Las sirvientas asesinas: mal paso, delito y experiencia de clase en la Argentina peronista
Omar Acha
[Capítulo del libro en preparación, Crónica sentimental de la Argentina peronista. Sexo, inconsciente e ideología, 1945-1955. Algunas alusiones a temas discutidos previamente o con posterioridad refieren a tratamientos que se encontrarán en el libro en gestación. Se ha eliminado el aparato erudito. Algunos fragmentos aparecerán en el portal periodístico Marcha]
Introducción
Victoria G. había nacido en Rosario, en noviembre de 1914. Trasladada a la localidad de Pergamino, concurrió hasta el tercer grado de la escuela primaria. A los doce años comenzó a trabajar como sirvienta. Su vida sexual comenzó tres años más tarde, momento en que entabló relaciones con un peón de campo en su provincia natal. De ese vínculo nacieron dos hijos que no fueron reconocidos por el padre. En 1938 decidió junto a una prima hermana mudarse a la ciudad de Buenos Aires. Ambas se instalaron en la casa de una “tía postiza”, probablemente una conocida de Rosario que facilitó la cadena migratoria para llegar a la Capital Federal e incluso para obtener empleo. Consiguió lugares en el servicio doméstico, pero también en fábricas, y luego regresó al trabajo de sirvienta. No tenía una ocupación fija. Fue apresada en fines de los años cuarenta por robar dinero de un bolsillo en la casa en que realizaba tareas domésticas.
Este capítulo está dedicado a dar cuenta de recorridos similares al recién resumido. Perfectamente podría ser narrado sin apelar a un vínculo con lo que referimos al emplear el nombre de peronismo. De hecho la trayectoria de Victoria G. comenzó mucho antes de que Perón y el peronismo asomaran en la realidad nacional. Sin embargo, historias menores como ésta se entreveraron y confluyeron con los flujos sensibles de la época. Lo hicieron a tal punto que alimentaron sus derivas inconscientes.
Los flujos demográficos y sociales entrevistos en el capítulo anterior requieren nuevos cortes, ulteriores especificaciones para no extraviarnos en alusiones abstractas. No hay otro modo de acceder a las huellas de la totalización de una época que a través de los fragmentos de una mutación colectiva. En este capítulo vamos a lanzarnos al mundo de la experiencia histórica de las sirvientas y mucamas, un sujeto social y emocional característico de los que Daniel James y Mirta Lobato han denominado una “cultura migrante”.
El obrero de orígenes populares y provincianos tuvo preeminencia en la caracterización cultural del simpatizante de Juan Perón, no obstante que la iconografía peronista fuera ambivalente respecto del color de piel, conviviendo el prototipo de varón blanco europeo con el mestizo “criollo”. En verdad, las relaciones entre condición de clase, etnización o racialización, origen migratorio y pertenencia cultural no era unívocas. Hubo obreros no peronistas, migrantes radicales y trabajadores peronistas anti-“cabecitas”, aunque las equivalencias entre obrero, “cabecita” y migrante consolidara un núcleo sociocultural y político perdurable. Incluso se podría argumentar respecto de un blanqueamiento peronista de las etnizaciones y clasificaciones cromáticas. Las diferencias raciales y de color eran allanadas en un periódico peronista-sindical a través de un multívoco uso de alusiones al criollo “de la pampa” con la piel “quemada por el sol”, preferible al linfático europeo. Ese ambiguo “cabecita” sería un ejemplo de moral y virilidad. Al mismo tiempo, también se encuentra en la época una política peronista de reivindicación folclórica con indudables consecuencias conflictivas para el imaginario de una Argentina blanca. Para su definición cromática colaboró el antiperonismo que consolidó su imagen del obrero peronista como el “cabecita negra”violento y usurpador, o su contraparte en la sirvienta violenta, lúbrica y altanera.
Los imaginarios sociales sobre las empleadas domésticas proveyeron motivos ideológicos esenciales para la cristalización de representaciones conscientes e inconscientes de la feminidad. Forjaron pilares del suelo simbólico del primer peronismo. Fueron imaginarios complejos y conflictivos, repletos de nudos y contrariedades. Pero sobre todo, fueron palabras, deseos y prácticas que enhebraron las experiencias de un sector de la clase trabajadora en la primera mitad del siglo veinte.
Las notas sobre amor, traición y revancha que componen este capítulo se sitúan de manera aproximada en la ciudad de Buenos Aires entre 1920 y 1960. El “mal paso” de las sirvientas referido en el título, acto atribulado por una inconfundible reprobación religiosa y moral, consistía en tener sexo prematrimonial y ser abandonadas, usualmente después de quedar embarazadas. Las consecuencias del presunto traspié, sinónimo frecuente de la maternidad en soltería, poblaban las revistas populares, las melodramáticas novelas sentimentales y la cinematografía. Más ampliamente, circulaban en los difusos discursos sociales. Las protagonistas eran en su mayoría jóvenes trabajadoras llegadas desde las provincias.
Desde luego, las trabajadoras domésticas no son la única ventana de una realidad múltiple, ni ofrecen la clave de una totalidad compacta. Otra vía posible llevaría a estudiar a las “costureritas” a menudo aludidas en tangos, novelas y películas de los años veinte y treinta. Las violencias de la explotación y del infortunio amoroso también fueron parte de sus experiencias. Elegí a las sirvientas porque las trabajadoras domésticas estuvieron notablemente menos protegidas por la legislación y por su propia clase social. Incluso si las “fabriqueras”, esas otras empleadas en el que el uso del diminutivo revelaba una impostación melodramática sin embargo compatible con el temprano ingreso al mercado de trabajo, fueron objeto de explotación económica y persecución sexual, las asalariadas ocupadas en casas particulares carecieron hasta bien avanzado el siglo veinte de todo amparo estatal o sindical. Fueron el signo de una situación opresiva entre las franjas más castigadas de la clase trabajadora urbana, quizá sólo superada por la prostitución esclavizada.
Investigaré la significación social del mal paso, la entrega sexual seguida por el desplante del varón que rehuía su responsabilidad. ¿Qué sucedía con la joven encinta abandonada? Según la cultura de circulación masiva, eran mártires del dolor y de la deshonra, veían destruido el ideal de una familia normal, y sólo excepcionalmente eludían la caída en la “perdición”. En algunas imágenes de las izquierdas y del catolicismo social, pero sobre todo con el primer peronismo, se opuso a esa condena una desculpabilización de las jóvenes. El sinvergüenza real era el varón irresponsable. Pero también allí la imagen de las jóvenes trabajadoras era la de víctimas inermes. Tales figuras son bien conocidas y no ameritarían un nuevo estudio si este se limitara a reiterar las representaciones habituales.
No son sólo las representaciones las que tienden a confirmar la vulnerabilidad de las trabajadoras domésticas. Hay evidencias del desamparo de las “sirvientitas”, por ejemplo, revelada en el suicidio posterior al desengaño amoroso. Han quedado en los archivos policiales cartas desgarradoras, destinadas a madres y hermanas de las jóvenes traicionadas. Pero otras fuentes, en este caso penitenciarias, revelan facetas antagónicas. Una de ellas era la venganza lisa y llana. No era raro que las sirvientas defraudadas consiguieran un arma de fuego y la descargaran en el seductor negligente.
Respecto de las consecuencias reproductivas del “mal paso”, también la realidad difería de los discursos sociales. Las actitudes ante la maternidad en soledad eran variadas. Estaban extendidos los abortos y los infanticidios. El abandono de niños no era raro. Alternativamente, las criaturas nacidas eran llevadas por las jóvenes a las ciudades o provincias de origen y libradas al cuidado de sus abuelas. O bien, podía suceder que el reconocimiento del padre fuera rechazado por la posibilidad de lograr un mejor partido.
En suma, las respuestas al “mal paso” fueron diversas, y no siempre estuvieron exentas de resarcimientos drásticos.
Intentaré mostrar que de las nervaduras prácticas y simbólicas de estos combates se nutrió un aspecto de esa efervescencia social que se llamó peronismo. Espero elaborar su conexión, generalmente relegada por las interpretaciones que insisten sobre el “interés” económico e identitario de la clase obrera en el apoyo al peronismo como en aquellas de las izquierdas que acentúan el carácter industrial de su “base social”. Por ejemplo, en un libro que es antes que nada una fuente de época, Jorge Abelardo Ramos introdujo en su relato a la sirvienta llegada del Interior sólo para notar cómo la conversación con “una amiga” le franqueó el camino hacia el trabajo en una fábrica. Sería esta posibilidad de cambiar de trabajo lo que habría excitado la ira de las patronas. Parcialmente cierta, dicha explicación socioeconómica fue sólo un elemento dentro de un cóctel denso y violento.
El estereotipo de la sirvienta provinciana medrosa y vacilante, extraviada en la gran urbe, brinda una imagen inexacta de las jóvenes trabajadoras domésticas, que enfrentaban sus dramas cotidianos y desplegaban múltiples tácticas de vida. En ese plano de la existencia, quizá más que en la disputa por un mejor salario o condiciones laborales, es donde se manifestó la resistencia de las mujeres trabajadoras. No fue una resistencia propia de la lucha de clases tradicional, aunque veremos que esta operó de maneras múltiples; fue sobre todo un combate con situaciones de indefensión y desamparo en el que condición de clase y de sexo se amalgamaron en su contra; incluso fue una experiencia de abandono donde el desamor y la ausencia de solidaridad de clase por parte de los varones trabajadores tuvo gran importancia.
En rigor, esta es la historia de experiencias más intensas que la lucha de clases masculina amparada en grandes organizaciones gremiales o políticas; es un relato de resistencia ante la explotación y la vileza, vale la pena insistir, no sólo de empleadores. Presenta dentro de ese cuadro a un sector triplemente olvidado por añejos prejuicios de la historiografía de las clases trabajadoras, a saber, los que privilegian el empleo masculino, la producción industrial y el gremialismo obrero.
Una primera sección mostrará las peripecias del trabajo doméstico asalariado en su significación dentro del contexto demográfico y las novedades principales que lo afectaron en el correr de las décadas. La información reseñada brindará un panorama material de las experiencias y acciones de las trabajadoras que ocuparán el resto del capítulo. La sección siguiente reconstruye las representaciones del “mal paso” de las empleadas domésticas y observa las líneas fundamentales del discurso melodramático presente en la cultura popular desde la década de 1920 hasta mediados del decenio de 1950. Las secciones “Deshonra” y “Vendetta” bosquejan las prácticas de las sirvientas después del mal paso. En “Deshonra” se relatan casos que confirman la imagen de las jóvenes desvalidas. Por el contrario, “Vendetta” muestra otra faceta, más enérgica y violenta hacia los otros, fundadora de una imagen diferente. A continuación se reconstruye el enlace social y simbólico con el peronismo. La conclusión ofrece un balance de las interrelaciones entre trabajo doméstico, representaciones, experiencias y prácticas de las jóvenes trabajadoras domésticas.
Metamorfosis del empleo doméstico en Buenos Aires durante el siglo veinte
Ensayaré aquí una síntesis de las mutaciones del trabajo doméstico durante el siglo veinte a partir de datos censales. La comparación de cifras extraídas de los censos rinde corolarios endebles porque la categorización de las ocupaciones asociadas con el trabajo doméstico fue disímil de acuerdo a las diferentes burocracias que organizaron las encuestas y clasificaron la información. Además, con el correr de las décadas se fueron transformando las especialidades ocupacionales registradas. No es una restricción menor el que, por añadidura, la informalidad del tipo de empleo condujera a una subestimación de su relevancia estadística. Finalmente, el trabajo doméstico solía ser una de las opciones entre las que se rotaba, junto a la labor manufacturera, la venta informal o incluso la prostitución ocasional. Al respecto la cifra censal cristaliza un mundo del trabajo fluido, discontinuo y complejo. Por lo tanto, los datos cuantitativos son en el mejor de los casos indicativos de tendencias. Finalmente, vale aclarar que me refiero al trabajo doméstico asalariado en casas particulares y no al realizado en los hogares propios pero no remunerado ni hasta hace muy poco tampoco reconocido como tal; este tema, con razón debatido por el feminismo, exigiría una investigación específica.
Los números provistos por el Segundo Censo Nacional de 1895 indican que el trabajo doméstico, en el que se incluían “domésticos, mucamos, sirvientes, cocineras y niñeras” alcanzaba en la ciudad de Buenos Aires al 7,3% de la población empleada. El análisis de los barrios más acomodados mostraba una mayor toma de esta fuerza de trabajo; así, Catedral Norte alcanzaba al 11% del salariado, del cual un 7% vivía en la casa de empleo. La mitad de las mujeres trabajadoras se empleaba en las diferentes modalidades del servicio doméstico, aunque ya un 35% se ubicaba en el sector industrial y manufacturero.
El Tercer Censo Nacional de 1914 reveló un aumento del empleo doméstico porteño hasta alcanzar el 8%. El mayor problema de la medición consiste en la indistinción de las modalidades de empleo, básicamente dividido en con cama adentro o sin retiro (esto es, con residencia en la morada de trabajo), con retiro, y por horas. El dato más significativo es, sin embargo, que el porcentaje de extranjeros del total alcanzaba al 67% indicando un notable incremento en la composición nacional de la fuerza de trabajo, en contraste con la imagen perdurable de la sirvienta “gallega”.
El Cuarto Censo Nacional de 1947 diseñó un panorama diferente. La composición del trabajo doméstico había sufrido cambios notables. Las ocupaciones de los varones –valets, mucamos, choferes, jardineros, peones y pinches– se habían desplazado de las casas particulares para refugiarse en el servicio de hoteles y pensiones. Entre las mujeres sucedió lo mismo con las amas de llaves, las nodrizas y las cocineras. A mediados del siglo veinte, el abanico que contenía a las trabajadoras domésticas encuadraba buena parte del empleo femenino, compitiendo hasta 1970 con las labores en la industria y el comercio. No debe olvidarse, sin embargo, que las ocupaciones no eran estáticas ni excluyentes. Todavía en tiempos del primer peronismo los empleos eran variables y se podía transitar del trabajo doméstico al industrial, sin descartar en algunas circunstancias el ejercicio esporádico de la prostitución. Lo que se visto en otras situaciones tales como la Inglaterra victoriana, donde la circulación entre servicio doméstico, trabajo industrial o comercial y prostitución, en modo alguno serían incomprensibles para el periodo aquí estudiado.
El dato principal del periodo peronista estaba vinculado con la migración interna rastreable desde el siglo anterior pero incrementada desde mediados de la década de 1930. Su visibilidad se trasuntó más allá del espacio doméstico. Un observador curioso como el dibujante Alejandro Sirio notó a mediados de la década de 1940 cómo en las plazas y locales bailables de la zona de Palermo se había producido un reemplazo de las “vestales del subsuelo”: las que antes eran “santiaguesas” españolas eran ahora suplantadas por las “santiagueñas” criollas (comenzaban a aparecer también inmigrantes de países limítrofes). La figura cinematográfica de la antes mencionada doméstica gallega fue representada mientras se apagaba su presencia social por la “Cándida” de películas protagonizadas por la actriz Niní Marshall.
