1. Introducción
Quisiera identificar y explicar esquemáticamente aquí, mediante un conjunto de apretadas tesis, los principales procesos que a mi entender diferencian a la denominada
globalización respecto de períodos anteriores de intensa
universalización de las relaciones sociales capitalistas.
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Dos son las coordenadas en las que debemos inscribir esta tarea de determinar las especificidades de la globalización. Por un lado, debemos reconocer la tendencia universalizante inherente al capitalismo desde sus orígenes históricos, una tendencia que además se inscribe en la dinámica de acumulación y en la consiguiente expansión de las relaciones sociales que lo definen como modo de producción. Ya Marx y Engels escribían tempranamente, en un Manifiesto que hoy cumple un siglo y medio de vida revolucionaria, acerca de una burguesía que “se forja un mundo a su imagen y semejanza”. El primero analizaría más tarde estas tendencias, a lo largo de un itinerario que va desde el propio concepto de reproducción ampliada del primer tomo hasta la perecuación de la tasa de ganancia en el tomo tercero de El Capital.
Sin embargo, debemos reconocer igualmente que dicha tendencia universalizante opera discontinuamente y, en cada período histórico, con características diferenciadas. El anuncio de Lenin del advenimiento de una etapa imperialista del capitalismo a comienzos de siglo y su reelaboración posterior en la escuela del capital monopolista de Sweezy, la idea de que el desarrollo capitalista puede periodizarse a partir de ciclos largos también gestada a comienzos de siglo por Kondratieff y retomada posteriormente en las teorías de las “ondas largas” de Mandel o de las “estructuras sociales de acumulación” de Gordon, son todos intentos de asimilar esta idea de un desenvolvimiento discontinuo del capitalismo (ver Mc Donough, 1997). Por supuesto, no podemos detenernos aquí en los complejos problemas que encierran estos diversos intentos de distinguir períodos en el desarrollo capitalista. Digamos, simplemente, que alcanza con aceptar la existencia de discontinuidades dentro del mismo, para suponer que su tendencia universalizante no podrá sino operar de un modo igualmente discontinuo.
Sólo considerando a la denominada
globalización a partir de estas dos coordenadas puede evitarse un doble riesgo: el riesgo de sumarnos a la moda de augurar el advenimiento de una sociedad enteramente nueva, en los casos extremos una sociedad poscapitalista, y el riesgo contrario de negarnos a reconocer las transformaciones del capitalismo en curso. Sólo guardando distancia respecto de los ideólogos oficiales de la globalización -los gurúes neoliberales como P. Drucker, A. Toffler, etc.- y a la vez de sus nostálgicos impugnadores de la periferia -como nuestro Aldo Ferrer- puede arrojarse luz sobre las especificidades del fenómeno en cuestión.
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La mejor manera de identificar estas especificidades será, entonces, comparando los rasgos del período que vivimos desde la crisis mundial desencadenada a comienzos de la década del setenta hasta nuestros días, con las características de períodos previos del desarrollo capitalista, y en particular del capitalismo de posguerra.
Comencemos con una definición provisoria. El término globalización -sigo utilizándolo aquí para evitar una engorrosa proliferación de palabras- designa una determinada combinación de procesos económicos, sociales, políticos, ideológicos y culturales que puede ser considerada como una nueva etapa de acelerada extensión e intensificación de las relaciones sociales capitalistas. No es un mero agregado de procesos dispersos, pero tampoco una estructura cohesionada por relaciones de funcionalidad. Es una combinación de procesos, una constelación, determinada por el único principio que puede considerarse articulador y convertir en inteligibles este tipo de totalidades complejas y antagónicas: la lucha de clases. La lucha de clases, más precisamente, determina esta combinación de procesos en tanto constituyen en su conjunto una sostenida reacción burguesa contra los trabajadores, iniciada tras el reflujo de la década revolucionaria que va de mediados de los ‘60 a mediados de los ‘70 y con el hundimiento en la crisis mundial vigente hasta nuestros días. Trataremos de explicar dicha combinación de procesos a partir de la lucha de clases, de la lucha entre capital y trabajo. Eso significa, en este contexto, una lectura política.
