28/03/2024

Las aporías del progresismo

Por Mazzeo Miguel , ,

 
 
“La libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena”
José Martí
 
¿Cabe definir como de “izquierda” y/o “populares” a las experiencias políticas que, en Nuestra América y en la última década y media, desplegaron estrategias de gestión del ciclo económico sin cambio estructural y que fueron y son dirigidas por elites tecnocráticas? ¿Qué predisposición crítica y transformadora, qué rasgos de rebeldía se pueden hallar en quienes sólo pretenden administrar la crisis económica, ecológica, energética y financiera del capital sin reconocer el carácter sistémico de esa crisis? ¿No será excesivo considerar como de “izquierda” y/o “populares” a aquellas políticas que no pretenden trascender el horizonte de un capitalismo reformado con dosis diversas de regulación del mercado, cierta redistribución del ingreso y sin ningún cuestionamiento de fondo al Estado liberal?
Sólo un proceso histórico traumático signado por los efectos prolongados de la derrota del trabajo frente al capital; por la presencia dominante de la derecha empresarial, mediática y política más retrógrada; por la crisis de las alternativas sistémicas y civilizatorias y por la inmadurez política de la nueva izquierda radical hija de las luchas sociales y culturales de los 90 y el 2000; junto al oportunismo, al posibilismo o al anquilosamiento de amplios sectores políticos e intelectuales, puede explicar que, en nuestros días, se consideren de “izquierda” y/o “populares” a las políticas cuyo objetivo central es lograr un equilibrio entre lo social y lo económico, entre la democracia y el mercado; o que se nos proponga como panacea el proyecto de un “capitalismo no neoliberal” o un “capitalismo del Sur” basado en la “atenuación” de las aristas más salvajes del capitalismo.
En efecto, hubo un corrimiento político e ideológico. El neoliberalismo ha logrado la proeza de “convertir” a las recetas políticas, a los remedos económicos y a los valores históricos del viejo liberalismo humanista o del “consenso keynesiano”, en proyectos supuestamente nacional-populares, social-democráticos y hasta “de izquierda”. Ni el Papa se ha librado de estos efectos y hoy –comparado con los discípulos modernos de Torquemada– luce como una figura “de izquierda”. De este modo, el neoliberalismo ha dado con una vía para garantizar su preeminencia, para seguir construyendo su irreversibilidad macro económica y macro política y para obturar el desarrollo de las alternativas verdaderas.
Seguramente una mínima conciencia respecto de esta exageración y algo de pudor, han favorecido la opción por el término “progresismo”, más flexible y ambiguo. Al mismo tiempo, invocando razones geopolíticas (algunas muy válidas, por cierto) y la certeza de formar parte de un proceso regional de cuestionamiento al neoliberalismo, el progresismo se construyó como conjunto que incluye experiencias más radicales. Por lo tanto, esos cuestionamientos al neoliberalismo están signados por la disparidad.
 