La supremacía demográfica de las migrantes internas jóvenes se tradujo, siguiendo un patrón verificado en las ciudades latinoamericanas durante el siglo veinte, en un alto índice de empleo doméstico. El acceso al mercado laboral fue una de las vías de integración al nuevo contexto. Como hemos visto, el otro era la formación de parejas y una familia, donde la endogamia con migrantes varones de las provincias o ciudades del Interior era disputada por partenaires locales.
Las estadísticas del período 1947-1960 revelan un relativo estancamiento del empleo doméstico en el plano nacional, tendencia mitigada en Buenos Aires. Se observa además la consolidación definitiva de la primacía femenina en la composición de esa fracción de la fuerza laboral. Mas el estacionamiento cuantitativo no debería ser considerado irreversible. La década siguiente expuso una reanimación bien perceptible a través de un contraste con el Cuarto Censo de 1947. De las 400.000 personas ocupadas en 1947, 364.000 eran mujeres (91%), mientras en 1970, de los 610.000 individuos registrados las mujeres eran casi 573.000 (93,7%). Del total del empleo, el servicio doméstico significaba en 1947 el 14,6%, mientras en 1970 su importancia alcanzaba al 13%. Entre 1947 y 1970 se invirtió la relación entre los empleos con y sin retiro. Mientras en 1947 el trabajo cama adentro alcanzaba al 62%, en 1970 se redujo al 29,3%. Veamos este dato con más detalle.
Hasta fines de los años treinta el predominio de la cama adentro, propicio en casos de pobreza o aislamiento en una ciudad con crónicas dificultades de vivienda, sumía a las empleadas en una situación que concertaba al mismo tiempo seguridad e indefensión. El sistema, además de garantizar el techo y la comida, suponía un control del cuerpo y las actitudes que no sólo se restringían al tiempo de trabajo correspondiente al salario pagado; la mirada vigilante sobre la empleada se extendía a la totalidad de su vida mientras estuviera dentro de los límites del lugar de labor. A esto es preciso añadir que la permanencia de la empleada en su habitación suponía la posibilidad de apelar a un servicio fuera de horario cuando éste fuera considerado urgente. Como se trataba de situaciones excepcionales, ese servicio no era remunerado. El efecto de conjunto era que la vida de la trabajadora estaba subordinada a las necesidades patronales. De allí la liberación que significaba las salidas para diversión y las visitas que se realizaban a familiares. Eran los únicos momentos de distracción y posibilidad de una experiencia propia, no reglada por la mirada de los empleadores.
El consumo de empleo doméstico por los nacientes sectores medios durante las décadas de 1920 y de 1930 comenzó en los años cuarenta a horadar el sistema de cama adentro. Hacia fines de esta década el servicio con retiro alcanzó a un 40% del total. Con la expansión del habitar en departamentos, una novedad del primer peronismo, la disponibilidad de habitaciones de servicio fue decreciendo. En las franjas más modestas de los estratos medios, limítrofes en algunos casos con los estratos relativamente desahogados de la clase obrera, el método de servicio doméstico por horas se hizo corriente. Este último tenía una incumbencia más reducida, pues su núcleo era la limpieza y ordenamiento, y no tanto un servicio de tiempo completo tal como aún persistía con la trabajadora cama afuera. La forma del trabajo doméstico alcanzó así su lógica capitalista plena al favorecer la individualidad como una de las consecuencias del régimen salarial. Como fuera, la posibilidad de emplearse en estas modalidades de trabajo fue más atractiva. Significó una liberación, en primer lugar, como acceso a cierto tiempo libre, no importa que este fuera breve o se llegara al mismo con cansancio. En consecuencia, la posibilidad de una mayor presencia pública de las sirvientas y mucamas se incrementó.
Es importante mencionar los efectos que conllevó la alteración de las relaciones laborales en las formas del trabajo doméstico para la relación de clase. Los vínculos laborales entre patrones y empleados siempre contuvieron una dimensión conflictual. Es conocida la lamentación de Miguel Cané en el crepúsculo del siglo diecinueve ante la caída de la deferencia de los criados criollos, resultado de su reemplazo por el sirviente europeo que se pretendía un hombre libre: “¿Dónde están los viejos criados fieles que entreví en los primeros años en casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, donde sus hijos, sin otras preocupaciones que servir bien y fielmente? El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares han hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor”.
Cané añoraba con brutalidad clasista la sumisión precedente en el contexto de una transformación estructural que se hallaba en sus comienzos. De allí que la percepción de Cané fuera exagerada. Traducía un motivo literario francés, como muchos otros del mismo origen que guiaron su pensamiento. Todavía la subsunción obligada por la convivencia cotidiana tendía a encubrir las asperezas del tipo de explotación laboral a través de la construcción de un discurso de los sirvientes que pasaban a ser “como de la familia”, algo que no sólo era metafórico cuando las mujeres de servicio quedaban encintas por los varones de la casa y, probablemente, luego eran despedidas con una compensación económica informal. Esto aparecía en la prosa ligera de Cané en la condescendiente cesión que los patrones hacían de sus propios apellidos para los hijos del servicio. Pero es cierto que comenzaba a vacilar el término decimonónico de “criada” o “criado”, propio de un tipo de relación que se reproducía se padres a hijos. Los efectos acumulados de la movilidad modificaron en el período llamado de “entreguerras” esta lógica de cría y pasaje de ocupaciones domésticas entre generaciones.
Por cierto, la nostalgia de una subordinación completa no iba a ceder sus fueros muy pronto. Todavía en el cierre del periodo de este relato podemos hallar en Victoria Ocampo la exaltación literaria de la servidumbre ostentada por la nobleza inglesa, en explícita contraparte de su doméstica “Fani”: “Este tipo de relación entre dos seres, uno rústico y analfabeto, pero con la suprema inteligencia del corazón, otro refinado sensible y articulado mentalmente, está en trance de desaparecer. Admiración por un lado, agradecimiento por otro y cariño por ambos”. Lo esencial es que semejante expresión era poco adecuada para la Argentina urbana de 1955. En efecto, la resistencia del personal doméstico había sido tema de inquietud política desde la percepción de que las negras empleadas en las casas unitarias transmitían información a la Mazorca rosista hasta el rumor sobre los datos provistos a la policía y Unidades Básicas por trabajadoras y trabajadores domésticas en la primera década peronista.
Si nunca el trabajo doméstico estuvo exento de tensiones, el cambio de siglo diecinueve-veinte reveló una agudización de los conflictos en consonancia con una fase de incremento de los enfrentamientos de clase. No es difícil hallar fuentes históricas del 1900 donde se testimonia la desconfianza de las y los patrones hacia el personal doméstico. Un artículo del diario La Nación, de 1914, identificaba en las mucamas, cocineras y lavanderas las ocupaciones más propensas al delito. Y debe señalarse que una franja de la fuerza laboral, en la que no faltaban varones, bordeaba el mundo por entonces calificado como “la mala vida” (la queja de Cané no era imaginaria o meramente prejuiciosa).
La transformación del empleo doméstico no fue una evolución sencilla. Tampoco lo fueron sus repercusiones en las siempre problemáticas relaciones de clase. Como indicamos más arriba, el consumo de ese tipo de trabajo por las recientes capas medias desde la década de 1920 entrañó una mutación en la relación entre labor y residencia. No obstante, la toma de domésticas se convirtió en una marca de estatus para las nuevas capas medias, y hasta la aparición del peronismo con toda su efervescencia social el empleo de sirvientas constituyó un índice del acceso a un nivel de vida que se quería distinguido. Roberto Arlt supo ironizar sobre el tema en una de sus célebres Aguafuertes porteñas de 1928. El cronista urbano mostraba la importancia de la disponibilidad de sirvientas para el deseo de sociabilidad de las jóvenes con pretensiones: “Estas sirvientas existen para librar a la clase media de los trabajos que no le permitirían hacer sociabilidad con éxito; pues el tiempo que la sirvienta ocupa en barrer y planchar, la clase media lo emplea en adornarse y hacer ejercicios que garanticen la inmunidad de su belleza a través de los años y los siglos”.
Hacia 1940, el crecimiento de la demanda de un trabajo doméstico de modalidades diversificadas incrementó la capacidad de negociación de las mucamas y sirvientas. En consecuencia la misma denominación de sirvienta comenzó a entrar en una prolongada crisis, debido justamente al cambio de las relaciones laborales, sin que sus fundamentos fueran no obstante puestos en cuestión.
Al conmoverse las condiciones de la subordinación, la idea misma de servidumbre ingresó en una prolongada crisis. El lenguaje patronal fue renovando los sentidos de los términos “empleada” y “muchacha”.
El marco de este aspecto de la lucha de clases tenía un maderamen estructural: la transformación del mercado de trabajo doméstico. Las trabajadoras fueron avanzando en la demanda de nuevas condiciones de empleo. El sistema del trabajo por horas, un cuentapropismo del esfuerzo laboral individual, facilitaba una mayor independencia y capacidad decisoria. Con razón se ha visto esta mejora de las condiciones laborales que transita desde el régimen de cama adentro a la cuenta propia como un proceso de “modernización” del rubro. Solo que la mentada “modernización”, antes que ajustar una transacción de equivalentes entre empleadores y empleados independientes, produjo nuevos enfrentamientos. Fue entonces que se expandió una disputa de clase con las patronas, en permanente queja contra los “aires” y “exigencias” de las domésticas, que tenían unos “humos” intolerables y se atrevían a “impertinencias” inesperadas, y las trabajadoras que apelaron a una multitud de tácticas de resistencia. Lo curioso, pero comprensible, fue que esa tensión fuera vista como signo de barbarie e insubordinación de los y las nadies.
En las conocidas primeras páginas de anuncios laborales del diario La Prensa de febrero de 1946, se podía observar una muestra representativa de la estructura de demanda y oferta de empleo doméstico. Entre los Pedidos y Ofrecidos figuraban “Cocineras”, “Cocineros, mucamos, valets, porteros, etc.”, “Lavanderas”, “Mucamas”, “Muchachas”, “Lavanderas”, “Niñeras”, “Matrimonios” y “Sirvientas”. Las solicitudes de “Amas de llaves” eran escasas. Los barrios predominantes en la demanda eran los del centro y el Barrio Norte. También había pedidos de hoteles y pensiones que se distribuían en la zona sur de la ciudad. Las tareas tenían una enorme variación en las condiciones del trabajo. Las sirvientas podían cumplir diversos horarios: todo el día con cama adentro, o medio día con retiro, a veces cuatro horas; como las mucamas, ocasionalmente se ofrecía una habitación apta para el marido de la empleada. El tipo de tarea también variaba: con o sin lavado de vestimenta, con cocina, o todo trabajo; a las mucamas se les podía seleccionar de acuerdo a si sabían zurcir o planchar. Aunque no era frecuente, todavía se encontraban pedidos u ofrecidos de empleadas específicamente “españolas”. La comparación entre las características de con retiro y sin retiro de los empleos pedidos y ofrecidos muestra una imagen adecuada de cómo evolucionaba la previa importancia de la cama adentro.
La revisión de los anuncios de personal doméstico en el mismo diario en 1954 y 1957 revela respecto de 1946 una tendencia multiforme pero reconocible pues continúa una serie de mutaciones de más extensa duración. Multiforme porque las clasificaciones de las ocupaciones se modificaron y compusieron una pluralidad de rasgos imposibles de reducir a la unidad simple. Por ejemplo, el lavado de ropas o la cocina fueron destrezas de gran importancia a la hora de solicitar un empleo, aunque su realidad estaba en proceso de cambio debido a la introducción de electrodomésticos.
Al comienzo de la década peronista las aspiraciones laborales de las trabajadoras domésticas se acercaban gradualmente a las de la demanda. Mientras en ésta la modalidad sin retiro alcanzaba al 20% de las solicitudes, en los ofrecimientos era prácticamente inexistente, o en una pequeña cantidad indicada en los avisos con la fórmula con o sin retiro quedaba a acordar con la parte empleadora. Once años más tarde, ya abruptamente cerrado el primer ciclo del peronismo, el formato por horas se imponía como el modo de trabajo predominante.
La antesala del primer peronismo presenta un panorama donde el trabajo doméstico ha configurado un perfil de neto corte inmigratorio, ligado entonces a estrategias de inserción en la gran ciudad. Las redes de llegada y empleo implicaban tránsitos múltiples e interesaban a densos contactos familiares y de vecindad.
Con el peronismo en el poder el postergado sector de clase ingresó a la escena pública. El anuncio en mayo de 1946 de un proyecto por el diputado radical Ernesto Sammartino de crear un Estatuto del Servicio Doméstico y fijar el sueldo en 100 pesos suscitó notas en algunos periódicos. Algunos calificaron de excesiva una erogación demasiado elevada para un patrón que ganaba 800 y cuando el sueldo medio nacional era de 300 a 400 pesos. En todo caso, la debilidad organizativa del sector impidió una efectiva política de incremento salarial.
El carácter particular de la ocupación dificultó la corporativización y organización sindical de las empleadas domésticas. Una primera organización data del Centenario y fue activada por socialistas, quienes le dieron difusión hasta bien avanzados los años treinta. Todavía durante los inicios del primer peronismo tenían presencia en el sector. Sin embargo, nunca lograron un desarrollo significativo. Otra organización perdurable, aunque también menor, fue el Sindicato del Personal Doméstico de Casas Particulares que el sacerdote católico-social Miguel de Andrea fundó en 1944. La organización que logró alguna relevancia fue el Sindicato Unión Personal Auxiliar de Casas Particulares, ya durante la década peronista. En los años que rodearon a 1945 se produjeron numerosas contingencias en este último sindicato respecto de la adhesión o no al peronismo. Finalmente el gremio fue intervenido por la Confederación General del Trabajo. Su adhesión al peronismo fue el fruto del habitual proceso verificado en otro gremios, consistente en la formación de escisiones, reconocimiento de las agrupaciones pro gubernamentales y posterior intervención por parte de la central obrera. No obstante, las condiciones de una organización sólida fueron difíciles y el sindicato fue muy débil hasta 1957, cuando la regulación estatal posibilitó un uso táctico de las posibilidades de negociación.