2. Crisis y capital en fuga
La primera idea que quisiera presentar se refiere al comportamiento de las finanzas. Es comúnmente reconocida la importancia que reviste la expansión del mercado financiero entre los procesos que asociamos con la globalización. Los comienzos de esta expansión de remontan a fines de la década de los ‘60 y comienzos de los ‘70: la desregulación y liquidación final del sistema de Bretton Woods entre 1966 y 1971, los cambios en el manejo del crédito de Gran Bretaña en 1971, la adopción de un sistema de tipos de cambio flexibles en 1973, la expansión del mercado de eurodólares y el reciclaje de petrodólares, con el correlativo endeudamiento y posterior crisis de los capitalismos periféricos. Ya en este período aparecen mercados derivados de futuros y opciones sobre monedas y tasas de interés, que más tarde tendrán un desarrollo explosivo. Pero esta tendencia expansiva de los mercados financieros se potencia desde la llegada de la contrarrevolución neoconservadora a EEUU y Gran Bretaña entre 1979 y 1982. La primera mitad de la década de los ‘80 está signada, en efecto, por un proceso de creciente liberalización financiera: se liberalizan los movimientos de capital y las tasas de interés, se convierte en títulos la deuda pública de los países centrales, crecen significativamente los activos de los fondos de inversión y de pensión y los derivados, y se expanden a una escala internacional.
En este período es que “ingresa” a nuestros países, por así decirlo, la crisis y la globalización capitalista: ingresa gracias a su primer ariete, el endeudamiento especulativo, y se expresa con su máxima violencia como la crisis de la deuda, crisis que condicionará desde entonces la marcha de nuestras economías.
De mediados de los ‘80 hasta nuestros días, finalmente, se acentúa la interconexión de los mercados financieros y se incorporan por completo los capitalismos periféricos. La desregulación alcanza a los mercados bursátiles, se expanden las transacciones en los mercados cambiarios y en derivados de materias primas. Las finanzas de mercado y la conversión en títulos de la deuda pública se extienden por fuera de las economías de la OCDE (para un panorama del proceso ver Chesnais, 1996, particularmente cap.1).
Alcanza con atender a unos pocos datos para constatar la magnitud que alcanzó esta expansión de las finanzas especulativas. El volumen del mercado financiero se incrementó desde unos 40.000 millones de dólares a comienzos de la década del ‘70 a un monto que hoy ascendería a varios cientos de billones. Las características de las transacciones financieras a su vez se modificaron significativamente: se desregularon las plazas, se incrementó la velocidad de las transacciones, se generalizaron nuevas herramientas. La importancia de esta expansión del mercado financiero puede advertirse cabalmente si contabilizamos que sólo en la plaza de New York, cada quince días, se realizan operaciones financieras por un monto equivalente al producto bruto mundial de todo un año (Scavo, 1995).
Esta expansión del mercado financiero no se corresponde con una expansión productiva de magnitud equiparable: apenas una décima parte -en los cálculos más optimistas- de sus transacciones cuentan con algún correlato en bienes y servicios reales. Por el contrario, esta hipertrofia del mercado financiero se gesta y desarrolla en el contexto de un período de crisis y de crecimiento mediocre de la economía mundial. Esto es, un período caracterizado por tasas de crecimiento medio anual del producto de 2,1% -contra 5,2% en el capitalismo de posguerra- y de productividad de 2,6% -contra 5,2% en la posguerra (datos para los países de la OCDE; períodos 1974-1994 y 1949-1974; de Husson, 1996).
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Este desfasaje pone de manifiesto de manera privilegiada el vínculo existente entre la globalización y la crisis desencadenada a comienzos de los ‘70: el capital, ante el estrangulamiento de su rentabilidad en la esfera productiva, se desplaza desde entonces, en porciones crecientes, hacia la esfera financiera (Holloway/Bonefeld, 1995). Más adelante volveré sobre este punto. Sin embargo, habida cuenta que parece perpetuarse a través del tiempo, conviene examinar más detenidamente este aparente “predominio” de la especulación financiera sobre la producción.