El abanico clásico del progresismo incluye versiones conservadoras, moderadas y avanzadas: desde los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil y el Frente Amplio (FA) en Uruguay hasta el “Socialismo del Buen Vivir” de Ecuador, el “Socialismo Comunitario” de Bolivia y “Socialismo Bolivariano” de Venezuela, pasando por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner en la Argentina. Un conjunto de lecturas agregan al Paraguay durante el gobierno de Fernando Lugo, a Honduras durante el gobierno de Manuel Zelaya (y a las fuerzas que hoy todavía representan), al sandinismo en Nicaragua y también a Cuba. En algunos casos, con muchos reparos, se incluye a la Concertación/Nueva Mayoría en Chile que, en realidad, está más cerca de versiones duras del neoliberalismo.
De esta manera, en el universo del progresismo se incluyen desde las experiencias que no se proponen avanzar más allá del neoliberalismo “social” o un neo-desarrollismo asistencialista hasta las que asumen un horizonte poscapitalista y socialista. Desde las que se siente a gusto en el marco de las premisas del sistema de dominación hasta las que se proponen establecer nuevas premisas que hagan factible un ulterior proceso socialista. Desde las que se proponen una reedición del capitalismo reformado y el viejo Estado benefactor, hasta las que interpelan al capitalismo y asumen el tránsito hacia un nuevo paradigma civilizatorio poscapitalista. Desde las que se limitan a impulsar cambios en los instrumentos de la política económica, hasta las que se proponen modificar los patrones de acumulación. Desde las que constituyen formas estables de dominación burguesa a las que pretenden alterarla.
Dada su laxitud, el progresismo incluye a experiencias que se autodefinen como de izquierda, que han asumido la necesidad del cambio estructural y una redistribución radical, un horizonte y unas discursividades poscapitalistas y socialistas. Experiencias donde hubo una modificación de los tradicionales equilibrios de poder entre capital y trabajo, donde se produjeron ensayos de reconfiguración (y no sólo de reproducción) de la vieja relación entre economía y política. Respetando un orden de intensidades crecientes la sucesión sería: Ecuador, Bolivia, Venezuela. En estos casos “avanzados”, los interrogantes tienden a ser diferentes y nos colocan en un plano del debate mucho más exigente: ¿hasta que punto consiguieron los objetivos que se plantearon? ¿Optaron por los medios más adecuados? ¿Cuáles han sido sus limitaciones? ¿Cuáles serán sus respuestas frente las nuevas ofensivas destituyentes de la derecha? ¿Han logrado eludir las trampas del desarrollismo y de la “legalidad burguesa”? ¿Están en condiciones de radicalizarse? ¿Cómo hacer que la fuerza política y social que constituye su base de apoyo se convierta, además, en fuerza económica y en institucionalidad revolucionaria? ¿Acaso no han acumulado dificultades que se contradicen con las transformaciones en sentido poscapitalista y socialista? ¿Cómo superar estas dificultades?
Sin dudas, el oxímoron “progresismos conservadores” y la tautología “progresismos avanzados” delatan la flexibilidad del concepto, pero también nos hablan de un sustrato compartido, de un monólogo común. En efecto, creemos que las experiencias progresistas, más allá de sus diferencias, comparten algunas matrices de fondo, algunos supuestos ontológicos, que pueden servir para explicar su situación actual: crisis, agotamiento, o encrucijada (donde se juega la profundización o la reversión), según los diferentes casos. Por ejemplo, resulta evidente a esta altura que las experiencias más avanzadas, las que asumieron horizontes poscapitalistas y socialistas, no se han apartado lo suficiente del pragmatismo modernizador (que incluye la profundización de la matriz extractivista), del gradualismo que plantea una necesaria connivencia con la economía de mercado y sus equilibrios funcionales, del fetichismo del poder estatal, de la dominación burocrática y del respeto por una legalidad que no deja de ser la expresión de un marco adecuado para la reproducción de las clases dominantes (y de su violencia). Evidentemente se trata de medios inadecuados para la construcción del socialismo.
 
