18/04/2024

La teoría de la revolución de John Holloway y la dialéctica del zapatismo

Resumen

En los primeros apartados (I-VII) de este artículo nos proponemos exponer en forma muy breve las principales ideas expuestas en la teoría de la revolución y emancipación social de John Holloway, entre ellas, las del grito, el hacer, el no-poder ylas grietas. En los subsiguientes apartados (VIII-X) abrimos un espacio para la reflexión de dichos planteamientos, buscando incorporar la idea de destotalización en la discusión como aspecto significativo para el cambio social, al igual que ciertas facetas de la experiencia zapatista.
 
I
 
John Holloway publicó dos libros que son una referencia obligada en la discusión sobre la revolución en la actualidad. Los libros son Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy (2002) y Agrietar el capitalismo (2011). El libro que más impacto ha tenido es el primero. En él, Holloway expone y despliega su idea sobre el sujeto revolucionario y la revolución en abierta crítica al canon clásico sobre estos temas. En el segundo, el autor profundiza algunas de las cuestiones planteadas en el primer libro, particularmente el tema del hacer como categoría crítica central para poder superar el trabajo, tal como lo entiende Marx en el capitalismo, es decir, en su carácter dual de unidad y contradicción entre trabajo concreto y trabajo abstracto. La revolución es tematizada como la liberación del hacer y la superación del trabajo, y el sujeto revolucionario como un nosotros que es el movimiento del hacer contra el trabajo. La figura central de ese nosotros es la grieta, como veremos más adelante. Este tema ya se encuentra trabajado en el primer libro; en el segundo adquiere mayor profundidad, en parte como respuesta a la discusión que originó el primero. Es imposible hacer una exposición puntual en unas cuantas cuartillas de los temas tratados en los dos textos. Para nuestros propósitos en este apartado que son exponer en líneas generales las ideas centrales del autor, hemos decidido centrarnos en los temas planteados en el primer libro, ya que, como se ha expuesto, en él se encuentra el núcleo de su pensamiento. En ese sentido, haremos una breve síntesis de su pensamiento, entendiendo que por síntesis no pretendemos una suerte de resumen puntual de lo escrito por él, sino una elaboración personal que tiene como punto de referencia dicho pensamiento; por lo tanto, que implica un margen de interpretación que pudiera llegar a no coincidir necesariamente con lo que el autor piensa. Teniendo esto en cuenta, trataremos de exponer muy sintéticamente su pensamiento alrededor de tres temas: el sujeto, el fetichismo y el poder.
 
II
 
Los tres temas mencionados forman una unidad. Se podría decir que el libro es una crítica al sujeto revolucionario clásico entendido como vanguardia leninista, y a la revolución, como un proceso político enfilado a la toma del poder estatal por parte de esa vanguardia. Lo verdaderamente novedoso, sin embargo, es el punto de partida y el nudo conceptual de la crítica. El punto de partida es verdaderamente desconcertante para un pensamiento ortodoxo o calcado en el esquema clásico de la argumentación leninista sobre la revolución: es el grito. Por ese desconcertante inicio, a algunas personas el libro se les ha caído de las manos desde las primera páginas. ¿Comenzar por el grito? ¿No es esto apelar a un recurso retórico? En el mejor de los casos ¿no es abandonar un punto de partida materialista y dialéctico para sustituirlo por uno existencial y metafísico? Bien visto el asunto, lo que puede aparecer como desconcertante en el inicio del libro es una entrada y, simultáneamente, un golpe de audacia expositiva perfectamente coherente con la teoría del sujeto revolucionario que presenta Holloway, basándose en la dialéctica de la no identidad de Adorno y en la teoría de la subjetividad en el capitalismo que expone Marx en el fetichismo de la mercancía. El grito es la metáfora de nuestra existencia como sujetos desgarrados en la sociedad capitalista; sujetos desgarrado que dicen “No”. Ese “No” es el sentido del grito. En otras palabras, en términos más teóricos, el grito es una metáfora de la negatividad y el antagonismo como punto de partida. Los primeros párrafos del libro son:
 
En el principio es el grito. Nosotros gritamos.
Cuando escribimos o cuando leemos, es fácil olvidar que en el principio no es el verbo sino el grito. Ante la mutilación de vidas humanas provocadas por el capitalismo, un grito de tristeza, un grito de horror, un grito de rabia, un grito de rechazo: ¡No! (Holloway, 2002: 13).
 
Y la asociación entre el grito y la reflexión teórica:
 
El punto de partida de la reflexión teórica es la oposición, la negatividad, la lucha: el Pensamiento nace de la ira, no de la quietud de la razón; no nace del hecho de sentarse, razonar y reflexionar sobre los misterios de la existencia, hecho que constituye la imagen convencional de lo que es “el pensador”.
 
Es decir:
 
Empezamos desde la negación, desde la disonancia. La disonancia puede tomar muchas formas : la del murmullo inarticulado de descontento, la de lágrimas de frustración, la de un grito de furia, la de un rugido confiado. La de un desasosiego, una confusión, un anhelo o una vibración crítica (Holloway, 2002: 13).
 
Nuestra justificación es el rechazo al mundo pervertido y no la “promesa de un mundo feliz” (Holloway, 2002: 15).
 