Detener el análisis en este predominio, convertido en característica distintiva de un capitalismo contemporáneo que quedaría así signado por connotaciones puramente rentísticas, no resuelve ningún problema (esto sucede en parte en Chesnais, op. cit. y 1996/7). El aparente predominio de la “especulación” sobre la “economía real” no puede analizarse sobre la base de una contraposición mecánica entre la esfera financiera y la productiva, pues la primera no puede sino absorber y redistribuir masas de plusvalor necesariamente generadas en la segunda (ver la crítica de Husson, 1997, a este enfoque). Un funcionamiento puramente rentístico del capitalismo a mediano plazo es, por consiguiente, insostenible. Y no olvidemos aquí que el período de crecimiento lento en que vivimos se extiende ya por más de dos décadas, es decir ¡un lapso de tiempo equivalente a la afamada edad de oro del capitalismo de posguerra!
En nuestros países, este tipo de interpretaciones que contraponen mecánicamente las esferas financiera y productiva conduce a diagnósticos insostenibles y de ahí rápidamente al reciclaje de programas nacionalistas-populistas centrados en la protección de presuntos capitales autóctonos auténticamente productivos ante el capital financiero transnacionalizado.
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¿Cómo debemos entender, entonces, esa hipertrofia financiera en el marco de los procesos que integran la globalización?. Acaso la respuesta radique en que la extrema movilidad del capital bajo su forma dineraria le permite a la especulación financiera operar precisamente como una suerte de “avanzada”, de “punta de lanza” del conjunto de procesos que forman la globalización capitalista.
La operatoria del mercado financiero desnudará así, como ninguna otra instancia, los rasgos que caracterizan a la globalización. Su potencia, por ejemplo: la capacidad de imponer políticas económicas a los Estados comprometidos en preservar sus monedas y sus equilibrios fiscales. Y asimismo su fragilidad, puesta de manifiesto en cada corrida especulativa. Ambos rasgos son, desgraciadamente, bien conocidos en Sudamérica. Las políticas económicas de moneda estable y mercados libres inspiradas en el Consenso de Washington, cuyo caso extremo son los planes más o menos rígidos de convertibilidad de la Argentina y Brasil (ver análisis comparado en Sant’Ana, 1996), son a la vez producto de los graves desequilibrios macroeconómicos desatados por la crisis de la deuda y cadenas que subordinan el desenvolvimiento económico de nuestros países a los flujos especulativos de los mercados financieros internacionales. Operan como cadenas, ya sea estabilizando mediante un violento disciplinamiento social y político (ver Bonnet, 1995), ya sea desestabilizando a través de colapsos no menos violentos con cada corrida especulativa. Las consecuencias del llamado efecto tequila -especialmente en Argentina- hace tres años y del efecto arroz -en Chile, Brasil, ¿Argentina vía Mercosur?- de nuestros días son evidentes (ver para la crisis asiática los trabajos de Hochraich, 1998, y Chesnais, 1998; sobre sus consecuencias en Brasil, Singer, 1997).
El mercado financiero desnuda así la potencia y la fragilidad de la globalización, debido al vínculo existente entre su hipertrofia y la crisis mundial. En este sentido la financiarización del capital es al mismo tiempo una fuga hacia adelante del capital en crisis -una apuesta a la explotación futura del trabajo- y una respuesta del capital a su crisis -una ofensiva de disciplinamiento que apunta a sentar las condiciones de posibilidad para esa explotación futura.
[5] Como sucede a escala nacional con los procesos de desinversión, a escala mundial sigue siendo la potestad de los capitalistas sobre las decisiones de inversión su arma última en la lucha de clases. Y la extrema movilidad del capital en su forma de capital dinerario otorga a la inversión especulativa, en este sentido, el carácter de arma privilegiada.
3. Capital móvil / trabajo encerrado
La segunda idea que quisiera plantear aquí se refiere por su parte a la producción y al comercio mundiales, donde igualmente encontraremos procesos que son constitutivos de la globalización. En este punto, sin embargo, los datos parecen en una primera lectura capaces de sustentar hipótesis diversas y aún contradictorias.