Pensar en construir sistemas sociales justos e igualitarios a partir del extractivismo y del rentismo, de las economías de enclave y la “depredación regulada”, es un contrasentido absoluto. Se sabe, el extractivismo es mucho más que una estrategia productiva, es la estrategia para la totalización del mercado y la óptica empresarial. Del mismo modo, es imposible afirmar la soberanía nacional si no se libra una lucha frontal contra el capital financiero, sino se minan las bases del poder corporativo. Finalmente, queda en evidencia que desde el Estado burgués es imposible construir el socialismo, que no alcanza con tener el gobierno para transformar el Estado. La situación que atraviesan los progresismos más avanzados, especialmente Venezuela, es un ejemplo demasiado obvio para pasarlo por alto.
Los gobiernos progresistas han implementado un conjunto de políticas públicas basadas en la captación de algún tipo de renta, han impulsado la redistribución del ingreso basada en el crecimiento de la economía mercantil (que redujo considerablemente la pobreza y permitió ampliar derechos), junto con medidas de regulación del capitalismo nacional y recuperación de cuotas de soberanía nacional y autonomía por la vía del desendeudamiento o la salida del CIADI (en algunos casos), entre otras. Pero estas políticas, por sí mismas, no modificaron las correlaciones de fuerza en la sociedad, por lo menos no de manera drástica (instaurando un punto de no retorno). De este modo, todo avance puede ser reversible en el corto plazo. Además, esas políticas suelen estar expuestas a limitaciones exógenas que dificultan los procesos tendientes a superar las bases económicas y sociales heredadas y los fuertes condicionamientos del sistema capitalista mundial. El “ciclo progresista” en Nuestra América no puede desvincularse del precio de las commodities y de las necesidades de la reproducción capitalista y el incremento de la tasa de ganancia. En concreto: el capitalismo genera capitalismo. El metabolismo social del capital se consolida y se reproduce la hegemonía neoliberal. El capitalismo, en todas sus versiones, nos anula como pueblo y como cultura. El poder económico mantiene intactas sus capacidades de desestabilización. Y así, tarde o temprano, gana la derecha.
Los gobiernos progresistas, sin excepciones, consolidaron matrices primario-exportadoras y rentísticas y no avanzaron en la diversificación de la economía. Sus avances en materia de reforma agraria fueron magros. Incluso, en casos como la Argentina durante el período 2003-2015, cabe hablar abiertamente de una contra-reforma agraria. La excepción podría ser Venezuela, pero lamentablemente la reforma agraria, o una Ley de semillas que es ejemplar por donde se la mira, no resolvieron un problema fundamental: la autosuficiencia alimentaria. En líneas generales se extendieron los modelos extractivistas y en algunos planos estructurales se profundizó la dependencia. La integración subordinada no se revirtió. Los procesos de concentración, privatización y extranjerización no se detuvieron, por el contrario, en el caso de los progresismos conservadores y moderados, avanzaron a pasos agigantados. En los otros casos, estos procesos avanzaron más lentamente y solo excepcionalmente fueron contrarrestados.
El capital financiero conservó sus prerrogativas en el proceso de valorización del capital. Esto impide cualquier proceso de democratización profundo del poder económico. Los gobiernos progresistas han pretendido relanzar el proceso de modernización y sostener las políticas de “inclusión social” a partir del desarrollo de matrices que convalidan el avance de un orden que sigue siendo neo-colonial y neo-imperialista.
Sólo en las experiencias más avanzadas se registraron logros efectivos en la administración soberana de los recursos estratégicos, en la defensa y la gestión de los bienes comunes, aunque queda un largo trecho por recorrer todavía. Ahora bien, si estas experiencias lograron reapropiarse de la “renta en origen” generada por los recursos naturales, tienden a perder la “renta en destino” por obra y gracia del peso que conservan las burguesías importadoras y otros sectores parasitarios, y por una redistribución que no se apartó de los formatos capitalistas, esto es: la redistribución por la vía del consumo y no por la vía de la socialización de los medios de producción y la democratización en el terreno de la producción, en el proceso mismo de la generación de la riqueza. Vale decir que las versiones moderadas del progresismo ralentizaron los procesos de enajenación de esos recursos, mientras que las versiones conservadoras no han hecho más que profundizarlos.