El impacto del peronismo en las condiciones de labor fue más político-cultural que propiamente económico, aunque hubo novedades en este último aspecto. La ley nº 12.919 aprobada en diciembre de 1946 decidió la asignación de un sueldo anual complementario (aguinaldo) y su incorporación al régimen jubilatorio de los ferroviarios. Sin embargo, la decisión no tuvo consecuencias prácticas destacables. De importancia, en cambio, fue la obtención del “día franco” en 1951, pues permitía utilizar el día libre estricto sin control patronal. A mediados de agosto de 1955 se discutió en el Parlamento y aprobó con voto unánime la incorporación de las trabajadoras domésticas al sistema previsional; además se establecería una regulación jurídica para la actividad. Es interesante destacar que esa novedad, impulsada por la diputada Delia Parodi, se justificó en razón de la equiparación del empleo doméstico con el trabajo del peón rural. La formación de tribunales del trabajo doméstico, decidida durante el primer peronismo, recién se implementó en 1956. En ese año el presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu, firmó el decreto 236 instituyendo el Régimen de Trabajo y Previsión del Personal que Presta Servicios en Casas de Familia.
Recién entonces se habilitó una instancia de negociación de las relaciones laborales con mediación estatal, fortaleciendo por ende al sindicato del sector. Se constituyó el esperado Consejo de Trabajo Doméstico en la órbita del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, que instituyó un Tribunal del Trabajo Doméstico habilitante del inicio de acciones reclamatorias por parte de las empleadas. La compulsa de causas emplazadas en el Tribunal hasta 1960 revela el grado de arbitrariedad de las condiciones de trabajo y retribución, la multitud de formas de sujeción, como las del “comodato” o alojamiento y servicio a cambio de una habitación, la circulación de una misma empleada entre distintas casas amigas, lo que inhibía considerarlas un “trabajo” pues no había un lugar permanente de labor. Además, la tan común condición de tener una “persona a cargo” debido a la maternidad en soltería, autorizaba reducciones salariales de tipo discriminatorio. Marginadas de regulaciones de accidentes de labor, salario familiar, horas extras y protección a la maternidad, como las trabajadoras a domicilio, continuaron siendo las trabajadoras menos protegidas en una época de regulación estatal.
Sexualidad, empleo doméstico y moralidad urbana
Las trabajadoras domésticas encarnaron en la urbe dos rasgos habituales en la experiencia popular de la primera mitad del siglo pasado: el habitual origen externo, europeo o provinciano, y el contacto sexual independiente del vínculo matrimonial o de concubinato. Una creencia ampliamente extendida representó a las más jóvenes e inexpertas como víctimas de la ansiedad erótica y desaprensión masculina. Ilusionadas con las promesas de amor, las “sirvientas” daban un “mal paso”. Perdían su virginidad e ingresaban en el camino trágico de la “perdición”. Embarazadas y abandonadas vivían una ordalía de sufrimientos hasta una muerte en la pobreza con la única compañía de su progenie bastarda. Alternativamente llegaba un buen hombre salvador. Las trabajadoras domésticas protagonizaron algunos episodios de esa narrativa.
El “mal paso” de las jóvenes trabajadoras ocupó un sitial eminente entre las imágenes sobre las mujeres de la clase obrera de buena parte del siglo veinte. En Historia de arrabal (1922) Manuel Gálvez retrató el acoso del patrón sobre una “fabriquera” y reiterados intentos masculinos de emplearla en la prostitución. Dentro del mismo argumento, el folletín popular de los veinte representaba el hostigamiento sexual hacia las vendedoras en locales comerciales. El director José Ferreira hizo del tema una mercancía visual en la película La costurerita que dio aquel mal paso (1926), basada en un tema del poema homónimo de Nicolás Olivari y afín a la letrística tanguera. Junto a la obrera tísica de los frigoríficos o los talleres textiles, fue un lugar común que recién comenzó a declinar en la década de 1960.
El acoso de los patrones y los “patroncitos” o “niños” de la casa de empleo constituyó un capítulo del “mal paso”. El debut sexual de los jóvenes y el uso del cuerpo de las trabajadoras para apaciguar las urgencias eróticas masculinas en peligro por las enfermedades venéreas en el consumo de prostitución o el menoscabo de la “pureza” de las novia hicieron sistema con la labor de servicio. Las madres, esposas, novias y hermanas con conciencia de clase fueron cómplices en este uso del cuerpo femenino subordinado por los empleadores. Me ocuparé tangencialmente de este aspecto de la cuestión para concentrarme en los vínculos eróticos con varones de clase trabajadora pues son los que tuvieron un impacto mayor en las experiencias de las trabajadoras domésticas como fracción de clase. No obstante, no sería difícil mostrar situaciones de acoso sexual por los hijos sobre las empleadas, como sucedió en la localidad bonaerense de Tornquist donde la trabajadora envenenó a su patrona y al perseguidor. Hacia el final de este capítulo, de hecho, volveré sobre este aspecto de la cuestión.
Conviene detenerse brevemente aquí sobre las creencias sobre sexualidad, color de piel, género y clase social que coexistieron durante buena parte del siglo veinte. Mientras en la clase alta y las capas medias se había consumado la convicción del menor apetito sexual femenino en contraste con el masculino, en modo alguno eso era así para la clase trabajadora, en particular para la de piel oscura y de orígenes provincianos. Los discursos del agresivo catolicismo de los años treinta expresaron inequívocamente esas opiniones en el seno de una vasta y compleja pretensión de retorno a un mítico pasado exento de conflictos. Con todo, en las mentalidades de la vida común, incluso para el catolicismo, las trabajadoras migrantes y piel oscura constituyeron un peligro sexual. A la tradicional desconfianza de la mujer trabajadora –es decir, aquella que no se recluía en el hogar bajo el ala protectora del macho proveedor– se añadió la repulsa por la condición nómade y la marcación del color. Si Havellock Ellis documentó en sus Studies on the Psychology of Sex (1903) la historicidad de la creencia europea en el menor deseo sexual femenino, en la Argentina urbana la transición ideológica no estaba consumada ni fue inmune a las categorizaciones de la clase, el color y el género, de las que todavía conocemos poco.
La imagen de las empleadas domésticas como presas de la libido negligente de los varones fue cultivado con fruición por la cultura popular. Constituía un aspecto de la cuestión de la madre soltera. El catolicismo, que tenía una idea bastante irreal del mundo de la clase obrera, atenazó la problemática con una fuerte cuota de pedagogía moral. Quizá convenga mirar por esa ventana antes de observar temas más ciertos.
Las representaciones usuales sobre la vida sentimental y sexual de las empleadas domésticas son provistas por la publicación Fe y Trabajo que editó desde 1944, año de fundación del católico Sindicato de Empleadas Domésticas. Una brevísima reconstrucción de los temas principales de su discurso aleccionador para las trabajadoras sintetiza su perspectiva.
Revista de pocas páginas destinada a instruir a las empleadas en un gremialismo cristiano y a regular sus hábitos cotidianos, Fe y Trabajo aconsejó a sus presuntas lectoras –pues desconocemos hasta dónde era efectivamente leída– cultivar los valores de dignidad y pureza, de bondad y buen humor; mientras estos últimos eran requeridos para la cotidianeidad laboral, los primeros referían principalmente a las relaciones con los “novios”. Fe y Trabajo se quiso una escuela de conducta orientada a organizar la vida afectiva y sexual de las mujeres jóvenes. A lo largo de los dos decenios que siguieron a su fundación, la revista presentó diversas secciones pedagógicas de títulos inequívocos, por lo demás similares a los hallables en las publicaciones periódicas “femeninas”: “Preparación para el matrimonio”, “Escuela de novias”, “Consultorio íntimo”, “Páginas del Corazón” o “Problemas sentimentales”. Fuera de tales secciones, otras notas insistían en la pedagogía moral. Por ejemplo, un recuadro titulado “Diversiones peligrosas” advertía contra las enfermedades pulmonares producidas por “fatigas” quer no era las laborales sino las generadas por las tardes y noches dedicadas a los bailes, “en una atmósfera malsana”, seguidas por el regreso en la noche fría. A aquellos peligros se añadían las largas veladas que disminuirían el periodo de sueño. Las carreras de bicicletas eran calificadas como perjudiciales. No estaban mal las diversiones, afirmaba la redacción de Fe y Trabajo, pero era preciso moderarlas y sobre todo “adaptarlas a nuestra vida de trabajo, a nuestro temperamento”.
“Una carta” imaginaria de “Enriqueta” a “Carlos” enseñaba por dónde transitaba la auténtica devoción católica. Después de un año de noviazgo, Carlos hizo una “proposición” a la trabajadora, ante cuya negativa la llamó “mojigata” y “sirvienta”. Pero ella no era en verdad sirvienta de nadie, aseveraba la redacción, “sino solo de Dios”. Hacia el final de la carta, Enriqueta se despedía sin rencor de su ex novio, “porque antes de mujer es cristiana”. La misma vocación formativa persuadía a una corresponsal, “Pensativa”, sobre las preferencias en la selección de pareja. Los conscriptos, aseguró la redacción de Fe y Trabajo, no eran “novios para casarse”. Concluyó sus consejos con la siguiente exhortación: “En tu lugar yo elegiría ese joven a quien tu familia conoce”.
El discurso de la publicación católica hacía un gran silencio respecto de la habitual situación de las trabajadoras domésticas madres solteras. Era una figura que complicaba el conjunto de sus categorías sociológicas y morales. En cambio, no sin modulaciones católicas, el primer peronismo adoptó el “problema” de la madre soltera como un objeto de redención, en sus publicaciones y en instituciones como los Hogares de Tránsito dependientes de la Fundación Eva Perón. Como veremos en otro capítulo, el cine, especialmente en las películas protagonizadas por Tita Merello, tematizó la misma cuestión. Pero incluso en un clima cultural como el prevaleciente desde 1945 la imagen victimizante de las mujeres trabajadoras y madres solteras fue dominante.
La víctimización desdibujaba la decisión y el deseo presentes en los talantes de las trabajadoras domésticas y era en sí misma una operación práctico-simbólica de codificación. Mas sin paradoja, el desajuste entre representaciones y prácticas alimentaron a menudo entre las jóvenes la fantasía de una salvación amorosa y social. Las domésticas conformaron un núcleo del público consumidor de la radio, el teatro y el cine, de los relatos sentimentales en novelas y fotonovelas, revistas y folletines, en los que la injusticia y la necesidad eran redimidas por el amor, en lo posible, de un varón de mejor posición social. Publicaciones como Idilio, Damas y Damitas, Rosalinda, Suspiros y Vosotras, cuyos correos de lectoras recibían buena parte de sus consultas de las domésticas y otras trabajadoras, nutrieron un mundo que permitía soñar con otra realidad, pero también percibir con mayor rigor las inclemencias de la cotidianeidad. No hay razones para atribuir de antemano eficacias domesticadoras y normalizantes a las ofertas de la industria cultural: la conciencia de una carencia podía despertar el deseo de un consumo o un goce, pero también era capaz de incitar al deseo de apropiarse de lo faltante, agudizando la sensación de injusticia.
El primer peronismo comportó una conmoción en las atribuciones del control moral y social de las domésticas dentro de un proceso más amplio de redefinición de las jerarquías sociales. Sin eliminar la subordinación intrínseca de las relaciones laborales asalariadas, implicó una profunda mutación subjetiva y, sobre todo, sacudió la naturalidad con que sus empleadores pretendían regir sus hábitos morales. En cada una de esas facetas se profundizaron denuestos que no eran nuevos pero entonces se articularon con el habla política. Sus resonancias excedieron el plano individual e incluso el de clase para interesar a los procesos sociales. Los discursos sobre las “sirvientas” revelaron su contingencia. Sus particularismos se tornaron más evidentes y cristalizaron hasta alcanzar significado político al fijar valores de clase, de atribución racial y de género con que se juzgó a la novedad peronista. No fue entonces que las “sirvientas” se hicieron sospechosas de incontinencia sexual, latrocinio y pereza. Pero al alcanzar formulaciones verbales en el crisol de la política los reproches suscitaron repercusiones que excedieron la charla entre patrones molestos o el insulto en ocasión de un despido conflictivo. Se ramificaron inconscientemente hasta conectar con la revulsión social y político-cultural del primer peronismo. Volveré sobre esas bifurcaciones.
Los reproches al “servicio” condensaron reclamos de disciplina laboral y continencia sexual. Fe y Trabajo moldeó en un vocabulario cristiano un conjunto de prevenciones que los empleadores –y ya no solo las devotas damas católicas– dirigieron durante largas décadas a las trabajadoras domésticas. Un documento manicomial nos provee una primera aproximación a las recriminaciones y a sus implicancias injuriantes.
Las formas de la locura son históricas y sociales. Creo útil hacerlo indagando en las huellas heredadas de sus expresiones “patológicas”. Ellas hablan como pocos testimonios lo hacen, de la experiencia vivida por los grupos sometidos a inclementes agresiones. Es el caso de una niñera española y soltera de 65 años en el momento de ingresar en el Hospital de Alienadas, en 1948. Se le diagnosticó un “delirio alucinatorio crónico”. Había trabajado durante una década en la casa de la internó en el Hospital. La niñera discutía con otros sirvientes de la casa y oía en la radio voces que la llamaban “mala mujer” y amenazaban con deportarla; veía afiches en las paredes con referencias a ella. En 1949 le escribió una carta a su “patrona”, donde compendió las imputaciones socialmente circulantes contra las empleadas, en este caso enunciadas en discurso paranoico:
“estuve hoyendo los cargos que en contra mi se me hacen los cuales son completamente calumniosos por no haber en ellos una sola verdad en todo lo que yo he podido hoir. 1º que yo nunca tuve una enfermedad contagiosa pues tengo esa suerte desde que nazi siempre he sido muy sana y fuerte como lo puedo y lo he podido comprobar hante las familias que trabajé con ellos. 2º yo jamás he sido una milonguera como decían a los gritos y lo prueba el que yo jamás frecuenté ningún baile ni conozco sociedad de esas ninguna y tanto y tanto es así que lo único que se un poco es el vals. Al teatro si tengo ido pero lo pagaban los srs. y ellos mismo nos esperaban y se alegraban de que vendriamos contentas, mis salidas no solo eran cada 8 o 15 días asi vayan Uds. dandose cuenta de las infamias además con los años que estube con uds. no es necesario que les diga todo esto. 3º que yo ni a Sras ni a Srs no hize jamás extorsión a nadie ni cuando fui a Mendoza ni cuando volvi eso es la calumnia más grande del siglo; nunca tome parte en asuntos de ellos ni nada pues aparte de mi trabajo, yo hera un cero a la izquierda 4º Le dire que yo no soy Ladrona ni Chorra como se me esta diciendo a los gritos en forma escandalosa y a mi misma cara a cara […] Les diré también que no soy ni he sido atorranta y por lo tanto jamas voy a permitir casamientos escandalosos pues eso queda para otra clase de mujeres, y no para mí”.
La carta merece ser citada en extenso porque florecen en ella temas centrales de las acusaciones dirigidas contra las empleadas domésticas: liviandad sexual, hurto en la casa de trabajo, indiscreción y tendencia al consumo de diversiones vulgares. Sólo está ausente el reproche de mala influencia erótica sobre los adolescentes de la casa que todavía en 1954 el médico y sexólogo Florencio Escardó, de irreprochables credenciales antiperonistas, atribuía a los “sirvientes”.