En efecto, puede constatarse una tensión entre la tendencia hacia un aperturismo multilateralista y la contratendencia hacia la conformación de bloques regionales. Este fenómeno suele absorber la atención de los analistas que siguen las transformaciones del comercio mundial desde la perspectiva de las economías periféricas (ver por ejemplo las compilaciones de Calva, 1995, y Rapoport, 1995). Se constata asimismo una tensión semejante a propósito del comportamiento de la inversión extranjera directa, entre una tendencia hacia la liberalización de sus flujos -casi planetarizados desde el derrumbe de los regímenes burocráticos del este- y una contratendencia hacia su concentración -en sus ¾ partes- en los tres grandes polos económicos mundiales. Esta tensión suele atraer igualmente la atención de los analistas ubicados en la periferia (ver Minsburg, 1995). Sin embargo, existe una tercera tensión, más abarcadora, entre la movilidad de los capitales y mercancías por un lado y la inmovilización del trabajo por otro, que suele pasar desapercibida. Naturalmente, hay una explicación bien sencilla de esta asimetría respecto de la atención brindada a los fenómenos mencionados. Cuando se interpreta la globalización desde las oficinas del Estado, agente de política macroeconómica, las estrategias comerciales y de captación de inversiones extranjeras ocupan un primer plano; cuando se la interpreta desde la posición de los trabajadores como sujeto de lucha, esta asimetría entre trabajo y capital pasa a ocupar el centro del análisis. A esta última quisiera referirme.
Tras los comportamientos mencionados de los flujos de inversión y comercio se encuentra la operatoria de las corporaciones transnacionales, que son el auténtico protagonista de la globalización en la producción. Un pequeño grupo de transnacionales, las cien principales, controlan 1/3 de la inversión directa y explican 1/4 del comercio mundiales -y aumenta esta participación significativamente si nos restringimos a los sectores más dinámicos de la economía. Los crecientes flujos comerciales intra e inter-bloques se explican en buena medida por el comercio intra-firma de las transnacionales, así como los flujos de inversiones intra e interbloques se explican por los procesos de relocalización de procesos productivos de esas mismas grandes corporaciones.
En efecto, estas transnacionales -a diferencia de las multinacionales dominantes en el capitalismo de posguerra- tienden a descentralizar sus procesos de producción, orientadas por las ventajas comparativas ofrecidas por las distintas regiones, mientras realizan su producción directamente en el mercado mundial. Existen distintas modalidades de reorganización y de relocalización de la producción en curso -detenidamente analizadas por la llamada
escuela de la regulación (véase por ejemplo Lipietz y Leborgne, 1990 y 1994). Sin embargo, la dominante -denominada
neotaylorista por los regulacionistas- parece ser la modalidad asociada con una disgregación territorial de la producción que implica una polarización espacial entre la concentración de las actividades financieras y de servicios en las grandes metrópolis del centro capitalista y la dispersión de plantas productivas en zonas industriales especializadas de regiones periféricas. Existen asimismo distintos tipos de ventajas comparativas que orientan esta reorganización y relocalización de la producción de las corporaciones transnacionales (ver De Mattos, 1990 y 1997). Sin embargo, pueden referirse en su conjunto a las tasas de explotación del trabajo vigentes en las distintas regiones -las que no necesariamente coinciden por supuesto con los salarios relativos.
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Este proceso de reorganización y relocalización de los procesos de producción llevado adelante por las grandes corporaciones transnacionales plantea un nuevo problema para el análisis: la emergencia de mecanismos de formación de precios propiamente internacionales, al menos en aquellas ramas más trasnacionalizadas de la economía (ver Carchedi, 1991).
Esta posibilidad de formación internacional de los precios depende hoy de la posibilidad de un mercado internacional, o al menos de mercados regionales, de fuerza de trabajo, puesto que la movilidad de los capitales es prácticamente irrestricta. Aquí nos encontramos ante esa asimetría entre la movilidad de los capitales y mercancías por una parte y la inmovilidad de la fuerza de trabajo por la otra.
Esta inmovilidad es en parte inherente a la naturaleza de la fuerza de trabajo como mercancía, como ya señalara Marx, por su inseparabilidad respecto del trabajador. Pero el peso de esta restricción disminuye con el propio desarrollo de las fuerzas productivas. La restricción a la movilidad de la fuerza de trabajo que hoy reviste una importancia clave es más bien la impuesta políticamente (ver Fox Piven, 1995).