Los gobiernos progresistas no contrarrestaron el proceso de mercantilización de la naturaleza y de la vida, en muchos casos los alentaron deliberadamente. Y han intentado sostener los procesos de ampliación de la democracia impulsando procesos de mercantilización. Un verdadero contrasentido. Porque existe una profunda contradicción entre la soberanía popular y la soberanía del capital, entre el constitucionalismo vanguardista y los grandes monopolios económicos y mediáticos, entre la siembra de ideas contra-hegemónicas y la reproducción del metabolismo social del capital. Es un contrasentido pretender la consumación de la igualdad sustantiva por la vía del fortalecimiento de las lógicas mercantiles. De poco sirve dar la disputa en el terreno de los lenguajes sin darla en el terreno de las lógicas sistémicas.
Ni siquiera las experiencias más radicales, han cuestionado, en los hechos, las estrategias basadas en la idea del crecimiento económico por la vía de las exportaciones y las inversiones, la solidaridad fundada pura y exclusivamente en la redistribución, en la gestión pública inspirada en las lógicas utilitaristas. El predominio del gran capital, más allá de los estilos de gestión, más allá de los relatos puestos en juego, más allá de las políticas contrapuestas en áreas puntuales (derechos humanos, derechos civiles, por ejemplo) desdibuja la diferencia entre una supuesta izquierda y la derecha. Por eso la derecha está en condiciones de capitalizar la crisis del progresismo.
Los gobiernos progresistas no modificaron, no resignificaron, los marcos institucionales característicos del neoliberalismo. Algunos gobiernos jamás se propusieron tal objetivo, no cuestionaron las estructuras heredaras, jamás pretendieron salirse de sus marcos. Los gobiernos que impulsaron procesos de institucionalización alternativa o paralela, que intentaron crear espacios de deliberación y politización no liberales, no lograron arraigos sólidos. O las nuevas institucionalidades y espacios que se generaron vienen sufriendo el acoso de las viejas institucionalidades y espacios que no desaparecen y que, en la crisis, recuperan el terreno perdido y su típica voracidad. Estos gobiernos, hoy, se encuentran en una encrucijada histórica. Las lógicas verticales del Estado, los procesos de subordinación de la sociedad (cooptación, corporativización, clientelización, electoralización), la “inclusión social” sostenida en la expansión del mercado y sin emancipación, las formas modernas del filantropismo pequeño burgués, la democracia fundada en la sola redistribución, las solidaridades de baja intensidad, no han hecho más que ensanchar el margen de maniobra de la derecha y ocluir sus debilidades morales, entre otras cosas porque no contribuyeron a generar experiencias de construcción de sociabilidades plebeyas alternativas basadas en la autonomía y en la independencia de clase, y no alteraron las jerarquías sociales, por el contrario tendieron a reforzarlas.
¿Han favorecido los gobiernos progresistas el desarrollo de estructuras decisionales horizontales o, por el contrario, han desarrollado las estructuras decisionales burocráticas “desde arriba” revestidas por retóricas “sociales”? ¿Se puede hablar de Estados que alentaron la participación comunitaria, sostenida en una idea-fuerza de protagonismo social de las clases populares y la democracia directa? ¿Se puede hablar de Estados que han superado las orientaciones paternalistas y que prepararon al pueblo para el ejercicio del poder real? En general, los gobiernos progresistas conservadores y moderados han estado lejos de romper la relación asimétrica entre agentes institucionales y “agentes de derecho”. Han tendido a desarrollar esquemas concentradores del poder. Ahora, jaquedos por la derecha, derrotados en elecciones o víctimas de “golpes institucionales”, perciben las debilidades materiales, institucionales e ideológicas de la base social que debería estar presta a sostenerlos.
 
