que estos dos ejemplos indican bien la característica central de la cultura que no solo nace de la cooptación: se trata de una cultura que promueve una “apología indirecta” (Lukács) de lo existente, que justifica la estructura social, no mediante su defensa indirecta, sino mediante su mistificación u ocultamiento (caso del Romanticismo); o mediante la afirmación de que, aunque fea e inhumana, dicha estructura es inmutable y debemos resignarnos a ella (como en el Naturalismo). Es evidente que existen excepciones, y no es casual que ellas sean precisamente las mayores figuras del período desde el punto de vista cultural; basta pensar en Manuel Antônio de Almeida o en Machado de Assis, que supieron –en sus creaciones literarias– escapar de los impasses generados por la cultura del “intimismo”.4
Esta situación no se alteró radicalmente durante la Primera República. También la República, como la Independencia, fue fruto de un cambio “por arriba”; fue poco más que un golpe militar; las grandes masas, que continuaban desorganizadas, no participan de su proclamación. El remedo de instituciones republicanas creado a continuación no era propicio para fortalecer la sociedad civil. El parlamento continuó siendo un mero apéndice del Poder Ejecutivo; los partidos no eran más que cofradías locales al servicio de algunos coroneles implicados en la política. En lo esencial, la vida intelectual continúa restringida a pocos sectores de las capas medias; continúa en gran parte siendo una “cultura ornamental”, algo que Afrânio Peixoto expresó muy bien cuando, ingenuamente, definió la literatura como “la sonrisa de la sociedad”. Las polémicas culturales abren fisuras en la superficie homogénea de la capa intelectual, pero no tocan las cuestiones de fondo: no pasan, en la mayoría de las veces, de tempestades en un vaso de agua. Parnasianos, simbolistas, románticos tardíos: todos se identifican en una común concepción de cultura, o sea, una concepción elitista, aristocratizante, ornamental.
 
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Pero sería errado no ver que algo comienza a moverse, algo que estallaría a la luz del sol sobre todo a partir de la década de 1920. La sociedad brasileña va tornándose más compleja (o menos simple), el capitalismo va volviéndose el modo de producción dominante también en las relaciones internas. Nuestra estructura social, con la Abolición, con los primeros inicios de la “vía prusiana” en el campo, comienza a volverse más próxima a la estructura de una sociedad capitalista, aunque continúe atrasada y fuertemente marcada por restos precapitalistas; nuevas clases y capas sociales se presentan en el escenario político del país. Antes que nada, comienza a surgir la clase trabajadora formada aún esencialmente por semiartesanos; los primeros esbozos de industrialización, la gran inmigración de finales del siglo pasado crean un bloque social contestatario, que pone en discusión de modo organizado (lo que tal vez ocurra por primera vez en Brasil) el modelo “prusiano” de dominación política económica y social, elitista y marginalizador, hasta entonces dominante.
Comienza así a surgir, con la introducción del capitalismo, con el inicio de las luchas obreras y con las agitaciones de las capas medias, un germen de lo que podría llamarse “sociedad civil”. Se multiplican las asociaciones proletarias; en consecuencia, surge una prensa trabajadora aún rarificada pero activa, de orientación predominantemente anarquista. Tenemos así que, a un embrión de sociedad civil (asociaciones sindicales y primeros grupos políticos de artesanos y trabajadores), corresponde un embrión de organización cultural exterior al Estado (la prensa y las asociaciones culturales de los proletarios).
En ese cuadro, a mi modo de ver, puede explicarse el “fenómeno” Lima Barreto; Lima es el primer gran intelectual brasileño en beneficiarse de esa mayor explicitación de las contradicciones sociales, de esa primera (aunque incipiente) tentativa para organizar desde abajo la vida política y cultural brasileña. Lima publicó gran parte de su producción cultural, sobre todo periodística, en esa nueva prensa trabajadora que surgía en su época. En su principal novela, Policarpo Quaresma, hace una crítica demoledora de la sociedad brasileña, tocando su punto tal vez más típico: el modelo del desarrollo “prusiano”, “por arriba”, que el florianismo5 y el militarismo (tema principal de la novela) encarnaban tan bien.