Este es nuestro punto de partida: el rechazo de un mundo al que sentimos equivocado, la negación de un mundo percibido como negativo. Debemos asirnos a esto (Holloway, 2002: 15).
 
 
III
 
Este discurso va a contrapelo de la argumentación clásica leninista, cuyo punto de partida es el de la consciencia de clase y la vanguardia revolucionaria. Para Lenin (1977: 129): “sólo un partido dirigido por una teoría de vanguardia puede cumplir la misión de combatiente de vanguardia”, porque la consciencia socialdemócrata (revolucionaria) sólo “podía ser introducida desde afuera” (Lenin: 137), ya que:
 
La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etcétera. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas, elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por intelectuales. Los propios fundadores del socialismo científico moderno, Marx y Engels, pertenecían por su posición social a los intelectuales burgueses. De igual modo, la doctrina teórica de la socialdemocracia ha surgido en Rusia independientemente en absoluto del ascenso espontáneo del movimiento obrero, ha surgido como resultado natural e inevitable del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas (Lenin: 1977: 137-138).
 
 
Una argumentación que profundiza el planteamiento leninista sobre la centralidad de la consciencia de clase en el proceso histórico se encuentra en Lukács. Para éste, la consciencia de clase del proletariado hace posible una praxis política que puede conducir a una totalidad histórica emancipada donde la escisión sujeto/objeto propia de la relación capitalista sea superada. Esto gracias a que el proletariado tiene, como ninguna otra clase, la posibilidad de ser el “sujeto-objeto idéntico de la historia”.
 
Sólo si la consciencia del proletariado es capaz de identificar el paso al que objetivamente tiende la dialéctica del desarrollo histórico (sin ser capaz de darlo por su propia dinámica), sólo en este caso la caso la consciencia del proletariado llega a ser consciencia del proceso histórico mismo, y el proletariado se yergue como sujeto-objeto idéntico de la historia, y su práctica es transformación de la realidad (Lukács, 1969: 220).
 
Es importante señalar el punto inicial de la argumentación en torno al sujeto revolucionario y la lucha de clases porque no es indiferente al punto de arribo. Tanto Lenin desde la perspectiva de la vanguardia, así como Lukács desde la de “la totalidad”, arriban a una idea estado-céntrica de la revolución. Ambos reconocen en el soviet una figura fundamental de la lucha de clasesi, pero es el partido la figura que domina el tema de la consciencia de clase. De hecho, la revolución proletaria es entendida como el movimiento dialéctico que implica la transformación del partido del proletariado en Estado. Esta argumentación se puede apreciar en El Estado y la revolución de Lenin, así como cuando Lukács plantea el tema de la superación de la cosificación en el curso de un proceso dialéctico en el cual “la llegada del proletariado al poder” y la “organización socialista del estado y la economía” son etapas muy importantes (Lukács, 1969: 231). Se podría decir que Lukács “filtra” a través de la categoría dialéctica de totalidad la experiencia de la revolución rusa y de Lenin, su principal dirigente y teórico. Un punto central de este proceso teórico es haber puesto en primer plano la totalidad como soporte teórico de la teoría de la vanguardia y de la idea estado-céntrica de la revolución; es decir, que la idea de vanguardia revolucionaria y del necesario remate estatal de la revolución se nutren de la dialéctica totalizante de Hegel, la cual se cierra en un sistema identitario.ii De alguna manera, ese núcleo también es parte de la categoría gramsciana de hegemonía, la cual es la elaboración teórica de un leninismo para “occidente” donde la lucha de clases se caracteriza más por una “guerra de trincheras” que una “guerra de movimientos”, como en “oriente”, es decir, la Rusia zarista (Gramsci, 1975). Entre paréntesis, tengo que hacer la salvedad de que nuestro propósito es subrayar ciertas líneas básicas de argumentación teórica en estos autores, las cuales únicamente pretenden establecer un fondo de contraste mínimo con las tesis de Holloway que aquí nos ocupan.
 
IV
 
Para Holloway una teoría del sujeto revolucionario que remata en el Estado no solamente es falsa sino desastrosa por sus consecuencias prácticas e históricas. Es falsa porque está basada en la ficción del Estado como instancia autónoma a partir de la cual se pueden llevar a cabo las transformaciones revolucionarias. Al respecto plantea:
 
El argumento en contra de esta afirmación es que el punto de vista constitucional aísla al Estado de su contexto social: le atribuye una autonomía de acción que de hecho no tiene. En realidad, lo que el Estado hace está limitado y condicionado por el hecho de que existe como un nodo en una red de relaciones sociales. Esta red de relaciones sociales se centra, de manera crucial, en la forma en que el trabajo está organizado (Holloway, 2002: 30).
 
Para Holloway, el Estado no es una aparato neutral que puede servir de instrumento para la transformación revolucionaria. Por el contrario, es parte constitutiva de la relación capitalista misma, respecto a la cual no tiene autonomía. De allí la importancia de entenderlo como forma de las relaciones sociales del capital (Holloway, 1992).
 