Los gobiernos progresistas no lograron contrarrestar el poder ideológico de la derecha, entre otras cosas porque comparten con ella algunas premisas: valores, símbolos, núcleos de mal sentido, momentos de mentira, etcétera. Por ejemplo: las tendencias irrestrictas a la mercantilización, el utilitarismo, la individuación egocéntrica, la competencia, la meritocracia, el consumismo generalizado, la veneración por los patrones de consumo del Norte, etcétera, que constituyen importantes factores de deterioro de los vínculos sociales y que fomentan el individualismo y refuerzan la modalidad de gestión vertical. El neoliberalismo sigue siendo fuerte como forma orgánica y como superestructura. Es un componente del sentido común de buena parte de las personas, incluyendo a sus víctimas directas.
En el caso de los gobiernos más conservadores y moderados, no se han planteado la disputa con las formas y los sentidos del capital, en el caso de los gobiernos más avanzados, cabe decir que no han logrado ser del todo exitosos en esa disputa y han caído en flagrantes contradicciones. En Ecuador, Bolivia y Venezuela el ideal de un socialismo enraizado muchas veces es contrarrestado por las políticas con contenidos neo-desarrollistas mientras que la reivindicación de las formas de la modernidad alternativa (una “contramodernidad”), es saboteada por las formas de la modernidad dominante que se cuela por todos los flancos.
De este modo, los progresismos, incluyendo a las experiencias más avanzadas, de izquierda, han buscado sostenerse en la misma legitimidad a la que apela la derecha, en sus mismos valores y fetiches (desarrollo, productivismo, consumo, progreso, modernización, etc.), en la misma racionalidad política impuesta por burguesía. Nuevamente: por eso la derecha logró perfilarse como la única alternativa. El contexto, además, favorece en algunos casos los esquemas bipartidistas de alternancia. Existe entonces un campo ecuménico, un universo de certezas (valores, formas culturales) compartidas en el que se mueven el progresismo y la nueva derecha. La brecha es mucho más estrecha de lo que el lugar común progresista plantea. La ideología neoliberal sigue siendo hegemónica, por eso puede convivir con algunas versiones de los relatos nacional-populares, con la crítica cultural, etcétera.
Los gobiernos progresistas conservadores y moderados implementaron políticas que pueden parangonarse a la drogas de diseño (para-anfetaminas,), absolutamente funcionales a los valores de las clases dominantes. No apostaron a la producción de políticas contra-culturales, ni potenciaron a las que vienen desarrollando los pueblos desde abajo. ¿Puede ser de “izquierda” y/o “popular” un proyecto que no asuma la crítica del Estado y de la política? Cada vez más resulta evidente que una “buena” administración de los Estados (las políticas sociales “inclusivas”, algunas transferencias de recursos a los sectores más postergados), no son suficientes para hacer de esos Estados factores relevantes del cambio social. No alcanza para modificar sus funciones homogeneizadoras. Se ha puesto en evidencia la dificultad de los Estados para “reinventar” la izquierda o para impulsar “proyectos populares”.
El pragmatismo político de los gobiernos progresistas, la centralidad otorgada al aparato del Estado, sus prácticas oportunistas ceñidas a la coyuntura, sus formas de articulación desde arriba, no han hecho más que conspirar contra la autonomía de la sociedad civil popular, dicha centralidad ha sido una fuente de subordinación popular. La mayoría de los gobiernos progresistas anularon sistemáticamente las expresiones autónomas de base y subordinaron a las organizaciones populares y a los movimientos sociales a la institucionalidad vigente (impregnada de neoliberalismo).
Sin dudas, los avances más importantes se dieron en Venezuela. Básicamente por las políticas que, desde el Estado, impulsaron procesos de “empoderamiento” popular, la politización popular masiva y el desarrollo comunal, es decir, la construcción del socialismo desde abajo. La Revolución Bolivariana dio pasos significativos en la radicalización de la democracia. La Revolución Bolivariana puso en juego componentes rupturistas e hizo posible el desarrollo de una conciencia anticapitalista y socialista en las bases. Aunque comparte algunas de las limitaciones del universo progresista (permanencia de la matriz extractivista y monoproductiva, mediaciones políticas vacilantes y, más recientemente, la perdida de iniciativa del gobierno para dar saltos adelante y sus dificultades para superar las contradicciones de manera revolucionaria), es el proceso que, en medio de grandes dificultades (acoso del imperialismo, guerra económica, etcétera.), presenta más posibilidades de profundización. Claro está, la vitalidad del proceso está en las comunas, en el chavismo de base.
Las políticas que durante los últimos quince años lograron contrarrestar el poder del imperialismo en Nuestra América, expresadas en iniciativas de integración regional muy valiosas como la Alternativa Bolivariana para las América (ALBA), la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y el nuevo Mercado Común del Sur (MERCOSUR), no afectaron en lo sustancial la injerencia del capital financiero y el gran capital, lo que deteriora el desarrollo de los costados más contra-hegemónicos de estas propuestas, recortando el potencial que tiene esta alianza exterior para consolidar la soberanía de la región, para superar los modelos del intercambio desigual, para confrontar con las grandes corporaciones trasnacionales y sus lógicas de acumulación, en fin: para dejar de ser atrasados, deformados y dependientes. Más allá de los nuevos marcos regulatorios, el predominio del gran capital nunca estuvo realmente en discusión, más allá de las buenas intenciones no se avanzó lo suficiente en la conformación de cadenas productivas regionales por fuera de su control. Muchas veces, la discusión se centró en el nivel de rentabilidad. Proyectos como el Banco del Sur y el SUCRE y otras iniciativas del “Consenso Bolivariano”, tendientes a constituir un modelo productivo alternativo para la región, cayeron en saco roto o perdieron impulso. Por otra parte se le asignaron a China (y en general a los BRICS) funciones excesivas que no modifican las condiciones de subordinación y que se contradicen con los horizontes bolivarianos y sus lógicas de inserción e integración que, en los esencial, remiten a algo bien diferente de la multipolaridad capitalista. Finalmente, vemos como los Tratados de Libre Comercio (TLC) encubiertos (o no tanto), firmados por gobiernos progresistas, atentan contra las mejores iniciativas y favorece la recomposición de la normatividad neoliberal.
Todo indica que los gobiernos de la nueva derecha o los progresismos derechizados profundizarán las tendencias más negativas. Profundizarán el saqueo. Con menos regulación. Con una redistribución más regresiva del ingreso. Con mayor flexibilización laboral. Con índices de desempleo más altos. Agudizarán la lucha de clases. ¿Será que la gestión de la nueva derecha embellecerá a las gestiones progresistas desplazadas y generará condiciones para su retorno? No sería la primera vez que el capitalismo salvaje termine embelleciendo al capitalismo redistributivo, que la economía neoclásica embellezca al keynesianismo.
No negamos los logros económicos, sociales y culturales de la última década y media. Sabemos que, en buena medida, un ciclo previo de luchas populares contra el neoliberalismo los hizo posible y que, en algunos casos, prácticamente los impuso. Más allá de que, también en algunos casos, una elite política ajena a esas luchas fue la que, desde el Estado, implementó las medidas que mejoraron las condiciones de vida del pueblo. Tampoco pasamos por alto la política exterior menos subordinada, atenta a preservar cuotas de soberanía. Señalamos la insuficiencia de estas políticas no sólo porque consideramos que no alcanzan para acabar con las desigualdades e injusticias que padecen los estratos más vulnerables de nuestros pueblos, sino porque creemos, además, que conducen a la restauración del neoliberalismo en su versión dura. Los progresismos han intentando construir sistemas hegemónicos, pero sus bases materiales, sociales, institucionales e ideológicas han sido y son muy endebles, eso permite que la derecha corporativa gane espacios.
 