Había una dosis de verdad en el elenco de reprensiones percibidas como ataque generalizado. El acoso sistemáticamente dirigido contra la trabajadora paranoica quizás fuera generado patológicamente, pero sus temas e implicancias pertenecían al contexto de vida de las empleadas domésticas. Los vasos comunicantes entre la condición laboral en el servicio doméstico, los orígenes sociales y las tribulaciones sexuales de las trabajadoras era una realidad que las representaciones matizaban pero no creaban. La maternidad en soltería, como en cierto modo el abandono después de la desfloración y sobre todo el embarazo, fue un aspecto de la indefensión debida a las condiciones de trabajo y la debilidad de redes de amistades que protegieran a las jóvenes. Un relevamiento realizado durante 1947 en la Maternidad de la ciudad de Buenos Aires había mostrado que el 55% de las madres solteras registradas eran empleadas domésticas y el número de provincianas alcanzaba el 60%.
En las secciones siguientes analizaré dos dimensiones del erotismo popular. Luego de los parágrafos “Deshonra” y “Vendetta” analizaré la singular modulación de la “lucha de clases” en el sector, antagonismo comunicable con rasgos violentos de las desventuras eróticas. Por último estudiaré las implicancias de lo visto a lo largo del capítulo para entender algunas representaciones sociales de las trabajadoras vigentes durante el primer peronismo.
Deshonra
Las situaciones históricas de las empleadas domésticas que mayor significación tuvieron en sus experiencias de clase y género estuvieron moldeadas con el trabajo, el delito, el cuerpo y la sexualidad. El ejercicio de la relación erótica anudaba el lugar de clase, las imágenes sociales sobre las sirvientas y mucamas, sus valencias sexuales para los otros deseantes y las desiguales condiciones económicas en las que actuaban. Dichas circunstancias no eran absolutamente nuevas en 1945, ni fueron exclusivas para los casos de las fámulas llegadas del Interior. Podían ser perfectamente representables, por ejemplo, en 1932 por la pieza teatral de Roberto Arlt, Trescientos millones, en la que tras el “mal paso” se suicidaba la sirvienta española Sofía.
En el imaginario romántico asociado a búsqueda de amor y vida familiar, las realidades prácticas estaban en conflicto con las imágenes de dicha conyugal y pasión imperecedera prometidas por las representaciones de las publicaciones masivas, la radio, el cine y más tarde la televisión. Desde hacía al menos tres décadas las sirvientas y mucamas estaban entre las consumidoras más entusiastas de las publicaciones y audiciones del corazón, a tal punto que el intelectual católico Gustavo Franceschi vió allí el origen de los “malos pasos” que malograban tantas vidas de jóvenes trabajadoras:
“jovenzuelas inexpertas, incautas, no suficientemente amparadas por sus progenitores, envenenadas a veces por films y novelas, desconocedoras de la vida, que, engañadas casi siempre con promesas de futuro matrimonio ceden a los requerimientos de tenorios sin escrúpulos, y son abandonadas luego en una situación irremediablemente comprometida. Las hay que intentan el suicidio, las hay que recurren a maniobras condenables para librarse del fruto de su yerro; no faltan –y son las de más alto nivel moral–, que resuelven a cargar con las consecuencias de sus actos y no retroceden ante una existencia inevitablemente hipotecada; y existen igualmente las que perdido todo control, luego del primer traspié, continúan en la senda que emprendieron, y ruedan hasta los últimos peldaños de la depravación”.
Desde ópticas diferentes pero no incompatibles, la reacción católica y el mercado editorial masivo se situaban ante la moralidad popular como ante otro enigmático, un caos inerme que debía ser educado. Esa actitud persistiría en la ambigua política socio-cultural peronista, propia de un proyecto incorporador e igualador emprendido desde el Estado. Aunque orientada a la redención laica y a la integración, aquella moralidad plebeya permanecería otra. Esto no obstó para que las sirvientas devinieran un símbolo de la conmoción peronista de las jerarquizaciones sociales y raciales.
Un caso dramático surge del archivo policial en 1954: la joven Rosa D. L., puntana de 21 años, fue encontrada ahorcada dentro del cuarto que ocupaba en la casa donde trabajaba. En la carta que dejó a su “Querida Mamita” se excusó al confesar que era preferible una “hija muerta” a una hija “desgraciada”, es decir, seducida y abandonada. La decisión estaba tomada porque “es un fin que Dios ha desidido en este mundo esta demás vivir sin gana”. Sobre Eduardo, el seductor, escribió: “Boz mamita tienes que comprenderme yo lo quiero y nunca lo podré olvidar y se burla de mí y me desprecia como cualquier coza y no puedo tolerar todo eso”. Finalmente, confió a su madre una cruz de oro y una cadenita que había adquirido poco tiempo antes. Finalmente le pidió que protegiera a su hermana menor “como si yo estuviera también con ustedes”.
Otro caso, de 1955, fue el de Decideria C., santiagueña de 19 años. Empleada como doméstica, dejó dos cartas antes de suicidarse. Es llamativa la reiteración estructural del documento antes citado. Una misiva se dirigía a su progenitora (“madrecita”), a la que pidió perdón y rogó que cuidara a su abuelita y hermanitos. Y continuó su texto así: “que Dios les allude mucha suerte para todos que merecen desde el cielo te alludará tu hija adorada”. La otra carta estaba destinada a su hermana “Celi”, a quien legó sus “aritos”.
Las informaciones periodísticas informan con avidez de los suicidios de “sirvientas” madres solteras que usualmente intentaban matarse junto a sus criaturas. En esos hechos no era menor la importancia asignada a las murmuraciones y denuestos con que se atacaba la valía personal y moral de las jóvenes trabajadoras. A lo largo de este libro intento enfatizar que las sensibilidades populares eran más diversas y desordenadas de lo supuesto por una imaginación histórica progresista que destaca las “reacciones” a una incorporación intempestiva y desigual. Esto no entraña olvidar las fuerzas tendientes a la normalización y la internalización de los modelos de conducta y deseo. Entre el abigarramiento de las plurales costumbres populares y las imágenes de la integración había desencuentros, pero no eran universos totalmente extraños. Incluso hubo desfasajes de las moralidades subalternas con el propio peronismo, uno de cuyos aspectos (pero solo uno de ellos) fue una gigantesca empresa de pedagogía de la clase obrera y sus adyacencias populares. Aquellas sensibilidades de composición plebeya estaban mediadas por el mercado y el Estado, desplegando tensiones y suscitando denuestos inclementes. Eso fue lo que dejó anotado en una carta una trabajadora doméstica y madre soltera acorralada por “la maldad de las gentes y las murmuraciones” que la movieron al suicidio. No hay por qué descartar las censuras y habladurías en su propia clase, pues sin duda coexistían marcas de “honor” en la compleja cultura obrera en mutación; lo fundamental no es oponer una esencia popular transgresora y subversiva a una normativización dominadora sino destacar la pluralidad de las moralidades en la clase trabajadora. Por cierto, las dinámicas delictivas incluyeron casos donde el móvil era estrictamente económico. Sin embargo, incluso en esas circunstancias se filtraron dimensiones de una ética plebeya, como aconteció con una “sirvienta” que recibía una salario de cien pesos mensuales y necesitaba enviar ciento cincuenta a sus tíos en el Interior para el cuidado de su hijo.
Quizás hasta aquí haya insistido en demasía sobre las consecuencias traumáticas de la difícil vida de las domésticas. La destitución subjetiva, la parálisis emocional y el pasaje al acto autodestructivo estaban lejos de agotar las actitudes de las mujeres trabajadoras. En la inmensa mayoría de las ocasiones la situación no tenía finales desafortunados, o al menos no se concilian sin matices con el esquema del “mal paso”. Ante la aspereza de la experiencia histórica de clase las actitudes revelaron muy distintos temperamentos en la toma de decisiones. Cuando quedaban embarazadas era habitual que realizaran abortos, ciertamente peligrosos pues las peritonitis y otras infecciones eran frecuentes. El retroceso del empleo sin retiro favoreció el aborto, que quedaba fuera de la órbita patronal pues podía ser realizado al margen del horario laboral. Una escena de la novela Una pequeña familia (1951) de Bernardo Verbitsky muestra la impotencia de una empleadora de capas medias para reprochar a la “muchacha” que solicitaba unos días libres para “visitar a su hermana”. La dueña de casa exclamó: “¿De nuevo?”, pero inmediatamente tuvo que agregar en voz baja, “¿De nuevo está enferma su hermana?”
Los infanticidios eran frecuentes pues la inculcación del maternalismo en la clase obrera todavía estaba en proceso de consolidación, y aunque este contara con algún vigor, un embarazo no deseado o seguido de un abandono imponía decisiones a menudo inapelables. En el caso de las trabajadoras domésticas, era más que común e incluso tolerado pues había una zona gris dado por el uso del cuerpo de la empleada por los varones de las casas de trabajo. El estudio de Kristin Ruggiero sobre veinticinco casos judiciales sobre infanticidio a fines del siglo diecinueve encontró que sobre ese total veintidós fueron protagonizados por trabajadoras domésticas. Además, las exposiciones de las acusadas no expresaron una carga de culpa apreciable ni sentimiento materno.
Una crónica periodística recuperó el cruel avatar protagonizado por una mucama llegada desde Entre Ríos. La joven había salido del pequeño pueblo de Villa Clara, según expuso, para “volar” hacia nuevas experiencias. Al llegar a Buenos Aires trabó relaciones con un varón de extenso prontuario policial. El varón fue encarcelado por ladrón poco antes del nacimiento de la hija que había engendrado con su novia entrerriana. Tras conseguir un empleo doméstico en Eva Perón, actual La Plata, la trabajadora inició un vínculo sentimental con un joven amigo de su pareja encarcelada; de hecho lo conoció durante las visitas al novio confinado en el penal de Villa Devoto. De acuerdo a los dichos de la mucama, la nueva pareja puso como condición de la continuidad del vínculo que se deshiciera de la criatura. Por eso la madre, luego de envolverla en un paño, la asesinó a golpes de puño y mordeduras. La crónica informó que la doméstica había cometido en 1952 un robo en una finca donde estaba empleada, razón por la había sido recluida en un correccional de mujeres. Eran usuales las acciones desesperadas, enceguecidas incluso para una racionalidad de fines, tal como ocurrió en Pergamino cuando una madre intentó arrojar a la criatura recién nacida por el retrete.
Otra publicación informó de una “fámula” de 23 años que abandonó a su hijo de cuatro años en la estación de tren de Retiro. El diario señaló que se hallaba “en posesión de un instinto muy alejado del maternal” que recibiría la “unánime condena popular”. Era más frecuente que el abandono se hiciera en sitios como la Casa Cuna con la intención de que encontrara allí el cuidado que a ellas les era imposible proveer.
Desde las concepciones nativas que podemos rescatar de la maraña criminológica se puede mencionar el caso de una joven que migró desde Santiago del Estero a Buenos Aires para emplearse como “sirvienta” de una familia conocida. Tuvo varios amantes pues, dijo, “al segundo día ya los odia”. La detuvieron por haber degollado a una criatura recién nacida, a la que no había logrado abortar. Siempre según sus captores: “Se niega a hablar de su delito, solo expresa que nunca quiso a los chicos”. No es que careciera de una clara conciencia de los mandatos morales supuestamente vigentes; solo que estaban yuxtapuestos a una moralidad distinta: “Reconoce que está mal lo que hizo pero no se muestra arrepentida”. Esperaba quedar libre porque conocía que en otros casos el infanticidio no habido sido seguido de cárcel: “La pena le parece injusta pues sabe que han absuelto a otras procesadas por infanticidio. Cumple la condena con indiferencia”.
Un caso mendocino indica que los actos conllevaban una dimensión estratégica. Una trabajadora había llegado desde San Rafael a la capital provincial ya siendo madre de una niña de dos años y medio. Quedó nuevamente encinta mientras estaba empleada como mucama. Asesinó a la criatura recién nacida para evitar, según confesó, “otra deshonra, pues ya tenía una niña”. En el juzgamiento a que fue sometida se esgrimieron como atenuantes su “escasa cultura” y “la humildad de sus ocupaciones”. Finalmente fue condenada a la pena de dos años de prisión. En la localidad bonaerense de Monte Grande ocurrió que como ya tenía un hijo, al dar a luz una trabajadora consideró que no podía cuidar a dos. Entonces asfixió a la criatura recién nacida anudando su cinto al cuello; luego de envolver el cadáver en papel de diario lo arrojó a un canasto de basura.
Finalmente, veamos el recorrido de una trabajadora llegada desde Catamarca a Buenos Aires en 1947. Soltera, la joven de dieciocho años se había empleado como “sirvienta” y luego pasó a trabajar en una fábrica de jabón. Quedó embarazada de un novio provinciano que luego de enterarse de la novedad deshizo su promesa de casamiento y retornó a su pueblo natal. Un año antes la trabajadora catamarqueña se había realizado un aborto con la ayuda de una “curandera”. Ante el juez que la interrogó dijo: “Yo no lo hubiera podido mantener. Para que viviera en la miseria era mejor que muriera”. El diario peronista Democracia insertó una fotografía de la acusada y agregó como epígrafe: “Indiferente y fría parece no alcanzar a comprender la enormidad de su delito, de lesa humanidad. No hay ni un asomo de atenuar en Etelvina Rodríguez cuando habla del instante terrible, en que con sus manos despedazaba el fruto de sus entrañas”. Como señalé, no fueron solo las domésticas quienes enfrentaron la situación apelando a decisiones irreversibles. Pertenecieron al repertorio de saberes vitales de la clase trabajadora.
Estudios sobre la puericultura durante el periodo anterior a la aparición del peronismo mostraron cuánto de la prédica sobre el cuidado de las criaturas era un discurso imperfectamente sostenido en costumbres. Las acciones orientadas a educar a las madres en el cuidado infantil, por otra parte, se llevaban mal con la mujer trabajadora, exigida de liberarse de ese cuidado para insertarse en el mercado laboral. El llamado “binomio madre-hijo”, defendido por higienistas e integrantes de las sociedades de beneficencia, en modo alguno era universalmente compartido entre las mujeres trabajadoras. Revelando su contingencia ideológica, el peronismo también asumió la defensa de la unidad esencial entre madre e hijo como un aspecto de la “justicia social”, específicamente para el caso de las empleadas domésticas, tal como sucedió en la argumentación utilizada para intervenir la Sociedad de Beneficencia. Como en otras prácticas de la cultura plebeya incompatible con la armonía imaginada por el nacional-catolicismo –veremos los casos adicionales de las barras juveniles y los homosexuales, pero podríamos considerar a las curanderas y manosantas de diverso pelaje– también el peronismo se propuso reformar prácticas hirsutas de existencias arduas.