Y tampoco es casual que en 1922 se asista a un hecho de mayor importancia en la vida del país: la fundación del Partido Comunista de Brasil. Tenemos con esto, por primera vez en la historia, la creación de un partido político hecha por a partir de un partido no solo independiente del Estado, sino también antagónico a él. El PCB, aunque aún no fuera un organismo de masas, representaba el embrión de un auténtico partido moderno, que es el momento básico de una sociedad civil efectiva.
El modo “prusiano” por el cual se dio la llamada Revolución de 1930 –una maniobra más “por arriba”, fruto de la conciliación de sectores de las clases dominantes y de la cooptación de los liderazgos políticos de las capas medias emergentes (expresadas en el “tenientismo”)– quebró en gran parte las tendencias que venían esbozándose anteriormente. Pero no las destruyó totalmente. Es cierto que el Estado posterior a 1930 luchó para extinguir la autonomía de la sociedad civil naciente, incorporando corporativamente a los sindicatos a la estructura del Estado (y destruyendo su autonomía), instalando en 1937 una dictadura abierta que cerró partidos y parlamentos, creando, con el Departamento de Prensa y Propaganda (DIP), un remedo de organismo cultural totalitario (o sea, una tentativa de poner la cultura directamente al servicio del Estado). Pero la diversificación de la formación social brasileña prosiguió; el propio capitalismo “à la prusiana”, impulsado por el Estado getulista,6 se encargaba de promover esa diversificación. Se tenía ahora una condición (que se podía ciertamente reprimir, aunque ya no eliminar) para la creación de una sociedad civil, de una organización de la cultura menos vinculada a un Estado omnipotente.
La novela nordestina –una gran protesta literaria contra el modo “prusiano” de modernizar al país– es un ejemplo vivo de que entonces se volvió posible, y ya no solo como excepción que confirma la regla, crear una cultura no elitista, no intimista, ligada a los problemas del pueblo y la nación.7 Una cultura, en suma, nacional-popular.
Y no me parece posible desligar la irrupción de fenómenos como el florecimiento de importantes estudios sociales en el período (es de 1933 la primera tentativa seria de interpretar la historia de Brasil a la luz del marxismo: el ensayo pionero sobre la Evolución política de Brasil, de Caio Prado Júnior), de tendencia a la socialización de la política que, a pesar de los evidentes límites, comienza a manifestarse en la década de 1930. La Alianza Nacional Libertadora y la Acción Integralista Brasileña son movimientos políticos de masas de proporciones hasta entonces desconocidas en nuestra historia. Esta socialización de la política indica que ya estaban en marcha los procesos que llevarían a la creación, en Brasil, de una sociedad civil autónoma y pluralista. Pero que se trataba aún de embriones débiles, con raíces recientes y delicadas, es algo que el propio golpe de 1937 iría a comprobar: pero una vez más fue posible que las clases dominantes se sirvieran del Estado, de mecanismos de dominación “de arriba hacia abajo” (y que ahora representaban rasgos terroristas y totalitarios, tomados en préstamo al fascismo internacional) para emprender un proceso de modernización capitalista conservadora, apartando al pueblo de cualquier decisión, quebrando cualquier veleidad de autonomía de la sociedad civil naciente.
Esa debilidad de la sociedad civil –es bueno no olvidarlo– se revela también por el lado opuesto: en el carácter abiertamente “golpista”, igualmente autoritario y elitista que marcó la actuación de las fuerzas políticas renovadoras del período. Lejos de apostar al fortalecimiento de la sociedad civil, las fuerzas populares apostaban al golpe, al Putsch blanquista, a la acción de exiguas minorías, como se vio en 1935, cuando el movimiento de masas esbozado en la ANL –que fuera puesto en la ilegalidad– es abandonado a favor de un cuartelazo.