A pesar de que muchos dirigentes e intelectuales prefieran culpar a la izquierda radical, lo cierto es que el progresismo tiene la responsabilidad mayor frente a la inminencia de una restauración neo-liberal. En lugar de cargar las tintas en la ofensiva de la derecha, que es un dato insoslayable de cualquier proceso que se proponga mínimas transformaciones (¿esperaban algo diferente la derecha?), deberían ser más responsables y hacer un ejercicio de introspección y preguntarse: ¿Por qué el pueblo no defiende con uñas y dientes a estos gobiernos supuestamente populares? ¿Será que no los siente propios? ¿Por qué? ¿No será que estos gobiernos han desarrollado políticas que conspiran contra los procesos de formación de apoyos sociales sólidos y eso los torna vulnerables frente a los ataques de la derecha, las corporaciones y el Imperio? ¿No será tiempo de reflexionar sobre las limitaciones de los procesos de transformación basados en la conciliación de clases y en los pactos y negociaciones con el poder hegemónico? Ya es tiempo abandonar las apologías irreflexivas
La izquierda radical más lúcida, orgánicamente vinculada a las organizaciones populares y a los movimientos sociales está y estará siempre en la primera línea en la confrontación con la derecha, con las clases dominantes, con el Imperio. Es, además, la que pone el cuerpo. Y sobre esas luchas muchas veces operan los intelectuales y políticos “realistas” del progresismo, idóneos a la hora de los compromisos con el poder.
Enunciadas sintéticamente, algunas de las principales limitaciones de los gobiernos progresistas podrían formularse del modo siguiente:
 