Centrar la revolución en el hecho de adueñarse el poder estatal implica, así, la abstracción del Estado respecto de las relaciones sociales de las cuales parte. Conceptualmente, se separa al Estado del cúmulo de relaciones sociales que lo rodean y se lo eleva como si fuera un actor autónomo. Al Estado se le atribuye autonomía, si no en el sentido absoluto de la teoría reformista (o liberal), al menos en el sentido de que se lo considera como potencialmente autónomo respecto de las relaciones sociales capitalistas (Holloway, 2002: 32).
 
Falsa también porque la lucha por adueñarse del Estado produce una subjetividad afirmativa del poder que está en las antípodas de la emancipación social.
 
La instrucción en la conquista del poder inevitablemente se convierte en una instrucción en el poder mismo. Los iniciados aprenden el lenguaje, la lógica y los cálculos del poder; aprenden a manipular las categorías de una ciencia social a la que se le ha dado forma, enteramente, según esta obsesión por el poder. Las diferencias en la organización se convierten en luchas por el poder. La manipulación y la maniobra por el poder se convierten en una forma de vida (Holloway, 2002: 33-34).
 
El partido es entendido por Holloway como el espacio por excelencia de elaboración de ese tipo de subjetividad de poder y jerarquía.
 
El partido es la forma organizacional que con mayor claridad expresa esta jerarquización. La forma del partido, ya sea vanguardista o parlamentaria, presupone una orientación hacia el Estado y tiene poco sentido sin él. El partido es, de hecho, la forma de disciplinar la lucha de clases, de subordinar las innumerables formas de lucha de clases al objetivo dominante de ganar el control del Estado. El establecimiento de una jerarquía de luchas se expresa habitualmente en la forma de programa del partido (Holloway, 2002: 35).
 
La conclusión política es que no “puede construirse una sociedad de relaciones de no-poder por medio de la conquista del poder” (Holloway, 2002: 36).
 
 
V
 
¿Hacia dónde dirigir la mirada entonces?
No nos podemos quedar cruzados de brazos ante el desastre social y natural que la relación capitalista implica, pero no podemos guiarnos por una teoría del poder para superar el capitalismo. Es importante que seamos consecuentes con el punto de partida, el grito, puesto que es a partir de él que se puede elaborar una teoría del anti-poder para transformar el mundo, nos indica Holloway. Pero nos advierte que no es fácil entender la acción revolucionaria como parte del anti-poder porque ese es un plano inexplorado, casi invisible.
 
Entre el poder y la teoría social existe tal simbiosis que el poder es la lente a través de la cual la teoría observa al mundo, el auricular por medio del cual lo escucha: pedir una teoría del anti-poder es intentar ver lo invisible, oír lo inaudible. Tratar de teorizar el anti-poder es vagar por un mundo totalmente inexplorado (Holloway, 2002: 43).
 
La teoría del anti-poder tiene su inicio en el grito y se despliega en el hacer.
 
El grito implica hacer. “En el principio era la acción”, dice el Fausto de Goethe. Pero antes de la acción se encuentra el hacer. En el principio estaba el hacer. Pero en una sociedad opresiva el hacer no es inocente ni positivo: está impregnado de negatividad porque es hacer negado, frustrado, porque niega la negación de sí mismo. Antes del hacer viene el grito. No es el materialismo lo que viene primero, sino la negatividad (Holloway, 2002: 44-45).
 
Y prosigue:
 
El hacer es negación práctica. El hacer va más allá, trasciende. El grito que constituye nuestro punto de partida en un mundo que nos niega (el único mundo que conocemos) nos empuja hacia el hacer. Nuestro materialismo, si esa palabra es pertinente, tiene raíces en el hacer, es un hacer-para-negar, una práctica negativa, una proyección más allá. Nuestro fundamento, si la palabra es pertinente, no es una preferencia abstracta por la materia en lugar del espíritu, sino el grito, la negación de lo existente (Holloway, 2002: 45).
 
Esto es así, porque en la sociedad capitalista el hacer no es libre sino mutilado, quebrado, roto, subsumido y enajenado en el trabajo. El grito es el grito del hacer que se proyecta más allá de nuestra existencia enajenada en el trabajo (Holloway, 2002: 47), es decir, del hacer transformado de poder-hacer en poder-sobre. “Cuando el flujo social del hacer se fractura ese poder-hacer se transforma en su opuesto, en poder sobre” (Holloway, 2002: 53).
El poder-hacer y poder-sobre son parte de la particular forma de entender el concepto de poder por Holloway. Nos dice al respecto:
 
El poder, en primero lugar, es simplemente eso: facultad, capacidad de hacer, la habilidad para hacer cosas. El hacer implica poder, poder-hacer. En este sentido, es común que utilicemos “poder” para referirnos a algo bueno: me siento poderoso, me siento bien. El pequeño tren protagonista del relato infantil que dice: “pienso que puedo, pienso que puedo”, a medida que trata de alcanzar la cima de la montaña, tiene una creciente sensación de su propio poder. Vamos a una buena reunión política y nos marchamos con una sensación intensificada de nuestro poder. Leemos un buen libro y nos sentimos fortalecidos. El movimiento feminista ha dado a las mujeres mayor sensación de su propio poder. Poder, en este sentido, puede entenderse como “poder-para”, poder-hacer (Holloway, 2002: 52).
 