Era habitual que las jóvenes solteras dieran a luz la criatura y encargaran su cuidado a sus propias madres o abuelas, a las que visitaban en sus ciudades o provincias de origen; luego retornaban a las grandes ciudades para continuar en sus empleos. Esta práctica que interrumpe la interpretación que hace de la migración un pasaje a la “modernidad” o una ruptura con la “tradición” se comprende en el marco del parentesco que solía encuadrar el desplazamiento laboral hacia las urbes. El contacto con la parentela, sobre todo en la línea materna, era conservado con visitas periódicas y envíos de dinero. La costumbre preexistía a la llegada a ciudades como Buenos Aires. Con extraordinaria sensibilidad, el escritor Juan José Hernández elaboró textos literarios sobre las travesías de jóvenes domésticas en la provincia de Tucumán, entre los pueblos y la ciudad capital. Tras el pasaje a Rosario o Buenos Aires, ese repertorio de supervivencia y cuidado permanecía vigente.
Las fuentes revelan también que en ciertos casos eran las propias jóvenes madres las que rechazaban el reconocimiento de un varón porque ya no les interesaba esa relación y acordaban que otro hombre fuera el padre legal. Debe tenerse en cuenta que incluso hacia 1950 en modo alguno era obvio entre la clase obrera la coexistencia en la familia nuclear, ciertamente favorecida por la movilidad social inducida con el primer peronismo.
Vendetta
El panorama recién visto es sólo una parte de la historia. Las crónicas policiales exhiben, aquí y allá, actos de violencia de las mujeres contra los varones irresponsables. Veremos enseguida una caracterización de esas acciones, que sin embargo no son incompatibles con una profusa y mayoritaria práctica de feminicidios.
La memoria creativa de Manuel Puig acertó en su novela Boquitas pintadas al matizar un hecho de sexo y sangre en vena folletinesca: el asesinato de un policía burlador y abandónico por la sirvienta María Josefa Ramírez. El uniformado negó el reconocimiento de su hijo y pagó tal liviandad con su vida. Los episodios de crímenes pasionales cometidos por las empleadas domésticas no eran actos fortuitos puestos de relieve por la intención melodramática de hacer sentido gracias a los infortunios del amor. Eran expresiones de una decepción a la que predisponía la condición de clase y de género de las trabajadoras domésticas. Más exactamente, se inscribía en una ya prolongada relación entre trabajadoras domésticas y criminalidad que, al menos en parte, revelan sus predominantes presencias en instituciones como el Correccional de Mujeres del “Buen Pastor” durante toda la primera mitad del siglo veinte. En modo alguno eso era solo un “estigma” o una “representación”. Sus inocultables vetas ideológicas no velan sin embargo una correspondencia con una vida popular poco “moderna”.
Aquí dejaré sin estudiar otros puntos de vista de los vínculos entre trabajadoras domésticas y sexualidad. Entre ellos requiere un estudio la perspectiva del “Avivato” o el “Juan Mondiola”, en parte concernido por la fantasía de la seducción de las “chicas Divito” (esas jóvenes con curvas inverosímiles y escotes generosos), todos temas de gran circulación durante el primer peronismo. Este segmento de la cultura concernió a una sensibilidad de “levante” de las “peor es nada”. La revista Criterio deploró la populiaridad de los “Avivatos”, esos estereotipos “que nos presentan a personajes ladrones y lúbricos, cuyas actitudes son cátedras de inmoralidad para jovenzuelos incautos. Nadie, fuera de Dios, puede estimar la cantidad de almas arruinadas por esos dibujitos”. El personaje más exitoso fue el mencionado Juan Mondiola, creado por el periodista deportivo Miguel Bavio Esquiú, un aleccionador de “vivos”. En el mestizaje simbólico-imaginario del mundo tropológico en la Argentina peronista ocurrió que llegaban diariamente a la redacción de la revista Rico Tipo decenas de cartas para Juan Mondiola, no para Bavio Esquiú, solicitando consejos sentimentales. Dirigida por Manuel Romero, Juan Mondiola devino película con la actuación estelar de Juan José Míguez en 1950.
Volvamos ahora a la historia de las sirvientas. Los archivos de la Penitenciaría de la década de 1940 ofrecen un panorama diferente, aunque no incompatible, respecto del observado desde la documentación policial. Pues si esta suele acoger una retórica de la tragedia humilde, aquellas contienen una tropología que, igualmente plebeya, desborda de una épica sanguinaria. Por ejemplo, Victoria L., nacida en Victorica, La Pampa, tenía 28 años en 1945, momento en que fue apresada. Aparentemente había permanecido un tiempo en Chivilcoy, donde había tenido un hijo que dejó al cuidado de su abuela. En Buenos Aires se ocupó como obrera manufacturera y sirvienta. Mientras trabajaba en este último servicio tuvo un concubino que luego la desplantó. Para tomar revancha empeñó una radio, compró un revolver y le disparó cinco balazos.
También fueron cinco los proyectiles que impactaron en un galán al que se le ocurrió abandonar encinta a Lucía Josefa F. D., nacida en Brandsen (provincia de Buenos Aires) en 1921. La detenida manifestó haber aprobado hasta el quinto grado de la escuela primaria y llegado a Buenos Aires a los 16 años porque, según sus declaraciones, su madre la hostilizaba debido a que en los bailes los varones le prestaban más atención. De acuerdo a dichos de una hermana mayor, Lucía Josefa cursó hasta el segundo grado y abandonó Brandsen porque no quería casarse con un hombre viejo. Había sido telefonista y mucama. Rechazada por un novio, compró un arma y practicó puntería en una quinta de las afueras de la ciudad. Poco después esperó al ex novio en el garage donde trabajaba y al salir le disparó. Ya detenida le informaron que el joven aún vivía. Inmediatamente exclamó: “qué lástima”. Los exámenes psiquiátricos le atribuyeron una “tendencia a la dramatización y al sensacionalismo”, paranoia y “carácter fuerte”. Utilizaba el seudónimo de Bebel Zulema Mondani, que pensaba emplear cuando pudiera dedicarse a cantar y tocar la guitarra en público. Fue condenada a 15 años de prisión por homicidio. Otro caso fue el de la doméstica María R., una puntana de 25 años en el momento del hecho (1940), fue condenada a una prisión de 16 años por balear en la cabeza al novio, un trabajador del mercado de avenida Rivadavia al 6900, que la había abandonado estando ella embarazada. El herido finalmente falleció.
Otro incidente tuvo como protagonista a una joven doméstica de 21 años. La trabajadora hirió a su amante de 24, empleado en la zona céntrica en la que ella también se ocupaba. Luego de varias conversaciones en las que el joven le comunicó su decisión de concluir la relación, la doméstica lo amenazó. Finalmente ella le disparó en la calle. Creyendo segura la muerte de su querido, intentó suicidarse sin éxito.
Ciertas situaciones podían desviar la vindicta contra las patronas. Así aconteció con la sirvienta santiagueña Restituta S., llegada a Buenos Aires en 1937. Luego de ser abandonada en 1943 por su novio, un joven empleado del Automóvil Club Argentino, tras enterarse éste de su embarazo, intentó asesinar a su empleadora. El problema consistió en que la patrona, después de desanimar a otro varón que quiso casarse con la empleada (lo previno que estaba encinta), insistió en que abortase. Para impedirlo Restituta le preparó un café con leche al que añadió cianuro. El envenenamiento fracasó.
Estas informaciones revelan un panorama distinto al mundo lacrimógeno escenario de la “chinita” abusada por el varón aprovechador de la soledad y el ideal del amor romántico divulgado por las novelas baratas y revistas “del corazón” que las jóvenes trabajadoras solían leer. Y por cierto revelan la incertidumbre de adoptar como datos de la realidad los modelos imaginarios, siempre normativos, de las publicaciones de la época. Por ejemplo, el de esta fórmula aparecida en la revista El Hogar sobre las alternativas para las mujeres jóvenes: “La calle, la profesión, la fábrica, la oficina, el estudio producen satisfacciones pero jamás colman una vida. La casa y el marido pueden colmarla, porque de su asociación con ambos la mujer toma de verdad posesión de su vida y se convierte en centro de una nueva vida”.
Veamos brevemente el historial de una empleada doméstica que no acribilló a un amante arrepentido pero manifestó otras beligerancias. Herminia, nacida en Luján en 1925, fue condenada por hurto en 1947. Había cursado hasta el quinto año de la escuela primaria. Enviada a aprender Corte y Confección, no progresó, según dijeron sus familiares, porque se la pasaba “jugando y charlando”. Los mismos informantes señalaron su inclinación a escaparse con novios. Migró a la ciudad de Buenos Aires donde vivió con familiares o en pensiones. Afecta a las novelas románticas, era una oyente habitual de los relatos melodramáticos del radioteatro. Tuvo un hijo con un policía pero rechazó el reconocimiento paterno y dejó al niño con su madre en Luján. Se empleó luego como obrera y mucama. Ejerciendo esta última actividad robó y huyó a Mar del Plata, donde la capturaron a la salida de un cine. Herminia solía llevar un revolver en su cartera; aunque estaba descargado le hacía sentirse “más segura”. El hurto a su patrona no estuvo motivado por la necesidad, de acuerdo a la propia declaración de la acusada, sino por el deseo de tener algo que estaba fuera de su alcance. No es difícil hallar en el mismo archivo, y la casuística puede multiplicarse con los datos de las crónicas policiales en los diarios, casos de robos a las empleadoras donde la toma de bienes ajenos moldeaba una tensión de clase, fuera porque anticipaba un despido que se sabía carecería de compensación, o simplemente para ver las ropas de la patrona tiradas en la calle.
En suma, las “sirvientitas” no sólo daban un mal paso. Lejos de ser meras víctimas de las experiencias de la opresión de clase, de la discriminación sexual y de género, y del desprecio racial o étnico, las empleadas domésticas también eran personas deseantes y capaces de ejercer venganzas violentas. Eran acciones individuales que no contenían por defecto un alcance social.
Lucha de clases, delito y maledicencia popular
Un músico chamamecero recordó cómo la actitud de las “chinitas” devenidas “intolerables” contuvieron la hostilidad de un sentimiento antiperonista, en las patronas furiosas por la novedad pero también en el más difuso campo antiperonista fuertemente teñido de una repulsa al cambio producido. Es importante notar, ante una posible reducción del conflicto de clase aquí indicado al envase del peronismo, que la indudable modificación de sus condiciones no entrañó que las tensiones inducidas por las transformaciones del mercado de trabajo y los nuevas comportamientos de las empleadas domésticas comenzaran en 1945 o 1946. Eran ya perceptibles cuando el peronismo apenas comenzaba a renovar la trama simbólica de las identificaciones populares e incitado una intransigencia más conservadora que lo habitual por parte de las capas medias y la burguesía. Así las cosas, en 1945 la conocida escritora radial Nené Cascallar aconsejó a las dueñas de casa reconsiderar sus enojos ante los “humos” de las domésticas. Cascallar recreó los lamentos de una patrona: “Es inútil, esta gente está cada día peor. Se les paga puntualmente, comen y duermen, se civilizan tratando con uno, y sin embargo, ya ves, ni siquiera tienen ansiedad por sus obligaciones. Son fatales. Presuntuosas, holgazanas y todavía llenas de humos [...]”.En respuesta, esto reprochó Cascallar a las empleadoras, sus oyentes ideales: “Tú, como tantas patronas que han tomado como costumbre quejarse de sus sirvientes, sin pensar un solo momento en lo mucho que sus sirvientes podrían quejarse de ellas, si no tuvieran la bondad y la mansedumbre de los humildes [...]”.La afectación que Cascallar compartía con su público preferencial en las capas medias, de las que fue una intelectual orgánica, calló las dimensiones eróticas y emocionales que surcaban las tensiones sociales. Por otra parte, dejó de lado lamentos más agudos sobre las domésticas como delincuentes decididas o cómplices de robos y asesinatos de patrones.
Las acusaciones contra las sirvientas altaneras o ladronas fueron más que simples prejuicios clasistas. En efecto, debido a la confluencia de dos novedades socioeconómicas –la reducción de oferta laboral sectorial dado el crecimiento del empleo en la industria, el comercio y el Estado, y por el incremento del ingreso salarial masculino– las mujeres que buscaron puestos como empleadas domésticas pudieron negociar mejor las condiciones de trabajo. El cambio no fue sustancial, pero la susceptibilidad patronal afirmada en la voluntad de preservar intacta la subordinación de la fracción más despreciada de las filas trabajadoras, calificó al menor reclamo como una indisciplina intolerable. El declive de la fórmula de la “cama adentro” también posibilitó una mayor independencia. Por añadidura, el robo “hormiga” o el más evidente de la complicidad con asaltos eran reales, como puede comprobarse por las notas policiales de los diarios, que en modo alguno eran meras expresiones de paranoia y exageración patronal.
El diario de Eduardo Colom, La Época, es una fuente interesante para presentar este aspecto de la cuestión. De indiscutible credenciales peronistas, esta publicación de filiación yrigoyenista sostuvo una genérica actitud simpatizante hacia las empleadas domésticas. Así, en los albores del decenio peronista publicitó un ofrecimiento laboral en el que una doméstica ofrecía sus servicios con la condición de que los patrones fueran peronistas. Un mes más tarde llamó “aprovechada” a una “sirvienta” soltera de 26 años que cambiándose el nombre había robado en ocho casas y estaba en acuerdo con su compañera de pensión para empeñar lo sustraído. Poco después relató el caso de Urbelina García, una sirvienta de 23 años que había apuñalado mortalmente a su patrona de origen norteamericano por haber ésta injuriado a la Argentina debido a los atracos sufridos en reiteradas ocasiones. La redacción del diario acudió en auxilio de Urbelina con una estrategia doble. Por un lado destacó el aspecto nacionalista de una defensa de la identidad mancillada por la patrona “yanqui”. Por otro lado subrayó la insidiosa lengua de una cocinera que le hablaba mal de la empleadora y creó una animosidad que la joven no habría engendrado por sí misma, pues era una “mucamita argentina”, “casi una niña”, que tenía un “carácter hipersensible”. Urbelina, concluyó La Época, era irresponsable por haber pedido el control de su voluntad. Antes que la cárcel, necesitaba “afecto” y “comprensión”. Además de la condescendencia de clase por parte de la redacción de La Época, la prevención contra la cocinera insidiosa reveló la ambivalencia de las élites populistas hacia las trabajadoras domésticas.