  • No se plantearon la extinción del metabolismo del capital ni la superación del capitalismo dependiente, o las plantearon para un futuro incierto, reeditando el etapismo, y recurriendo a los medios menos idóneos. En el caso de los progresismos mas avanzados, en los últimos tiempos se pusieron de manifiesto tendencias a la estabilización que no pretenden profundizar en los procesos de democratización de los medios de producción, o en el cambio radical de la matriz productiva.
 
  • Abrigaron un temor conciente o inconciente a la autonomía popular, al protagonismo social directo. Fue notoria la falta de confianza en la iniciativa del pueblo en diferentes campos y la no valoración de la autonomía de las organizaciones sociales. Optaron por un conjunto de prácticas que abonaron la pasividad de las clases subalternas y oprimidas. No apostaron a la construcción de instancias de autorregulación de la convivencia social más allá del Estado y más allá del capital. De este modo conspiraron contra las posibilidades de generar mecanismos de defensa en la sociedad civil popular contra el poder de las corporaciones, contra las prácticas de extorsión de la derecha. En Venezuela, los sectores comprometidos en la construcción de un socialismo “desde abajo”, específicamente, las comunas, deben confrontar con el poder de una burocracia estatal anquilosada que reproduce todos los vicios del viejo Estado aunque apela a retóricas revolucionarias.
 
  • Sostuvieron la idea de “inclusión social” con capitalismo y democracia liberal, la idea de “bienestar social” con mercantilización y management, la idea de redistribución del ingreso sin modificación del patrón de acumulación y con elevados componentes financieros y/o monopólicos (sin distribución primaria equitativa).
 
  • Les faltó vocación por desarrollar subjetividades críticas del mercado, del Estado y de la democracia delegativa/participativa y marcos simbólicos nuevos con orientaciones anti-capitalistas y radicalmente democráticas.
 
  • No intentaron conformar sujetos constituyentes, autónomos, capaces de tomar la iniciativa en momentos de crisis o, si lo intentaron, todavía no lo lograron o el grado del impulso resulta insuficiente. Esta posibilidad parece estar definitivamente clausurada en las experiencias más moderadas y conservadoras; por el contrario, creemos que sigue abierta en el caso de las experiencias más avanzadas, sobre todo en Venezuela.
 