El poder-hacer es siempre poder social, parte del “flujo social del hacer”. (Holloway, 2002: 52). Cuando el flujo social del hacer se rompe se transforma en su contrario, en poder-sobre, lo cual implica que: “la inmensa mayoría de los hacedores son convertidos en objetos del hacer, su actividad se transforma en pasividad, su subjetividad en objetividad” (Holloway, 2002: 54). Es decir, se transforma en un proceso antagónico: “El flujo del hacer se convierte en un proceso antagónico en el que se niega el hacer de la mayoría, en el que algunos pocos se apropian del hacer de la mayoría. El flujo del hacer se convierte en un proceso fragmentado” (Holloway, 2002: 55).
La característica del poder-sobre en el capitalismo es que los hacedores “han ganado la libertad personal respecto a los dominadores” (Holloway, 2002: 56) pero es el capital el que controla el flujo colectivo del hacer y lo transforma en un poder-sobre.
 
El capital no se basa en la propiedad de las personas sino en la propiedad de lo hecho y, sobre esta base, del repetido comprar el poder-hacer de las personas. Dado que no hay propiedad de las personas, ellas muy fácilmente pueden rechazar tener que trabajar para otros sin sufrir un castigo inmediato. El castigo proviene más bien del hecho de ser separadas de los medios de hacer (y de supervivencia). El uso de la fuerza no proviene entonces de la relación directa entre capitalista y trabajadora o trabajador. La fuerza, en primer lugar, no se centra en el hacedor sino en lo hecho: su centro es la protección de la propiedad, la protección de la propiedad de lo hecho. No la ejerce el propietario individual de lo hecho porque eso sería incompatible con la naturaleza libre de la relación entre el capitalista y la trabajadora o el trabajador, sino una instancia separada responsable de proteger la propiedad de lo hecho: el Estado. La separación de lo económico y lo político (y la constitución de lo “económico” y lo “político” por esta separación) es, por tanto, central para el ejercicio de la dominación bajo el capitalismo (Holloway, 2002: 58).
 
En la argumentación, se destaca que el hacer en el capitalismo existe en la forma de su negación, es decir, de poder sobre. De tal suerte, que su existencia es antagónica (Holloway, 2002: 62-63). Esto es fundamental para entender el hacer como categoría crítica, es decir, como categoría que implica la rebelión contra su negación en el poder-sobre. En palabras de Holloway (2002: 63): “El poder hacer existe en la forma de poder-sobre, en la forma, por tanto, de ser negado. No sólo existe como rebelión en contra de su negación, existe también como sustrato material de la negación. La negación no puede existir sin lo negado. Lo hecho depende del hacer”.
Esta perspectiva es la que permite “abrir” la categoría de poder, la cual ha permanecido “cerrada” en autores clásicos como Foucault, y pensar la revolución como anti-poder.
 
Sólo cuando abrimos esas categorías, cuando decimos, por ejemplo, que la mercancía se caracteriza por un antagonismo entre valor y valor de uso (utilidad), que el valor de uso existe en la forma de valor y en rebelión en contra de esa forma, que el desarrollo completo de nuestro potencial humano presupone nuestra participación en esa rebelión, y así sucesivamente: es sólo entonces que podemos hacer que tenga sentido la afirmación de que todo lo que consumimos es una mercancía. Lo mismo sucede con el poder: sólo cuando abrimos la categoría poder y vemos el poder-sobre como la forma antagónica del poder-hacer, tiene sentido decir que el poder nos constituye. El poder que nos constituye es un antagonismo, un antagonismo del cual somos parte de manera profunda e inevitable (Holloway, 2002: 73).
 
Es necesario señalar, que la teoría del hacer de Holloway se encuentra más desarrollada en el libro Agrietar el capitalismo. El hacer contra el trabajo. Como se indica en el título del libro, el tema central es precisamente el hacer contra el trabajo, entendido éste como unidad contradictoria y antagónica entre trabajo concreto y trabajo abstracto. En este escrito, no nos podemos detener al respecto, pero es importante señalar que en ese texto Holloway amplia su argumentación del anti-poder a partir del hacer y la figura de la grieta en la cual se expresa un proceso revolucionario intersticial. Al respecto, solamente unas referencias.
 
Es verdad que en el capitalismo el hacer concreto existe en la forma de trabajo abstracto, pero la relación de forma y contenido no puede ser comprendida como una relación de simple identidad o contención. [...] Las formas de las relaciones capitalistas deben ser comprendidas como formas-procesos: el trabajo es un proceso activo de configurar nuestra actividad, de abstraer el hacer concreto. Eso significa que hay necesariamente una relación de no identidad entre ellos, una inadecuación, una tensión, una resistencia, un antagonismo. El trabajo concreto y el trabajo abstracto pueden ser dos aspectos del mismo trabajo, pero son aspectos contradictorios y antagónicos. [...] El hacer concreto no está, y no puede estar, subordinado de modo total al trabajo abstracto. Hay entre ellos una no identidad. El hacer no se adecua al trabajo abstracto sin un remanente. Siempre hay un excedente, un desborde. Siempre hay un impulso en diferentes direcciones. El impulso de la abstracción es el dinero: lo que importa es la validación social del trabajo mediante el dinero. El impulso del trabajo concreto es hacia el hacer bien la actividad, ya sea enseñar o fabricar un automóvil o diseñar una página web. Esto conlleva un impulso hacia la autodeterminación (Holloway, 2011: 190).
 