Fue el mismo periódico el que nueve meses más tarde, luego de una serie de noticias de robos perpetrados por domésticas alertó contra un aprovechamiento de las empleadas por “elementos de mal vivir”. Ya no sucedía, como en “otra época”, que los robos fueran de “poca monta”. Los tiempos parecían haber cambiado. Las “fámulas” eran utilizadas como anzuelos que se introducían en las casas para obtener suculentos botines. No obstante, La Época no cejó del todo en su simpatía por las trabajadoras. Las que habían sido aconsejadas para robar a sus patrones, afirmó en su línea editorial, lo harían utilizando el “disfraz” de “modestas sirvientas” y “humildes servidoras domésticas”. También Democracia aludió al procedimiento de emplearse “como mucama” para cometer delitos. Así lo intituló respecto de una trabajadora de 42 años. La mujer tenía varias entradas y fue reconocida por sus patrones robados cuando la sección Robos y Hurtos de la policía exhibió una serie de numerosas fotografías de mucamas ladronas. Tenía varias causas y “captura recomendada”. En el momento de su detención se hallaba empleada en una nueva casa en la que, aseguró el periódico, se aprestaba a cometer una sustracción. Descartó por lo tanto que pudiera dedicarse “realmente” a la labor doméstica: trabajo y delito eran incomunicables. Las sirvientas auténticas, no disfrazadas, estarían exentas de semejantes conductas, en última instancia atribuibles a varones que las conducían por el mal camino. A veces la compulsión masculina para emplearlas como mucamas estaba complementada por el ejercicio de la prostitución.
En realidad, los casos de sustracción de bienes y dinero por las domésticas no faltaron en “otra época”, ni dejaron de existir durante el primer peronismo. Lo sabía bien la policía que contaba con un Gabinete de Sirvientas Ladronas y Mecheras en su dependencia de Robos y Hurtos. Incluso se instrumentó en 1954 un registro policial de una Tarjeta del Servicio Doméstico en el que los patrones debían acreditar la identidad de sus empleadas. Aunque más raros dada la composición de la fuerza laboral, también los domésticos dejaron huellas en las casas de labor.
La tarea de persecución policial fue una sombra que las trabajadoras, para quienes emplearse y hurtar no eran actos incomunicables, intentaron evadir utilizando nombres diferentes, documentos de identidad robados o falsificados, e incluso alterando sus aspectos a través teñidos de cabello. Sucedió en ese mismo contexto que la destreza requerida para escapar al celo policial condujo a un varón a disfrazarse de mucama para luego dejarse el bigote, una vez realizada una sustracción. Sin embargo, el ardid fue descubierto.
En ciertas oportunidades la seducción de las empleadas por galanes aprovechados se hizo sistemática. Parece haber sucedido con un obrero pintor apodado “Cejas” que consiguió con su “presencia” engañar a once sirvientas para cometer delitos en sus casas de empleo. Incluso llegó a convencerlas para que le entregaran copia de las llaves de ingreso. Luego de cometido el robo, según se informó en los periódicos, “a la novia si te he visto no me acuerdo”. Otra modalidad consistía en el empleo de parejas de domésticos, facilitando un hurto más importante.
El conocimiento de las peculiaridades de las casas brindaba una información útil para la comisión de robos y a veces de venganzas que podían alcanzar gran violencia. Maridos, hermanos, hijos, novios y amigos solían aprovechar los saberes de las empleadas, sobre todo cuando ya habían abandonado la vivienda de trabajo y eran en consecuencia menos pasibles de localización. Las redes patronales con conciencia de clase y el pedido de recomendaciones de empleadoras anteriores pretendieron neutralizar los riesgos de domésticas ladronas, pero no alcanzaron a neutralizar la comisión de delitos. La condición nómade de las trabajadoras les proveía saberes que desafiaban el control estatal. Las pertenencias provincianas posibilitan huir de las grandes ciudades, enviar pertenencias robadas o incluso hacer inversiones en lugares donde la sospecha fuera menor.
El lazo entre servicio doméstico y robo estaba usualmente inscripto en marcos personales de amistad o de pareja. Así ocurrió que una empleada participó en el asalto de un hogar en el que había trabajado, asesinando con sus propias manos a la hija de la patrona. La patrona fue ultimada por dos ladrones que participaron en el hecho, y el patrón quedó gravemente herido. Una dosis de desquite parece haber acompañado al robo pues el ataque se produjo con un hacha y un cuchillo. Posteriormente se estableció que el matador de la niña fue uno de los cómplices, quien como jardinero también había sido despedido “por reiterados actos de inconducta”, lo que sugiere que la sirvienta y el jardinero perpetraron una acción delictiva a la vez que de desquite clasista. Un caso un poco distinto fue protagonizado por el hijo de una ex doméstica que asesinó al patrón e hirió a la patrona para apoderarse de su dinero.
Es posible leer la relación con el delito como otra cosa que episodios de mera criminalidad, delincuencia o felonía, situándose por ende desde el punto de vista de la ley, que a menudo refleja un dominio de clase. Así, la ex sirvienta declaró la razón de lo que un diario peronista llamó su “resentimiento”: “¿Por qué ella no pudo nunca lucir vestidos costosos, ni joyas? ¿Por qué hubieron de reprenderla cuando se demoraba en llegar a las casas donde trabajaba como doméstica?”. El rencor parece haberse desencadenado cuando la patrona la despidió, momento en el que la empleada profirió una amenaza luego perpetrada. Todo el episodio estuvo teñido por odio o resentimiento de clase. La novela periodística al respecto concluyó cuando se informó la llegada a Buenos Aires del padre de la “sirvienta asesina”, desde el pueblito cordobés de Etruria. La noticia relató la desazón paterna que había llamado en repetidas oportunidades a la joven, instándola a retornar al hogar. Sin embargo, ella decidió permanecer en la urbe metropolitana, concluyó el relato, capturada por sus “amigos” y las “fiestas”.
Considerada desde la compleja moralidad popular, el delito era una opción entre otras entrecruzadas en la vida laboral. No puede descartarse que en algunos episodios contuvieran vetas individuales de resistencia de clase e incluso de reivindicación subjetiva, como en los casos en que se robaban los mejores vestidos de la dueña de casa o simplemente se arrojaban las prendas a la calle para que se estropearan. En verdad el empleo doméstico podía ser una adecuada fuente de indumentarias, alhajas y perfumes, tal como lo probaron dos hermanas cordobesas empleadas como “sirvientas” que, según informó El Laborista, las “lucían elegantemente en las boîtes”. Una joven trabajadora rosarina de diecinueve años robó joyas para lucirlas ante sus amigas, según declaró. Otra, marplatense, se apropió de la cartera de una patrona con lo que adquirió un reloj pulsera, un prendedor y un anillo, ambos de fantasía, así como un par de aros dorados.
Las interacciones con las otras clases y sus convicciones fueron múltiples, algunas pacíficas, otras angustiadas, y en fin, otras decididamente hostiles. No obstante, las relaciones predominantes estuvieron recubiertas por vínculos de extremada complejidad en las que las armas de las débiles asumieron figuras diversas. Desde la perspectiva de las patronas, las quejas adoptaron en ocasiones la forma cómica, trámite conocido de expresión del desprecio, simbolización e injuria entre mujeres de clases opuestas. Sucede que en ocasiones la lucha de clases no se forja en un molde colectivo, como en este caso.
Ejemplifico el tema con dos imágenes publicadas por el diario tucumano La Gaceta (cuadros similares se encuentran en revistas porteñas como Rico Tipo). En una de ellas, titulada “La primera misa”, se observaba la conversación de dos señoras dueñas de casas, patronas católicas empleadoras de sirvientas. Una señora preguntaba a su interlocutora: “¿Por qué madrugadora, doña Serapia?”. La otra respondía: “Para que mi sirvienta pueda venir más tarde. A ella no le gusta levantarse temprano”.
Otro dibujo cómico intitulado “Las fámulas que se surten del ropero de la patrona” representaba el diálogo entre una empleadora y una trabajadora. La primera decía: “¿Así que no quiere quedarse conmigo?”, a lo que la doméstica respondía: “No me conviene, Señora; tenemos el cuerpo muy distinto una de la otra”. En el fondo conversaban empleadas usando la vestimenta de sus patronas. De dos perspectivas de clase, una sola era expresada en la escena: mientas se representaban las demandas de las sirvientas, se negaba la humillación que acompañaba al utilitario traspaso de las vestimentas en desuso. No obstante se observa también en los dibujos un aspecto importante de la difícil esfera pública de las trabajadoras: las comidillas entre “sirvientas” y “mucamas” en las ferias mercantiles, almacenes, plazas y bailes. El reproche usual a la domésticas sobre sus “chismes” y “murmuraciones”, no fueron solo parte del arsenal del prejuicio patronal. También configuraron espacios reales de intercambios discursivos en los que se transmitían saberes, informaciones, delaciones, y otros artefactos lingüísticos de una lucha de clases desigual, espinosa y desordenada.
El conflicto de moralidades, las figuras de la injuria, las facetas sociales del delito, las tramitaciones cómicas de las tensiones entre patronas y mucamas, mostraban una dimensión de la relación de clase fundamental en la experiencia de las trabajadoras.
Además de una tensión ineliminable entre las mujeres de distinta clase social, tan bien representada de manera universal por la pieza teatral Las sirvientas de Jean Genet (inspirada en las hermanas Papin que como veremos será discutida Jacques Lacan), el contexto peronista añadió nuevos y decisivos condimentos. Por cierto, las sirvientas también se quejaban de las “patronas”, pero la ausencia de una movilización colectiva explica por qué no fue sino hasta el tramo final de la década peronista que se constituyeron instancias de reclamo ante la autoridad estatal. Esto se hizo entre 1955 y 1956. Según recuerdos posteriores de Francisco Gaona, Eva Perón había avalado en 1949 la promoción de una ley que regulara la actividad doméstica, pero la iniciativa suscitó una enorme resistencia “oligárquica”. La Primera Dama le habría dicho: “Viejo, esto hay que pararlo”. Como ya señalamos, fue el gobierno militar de la Revolución Libertadora el que emitió un decreto sobre la cuestión, en número 236 que puso en funciones los tribunales del ramo. Entonces se observó que los reclamos de las trabajadoras eran más numerosos que los de las empleadoras. Que así fuera sólo podía escapar a una mirada de clase unilateralmente identificada con la perspectiva patronal.
Trabajadoras domésticas e inconsciente político
Me detendré un momento en las representaciones literarias y psicoanalíticas de las empleadas. Esas representaciones tradujeron una sensibilidad cultural clasista y sexual pronto alimentada por los resquemores contra la insubordinación en la jerarquización social. Lo hicieron tanto respecto de las categorizaciones clasistas y racialistas como de sometimiento al uso irrestricto del cuerpo femenino por parte de los varones. Dicha agitación acompañó y alimentó al primer peronismo.
Por las evidencias presentadas en páginas anteriores dejaré de lado las imágenes quizás más consistentes ofrecidas en sede literaria en el periodo: el capítulo dedicado por Manuel Gálvez a la “sirvienta” santiagueña Amanda en El uno y la multitud, texto escrito entre 1952 y 1953. No es que el texto de Gálvez carezca de interés. El autor contrajo en pocas páginas algunos dilemas laborales, sexuales e ideológicos de las empleadas domésticas, e incluso su “natural” inclinación por el peronismo. La sensibilidad social de Gálvez abrió una ventana para leer las entrelíneas de tensiones internas a las trabajadoras, densidad de la seducción ejercidas por las jóvenes trabajadoras en el escenario hogareño y en el público, así como las vertientes del delito a las que solían asomarse. Amanda contenía mal una pulsión erótica, sin embargo, en una sencillez emocional y una simplicidad social inverosímil. Engañada por un galán que le arrebató la llave de la casa de labor, fue una víctima honrada y virtuosa que siquiera aprovecha el deseo del patrón para su beneficio. El candor de Gálvez nos aleja de los pasos hirsutos de la realidad histórica.
Con razón, Carlos Gamerro apuntó en un ensayo de corte histórico-literario que Julio Cortázar fue el “inventor del peronismo”. Gamerro prestó una atención quizás excesivamente sutil al lugar de las mujeres en esa invención. En contraste con la sátira de Borges y Bioy Casares en “La fiesta del monstruo” (1947), el artefacto literario de Julio Cortázar en Bestiario (1951) era más preciso y ensamblaba mejor con las sensibilidades antiperonistas y concretamente con la mixtura de odio clasista, racial y sexual que ventilaban. Observaré que la figura de la sirvienta como peligro sexual y social no fue sólo, ni mucho menos, cortazariana. Ocurrió al revés: Cortázar se alimentó de prácticas sociales y representaciones públicamente vigentes. Eso torna relevante su mención en una crónica sociocultural.
En Cortázar la repulsión por las migrantes internas y su corporización como sirvientas se tramitó como la atracción y la angustia ante lo monstruoso. Bestiario reveló desde su título la hostilidad ante una época de cambio. Veamos brevemente la narración del cuento “Las puertas del cielo”.
La muerte de Celina condujo al “doctor” Marcelo Hardoy a recordar la relación de su amigo Mauro con la joven difunta. Lo que perturbaba al narrador era la heterogamia de la relación. A través de la identificación entre los dos varones blancos es donde Celina devino un enigma a descifrar y domesticar. Ella era lo popular étnicamente peligroso. Esa diferencia derivó en la dominación sexual expresada en la danza de las “Casas de Baile” próximas a Plaza Italia. Allí el doctor Hardoy observó que Celina “se le escapaba [a Mauro] un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de los bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos”. Pero esa resistencia no era la de Hardoy porque él aclaró que no concurría a la milonga precisamente por rechazo hacia los “monstruos”, es decir, a los de la clase y color de Celina. Su inquietud provenía de que en los bailes se reunían los monstruos: “Asoman con las once de la noche bajan de regiones vagas de la ciudad”. Los hombres con figuras indígenas, atorados en trajes absurdos, con el “pelo duro” apenas domesticado, chorreando brillantina con reflejos azules y rosados. Las mujeres “casi enanas y achinadas”, con peinados enormes que las aplastaban. “A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora [...]”. Lo intolerable de esos “monstruos” era el olor a talco mojado, a fruta pasada que delata el lavado apresurado, apenas de un trapo húmedo arrastrado entre la cara y los sobacos. Para Cortázar están en la noche de la ciudad, pero no eran de la ciudad. Sergio Pujol resumió la imagen producida por Cortázar como una “verdadera excursión al país de las mucamas”, país matizado por el sexo, la seducción y la danza. La repugnancia cortazariana derivaba de que ese “país” era el propio, de una invasión en el corazón de la ciudad y las propias casas de lo que el lenguaje nativo calificaba como “educadas” capas medias porteñas.