Una de las tareas de los Estados-nación fue siempre la segmentación de la clase trabajadora en mercados de trabajo nacionales, en particulares cotos de caza de burguesías soberanas. Más adelante me detendré en este punto. Quedémonos por ahora en la tensión generada por la movilidad de un capital que se desplaza tras unas condiciones óptimas de explotación del trabajo, tendiendo así a unificar los mercados de trabajo, pero que a la vez necesita de la inmovilidad del trabajo y fragmentación de los mercados de trabajo como requisito para optimizar esas condiciones de explotación. En efecto, así como la competencia entre trabajadores es una condición de posibilidad de la explotación capitalista a nivel nacional, la competencia entre clases trabajadoras nacionales -exacerbada en nuestros días por un desempleo galopante y una marginación de poblaciones enteras respecto de economía mundial- es la condición de posibilidad para una explotación capitalista globalizada. Pero es una condición, a su vez, continuamente minada por el propio comportamiento del capital. Esta tensión se expresa en el recrudecimiento de la xenofobia, del racismo, de las cruzadas étnicas modernas y de las auténticas “guerras de baja intensidad” libradas en ciertas fronteras -como la del Rio Grande.
Por supuesto, los trabajadores no son sólo los inermes portadores de una mercancía. Se constituyen como clase y su lucha puede golpear en el corazón de la explotación capitalista: golpearon desde la selva chiapaneca al Tratado de Libre Comercio y sacudieron desde las fábricas coreanas al milagroso sudeste asiático. No puedo detenerme aquí a examinar las ricas y novedosas modalidades que reviste cotidianamente esta resistencia contra el capital globalizado. Señalaré apenas que un corolario interesante de aquella tensión entre movilidad del capital e inmovilidad del trabajo es la creciente centralidad que adquiere el espacio en la lucha de clases. Esto puede resultar paradójico, puesto que históricamente el desarrollo de las fuerzas productivas -transporte, comunicaciones- tendería a minimizar la importancia del espacio (ver Harvey, 1992). Sin embargo, el espacio es un producto histórico-social no sólo determinado por el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, sino también por estrategias políticas. Y así como existe una política capitalista de manejo del espacio, algunos movimientos de resistencia parecen estar delineando una política del espacio alternativa a aquella. Los cortes de rutas en Argentina y las acciones de los “sin tierra” en Brasil deberían entenderse en este marco.
4. Capital global / Estado-nación
Esta problemática nos conduce directamente a la tercera idea que quisiera abordar, concerniente a la relación entre globalización y Estados-nación. En efecto, en el centro de aquella asimetría entre movilidad de los capitales y las mercancías e inmovilidad de la fuerza de trabajo se ubica la figura del Estado. Es imposible definir el Estado prescindiendo del sistema internacional de Estados, del cual es parte integrante pero dentro del cual sólo puede definirse negativamente en base a un territorio y a un pueblo -la nación- específicos (son pertinentes las advertencias metodológicas de Von Braunmühl, 1978; ver asimismo Holloway, 1993). Por consiguiente, la globalización parece entrar en tensión con esta naturaleza de los Estados-nación.
Esta tensión es el punto de partida para examinar los procesos de “reforma del Estado” que signaron la era neoconservadora de los ‘80 y que se prolongan en nuestros días con las denominadas “reformas de segunda generación”. Estos procesos de reforma del Estado no significan en ningún caso una desaparición ni una minimización de los Estados. Atiéndase, por ejemplo, al simple hecho de que los procesos de reforma paradigmáticos de los ‘80 -británico, norteamericano, en alguna medida alemán- aumentaron los gastos públicos considerados como porcentajes de sus respectivos PBI (según datos del FMI). La idea, ciertamente divulgada en nuestro medio, de que dichos procesos de reforma son meramente destructivos es en verdad una idea de raigambre populista que se nutre en una idílica interpretación de la naturaleza general del Estado capitalista y de los Estados capitalistas periféricos de posguerra en particular.