La grieta es la rebelión del hacer contra el trabajo (Holloway, 2011: 95). Es desde allí “donde comenzamos, desde las grietas, las fisuras, los cismas, los espacios de negación-y-creación rebelde” (Holloway, 2011: 22-23).
 
 
VI
 
Parte central del poder-sobre y del rompimiento del “flujo social del hacer” es el fetichismo que envuelve las relaciones sociales en el capitalismo. Lo “hecho”, dice Holloway, “es separado del hacer y se vuelve contra él” (Holloway, 2002: 75). Se produce con esto “la auto-negación del hacer” (Holloway, 2002: 76) como fenómeno de la dominación del capital expresado en el fetichismo de la mercancía.
 
El fetichismo de la mercancía es, por consiguiente, la penetración del poder-sobre capitalista en el núcleo de nuestro ser, en todos nuestros modos de pensar, en todas nuestras relaciones con las otras personas (Holloway, 2002: 83-84).
 
Para Holloway (2002: 88), el fetichismo es el problema central que enfrenta la revolución porque es el “modo de existencia” de las relaciones sociales en el capitalismo (Holloway, 2002: 85), y nuestra percepción de la realidad está íntimamente ligada a ese fenómeno. Desde su punto de vista (Holloway, 2002: 88), el fetichismo nos permite entender con mayor profundidad por qué la gente acepta la explotación y la dominación que conceptos como ideología o hegemonía porque:
 
El concepto de fetichismo se refiere a la explosión de poder dentro de nosotras y de nosotros, no como algo que es distinto de la separación entre el hacer y lo hecho (como sucede con los conceptos “ideología” y “hegemonía”), sino como algo esencial a dicha separación. Ésta no sólo separa a los capitalistas de las trabajadoras y los trabajadores, sino que explota en nuestro interior, dando forma a cada aspecto de lo que hacemos y pensamos, transformando cada aliento de nuestras vidas en un momento de la lucha de clase. El por qué la revolución no se ha producido no es un problema de ellos sino el problema de un nosotros fragmentado (Holloway, 2002: 92-93).
 
Por otro lado, Holloway traza un puente entre el tema del fetichismo y el de la crítica a la categoría de identidad, central en la dialéctica negativa de Adorno. Para el primero, la identidad es la forma más concentrada de fetichismo en tanto consagra la subordinación del hacer respecto a lo hecho y “aplasta la contradicción” (Holloway, 2002: 94).
 
La separación del hacer respecto a lo hecho es la separación de la génesis respecto de la existencia. Lo hecho es separado del hacer que lo hizo (Holloway, 2002: 96).
 
Lo cual, en otros términos, es la negación del sujeto por el objeto (Holloway: 2002: 97). Un punto central sobre el fetichismo es que éste “es una ilusión real” (Holloway, 2002: 113).
 
Las categorías fetichizadas de pensamiento expresan una realidad efectivamente fetichizada. Si vemos la teoría como un momento del hacer, entonces existe una continuidad entre la fetichización del pensamiento y la fetichización de la práctica. La fetichización (y por lo tanto la enajenación, la reificación, la identificación, etc.) no se refiere sólo a procesos de pensamiento sino a la separación material de lo hecho respecto del hacer de la que son parte esos procesos conceptuales. De esta forma, la fetichización no puede ser superada sólo en el pensamiento: la superación de la fetichización significa la superación del hacer y lo hecho (Holloway, 2002: 113-114).
 
Esta argumentación permite a Holloway avanzar sobre el tema del poder y el Estado poniendo en primer término la necesidad de desfetichizar esos conceptos. Para él, la idea de “tomar el poder” es ya una idea fetichizada. Dice:
 
Debería resultar claro entonces que no se puede tomar el poder por la simple razón de que el poder no es algo que persona alguna o institución en particular posean. El poder reside más bien en la fragmentación de las relaciones sociales. Esta es una fragmentación material que tiene su núcleo en la separación constantemente repetida de lo hecho respecto del hacer, que implica la mediación real de las relaciones sociales por medio de las cosas, la transformación real de la relaciones entre personas en relaciones entre cosas (Holloway, 2002: 115-116).
 
Y prosigue:
 
El Estado, entonces, no es el lugar de poder que parece ser. Es sólo un elemento en el despedazamiento de las relaciones sociales. […] El Estado es lo que la palabra sugiere: un bastión contra el cambio, contra el flujo del hacer, la encarnación de la identidad (Holloway, 2002: 116).
 