 
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Esos embriones de sociedad civil, esos presupuestos de una autonomía de la cultura, favorecidos además por la situación internacional, aparecerían de modo más claro en 1945, con la redemocratización del país. Hecho significativo es que, por primera vez, el Partido Comunista de Brasil, legalizado, se torna un partido de masas; y revela, en esa época, comprender mejor que en 1935, aunque de modo aún insuficiente, la importancia de la lucha democrática, del fortalecimiento de la sociedad civil en los combates por el socialismo en nuestro país.8 Los sindicatos obreros, aunque continuasen sujetos a la tutela del Ministerio de Trabajo, comienzan a tener un peso creciente, no solo en las luchas económicas, sino inclusive en la vida política nacional. También las capas medias buscan formas de organización independientes, en los partidos y fuera de ellos: escritores, abogados, periodistas crean asociaciones para la defensa de sus intereses y de sus ideales. Todo esto amplia el campo de la organización material de la cultura; una amplia y muchas veces fecunda batalla de las ideas comienza a tener lugar entre nosotros. Hay un acentuado empeño social de la intelectualidad, un mayor compromiso con las causas populares y nacionales
La posibilidad de subsistir fuera de la cooptación de los poderosos, gracias a la red de organizaciones culturales que se amplía (con la publicación de diarios y revistas independientes, con el aumento del número de editoriales, con una creciente autonomía de las recién creadas universidades, etcétera), permite al intelectual escapar más fácilmente de los impasses a los que es llevado por la situación, poco confortable en muchos casos, del “intimismo al cuidado del poder”. Y eso no vale solo para los intelectuales desligados del aparato de Estado: muchos productores de cultura obtienen el sustento material gracias a cargos públicos; al poder ahora beneficiarse del clima de activación de la sociedad civil, se ponen claramente del lado de las fuerzas progresistas, se comprometen con posiciones políticas y visiones del mundo que colisionan de manera frontal con la dominación de clase encarnada por el Estado del que son funcionarios.
Esto demuestra, a mi modo de ver, el carácter mecanicista y esquemático de las tesis que afirman que el intelectual brasileño, en cuanto intelectual, es un miembro de las clases dominantes; o que afirman que él está obligado a asumir posiciones elitistas, o incluso reaccionarias, tan solo por ser funcionario público. Basta recordar que Lima Barreto, “maximalista” radical, violento crítico del militarismo, fue durante muchos años un pacato funcionario del Ministerio de guerra. La cuestión es mucho más compleja. En primer lugar, es cierto que hay una tendencia de los intelectuales ligados directamente al Estado en el sentido de adoptar una cultura intimista, elitista; pero esa tendencia solo se impone en la media, permitiendo naturalmente las excepciones, que no son pocas. Y, en segundo lugar, esas excepciones aumentan, tienden incluso a dejar de ser excepciones, en el momento en que se estructura una sociedad civil, en que comienzan a formarse diferenciaciones en el mundo de la cultura; surge para el intelectual, aun para aquel que continúa ligado “profesionalmente” al Estado, una posibilidad mucho más concreta de romper las paredes del mundo cerrado del “intimismo” y de ser influido por la riqueza de la vida cultural, por el ambiente pluralista de la batalla democrática de las ideas. La relación de dependencia entre cooptación y adopción de una cultura elitista tiende a relajar, a dejar de ser una tendencia dominante, en el momento en que surge o se fortalece una sociedad civil articulada. Con amarga lucidez, Carlos Drummond de Andrade recordó que no se debe confundir “prestar servicios bajo una dictadura” con “prestar servicios a una dictadura”.
El clima favorable a la democratización de la vida cultural abierto en 1945 sufrió altibajos (basta pensar en el cierre del Partido Comunista Brasileño en 1947, en el clima de guerra fría que marca el gobierno Dutra9), pero puede decirse que la tendencia en el sentido de una democratización general de la vida brasileña continúa imponiéndose, ampliándose mucho a fines del período pre-1964, sobre todo a partir del gobierno Kubitschek.10 Pero, incluso así, aún son poco sólidas las bases de un nuevo camino (democrático) para la vida nacional y de una nueva hegemonía (nacional-popular, y ya no elitista) en la cultura brasileña.
 
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Esto se tornó evidente cuando, en 1964, una alianza entre los varios segmentos de las clases dominantes consiguió truncar el proceso de democratización en curso, imponiendo una vez más una solución “prusiana” para los problemas derivados de la necesidad de llevar al país a un nuevo nivel de acumulación capitalista. El nuevo régimen dictatorial, particularmente en el período que sucede al AI-5,11 intentó por todos los medios destrozar el embrión de sociedad civil autónoma que se venía esbozando. Y es evidente que la organización de la cultura no fue desatendida. No es casual que, entre las primeras medidas del régimen dictatorial implantado en 1964, estuviese el cierre de los principales institutos democráticos de organización cultural de la época, los Centros Populares de Cultura (CPCs) y el Instituto superior de Estudios Brasileños (Iseb), así como la disolución del Comando de los Trabajadores Intelectuales (CTI) e intervenciones en las universidades.