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Los procesos de reforma del Estado constituyen, entonces, procesos mediante los cuales los denominados Welfare States centrales -y sus pares populistas periféricos- de la posguerra modifican sus funciones. En este sentido, dichas reformas pueden ser interpretadas como pasajes desde “Estados de seguridad” hacia “Estados de competencia”. Desde los “Estados de seguridad”, nacidos en los capitalismos avanzados como respuesta a los procesos revolucionarios y la depresión de 1917-1932 y centrados en las políticas de estabilización y de integración social keynesianas, hacia unos “Estados de competencia” que abandonan dichas políticas de seguridad (o aún adoptan políticas de signo contrario: un Stato-crise, diría T. Negri), centrados a su vez en crear y consolidar las condiciones internas de explotación del trabajo para la captación de mayores porciones de un capital globalizado (Hirsch, 1997; Alvater, 1997).
Pero no alcanza con esta explicación, que es meramente funcional. La propia reforma neoconservadora del Estado es parte de una ofensiva del capital contra el trabajo que, en su extremo, puede ser entendida como renovada “acumulación originaria”. Las privatizaciones y desregulaciones son, ante todo, mecanismos de expropiación directa, de apertura violenta de oportunidades de inversión inmediatamente rentables, la flexibilización de los contratos laborales es la legalización de un despotismo fabril propio de los orígenes del capitalismo, y así sucesivamente. Se trata de políticas encaradas por los Estados neoconservadores. Y de políticas que -más allá de su adecuación a poderosas tendencias subyacentes en el capitalismo contemporáneo- requieren de una capacidad de intervención de parte del Estado que en nada concuerda con la mitología del “Estado mínimo” y del “libre mercado”.
Ahora bien, es muy cierto que, como resultado de estos procesos, los Estados-nación parecen resignar algunas de sus funciones, las funciones más directamente vinculadas con la operatoria de las transnacionales, que por su propia naturaleza parecen escapar a toda instancia de regulación nacional. Ante la inexistencia -y quizás la imposibilidad- de instituciones supranacionales de regulación que reemplacen a los Estados-nación en estas funciones, las mismas tienden a ser adoptadas por instituciones supranacionales heredadas del capitalismo de posguerra -particularmente, por los organismos financieros internacionales (véase Tanzer, 1995)-, que a su vez intentan adecuar su naturaleza a estas nuevas funciones.
Naturalmente, nada garantiza el éxito de semejante empresa. Tras la devaluación mexicana del denominado
tequila, los organismos financieros internacionales entraron, para decirlo en suaves términos psicológicos, en una aguda crisis de identidad.
[8] México, el nuevo milagro, el que mantenía estrechísimos “mecanismos de consulta” con el Tesoro y la Reserva Federal en virtud del Tratado de Libre Comercio, había devaluado y conmocionado los mercados financieros. Tres años más tarde, en estos días, la historia se repite desde los viejos milagros del sudeste asiático.
5. A manera de conclusión
La riqueza en su forma de capitales industriales y mercancías tiende a discurrir en el interior de, o entre, los tres polos de la economía mundial, marginando regiones enteras de cualquier posible inserción en el mercado mundial (el África sub-sahariana, América Central, ¿parte de Sudamérica?) En el interior de esos mismos polos, los flujos de riqueza se concentran en las zonas productivas vinculadas directamente con el mercado mundial, marginando zonas interiores que se convierten, en el mejor de los casos, en atrasadas proveedoras de fuerza de trabajo barata (zonas del interior de China, etc.). Los flujos riqueza en su forma de capitales especulativos, esto es, capitales excedentes, encuentran su correlato en un excedente de fuerza de trabajo que alcanza a un tercio de los hombres y mujeres del mundo dispuestos a trabajar. Los Estados-nación en sus nuevas funciones no revierten estas tendencias; más bien, tienden a profundizarlas en su empeño por atrapar partes significativas del escurridizo capital globalizado.
Enfrentar pobres contra pobres para incrementar la explotación y por ende la pobreza. Marginar, fragmentar, romper solidaridades: esa parece hoy la estrategia del capital globalizado.
