Cualquiera que sea el desenlace de las protestas, levantamientos y revueltas que conocen actualmente los países del Magreb y Oriente Medio, una cosa es segura: el mundo del petróleo ya no volverá a ser el mismo. Todo lo que ocurre en estos momentos no es más que el primer temblor de un terremoto que sacudirá a nuestro mundo hasta lo más profundo.
Durante todo el siglo transcurrido desde el descubrimiento de petróleo en el sudoeste de Persia antes de la primera guerra mundial, las potencias occidentales han intervenido repetidamente en Oriente Medio para asegurar la supervivencia de gobiernos autoritarios consagrados a la producción del «oro negro». Sin esas intervenciones, la expansión de las economías occidentales después de la segunda guerra mundial y la riqueza actual de las sociedades industrializadas serían inconcebibles.
Sin embargo, esta es la noticia que debería acaparar las primeras planas de todos los periódicos del mundo: el antiguo orden se hunde y con su desaparición asistiremos al final de la era del petróleo barato y abundante.
El fin de la era del petróleo
Intentemos discernir cuáles son los riesgos que plantean los acontecimientos en curso. De entrada, es casi imposible calibrar en su justa medida el papel crucial que ha desempeñado el petróleo de Oriente Medio en la ecuación energética mundial. Aunque la revolución industrial se nutrió en su origen de carbón barato, utilizado para mover trenes, buques de vapor y toda clase de máquinas, el petróleo barato hizo posible el advenimiento del automóvil, la industria aeronáutica, los barrios residenciales, la mecanización de la agricultura y una vertiginosa dinámica de globalización económica. Aunque fueron un puñado de grandes regiones productoras de petróleo —Estados Unidos, México, Venezuela, Rumania, los alrededores de Bakú (en el entonces imperio de los zares de Rusia) y las Indias Orientales holandesas— las que inauguraron la edad del petróleo, ha sido Oriente Medio el que ha saciado la sed de petróleo del mundo a partir de la segunda guerra mundial.
En 2009, el año más reciente del que se tienen datos, la empresa BP (British Petroleum) informó de que los proveedores de Oriente Medio y de África del Norte habían producido conjuntamente 29 millones de barriles al día, lo que equivale al 36 % del volumen total mundial, pero ni siquiera este dato refleja plenamente la importancia de la región para la economía del petróleo. Más que ninguna otra parte, Oriente Medio ha canalizado su producción a los mercados de exportación para satisfacer la demanda de energía de potencias importadoras de petróleo como Estados Unidos, China, Japón y la Unión Europea (UE). Estamos hablando de 20 millones de barriles enviados cada día a los mercados de exportación. Compárese esto con Rusia, el principal país productor del mundo, que suma siete millones de barriles diarios de petróleo exportable, con el resto del continente africano (seis millones) y América del Sur (nada más que un millón).
Además, los productores de Oriente Medio cobrarán incluso más importancia en los próximos años porque se calcula que poseen dos tercios de las reservas de petróleo que quedan sin explotar. Según recientes proyecciones del Ministerio de Energía de EE UU, Oriente Medio y África del Norte suministrarán conjuntamente alrededor del 43 % del crudo mundial en 2035 (frente al 37 % en 2007) y producirán una parte todavía mayor del petróleo exportable.
Por decirlo lisa y llanamente, la economía mundial precisa un abastecimiento creciente de petróleo asequible. Oriente Medio es la única región que puede asegurar la oferta. Esto explica por qué los gobiernos occidentales han apoyado durante mucho tiempo a regímenes autoritarios “estables” en toda la región, dotando regularmente de armamento y formando a sus fuerzas de seguridad. Ahora, este orden atrofiado, petrificado, cuyo mayor logro fue producir petróleo para la economía mundial, está desmoronándose. Que nadie sueñe con un nuevo orden (o desorden) capaz de suministrar suficiente petróleo barato para preservar la era del petróleo.
Para saber por qué, hagamos un breve repaso histórico.