Todo el esfuerzo de la “política cultural” del régimen se volcó en el sentido de dar fuerza a las corrientes elitistas y/o escapistas en el plano cultural. Y eso se obtenía principalmente de dos modos: por un lado, reprimiendo y censurando a los intelectuales que defendían una orientación cultural nacional-popular, con lo que se abría espacio para el monopolio de hecho de las corrientes “intimistas”; por otro, quebrando la autonomía de la sociedad civil, autonomía que, como vimos, es la base necesaria para una cultura pluralista y democrática.
Otro factor conspiró para obstaculizar la democratización de la cultura. El régimen dictatorial-militar creó las condiciones para una nueva etapa: la etapa de dominación de los monopolios, la etapa del capitalismo monopolista de Estado. Con eso, se introdujo un hecho nuevo en el sistema de organización de la cultural: una parte sustancial de este, la de los medios de comunicación de masas, pasó a ser dominada por grandes monopolios. La televisión es el caso más evidente, pero el fenómeno se manifiesta también en otras áreas, como la gran prensa, el cine, etcétera. El “capital mínimo” (Marx) necesario para la creación de un organismo cultural se volvió ahora tan elevado, en sectores fundamentales, que solo los grandes grupos monopólicos pueden disponer de él.
Pero debo advertir que no pienso como Theodor W. Adorno: no creo que la industria cultural sea un sistema monolítico, sin brechas. Incluso antes de que se llegue a una radical inversión de tendencia, a una situación en la cual los organismos de difusión cultural sean apropiados colectivamente por la comunidad, a través de los productores culturales asociados, lo que solo ocurrirá en una sociedad socialista fundada en la democracia política; incluso antes de eso, y para que podamos llegar a eso, la lucha por la democratización de la cultura puede y debe obtener triunfos parciales de importancia y significación grandes.
Por un lado, es preciso recordar que hay aún sectores culturales en los que las pequeñas y medias empresas pueden operar, garantizando así una mayor variedad de orientaciones, un mayor pluralismo; es el caso de la industria editorial, de la llamada prensa alternativa, del montaje teatral, etcétera. Y, por otro lado, a medida que la resistencia democrática va poniendo fuera de funcionamiento los instrumentos de represión y de censura, los propios monopolios de la cultura –pienso particularmente en la televisión y en la gran prensa escrita– comienzan a abrir más espacios para las exigencias de la sociedad civil, a dar paso relativo al pluralismo que en ella tiene lugar. Más allá de eso, se pueden concebir formas directas de control –ejercidas tanto por los propios productores como por los organizadores de la sociedad civil– sobre la generación de los programas televisivos y sobre la información en general.
Es más: a pesar del carácter destructivo de la “política cultural” de la dictadura, no todo fueron sombras en la cultura brasileña durante los años del régimen militar. No quiero referirme solo a la resistencia pasiva o activa de la aplastante mayoría de los intelectuales, que –independientemente de sus posiciones ideológicas– se situaron en oposición a las medidas represivas del régimen en el plano de la cultura. Hay un hecho que me parece todavía más significativo, ya que está en la raíz de esa resistencia: es que el régimen militar –modernizando el país, promoviendo un intenso desarrollo de las fuerzas productivas, aunque al servicio del capital nacional y multinacional, aunque conservando rasgos esenciales del atraso en el campo– dio impulso a los factores objetivos que llevan a una diferenciación social y, como tal, a la construcción de una auténtica sociedad civil entre nosotros. La intensa sed de organización que, en los últimos años, atravesó el país, implicando a trabajadores, mujeres, jóvenes, sectores medios, intelectuales, incluso a sectores de las clases dominantes, da testimonio de la presencia ya efectiva de esa sociedad civil.