Si esto es así, entonces ¿qué hacer? La respuesta de Holloway es buscar la esperanza en la “fuerza explosiva de lo negado”(Holloway, 2002: 121), lo cual implica reconocer que estamos atravesados por el fetichismo, pero que, como personas contradictorias con capacidad de negar lo que nos niega, somos más que personas reducidas a cosas, es decir, somos más que personas fetichizadas. Con esto Holloway (2002: 123-125) introduce una diferencia entre fetichismo y proceso de fetichización. Nos dice que hablar de fetichismo en “sentido duro” cierra la categoría, la convierte en una categoría de dominación; mientras que plantearse las cosas en términos de “proceso de fetichización” habla de la centralidad de la lucha en el entendimiento de la categoría, y la abre como movimiento antagónico del cual surge un plus que subvierte la identidad que la constituye como categoría de dominación. Plantea en ese sentido, que el fetichismo no puede entenderse sin su opuesto; es un proceso que implica su rechazo (Holloway, 2002: 137), es decir, dicho proceso es el antagonismo in actu.
Planteado el tema de esa manera, es posible entender las formas del capital (forma-dinero, forma-estado, forma-capital) como formas-proceso que no están constituidas de manera definitiva, sino están en discusión (Holloway, 2002: 138-141). En particular, la categoría de fetichismo como proceso permite al autor reforzar su crítica al Estado como forma autónoma que puede considerarse en sí misma: el estado es una forma de fetichización de las relaciones sociales (Holloway, 2002: 144-148). De tal suerte, que la lucha por la emancipación no puede centrarse en el Estado sino en el anti-poder.
 
El movimiento del Estado, como el de la sociedad como un todo, es el movimiento del antagonismo entre fetichización y anti-fetichización. Para encontrar el anti-poder no necesitamos mirar por fuera del movimiento de dominación: el anti-poder, la anti-fetichización están presentes contra-en-y-más- allá del movimiento mismo de la dominación, no como fuerzas económicas, como contradicciones objetivas o como futuro, sino como actualidad, como nosotros (Holloway, 2002: 149).
 
Lo cual, de ninguna manera, promete un final feliz.
 
El concepto de lucha es inconsistente con cualquier idea de un final feliz de garantizada negación-de-la-negación: la única forma en la que puede entenderse la dialéctica es como dialéctica negativa, como negación abierta de la no-verdad, como rebelión contra la falta de libertad (Holloway, 2002: 150).
 
 
VII
 
No es suficiente hablar de la centralidad de la lucha de clases para entender la sociedad capitalista. Para Holloway es necesario replantear la lucha de clases en clave anti-fetichista para que este concepto sea verdaderamente radical y permita una práctica de igual signo. Para tal propósito es de fundamental importancia pensar la lucha no como derivada de una forma social o de una “estructura” sino como constitutiva de la misma. Al respecto plantea:
 
La lucha de clases no tiene lugar dentro de las formas constituidas de las relaciones capitalistas: antes bien, la constitución de esas formas es en sí misma lucha de clases. Toda práctica social es un antagonismo incesante entre la sujeción de la práctica a las formas definidoras, fetichizadas, pervertidas del capitalismo y el intento de vivir en contra-y-más-allá de esas formas. De este modo, no se puede admitir la existencia de luchas no-clasistas. La lucha de clases es, pues, el incesante antagonismo cotidiano (se lo perciba o no) entre alienación y anti-alienación, entre definición y anti-definición, entre fetichización y des-fetichización (Holloway, 2002: 210).
 
Es decir:
 
No luchamos como clase trabajadora, luchamos en contra de ser clase trabajadora, en contra de ser clasificados. Nuestra lucha no es la del trabajo alienado: es la lucha contra el trabajo alienado. […] La lucha no surge del hecho de que somos la clase trabajadora, sino de que somos-y-no-somos clase trabajadora, de que existimos en-contra-de-y-más-allá de ser clase trabajadora. […] O más bien, la identidad de la clase trabajadora debería verse como una no-identidad: la comunión de la lucha por no ser clase trabajadora. […] Participamos en la lucha de clases de “ambos lados”. Nos clasificamos en la medida que reproducimos el capital, y nos de-clasificamos en la medida que lo rechazamos (Holloway, 2002: 210-211).
 
Porque el antagonismo no es “entre dos grupos sino en la manera en que se organiza la práctica social humana” (Holloway, 2002: 213). “La naturaleza polar del antagonismo se refleja así en una polarización de dos clases, pero el antagonismo es anterior a (y no consecutivo) las clases: las clases se constituyen por medio del antagonismo”(Holloway, 2002: 215).
Eso plantea que el sujeto crítico-revolucionario no puede ser definido (lógica de la “polarización en dos clases”) cortando el flujo del antagonismo. En palabras de Holloway (2002: 218): “El sujeto crítico-revolucionario no es un quién definido sino un qué indefinido, indefinible y anti-definicional”.
Esta noción “anti-definicional” del sujeto crítico-revolucionario va dirigida contra el fetichismo que entraña la idea de consciencia de clase como conocimiento privilegiado de partido y los dirigentes en el proceso revolucionario. O sea, “en lugar de mirar al héroe con verdadera consciencia de clase, un concepto de revolución debe partir de las confusiones y contradicciones que nos despedazan” (Holloway, 2002: 213).
Según Holloway, el concepto de revolución no debe partir del poder y de su uso “revolucionario” por una vanguardia que lo conquista sino del anti-poder. De hecho, el hilo de la argumentación del autor sigue el objetivo de hacer visible lo que no es visible, de hacer aparecer a partir del concepto lo que está invisibilizado por la narrativa dominante de la revolución basada en el poder. Para ver al anti-poder necesitamos conceptos diferentes, de no-identidad, de todavía-no, necesitamos del subjuntivo (Holloway, 2002: 227). Estos conceptos nos permiten alumbrar lo que hasta el momento ha permanecido como algo, pero que no lo es porque somos nosotros como sujetos potencialmente rebeldes.
 