El golpe iraní
Cuando la Anglo-Persian Oil Company (APOC) descubrió petróleo en Irán (entonces llamado Persia) en 1908, el gobierno británico intentó hacerse con el control imperial sobre el Estado persa. Uno de los principales padres intelectuales de esta empresa fue el oficial del almirantazgo Winston Churchill. Después de ordenar la conversión del carbón al petróleo de la marina de guerra británica antes de la primera guerra mundial y de decidir someter al control de Londres una fuente de petróleo significativa, Churchill orquestó la nacionalización de APOC in 1914. En vísperas de la segunda Guerra mundial, Churchill, que ya era primer ministro, supervisó el derrocamiento del gobernante filogermano de Persia, el sha Reza Palevi, y el ascenso al trono de su hijo, Mohamed Reza Palevi, quien entonces tenía 21 años de edad.
Aunque propenso a encomiar sus lazos (míticos) con los antiguos imperios persas, Mohamed Reza Palevi fue un dócil instrumento en manos de Gran Bretaña. Sus súbditos, sin embargo, estaban cada vez menos dispuestos a tolerar la sumisión al imperio británico y en 1951 el primer ministro Mohamed Mosadeq, elegido democráticamente, obtuvo el apoyo parlamentario para nacionalizar la APOC, que pasó a denominarse Anglo-Iranian Oil Company (AIOC). La medida fue muy aplaudida en Irán, pero desató el pánico en Londres, así que en 1953 los dirigentes británicos conspiraron con el gobierno del presidente Eisenhower en Washington y con la CIA para organizar un golpe de Estado que derrocó a Mosadeq y restituyó en el trono al sha Reza Palevi, quien había huido a Roma a raíz de las grandes movilizaciones populares que hubo en respuesta a un primer intento de deponer a Mosadeq.
Hasta su derrocamiento en 1979, el sha ejerció un control dictatorial implacable sobre la sociedad iraní, en parte gracias a la generosa ayuda militar y policial de EE UU. Primero acabó con la izquierda laica, aliada de Mosadeq, y después con la oposición religiosa, liderada desde el exilio por el ayatolá Ruhollah Jomeini. Diezmada por la brutal represión ejercida por el aparato policial y carcelario sostenido por EE UU, la oposición al sha acabó odiando a la monarquía en la misma medida que a Washington. En 1979, el pueblo iraní se lanzó a la calle, el sha fue destronado y Jomeini se hizo con el poder.
Se pueden aprender muchas cosas de aquellos acontecimientos que condujeron al anquilosamiento actual de las relaciones entre Irán y EE UU. Lo que aquí más nos interesa, sin embargo, es que la producción de petróleo iraní nunca se recuperó de la revolución de 1979-1980.
Entre 1973 y 1979, Irán había alcanzado un volumen de producción de unos seis millones de barriles diarios, uno de los más elevados del mundo. Después de la revolución, AIOC fue nacionalizada por segunda vez y los administradores iraníes volvieron a dirigir la empresa. A modo de represalia contra los dirigentes iraníes, Washington impuso fuertes sanciones comerciales, desbaratando así los esfuerzos de la compañía por obtener tecnología y asistencia extranjeras. La producción iraní cayó a un nivel de dos millones de barriles diarios y tres décadas después apenas ha alcanzado un poco más de los cuatro millones, a pesar de que las reservas que posee el país son las segundas más grandes del mundo, después de las de Arabia Saudí.
Sueños del invasor
Iraq siguió una trayectoria similar. Bajo Sadam Husein, la Iraq Petroleum Company (IPC), de propiedad estatal, producía 2,8 millones de barriles al día hasta 1991, cuando la primera guerra del Golfo contra EE UU y las sanciones subsiguientes redujeron la producción a medio millón de barriles diarios. Aunque en 2001 la producción había vuelto a aumentar a casi 2,5 millones de barriles, nunca alcanzó los niveles anteriores a aquella guerra. Sin embargo, cuando el Pentágono empezó a preparar la invasión de Iraq a finales de 2002, expertos del gobierno de Bush y exiliados iraquíes a su servicio soñaban en voz alta con una futura edad de oro en que las compañías petroleras extranjeras volverían al país, la empresa nacional de petróleo iraquí sería privatizada y la producción alcanzaría niveles hasta entonces nunca vistos.