Algunos buscan la respuesta a esta situación en el Estado-nación, en un nuevo Estado o en algún reciclaje del Estado de posguerra. Pero debe recordarse que nunca, durante este siglo, fue menos peligroso que hoy ser brutalmente reduccionista en cuanto al Estado capitalista: el Estado es hoy poco más que un sirviente político del gran capital. Algunos buscan la respuesta en una alianza con las burguesías autóctonas. Pero debe advertirse entonces que nunca, durante este siglo, dichas burguesías contaron con una menor autonomía respecto del gran capital trasnacionalizado.
Podemos, en cambio, partir de la orfandad a la que los trabajadores y el conjunto de los explotados y oprimidos se ven arrojados por el capital y su Estado, e intentar convertirla en autonomía política. Podemos incluso partir de la hermandad en la miseria a la que los pueblos son empujados por el capital globalizado, e intentar convertirla en un internacionalismo de nuevo cuño. Hace 150 años, el Manifiesto vislumbraba una mundialización del capital y reclamaba un internacionalismo del trabajo. Hoy, aquella es una realidad y éste un desafío impostergable.
Bibliografía
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[1] Los lineamientos generales de este artículo se encuentran en mi contribución al III Encuentro de la Sociedad de Economía Política del Brasil, a realizarse en junio próximo en Rio de Janeiro. Fueron expuestos sintéticamente el 12 de septiembre de 1997 en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR, en un encuentro organizado por las revistas
Cuadernos del Sur,
Debate Marxista y
Herramienta Agradezco a los participantes de este encuentro y en particular a G. Gigliani, de la Escuela de Economía Política, con quien a menudo cambiamos ideas respecto de estas cuestiones. Los compañeros de
Herramienta tuvieron el acierto de dar a conocer varias de las intervenciones realizadas en dicho encuentro y en otro semejante organizado dos meses antes en Buenos Aires.
[2] La izquierda no escapa a estos riesgos. Intentos verdaderamente sistemáticos de ignorar cualquiera de las transformaciones contemporáneas del capitalismo -como no sea, claro, un grado superior de “descomposición” y “parasitismo”- se encuentran en O. Coggiola:
Globalización y socialismo (
En defensa del marxismo N° 15, diciembre de 1996), J. Chingo y J. Sorel:
Elementos para una explicación marxista de la crisis del capitalismo imperialista (
Estrategia internacional N° 7, marzo-abril de 1998), etc. Respecto de los posibilistas de toda laya reunidos en la llamada “centro-izquierda”, siempre prontos a invocar las coacciones -reales o imaginarias- impuestas por la globalización para justificar su renuncia política ante las reivindicaciones más elementales, en cambio, no es preciso abundar.
[3] En las intervenciones de L. Briones Rouco, R. Astarita y G. Gigliani reproducidas en
Herramienta N° 5 (primavera-verano de 1997/98) puede encontrarse un panorama de la crisis y sus relaciones con la globalización capitalista.
[4] Un ejemplo. R. Bernal-Meza parte de la idea de que estaríamos ante la transición desde un capitalismo productivo hacia un “régimen de acumulación del capitalismo financiero transnacional” (
sic). Y concluye: “sin embargo, la capacidad de oponer límites al poder del capital transnacional varía de un Estado a otro, según la orientación gubernamental a fortalecer o no su propio capital nacional y a la fortaleza con que se articulen las fuerzas sociales en la relación Estado-sociedad civil” (
Claves del nuevo orden mundial, Buenos Aires, GEL, 1991, I). Chesnais parte ciertamente de un análisis mucho más serio, pero ¿escapa a esta trampa?. “En el seno de estas instancias que organizan a la burguesía francesa como clase existen hoy sectores totalmente adheridos a las posiciones del capital financiero conducido por los anglosajones, pero hay asimismo otros sectores que tienen serias dudas no sólo en cuanto al resultado de los enfrentamientos con los asalariados y la juventud, sino también en lo que ellos podrían ganar aplicando todas las medidas de desregulación y privatización que se le exigen al capital francés y que el gobierno de Chirac-Juppé buscan imponer. Estos sectores piensan que se ha ido demasiado lejos en las concesiones y aún en las capitulaciones a las exigencias del imperialismo norteamericano, del capital financiero que se valoriza exclusivamente bajo la forma de dinero, y de sus diversas agencias europeas” (