Puede ser que no seamos rebeldes, pero inevitablemente la rebelión existe dentro de nosotros, como un volcán silencioso, como proyección hacia un futuro posible, como la existencia presente de aquello que todavía-no existe, como frustración, como neurosis, como principio de placer reprimido, como la no identidad que, frente a la repetida insistencia del capital de que somos trabajadores, estudiantes, maridos, esposas, mexicanos, irlandeses, franceses dice: “no somos, no somos, no somos, no somos los que somos y somos lo que no somos (o lo que todavía no somos)” (Holloway, 2002: 228).
 
El anti-poder existe en las luchas abiertas y visibles, pero también en la lucha diaria; está “en la dignidad de la existencia cotidiana” (Holoway, 2002: 229).
Esto es central para entender la crisis actual no como una objetividad autónoma de nuestro hacer que nos convierte en sujetos pasivos, sino como parte de éste y su movimiento antagónico, como nuestra negatividad, es decir, como intensificación de la crisis por la lucha de clases (Holloway, 2002: 293). Para desprenderse del capital no es suficiente huir, no es suficiente gritar, es necesario tomar los medios del hacer, recuperar el poder-hacer (Holloway, 2002: 299-300). Pero pensar dicha recuperación en términos de la propiedad es pensar todavía en términos fetichizados (Holloway, 2002: 300), ya que es pensar la propiedad como un sustantivo, y esto implica estar en el terreno de la dominación (Holloway, 2002: 300-301). Es decir, que no puede pensarse la expropiación de los expropiadores en términos de recuperación de cosas sino como “reintegración del flujo del hacer” (Holloway, 2002: 301). Esto supone una suerte de anti-política, porque va contra y más allá de la fragmentación del hacer que la política con su “connotación de orientación hacia el Estado” implica (Holloway, 2002: 305). Es decir, lo que propone es una concepción anti-instrumental de la revolución, ya que pensar la revolución en términos instrumentales es pensarla en términos del capital (Holloway, 2002: 305-307).
Entonces, ¿cómo cambiar el mundo sin tomar el poder? No lo sabemos. Los leninistas lo saben, o solían hacerlo, dice Holloway. Nosotros hemos perdido toda certeza, pero “la apertura de la incertidumbre es central para la revolución” (Holloway, 2002: 308-309). Y corona su argumentación con el “Preguntando caminamos” del zapatismo.
 
 
VIII
 
Hasta aquí, en un esfuerzo de presentación muy apretado, los principales argumentos de Holloway. En pocas palabras nos dice, que a pesar de todo lo sucedido y del fracaso de las revoluciones hechas en nombre del socialismo, la llama de la rebeldía no se ha apagado. Esa llama somos nosotros, porque el antagonismo de la sociedad capitalista no nos es algo externo, sino que nos atraviesa y nos impulsa contra-y-más- allá del capital desde lo más elemental de nuestra existencia, ya sea conscientemente como inconscientemente. Somos sujetos negados que gritamos. En ese grito se juega nuestra dignidad. La lucha de clases es algo que está en nosotros, en nuestros cuerpos. Desde allí debemos partir, y no desde un concepto “correcto” o “científico” sobre la misma, o de la evidencia empírica del enfrentamiento entre clases, entendida como choque entre grupos separados y autodefinidos como antagónicos. El concepto de lucha de clases es más amplio: somos lucha de clases porque somos parte de una relación social antagónica y de su crisis. No queremos eliminar a un grupo, a una clase dominante, sino ir más lejos. Queremos eliminar la relación social que produce el poder y la clase social, y esto implica que en el centro estamos nosotros, porque negar la relación social que nos oprime no implica una afirmación de un sujeto puro o de la “verdadera verdad”, sino negarnos a nosotros mismos en el proceso de negación de la relación social que nos domina. No queremos ser la clase trabajadora heroica, el objeto fetichizado que produjo el estalinismo. Queremos ser simplemente mujeres y hombres que determinen libremente sus vidas. Para eso, dice Holloway, es necesario recuperar el flujo social del hacer, es decir, nuestra capacidad material y subjetiva de construir, de crear un mundo humano autodeterminante, lo cual supone, entre otras cosas, quebrar la razón instrumental como centro de la relación sociedad-naturaleza.
Sí, todo esto está muy bien, porque elabora una noción anti-instrumental de la lucha de clases y permite ver con mayor claridad los desaciertos y peligros que conlleva la noción instrumental de la misma, entre ellos el fetichismo político del partido y del Estado como figuras universales de la emancipación. Como aquí se ha planteado, en sus elaboraciones existe una profunda sintonía con la Dialéctica negativa de Adorno, particularmente en lo que se refiere a lo negado en la identidad como centro del concepto. Uno de los atributos de dichas elaboraciones, es su carácter militante radical de ir con todo en la crítica a la ortodoxia marxista. Su objetivo no es criticar tal o cual planteamiento particular de la ortodoxia sino quebrar el centro de su argumentación teórica; de ninguna manera para rechazar el concepto de revolución sino para actualizarlo. El centro de su argumentación es la necesidad de la revolución, pero también que ésta debe ser entendida de una manera radicalmente diferente. Es importante no perder de vista que esos planteamientos no pueden llegar a ser entendidos sin tener presente el cambio histórico derivado del estruendoso fracaso del llamado socialismo real y la emergencia de otras maneras de actuar la revolución por parte de sujetos de una nueva constelación emergente de lucha de clases, como el movimiento zapatista para poner el ejemplo más claro.
Es a partir de la exposición de algunas coincidencias y disonancias entre la teoría de Holloway y el pensamiento del zapatismo que queremos entrar a una problematización más general, relacionada con el tema de la organización revolucionaria y la idea de destotalización. La relación es pertinente, puesto que, desde nuestro punto de vista, el zapatismo es el movimiento revolucionario que más ha aportado en la actualidad a transformar la idea de revolución a partir de la crítica al Estado, la vanguardia y la hegemonía.iii
 