Dicho esto, es preciso contestar la cerrazón totalizante de lo otro monstruoso aparente en las descripciones citadas de “Las puertas del cielo” con los modos en que la distinción era socavada. La cuestión es capital porque no es evidente que el discurso racista y clasista agote los motivos segregacionistas de los relatos cortazarianos. En efecto, entre monstruos había también diferencia sexual. Los varones no interesaron al relato porque la verdadera disputa con lo otro se decidía en la dominación erótica planeada por Mauro y Hardoy. Fue en esa lid que el color de piel, el sexo y la clase se midieron con sus diversas varas, donde la clasificación de mayor o menor monstruosidad se multiplicó y por ende perdió consistencia. En primer lugar tenemos a las enanas, que permanecían en la base mayoritaria de lo más mostrenco. Pero, afirmaba Hardoy en su relato, había “una negrita más alta que las otras”, una “sirvientita” que ya era menos disoluble en el conjunto invasor incluso si su práctica de la prostitución no era encubierta. Celina, que había sido un monstruo, parecía una joven no teratológica cuando salía de la bailanta. “El humo era tan espeso”, relató el personaje Hardoy, “que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina”. La opacidad se introducía, entonces, entre lo propio y lo monstruoso para desbaratar la distinción por la familiaridad que debía ser soportada en la coexistencia urbana y su lugar en el mercado de trabajo, pero también el encuentro deseante facilitado por la circulación de los cuerpos. La presencia de las trabajadoras domésticas era pública, en los clubes y plazas, así como en las propias casas de las clases del “nosotros” que las observaba con inquietud y deseo. No eran objetos sexuales solo para los conscriptos también llegados de las provincias. Como he señalado en el capítulo precedente, el fenómeno de la integración demográfica diseñó una mutación en el seno de la ciudad, con preeminentes claves sexuales propias de la selección de parejas.
La crónica periodística también trasmite, en un plano diferente, el hecho decisivo de la corporalidad sexuada de las trabajadoras. Un diario peronista describió a una trabajadora atractiva como “una fámula bastante agraciada en su frágil personita de apariencias inofensivas”. Tenía 19 años y era llamada “La Correntina”. Apresada tras un robo a su patrón, la publicación destacó que perdía así su poder porque “en los calabozos no hay espejos”. Entusiasmado por el caso de la bella mucama, La Época recordó el caso afín de una sirvienta de reciente actividad delictiva, apodada “La bella Fanny”, “La Pantera” o “La Uruguayita”.
Justamente, esa presencia entre socio-simbólica y carnal de las mucamas y sirvientas avanzó sobre los ambientes de la “Casa tomada”, otro cuento paradigmático de la imaginación literaria cortazariana. ¿Qué es esa invasión que se adueña de la casa de los hermanos de estratos medios? ¿Acaso no es esa ocupación la que, como argumentó Germán Rozenmacher en “Cabecita negra”, mostraba la violencia inesperada de los sujetos sociales peronistas, una de las cuales era una “china” que “podía ser su sirvienta”? Sólo que el error de Rozenmacher, como el de la crítica literaria tradicional, fue el de creer que la aprensión de Cortázar percibía una amenaza exterior. De allí que, al neutralizar lo siniestro, lo imaginara como un policía y su hermana, es decir, como una usurpación. Es más coherente con el relato cortazariano que fueran empleados domésticos los que se apropiaban de la casa y expulsaban a sus dueños. Pues sucede que la misma es invadida desde adentro. Nadie ingresó, tal como quedaba claro cuando hacia el final del relato los hermanos cerraron la puerta exterior con llave para que no entraran a robar desde el exterior: la sustracción se realizaba desde el interior. Todo el cuento está capturado por las tareas domésticas que deben realizar la hermana y el hermano empleadoras, con las preocupaciones corrientes respecto del empleo de sirvientas y mucamas. Así sucede con la preocupación de haber dejado quince mil pesos en un armario.
La imaginación estética de Cortázar contra las sirvientas no fue extraordinaria. La encontramos literariamente en un autor en diversos sentidos distinto como Valentín Fernando. En El ancho camino (1946), Fernando opone la rubia Emilia a Anita, la sirvienta de su casa. Citemos un fragmento en el que prevalece la misma imagen de “Las puertas del cielo”: la empleada era un “animalito” que rondaba al varón joven, incitándolo, provocando su rechazo; la pieza donde habían cohabitado no parecía de su casa, sino de “algún conventillo sucio donde todas las mujeres estuvieran pintarrajeadas con los colores negro y colorado, y verde espeso en los ojos; pero sobre todo el negro relucía como si fuera el fondo inmenso de una suciedad que estaba en todo, hasta en las respiraciones acompasadas y violentas”. Este tema era esencial en Fernando, tan agudamente traducido en ansiedad literaria de una experiencia social como el que hace encarnar a los jóvenes porteños de vida dudosa en Desde esta carne (1951).
Las asociaciones de Cortázar y Fernando entre sirvientas, malestar social y enervación sexual en los estratos medios estaban ampliamente presentes en la literatura. Sólo para mencionar a un autor diferente, observo que en la tantas veces analizada pieza teatral de Carlos Gorostiza, El puente (1949), las sirvientas y la “barra de la esquina” concentraban la ira de las mujeres de capas medias. Estas se quejaban por la falta de cocineras y sirvientas. Es un “problema terrible”, decía una de las patronas sin empleada, las “chirusas” se colocaban en las fábricas pues “con tal de no trabajar hacen cualquier cosa…”. Es interesante destacar cómo la falta de sirvientas obstaculizaba la “sociabilidad” mencionada por el “aguafuerte” arltiana citada más arriba; la conversación de las amigas del mismo sector social se veía constantemente entorpecida por la necesidad que una de ellas tenía de controlar la cocción de una comida en preparación. En el colmo de su indignación, la misma mujer relataba que dos sirvientas llegadas a la casa por un aviso en un periódico, al ver que la misma tenía seis habitaciones “dieron media vuelta y se fueron”. El padre de la patrona sin empleada resumió la nueva situación señalando que “los de abajo” comenzaban a preguntarse por qué tenían que trabajar como sirvientas en lugar de ejercer otra ocupación.
La angustia entrelazada con lo sexual y lo monstruoso, un ensamble de violencia y deseo asqueante en sus reverberaciones simbólicas hacia las trabajadoras domésticas, así como su enlace con el peronismo, es detectable en otros planos de la producción simbólica. Por ejemplo, en la narrativa pública que la psicoanalista Marie Langer elaboró en 1951 y rescribió en 1957. Su texto sobre “El mito del niño asado” interpretó un episodio que estaba en boca de todos hacia junio de 1949 y era considerado verídico. Al retornar del cine o de una fiesta, un joven matrimonio es recibido por la “sirvienta” vestida con el traje de boda de la señora. El niño de la casa dejado al cuidado de la doméstica es descubierto, asado y rodeado de papas, en una bandeja situada en la mesa del comedor al que aquella los conduce ceremoniosamente. La madre enloquece, el padre, un militar, mata a la doméstica y huye sin dejar rastros.
Desde una perspectiva psicoanalítica inspirada en Melanie Klein, Langer sostuvo que el relato había logrado una enorme repercusión porque la encargada del cuidado del niño era la sucedánea de Eva Perón, quien había generado tanto amor como odio (el grado militar del esposo en el relato favoreció la asociación con el presidente en ejercicio). La esposa de Perón proveía el continente fantasmático e híbrido del “pecho bueno” y el “pecho malo”. Eva Perón catalizaba representaciones inconscientes en las que devenía una “madre todopoderosa y despótica, que dominaba a todos”. “Y como la represión era tan grande”, prosiguió Langer, “la gente recurría a la fantasía para expresar su crítica, su advertencia y sus temores”. La imposibilidad de expresar públicamente el desacuerdo con esta situación habría llevado a una desfiguración y reconfiguración inconscientes según la cual el niño sería la Argentina, y los padres la “gente bien” que ella odiaba. En suma, la madre y la “sirvienta” del relato serían las dos caras antitéticas de la efervescencia emocional-inconsciente inherente a la deriva subjetiva, como tal irreductible al peronismo como evento histórico transitorio, pero animada con singular aspereza por las ansiedades despertadas por la Primera Dama.
Creo más adecuado reconsiderar la centralidad asignada a Eva Perón en ese análisis a través de los flujos emotivos por los cuales la esposa del presidente acrisoló las contrariedades de clase, sexo, género y color de piel. La conjetura de Langer apunta a una dirección adecuada cuando destaca la carga ambivalente afectiva disuelta en la experiencia peronista. Sin embargo, al secundarizar aquellas contrariedades en beneficio de una primacía atribuida a la dinámica inconsciente tiende a simplificar la dimensión social del acontecimiento peronista, cuya potencia emocional anudada en el “mito del niño asado” deviene poco inteligible sin ese alimento decisivo que fue la agencia de las empleadas domésticas. El temor y advertencia contra las trabajadoras domésticas no fue solo imaginario y expresivo de prejuicios. Resultó de una abigarrada fusión de trabajo, deseo, sufrimiento, delito, resistencia y modos peculiares de la lucha de clase.
La impronta “psicológica” del mito del niño asado había sido públicamente tematizada en la propia prensa de la época. En el diario La Época José María Espigares discutió el rumor circulante como el problema de un “correveidile perverso” que anidaba en los “pliegues” extraviados de mentes impresionables. No es sorprendente que una escritora psicoanalítica como Langer avanzara otra mirada sobre el asunto, ni que al hacerlo revelara las cegueras clasistas del saber freudiano.
Al margen de las interpretaciones psicoanalíticas, Juan José Sebreli indicó, me parece que con buena intuición, que el fondo del asunto residía en las tensiones que el servicio doméstico despertaba en la pequeña-burguesía una eventual “venganza del proletariado”. El sartrismo de Sebreli lo condujo a negar las formaciones de lo inconsciente en favor de una expresión del antagonismo social. No obstante eso no daba cuenta de la novedad planteada por Langer pues mucho antes del peronismo las sirvientas constituían un temor para las patronas, por cierto sin alcanzar la repercusión lograda hacia 1949.
Veamos con algún detalle la argumentación de Langer incluida en Maternidad y sexo, cuyo capítulo “La imagen de la ‘madre mala’” rescribió la versión original del análisis mítico avanzado en la Revista de Psicoanálisis. Allí se preguntó “¿cuáles son los motivos de que la sirvienta llegue a desempeñar para el inconsciente el papel de madre?”. Su respuesta inicial fue que las sirvientas realizaban tareas “muy parecidas” a las ejecutadas por las madres de las patronas. A partir de esa similitud formal afirmó que “[g]ran parte de las dificultades y quejas constantes de las dueñas de casa sobre el servicio doméstico provienen de esta identificación inconsciente”. El reflejo identificatorio generaba un “odio reprimido” hacia la madre en la infancia, transferido más tarde a la sirvienta. El pasado de la ambivalencia sentimental era factible debido a “la dependencia y la inferioridad social de la sirvienta frente a la patrona”, la que entonces podía realizar una “vieja e infantil fantasía vengativa”. Al respecto la experiencia de la cura proveyó a Langer evidencias respecto de las revelaciones de las patronas (sus analizantes) sobre cómo veían a sus empleadas. Es que como enseñó Freud el odio revierte en su opuesto, es decir, en temor a la sirvienta en quien se proyecta la agresión contenida: “La teme y la cree capaz de cualquier atrocidad debido a este mismo odio. Muchas mujeres creen continuamente que las sirvientas las perjudican, las roban y les seducen a sus maridos o hijos”. Las informaciones aquí reunidas sobre la capacidad de acción entre las domésticas quiso mostrar que la reversión de la hostilidad hacia las “sirvientas” en angustia no era solo imaginaria; obedecía a condiciones históricas en la tensión de clases, a la fricción sexual que solía acompañarla así como a la facultad activa de las trabajadoras incluso en circunstancias muy adversas.
He anticipado que las conflictivas relaciones de las empleadas con sus empleadores varones no serían reconstruidas. Sin embargo aquí no puedo dejar de anotar que algunos rasgos del “mito” son difíciles de comprender prescindiendo de la tensión estructural derivada de la posibilidad, más o menos imaginaria, de un reemplazo sexual de la señora de la casa por la empleada: la sirvienta recibía al matrimonio ataviada con el vestido de novia de la dueña de casa. Era esa eventualidad la que había justificado el tema de una película importante del primer peronismo, Deshonra (1953), título de evocación moralizante que hacía sistema con el “mal paso”. En este caso quien caía en la humillación, y la cárcel, era la enfermera Flora María Peralta interpretada por Fanny Navarro.
El problema interpretativo de Langer participaba de una dificultad constitutiva del psicoanálisis histórico con el estudio de lo social y, más concretamente, respecto de la eficacia simbólica de la conflictividad de clase. Vease un ejemplo de una interpretación kleiniana donde el antagonismo ligado al consumo de alimentos por las domésticas que las patronas usualmente consideraban excesivo:
“Hace poco me contaron que una señora nada tacaña por lo general y muy adinerada, cada mañana solía sacar del ‘placard’ de la cocina una bolsa llena de terrones de azúcar. Cuidadosamente solía contar para cada persona de la numerosa servidumbre los pedacitos que tenían derecho a comer durante el día. Después se lo entregaba a la cocinera y encerraba lo restante bajo llave. En el primer momento me chocó esta actitud tan en contraste con el nivel económico y la forma de vida de esa familia, hasta que pude comprender que probablemente la madre de esta buena señora debía de haber hecho lo mismo con ella, cuando, siendo niña, le pedía caramelos u otras golosinas de poco valor”.
Más probable era en verdad que la “señora” aprendiera de su madre a cuidarse de una acusada glotonería de la “servidumbre”. Langer reiteró en la ceguera social de Jacques Lacan al examinar el caso de las hermanas Papin, de quienes deja de lado su condición de trabajadoras domésticas. El caso francés implicó a dos hermanas empleadas desde hacía cinco años que mataron a martillazos a la patrona y su hija, a las que además arrancaron los ojos. Lacan fue incapaz de leer una confrontación de clases tal como se presiente en la citada pieza teatral de Genet, Las sirvientas, también inspirada en el crimen de las Papin.
Sin embargo, la explicación sólo atenta a los conflictos de clase sería insuficiente. Langer acierta en la referencia al peronismo, y en especial a la hostilidad despertada por lo que Eva Perón representaba para las capas medias y la burguesía, esto es, la insubordinación de las y los “cabecitas negras”. Dicha asociación no era absurda. La especial identificación con Eva Perón se había revelado en la inmensa cantidad de sirvientas, planchadoras y costureras que despidieron a su símbolo de dignidad en ocasión de su funeral en 1952. Fue esa ligazón identificatoria, con sus efectos simbólico-sociales más extensos, los repudiados por las clases acomodadas que veían allí sólo el “resentimiento” y el “mal gusto” que pretendía cuestionar las “jerarquías”. Lo que el antiperonismo como construcción efectiva hacía era peronizar y formatear de nuevo una conflictividad conocida, la de clase, imprimiéndole una relevancia a la vez consciente e inconsciente. El problema consistía en que para sus detractores el peronismo amenazaba con extender las formas del servicio doméstico al país, esto es, la rispidez que jamás había abandonado del todo la explotación y desprecio que se propinaba a las sirvientas incluso (posiblemente con mayor agudeza) si se hacía en nombre de la bondad y la filantropía. Al asumir un alcance ideológico, la experiencia del trabajo doméstico se expandió con la ductilidad simbólica de lo inconsciente. Después de setiembre de 1955 Ezequiel Martínez Estrada recordó que un amigo suyo, también antiperonista, había reprochado a Eva Perón que encomendara a senadores y ministros realizar tareas “propias del servicio doméstico”.