¿Quién puede olvidar el esfuerzo del gobierno de Bush y sus representantes en Bagdad por convertir su sueño en realidad? Después de todo, lo primero que hicieron los soldados estadounidenses nada más entrar en la capital iraquí fue ocupar el edificio del Ministerio del Petróleo, dejando que los saqueadores iraquíes camparan a sus anchas en el resto de la ciudad. Paul Bremer, el procónsul nombrado más tarde por el presidente Bush para supervisar la instauración de un nuevo Iraq, trasladó a Bagdad a un equipo de altos ejecutivos estadounidenses para que organizaran la privatización de la industria petrolera del país, mientras que el Ministerio de Energía de EE UU predijo en mayo de 2003 que la producción de petróleo iraquí ascendería a 3,4 millones de barriles al día en 2005, a 4,1 millones en 2010 y a 5,6 millones en 2020.
La realidad, desde luego, fue por otros derroteros. Para muchos iraquíes, la decisión de EE UU de ocupar antes que nada el edificio del Ministerio del Petróleo suscitó un cambio de opinión que transformó el posible apoyo al derrocamiento de un tirano en una actitud de rabia y hostilidad. La política de Bremer de privatizar la compañía petrolera estatal provocó asimismo una fuerte reacción nacionalista entre los ingenieros iraquíes, que en su mayoría sabotearon el plan. Muy pronto estalló la insurrección abierta de la población suní y la producción de petróleo cayó rápidamente, situándose en un nivel medio de dos millones de barriles diarios entre 2003 y 2009. En 2010 alcanzó finalmente los 2,5 millones de barriles, muy lejos todavía de los soñados 4,1 millones.
Una conclusión salta a la vista: los esfuerzos extranjeros por controlar el orden político en Oriente Medio para asegurar el aumento de la producción de petróleo generará inevitablemente presiones en sentido contrario que darán lugar a una caída de la producción. EE UU y otras potencias que observan los levantamientos, revueltas y protestas que se propagan por Oriente Medio y África del Norte harán bien en ser cautelosos: cualquiera que sea su objetivo político o religioso, las poblaciones locales siempre manifiestan una feroz hostilidad a toda dominación extranjera y a la hora de la verdad siempre preferirán la independencia y las ansias de libertad al aumento de la producción de petróleo.
Puede que las experiencias de Irán e Iraq no sean comparables en el sentido habitual con las de Argelia, Bahrein, Egipto, Siria, Jordania, Libia, Omán, Marruecos, Arabia Saudí, Sudán, Túnez y Yemen. Sin embargo, todas ellas (y las de otros países que probablemente se vean arrastrados por el torbellino de la revuelta) encierran algunos elementos del mismo cuño político autoritario y están relacionadas con el antiguo orden petrolero. Argelia, Egipto, Iraq, Libia, Omán y Sudán son países productores de petróleo; Egipto y Jordania albergan oleoductos de vital importancia y el primero de estos dos países controla un canal crucial para el transporte de petróleo; Bahrein y Yemen, al igual que Omán, ocupan zonas estratégicas que bordean las principales líneas de transporte de petróleo por mar. Todos estos países reciben una ayuda militar sustancial de EE UU o albergan importantes bases militares estadounidenses. Y en todos ellos la consigna es la misma: “El pueblo quiere que caiga el régimen.”
Dos de estos regímenes ya han caído, tres están tambaleándose y otros se sienten amenazados. La repercusión en el precio mundial del petróleo ha sido inmediata y despiadada: el 24 de febrero, el precio de venta del crudo North Brent, que sirve de referencia en el sector, subió a casi 115 dólares el barril, el nivel más alto desde que estalló la crisis económica mundial en octubre de 2008. West Texas Intermediate, otro crudo de referencia, rebasó breve pero ominosamente el umbral de los 100 dólares.
Por qué Arabia Saudí es clave
Hasta ahora, el principal país productor de Oriente Medio, Arabia Saudí, no ha mostrado signos de vulnerabilidad, pues de lo contrario los precios habrían escalado mucho más. Sin embargo, la casa real del vecino Bahrein ya se encuentra en serias dificultades; decenas de miles de manifestantes —más del 20 % de su población, que suma medio millón de habitantes— han tomado las calles en repetidas ocasiones a pesar de las amenazas de represión con fuego real, en una movilización encaminada a derribar el régimen autocrático del rey Hamad ibn Isa al Jalifa y a sustituirlo por un gobierno realmente democrático.