Es cierto que el régimen militar lo hizo todo para encubrir ese florecimiento de la sociedad civil desde el momento en que percibió las inmensas potencialidades democráticas de su actuación. Pero la dictadura brasileña no fue una dictadura fascista “clásica”, o sea, un régimen reaccionario con base de masas organizada. No disponía de organismos de masas capaces de luchar y conquistar la hegemonía en la sociedad civil para luego destruir su autonomía y hacer funcionar sus organismos como “correas de transmisión” de un Estado totalitario, como ocurrió en la Italia o la Alemania fascistas. Es cierto que la dictadura brasileña luchó para conquistar –y, en algunos momentos (durante su implementación o en los años del “milagro), consiguió incluso obtener– el consenso de estimables parcelas de la población. Pero se trató siempre de un consenso pasivo, que presuponía la atomización de las masas y no se expresaba mediante organizaciones de apoyo activo a la dictadura. El régimen militar, en suma, era desmovilizador: su tentativa de legitimación no se fundaba en una ideología claramente fascista, sino en la lucha contra las ideologías en general, contra la propia política, acusadas de “dividir la nación” y de impedir así la “seguridad” que “garantice el desarrollo”. Y, en la misma medida en que estaba obligada a prescindir de la organización de masas, de la lucha en el interior de la sociedad civil, la dictadura prescindió también del concurso de intelectuales orgánicos que elaborasen una ideología totalitaria a su servicio: lo que ella exigía de los intelectuales, del mismo modo como lo habían hecho los viejos regímenes totalitarios brasileños, es que ellos continuaran cultivando su “intimismo” a la sombra del poder, dejando a los tecnócratas “anti ideológicos” la discusión y el encauzamiento de las cuestiones decisivas de la vida política.
Ahora, durante la fase del llamado “milagro económico”, esa “ideología de la no ideología” (de fondo neopositivista) puede disfrutar de un relativo consenso entre los sectores medios y servir a la legitimación parcial del régimen. Pero, a partir del inicio de la crisis del “modelo” y de la reactivación y reorganización de la sociedad civil –lo que tiene lugar a mediados de la década de 1970–, esa ideología entró en bancarrota. Como vimos, el régimen militar no tenía (ni podía crear) movimientos de masas capaces de organizar el consenso en la sociedad civil, de tornarlo relativamente estable, aun en épocas de dificultades y crisis. Para luchar por la obtención de ese consenso, se vio forzado a emprender una tentativa de “autorreforma”, a abandonar la represión como único instrumento de gobierno; y esa autorreforma, para ser ejecutable, implica de cierto modo la necesidad, por parte del régimen, de hacer política. Incluso luchando para conservar su monopolio de decisión, la dictadura se vio obligada a respetar en cierta medida los espacios conquistados por las fuerzas democráticas en la sociedad civil, a convivir con la presencia de algo que escapaba a su control. Se confirma así, de cierto modo, la tesis del Partido Comunista Brasileño en 1958: a pesar de los retrocesos, la democratización de la vida brasileña –que se apoya en el desarrollo de la sociedad civil generada objetivamente por la modernización capitalista– parece ser una tendencia permanente y, a largo plazo, irreversible.
El propio desarrollo del capitalismo, al crear un mercado de fuerza de trabajo intelectual, alteró la situación de los productores de la cultura: la posibilidad de que ellos ejerzan su función ya no depende del favor personal, ya no resulta de la cooptación. El viejo intelectual elitista, prestigiado por poseer cultura, se convierte cada vez más en trabajador asalariado. Experimenta ahora la necesidad de organizarse, como cualquier otro grupo social, para luchar por sus intereses específicos, entre los cuales no se sitúa solo la mejora de las condiciones de trabajo; y, entre esas últimas, ocupa un lugar destacado su autonomía en cuanto creador. La lucha por lo específico se articula aquí con la lucha general, o sea, con la lucha por la libertad de expresión, de creación y de crítica, que solo pueden ser aseguradas plenamente en un régimen democrático abierto a la renovación social. De casta cerrada, de corporación de notables, los intelectuales pasan a ser una parcela del mundo del trabajo.