La emergencia y la nueva visibilidad de las contradicciones más flagrantes del progresismo se explican, también, por la desaparición de las condiciones (materiales y sociales) que hicieron factible el desarrollo de un capitalismo redistributivo, “serio”. Esas condiciones generaron un margen de maniobra que ahora tiende a desaparecer.
Con las especificidades de cada situación, es muy probable que las elites políticas del progresismo ingresen en un proceso de reacomodamiento. Que desde el poder abandonen sus ideas más avanzadas, también es factible que, desde la oposición, se conserven como alternativa para una próxima gestión progresista del ciclo (tal vez en un contexto económico y político más degradado y menos favorable a nivel mundial).
Nada de esto pretende sostener que los caminos alternativos, específicamente los que plantean la necesidad de una radicalización política, tengan garantía de triunfo, pero una derrota intentando construir lo nuevo sería distinta a la que indefectiblemente devendrá de las claudicaciones graduales resueltas desde arriba.
El “juego” al Imperio, a la derecha, a los medios monopólicos, se lo hacen los burócratas y los intelectuales “asesores” que claudican ante la “razón de Estado”, ante lo posible. Los teóricos de la precaución que todavía siguen sosteniendo (o pensando) que la caída de Salvador Allende se debió a su intento de desarrollar algunos ítems del programa socialista. Los que hablan de “consolidar para avanzar” y no de “avanzar para consolidar”. Los que insisten en la responsabilidades que impone la gobernabilidad. Los que consideran que la izquierda realmente existente es siempre la que ocupa espacios en el Estado y por eso limitan su activismo político al campo de las superestructuras y se tornan mediocres, superficiales, predecibles. Esos intelectuales “estadólatras”, que necesitan de alguna porción del presupuesto como soporte material para sus palabras, conspiran contra el pensamiento crítico y, en lugar de enriquecer la praxis popular, la empobrecen.
Además, suelen pasar bien rápido de la obsecuencia al total abandono de los procesos gubernamentales cuando estos entran en crisis y comienzan a perder poder. Es que en realidad lo que los seduce (y los entusiasma) es el poder. Superficiales y evanescentes, son incapaces de desarrollar alguna fidelidad a los sujetos concretos involucrados “revolucionariamente” en esos procesos, esto es: involucrados como sujetos libres, pensantes y autónomos. Una fidelidad que siempre debería estar emparejada con irrenunciable sentido crítico.
Si no se asume un proyecto anticapitalista y desmercantilizador, antiimperialista, anticolonial y anti-patriarcal y ecológico y no centrado en el Estado, difícilmente podrá hablarse de izquierda e incluso de progresismo sin vaciar de contenidos estas definiciones. En este sentido, un primer desafío es recuperar la idea de futuro y la ida de utopía, una utopía socialista “desde abajo”, fundada en el poder popular. Una utopía alejada de cualquier intento de reeditar formatos cércanos al socialismo real o la socialdemocracia.
El cambio social, el cambio estructural, no podrá surgir de iniciativas estatales, de la gestión de alguna elite preclara o sensible, sino del pueblo organizado, movilizado, autogestionado y autogobernado. La izquierda radical no se erigirá nunca en una alternativa real si su proyecto sigue estancado en una versión jacobina de la modernización, en el racionalismo colonizador y en el “fordismo”. Ante la ausencia de paradigmas empíricos (los viejos quedaron muy viejos, los nuevos están atravesando una zona incierta de definiciones trascendentales) la izquierda debe enriquecer permanentemente su canon de saber y gestar una perspectiva común que sea autosuficiente, debe fortalecer las fraternidades que han logrado sobrevivir a la hegemonía neoliberal, los espacios objetiva o potencialmente contra-hegemónicos, porque esa es y será la argamasa de la nueva sociedad. La izquierda debe asumir los riesgos de la experimentación y no subordinar su estrategia a unos patrones externos y extemporáneos, debe articular las formas de autogestión y autogobierno popular con un proyecto global capaz de disputar en la esfera política general, debe enlazar las praxis subjetivantes con una praxis política radical. Esto es: una praxis política que transforme de raíz las matrices que generan desigualdad y explotación y opresión (hacia los seres humanos y la naturaleza) y que no se limite a gestionar lo “realmente existente”.
 
 
Enviado por el autor para su publicación en Herramienta.
 
 

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