op. cit., p.16-7)
[5] Carlos Abalo escribió recientemente: “El crédito es un capital anticipado, pero no ficticio. Llegaría a ser ficticio si como capital obtenido por préstamo no fuerza capaz de extraer plusvalía o de realizarla. Además, la posible completa desvalorización no es una particularidad del título sino de toda forma de capital. Lo ficticio es la creación del título contra ninguna riqueza material, pero deja de serlo si a ella se llega a partir de la redistribución y apropiación de plusvalía” (“La crisis y el porvenir del capitalismo...”, en
Herramienta N° 6, 1998, p.87). Ahora bien, para dirimir la “posibilidad de que haya comenzado una recomposición del capitalismo y una nueva fase larga expansiva pese a la crisis financiera internacional” (id., p.80) es preciso, justamente, avanzar alguna hipótesis acerca de esa diyuntiva. Tal hipótesis sólo podría verificarse
ex post, pero eso no significa que no podamos tener buenos argumentos
ex ante, sea en uno o en otro sentido. ¿Puede el capitalismo reabsorber productivamente los espectaculares montos de la especulación financiera, sin una inflación galopante y una profunda crisis de realización? ¿Puede, en cambio, desvalorizar en masa esos capitales financieros, sin ingresar en una crisis cuya magnitud superaría ampliamente la crisis del treinta y sus consecuencias políticas? Estas opciones no parecen viables a corto plazo; a más largo plazo, por supuesto, su viabilidad depende del desenvolvimiento de la lucha de clases.
[6] Los regulacionistas suelen limitarse a catalogar aquellas modalidades de reorganización de la producción y estas ventajas comparativas sobre las cuales descansan, presentando una suerte de “menú de posfordismos posibles” a elección de empresarios y funcionarios -aunque recomendando las virtudes de algunos platos de la cocina socialdemócrata. Los condicionantes históricos concretos de estas elecciones y la evaluación de sus resultados en la disputa por el mercado mundial -que ciertamente no parecen acreditar las virtudes de la cocina socialdemócrata ante empresarios y funcionarios- parecen llamar menos su atención. Un ejemplo extremo se encuentra en las conferencias dictadas por B. Coriat en Buenos Aires (
Los desafíos de la competitividad, en
Documentos de Trabajo del PIETTE-CONICET, Buenos Aires, 1994; véase un comentario más detenido en mi
The japanese dream: Coriat en Buenos Aires, en
Dialéktica N°5/6, Buenos Aires, 1994).
[7] Un buen ejemplo de esto se halla en A. C. Barbeito y R. M. Lo Vuolo:
La modernización excluyente, Buenos Aires, Losada/Unicef, 1992, cap. IV. E. Meiksins-Wood escribió recientemente que, “contrariamente a la sabiduría convencional, la “globalización” ha hecho al Estado no menos, sino más importante para el capital. El capital necesita al Estado para mantener las condiciones de acumulación y “competitividad”, para preservar la disciplina laboral, para aumentar la movilidad del capital mientras bloquea la movilidad del trabajo, y para muchas otras cosas. Después de todo, el así llamado “neoliberalismo” no es sólo una retirada del Estado respecto de la provisión social. Es un conjunto de políticas activas, una nueva forma de intervención estatal destinada a aumentar la rentabilidad capitalista en un mercado global integrado” (intervención en el
Against the current simposium on the 150 anniversary of the
Communist Manifesto,
Against the current XII, 6, enero-febrero de 1998).
[8] Un Subsecretario del Tesoro de los EEUU declaró tras la devaluación mexicana que, “por el bien de EEUU y el de la comunidad internacional, debemos garantizar el desarrollo de mecanismos que en el futuro permitan enfrentarnos a este tipo de situaciones con la máxima eficacia” (L. Summers:
Tras el fracaso, en
Página 12, 10/4/95). La historia se repitió más tarde: otro Subsecretario del Tesoro declaró, tras las devaluaciones asiáticas, que “el FMI debería desarrollar un mejor sistema de advertencias anticipadas para detectar crisis incipientes. En el colapso mexicano de 1995 y en la crisis del Este asiático, no envió ninguna advertencia a los países afectados” (R. C. Altman:
La omnipotencia del mercado, en
Clarín, 21/12/97).