Estos acontecimientos son especialmente preocupantes para la monarquía saudí, en la medida en que el movimiento por el cambio en Bahrein está liderado por la población chií de este país, que ha sido objeto de toda clase de abusos durante mucho tiempo por la élite dominante suní que detenta el poder. Arabia Saudí también alberga a una población chií bastante numerosa —aunque no mayoritaria como en Bahrein— que ha sido víctima asimismo de la dominación suní. En Riad preocupa mucho que la explosión en Bahrein pueda contagiarse a la Provincia Oriental adyacente de Arabia Saudí, una región del reino en que además de haber mucho petróleo los chiíes constituyen la mayoría de la población. Esto pondría al régimen ante serias dificultades, y en parte para prevenir una revuelta juvenil el rey Abdula, de 87 años de edad, acaba de prometer 10.000 millones de dólares (dentro de un paquete de reforma de 36.000 millones en total) en ayudas a los jóvenes saudíes para que puedan casarse y adquirir vivienda propia.
Aunque la rebelión no llegue a Arabia Saudí, el viejo orden petrolero de Oriente Medio ya no podrá reconstruirse. El resultado, sin duda, será un declive a largo plazo de la futura disponibilidad de petróleo exportable.
Tres cuartos de los 1,7 millones de barriles de petróleo que produce Libia cada día se retiraron rápidamente del mercado tan pronto como se extendió la revuelta en el país. Gran parte de ese petróleo permanecerá fuera del circuito por tiempo indefinido. Cabe esperar que Egipto y Túnez reanuden pronto la producción, que es bastante modesta en ambos países, hasta volver a los niveles de antes de la caída de sus respectivos gobiernos, pero no es probable que se avengan a formar grandes alianzas con empresas extranjeras capaces de incrementar la producción en detrimento del control local. Iraq, cuya refinería más grande acaba de ser gravemente dañada por insurgentes la semana pasada, e Irán no parecen estar en condiciones de aumentar significativamente la producción en los próximos años.
El eslabón crítico en este contexto es Arabia Saudí, que acaba de incrementar la producción para compensar las mermas libias en el mercado mundial. Pero no pensemos que este modelo funcionará siempre. Aun suponiendo que la familia real sobreviva a la actual ola de levantamientos, no cabe duda de que tendrá que retener una parte mayor de su producción diaria para responder al creciente consumo interno y alimentar las industrias petroquímicas locales, capaces de ofrecer puestos de trabajo mejor pagados a una población inquieta y cada vez más numerosa.
De 2005 a 2009, los saudíes han usado unos 2,3 millones de barriles de petróleo al día, quedando alrededor de 8,3 millones de barriles disponibles para la exportación. Únicamente si Arabia Saudí sigue suministrando al menos esa cantidad de petróleo a los mercados internacionales podrá satisfacer el mundo su demanda prevista (calculando por lo bajo). Pero no es probable que esto ocurra. Los dirigentes saudíes han manifestado su negativa a incrementar la producción por encima de los 10 millones de barriles diarios, pues temen que los yacimientos que les quedan resulten dañados y por tanto se vean mermadas las rentas futuras de su numerosa progenie. Al mismo tiempo, se prevé que la creciente demanda interna acapare una parte cada vez mayor de la producción neta de Arabia Saudí. En abril de 2010, el director general de la empresa pública Aramco, Jalid al Falih, predijo que el consumo nacional podría ascender a nada menos que 8,3 millones de barriles diarios de aquí a 2028, con lo que solamente quedarían unos pocos millones de barriles para la exportación y, si el mundo no logra pasar a otras fuentes de energía, habría escasez de petróleo.
En otras palabras, si trazamos una trayectoria razonablemente previsible a partir de los acontecimientos actuales en Oriente Medio, lo que va a suceder ya está claro. Puesto que no hay ninguna otra región capaz de sustituir a Oriente Medio como principal exportador de petróleo, la economía del petróleo se contraerá, y con ella la economía mundial en su conjunto.
Hemos de entender que el reciente aumento del precio del petróleo no es más que un leve y temprano temblor que anuncia el terremoto petrolero que vendrá. El petróleo no desaparecerá de los mercados internacionales, pero en las próximas décadas no alcanzará nunca los volúmenes necesarios para satisfacer la demanda mundial prevista, lo que significa que más pronto que tarde la escasez pasará a ser la característica dominante del mercado. Únicamente el rápido desarrollo de fuentes de energía alternativas y una fuerte reducción del consumo de petróleo podrían ahorrar al mundo las más graves secuelas económicas.