Se crearon así condiciones para que los intelectuales comprendan desde adentro, como una exigencia de su propia supervivencia como productores de cultura, la necesidad de la construcción de una sociedad democrática. La conquista de la democracia –de un sistema de organizaciones culturales abierto y pluralista, apoyado en una sociedad civil autónoma y dinámica– se vuelve la base para el florecimiento de una cultura nacional-popular entre nosotros; pero la elaboración y difusión de tal cultura, contribuyendo a la hegemonía de los trabajadores (del brazo y de la mente) en la vida nacional, es a su vez un momento imposible de eliminar en la conquista, consolidación y profundización de la democracia, de una democracia de masas que sea parte integrante de la lucha y de la construcción de una sociedad socialista en nuestro país.
 
Bibliografía
“Declaração do CC do PCB” (marzo de 1958). En: Nogueira, Marco Aurélio (ed.), PCB: Vinte anos de política. San Pablo: Ciências Humanas, 1980.
Konder, Leandro, La democracia y los comunistas en Brasil. Río de Janeiro: Graal, 1980. 
 
Título original: “Os intelectuais e a organização da cultura”. En: Nelson Coutinho, Carlos, Cultura e sociedade no Brasil. Ensaios sobre ideias e formas. San Pablo: Expressão Popular, 2011, pp. 13-33. Trad. y publ. por gentil autorización de la editorial y de los familiares del autor. Trad. de Miguel Vedda.
 
Ilustración de Joaquin Zelaya.
 
1 Solo en 1975, bajo los cuidados editoriales de Valentino Gerratana, fue publicada una edición crítica (Quaderni del carcere. Turín: Einaudi) que no solo presenta los cuadernos en el orden en que fueron escritos, sino que provee también las variantes de los textos y recoge de manera íntegra los apuntes de Gramsci.
2 Cf. principalmente el ensayo “Cultura y sociedad en Brasil”.
3 Es claro que hubo intelectuales abolicionistas; pero, en general, su vínculo cultural con los esclavos era exterior, retórico –basta pensar en la poesía Castro Alves–, y la lucha abolicionista no se hacía en nombre de un proyecto cultural y político de los esclavos, sino de un nuevo orden liberal que garantizaría el desarrollo del capitalismo.
4 Intento señalar algunas de las causas de tales “excepciones” en mi ensayo sobre Lima Barreto.
5 Referencia a las manifestaciones de apoyo al mariscal Floriano Peixoto durante la revuelta armada que se extendió desde septiembre de 1893 a marzo de 1894, y que se consolidaron luego como un movimiento político (nota del trad.).
6 Getúlio Vargas (1882-1954) fue presidente de la República del Brasil en cuatro períodos: 1930-34, 1934-37, 1937-45 y 1951-54. Desarrolló una política reformista y “paternalista” que fue duramente cuestionada por los movimientos de izquierda (nota del trad.).
7 La crítica novelística de la “vía prusiana” no aparece solo en las excelentes novelas de Graciliano Ramos. Basta pensar en las novelas de José Lins do Rego, que tratan de las devastaciones humanas provocadas por la capitalización del latifundio, por la conversión del viejo ingenio en la moderna usina.
8 Sobre el Partido Comunista Brasileño en 1945, cf. Konder, 1980: 49-61.
9 Eurico Gaspar Dutra (1883-1974) fue presidente constitucional de Brasil entre 1946 y 1951 (nota del trad.).
10 En 1958, el Partido Comunista Brasileño indicó claramente esa tendencia, que consideraba –a pesar de sus altibajos– “una tendencia permanente”: “Las fuerzas nuevas que crecen en el seno de la sociedad brasileña, principalmente el proletariado y la burguesía, vienen imponiendo un nuevo curso al desarrollo político del país […]. Ese nuevo curso se realiza en el sentido de la democratización, de la extensión de los derechos políticos a capas cada vez más amplias” (“Declaração, 1980: 8) [Juscelino Kubitschek de Oliveira (1902-1976), presidente constitucional de Brasil entre 1956 y 1961 (nota del trad.)].
11 El Acto Institucional N° 5 (13/12/1968-13/10/1978) fue el quinto de una serie emitida por el régimen militar brasileño desde el golpe de 1964. Daba poderes extraordinarios al presidente y suspendía diversas garantías constitucionales (nota del trad.).

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