El empalme entre peronismo y sirvientas perduraría hasta después de la caída del gobierno en 1955. Es conocida la imagen provista por Ernesto Sábato en 1956 sobre la fractura social que sostenía la dicotomía peronismo/antiperonismo: por un lado estaban los doctores brindando por la caída del “tirano”, y por otro las sirvientas de piel oscura llorando desconsoladamente en la cocina por quien les había dado un poco de “dignidad”. Eso fue compatible con el hecho de que la vigorosa conmoción social del peronismo dejó en buena medida inmodificada la situación material de las trabajadoras domésticas. Sus efectos más importantes fueron consecuencias de alteraciones relativas al empleo masculino que permitieron sostener una familia nuclear con un sueldo. Como vimos, la reforma estatal del sector aquí estudiado tuvo lugar tras la caída de Perón en 1955. Lo que se consolidó durante el primer peronismo fue un discurso de tintes melodramáticos en los que se exculpó a las jóvenes madres solteras y se atribuyó el reproche a los varones negligentes.
Consideraciones finales
Las reivindicaciones del primer peronismo, de las izquierdas y de alguna fracción del catolicismo social, buscaron redimir a las madres solteras. La culpabilización por el “mal paso” perdió terreno. El desplazamiento de la soberanía estatal sobre el trabajo impulsó la preocupación jurídica por su regulación. Sin embargo, la continuidad de la dominación de clase y de género condujo a que esa figura persistiera todavía durante varias décadas. Ante tal situación, las trabajadoras domésticas no permanecieron inermes.
Eran muchas y contradictorias las imágenes atribuidas a las domésticas. En el plano social no consolidaron una representación sindical. Atento al poder coagulado en organizaciones, el peronismo las contuvo en un lugar marginal de su lógica de reivindicación social. El lugar simbólico que les cupo fue el de corporizar a la cabecita negra por excelencia, y acarrear temores y desprecios en los que sexo, clase y color de piel confluyeron en la identificación con el peronismo. Una innovación pudo parecer factible en un momento en que clase, sexo y color aparentaban hallarse en estado de fluidez. Las élites propagandísticas peronistas podían en diciembre de 1954, en la antesala de la ola de homofobia que cambiaría la sensibilidad hacia las disidencias sexuales, adoptar posturas flexibles hacia las relaciones entre servicio doméstico, sexo y género, al punto de describir con simpatía que un varón se vistiera de mujer para hacer de mucama. La noticia en Jujuy, sin embargo, fue tratada con una actitud represiva y ordenadora. Las contenciones a las desviaciones de unas normas tan imaginarias como simbólicas no concluyeron allí. Como suele ocurrir con la tolerancia de los dominadores, la apertura a lo nuevo pronto sería devastada por una ola represiva: lo veremos más adelante respecto de las razzias de 1954-1955.
Me interesa subrayar que las dos tramas que he mencionado, la situación de clase y las desventuras amorosas, no estaban desconectadas. Animaban una realidad compleja en que podían ser consideradas dimensiones de una misma condición social. Así ocurrió cuando comenzó a avanzar la reforma que sin embargo quedaría inconclusa. A fines de 1954 se podía aludir a una incorporación jubilatoria que incluyese a las domésticas y un castigo a los varones evasivos tras “largos noviazgos frustrados”. Por cierto que la temática de la promesa de casamiento quebrada podía dar lugar a extensos desarrollos melodramáticos en los diarios y revistas. Por ejemplo, sucedió con el caso de “Esthercita” o “la novia triste” que alimentó a fines de 1949 las páginas de un diario platense. Sin embargo, también había parecidos familiares entre los dos asuntos. De hecho, rasgos propios del universo de las sirvientas se propagaron a la pequeña novela platense: una “provincianita” de “rasgos trigueños” e “ingenua”, María Esther pensó en suicidarse.
Hacia 1960 el empleo doméstico se estabilizó en su significación demográfica y económica. La aparición de una normativa reciente y la transformación de las modalidades de trabajo afectaron las prácticas de antaño. La utilización de artefactos de cocina, conservación de alimentos y lavado de indumentaria impactaron en la demanda de fuerza de trabajo doméstico. A pesar de la continuidad de la sujeción y las discriminaciones simbólico-económicas, el panorama se modificó. El proceso de trabajo se fue simplificando y su remuneración, tendiente a la baja, se estandarizó. Si bien cuantitativamente el rubro permaneció en un nivel cercano al medio millón de puestos, el incremento del trabajo industrial y, sobre todo, el comercial, docente y de oficina ampliaron el horizonte de la labor femenina. Como veremos enseguida, prosperó el discurso de que de las mujeres de capas medias que con el auxilio de nuevos electrodomésticos y sin remuneración eran adalides de la “modernidad”.
La fractura social y política del peronismo, con amplias resonancias imaginarias sobre las representaciones de las trabajadoras domésticas y sus anclajes de clase, sexo y color, también fue alterado. Hacia 1960 el peligro sexual y político del peronismo ya no podía ser condensado en el “cabecita negra” y en la sirvienta holgazana, lúbrica y ensoberbecida. No se trata de que el peronismo despertara “pretensiones” en las domésticas. Parece más justo pensar que sucedió algo distinto: las aprensiones suscitadas por sus resistencias alimentaron una dimensión de clase, género y color de piel que, junto a la figura del “cabecita negra”, nutrieron las representaciones sociales del peronismo. Esta faceta fue generalmente olvidada hasta por los simpatizantes del peronismo.
Los años del postperonismo no cejaron en la incidencia de clase que persiguió la relación de las sirvientas con sus patrones. En el clímax de una presunta modernización, la revista Claudia brindó una asistencia a las modélicas patronas jóvenes, bellas, delgadas, blancas y de estratos medios en la neutralización del servicio doméstico. Esa imagen y el sentido de la historia, la modernidad/modernización, en realidad pueden ser rastreadas desde mucho antes en la Argentina y en el mundo. Nunca está claro en las investigaciones que se atarean en reconstruir esas representaciones cuáles fueron sus incumbencias prácticas más allá de las revistas de “clase media” cada tanto leídas por las mujeres de la clase trabajadora. Como fuera, Claudia tematizó la cuestión de las empleadas confrontándolas con los más bajos costos de los nuevos electrodomésticos. La clave de todo se encontraba en que los utensilios “modernos” evitaban el “despilfarro” de las sirvientas y de una mucama inmaculada que “no existe”. La fantasía clasista de la redacción de la revista se reveló sin tapujos en el título de la nota, ebrio por la promesa de la explotación absoluta: “Mucama perfecta, sin sueldo, se ofrece”. Tres años más tarde los problemas patronales continuaban siendo los mismos, empero, que los vistos para la década peronista: los robos, la altanería y la holgazanería de las sirvientas. Y la respuesta seguía siendo clasista: despedir a las rebeldes (y cambiar la cerradura enseguida), pedir referencias de las nuevas, o emplear niñas “con buena pasta” y “formarlas”. Con todo, la solución de largo plazo era el reemplazo parcial por la tecnología más el empleo de un servicio por horas de domésticas educadas por los valores “modernos”. Entonces se alcanzaría el sueño de “hogares donde las señoras sean servidas por señoras”. Fascinada por el velo ideológico sobre la diferencia entre servir y ser servida, Claudia decía de otro modo –en el idioma de la “modernidad”– lo que era una colisión de situaciones de clase y de experiencia. Un plano de antagonismo reproducido por las condiciones clasistas que hacían de la problemática de la modernización un término nativo de la voluntad de deshacerse del problema del otro plebeyo.
Durante un largo siglo las experiencias de las empleadas domésticas constituyeron un andarivel de las culturas de la clase trabajadora argentina. Como pocos estratos de dicha clase, las domésticas anudaron en una trama compleja la difícil travesía en una sociedad cambiante, plagada de conflictos e inclemente hacia sus franjas más desguarnecidas. En ese marco, sus actitudes fueron variables y en algunos casos enérgicas hasta llegar al crimen, a veces el espacio de libertad en la desesperación. La suya fue una resistencia de clase muy singular, pues no sólo se opuso a la clase empleadora; también se enfrentó al señorío sexual que una muy larga historia de dominación masculina imponía a las mujeres frente a los varones de todas las clases sociales. Ni antes ni después del primer peronismo es útil apelar a juicios modernizantes ni morales abstractas de progreso en la sociabilidad. Mutaciones enormes, cuya dinámica cosificada regulaba la lógica del capital, fraguaron planos de conflicto en el que se enervaron las tecnología del género, los cortes del sexo, la explotación de clase, los proyectos de inclusión social, la movilización política, dando paso a nuevas forjas críticas, y en modo alguno a modernizaciones más o menos fallidas, o a democratizaciones más o menos coherentes.
El caso Burgos con el que cerraré este capítulo pretende, justamente, interrumpir en los ideales progresistas aplicados a la interpretación del peronismo. El estío de 1955 fue sorprendido por unas noticias efectistas que acapararon las tapas de los diarios y revistas durante varias semanas. Fragmentos del cuerpo de una mujer fueron hallados en diversas zonas de la ciudad de Buenos Aires. Brazos, torso y piernas, torpemente envueltos en papel de periódico ligado con hilo sisal aparecieron en diversas zonas de la urbe. La cabeza fue encontrada en el Riachuelo. La policía describió así al cuerpo reconstruido: “muchacha menuda, pelo negro, aparente piel oscura, mala dentadura, pies perfectamente cuidados, hermosas manos, uñas largas y bien pintadas, acostumbradas a oficios de manicura”.
Se conjeturó que por el tipo de corte aplicado a las piezas humanas el asesino debía ser un carnicero o un cirujano. La ciudad aparentaba haber descubierto a su propio Jack El Destripador. Los comentarios fueron innumerables y la noticia recorrió al país. Tras varias peripecias y especulaciones se logró rastrear al asesino. Una cicatriz de cirugía clavicular permitió identificar el cuerpo pues tal intervención era realizada por solo dos clínicos porteños. Se supo entonces que la occisa se llamaba Alcira Methyger, una bella mujer de 27 años que había llegado de Salta una década atrás y trabajaba de mucama. Había migrado a la Capital Federal en 1944 acompañada por su hermana, también trabajadora doméstica. Su primer empleo lo obtuvo en la casa de los padres de Jorge Eduardo Burgos, un varón adulto de los sectores medios con modestas pretensiones culturales. Leía libros de suspenso y se esforzaba por aprender el idioma inglés, lengua en la que había reunido una pequeña biblioteca donde los crímenes policiales eran el género favorito.
Alcira y Jorge mantuvieron un vínculo sexual y emocional pero él no atinaba a entablar la relación sentimental que ella demandaba. La relación fue por eso tormentosa. Burgos era muy tímido. Es posible que Methyger fuera la primera y única mujer en su vida. El recuerdo de un policía a cargo de la investigación provee otra pista: la relación estaba condicionada por el hecho de que los padres de Burgos aborrecían a la mujer, mientras Jorge prometía un casamiento sin el futuro económico que deseaba Alcira y sin enfrentar la actitud de sus padres. La mucama tenía, según el testimonio de su propia hermana, otros novios. Tras una discusión entre Burgos y Methyger, la mujer falleció estrangulada y acto seguido fue descuartizada. Abrumado y según él obnubilado por el alcohol, el asesino intentó hacer desaparecer el cuerpo despedazándolo. En su habitación se encontraron los instrumentos del descuartizamiento, novelas policiales en inglés, revistas pornográficas y pastillas para estimular la excitación sexual.
Burgos publicó antes del juicio en su contra un folleto donde adujo una muerte accidental y un descuartizamiento por desesperación. Ofuscado por el desprecio que le propinaba la sirvienta le había gritado “puta”, tras lo cual comenzaron a luchar. Methyger le mordió una mano y, aseguró Burgos, él le puso la mano en el cuello. Cuando Burgos recuperó la conciencia el cuerpo estaba ya sin vida. La prensa captó hasta qué punto la sexualidad de la “sirvienta” fue pronto puesta en el foco del tema y se dijo: “La moral de la víctima es objeto de un cuidadoso examen por las autoridades”. En cambio, la imagen prevaleciente de Burgos fue la de un hombre apocado y más preocupado por lo que pensarían sus padres que por lo que había perpetrado. Ha quedado en los baches de la investigación el significado de la afición de Burgos por las novelas policiales y la información que había recogido sobre
El episodio carecería de mayor relevancia en esta crónica, suficientemente provista de crímenes pasionales. Pero ocurrió que además de suscitar una repercusión pública quizá desproporcionada, tuvo un contrapunto con la actualidad ideológica.
La revista Ahora cubrió el hecho y recibió las habituales cartas de lectores. Lo que puede observarse en ellas es el alineamiento de tres posiciones nítidas. Algunas culparon del crimen a un Burgos que tras la fachada de mequetrefe –ya señalé que el periodismo se ensañó con su figura medrosa y rolliza– velaba una personalidad maligna. La joven desprevenida, una trabajadora humilde, habría sido víctima de un pérfido psicópata. Otras cartas hicieron recaer la responsabilidad en la doméstica calculadora e inmoral, quien se habría aprovechado de un hombre incauto pero honesto. En consecuencia, para esa mirada Burgos debía ser liberado. Finalmente, una tercera postura solicitaba clemencia hacia Burgos pero no absolución pues el asesinato y sobre todo el despedazamiento habían sido horribles.
En el contexto de una crisis política y cultural en aceleración enfrentando al gobierno con la oposición liderada por las asociaciones católicas, los alineamientos tuvieron inequívocas y conscientes conexiones con la divisoria peronismo/antiperonismo. El varón de los estratos medios y la mucama provinciana fueron lanzados por los antagonismos políticos e ideológicos al seno de las confrontaciones que tensaban las cuerdas de lo social. Pero aunque fuera cierto que allí se exhibían efectos de la división peronismo/antiperonismo sus ecos eran más amplios y profundos. Se encuadraba en una extensa historia de resistencias y afirmaciones de clase entre las domésticas, usualmente individuales pero no por eso asociales, las que fueron ordenadas en los alineamientos ideológicos y morales del momento.
En este capítulo he intentado mostrar que esas confrontaciones ya estaban activas antes del verano de 1955. Todo aquello que Alcira Methyger implicaba en sus acciones, decisiones y trágico final, estaban inscriptas en una trama histórica más afín a la crisis de sociabilidades fracturadas que a un proceso de integración o inclusión que se imponía a pesar (pero también gracias) a sus percances. Sexo, amor, política y crimen se entrelazaban así en fórmulas inasimilables a las esperanzas de una vida colectiva pacífica. Condenado tras la caída del peronismo, Burgos fue sentenciado a veinte años de reclusión.