 
IX
 
Como fue dicho anteriormente, el planteamiento de Holloway del no-poder es una crítica a teoría leninista de la vanguardia, que también puede hacerse extensiva a la de estrategia revolucionaria. En corto, para él, la vanguardia y la estrategia revolucionarias van de la mano. Elaborar una estrategia revolucionaria es caer en la trampa de la vanguardia y en la idea igualmente tramposa y errónea de que la revolución tiene por foco central la toma del poder, es decir, hacerse del Estado. Su crítica a la reducción instrumental de la revolución y al fetichismo de la organización revolucionaria no deja lugar para el tema de la estrategia.
¿Qué hacer entonces? Para Holloway no hay respuesta positiva al respecto, y si la hay, es necesario buscarla en un nosotros que es la expresión de nuestra negatividad frente a un mundo que no puede ser verdadero tal cual es. Si la organización y la estrategia revolucionarias eran una suerte de certidumbre en el futuro, hoy tenemos que movernos en el terreno de la incertidumbre.
No obstante las coincidencias generales en la crítica a las ideas de vanguardia y de hegemonía, entre la teorización de Holloway y el pensamiento de los zapatistas existen importantes diferencias. El zapatismo no rechaza la necesidad de la organización de “los de abajo” para una transformación revolucionaria. En la propuesta de Holloway esto también se acepta en términos generales, pero no en la forma particular de organización revolucionaria, lo que sí hace el zapatismo. Y esto es fácil entenderlo, por el simple hecho de que si no fueran ellos, los zapatistas, parte de una organización revolucionaria simplemente no existirían. Aquí, entre paréntesis, no está de más reconocer la diferencia en la producción de conocimiento entre un ámbito académico, el nuestro, donde la experiencia de la lucha de clases se presenta bastante mediada, y la que tiene lugar en un territorio social como el del zapatismo, donde el enfrentamiento es más abierto, dadas las características particulares de una violenta dominación secular en las regiones agrarias de Chiapas. Pero lo importante del asunto en términos teóricos, es que si los zapatistas rechazan las categorías de vanguardia y hegemonía para entender la revolución, no renuncian a la organización revolucionaria y a la estrategia de lucha.
¿Cómo entender esto? Para los zapatistas, en términos de una paradoja. La paradoja, sin embargo, es como la cara visible de una contradicción, y ésta, la contradicción, parte de la historia. Metafóricamente, se podría decir que los zapatistas se encontraron con la contradicción pisando el terreno de la Selva Lacandona. El grupo inicial de lo que se transformó en EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional), es decir, el FLN (Fuerzas de Liberación Nacional) y la resistencia indígena se encontraron en ese terreno de lucha cada uno con sus propias tradiciones y modos de organización. Este tipo de encuentros fue algo normal en la historia de la guerrilla latinoamericana, pero lo que marcó la diferencia en el caso del zapatismo, es que allí dio inicio un proceso político-organizativo de autodeterminación indígena que potenció la autonomía como figura anti-capitalista, lo cual fue de central importancia para el cuestionamiento de las ideas clásicas de vanguardia y hegemonía con las que la guerrilla clásica había entendido, en clave leninista, la revolución socialista. Como resultado, se fue abriendo paso una nueva idea de revolución; ésta no apelaba a la teoría sino a un pensar desde la práctica misma de las luchas, teniendo por telón de fondo la historia de las resistencias (en México particularmente), la crisis global de determinadas figuras como la guerrilla clásica, cosa que se nutrió de las experiencias centroamericanas (Guatemala, El Salvador y Nicaragua), y, por supuesto, el fracaso del llamado “socialismo real”. Es decir, la idea zapatista de revolución surge de la necesidad práctica de pensar las luchas anticapitalistas concretas en un mundo donde la ofensiva del capital es cada vez más violenta, y donde la idea clásica de revolución se ha vaciado. Para el zapatismo, la elaboración del conocimiento no está desligado de la práctica; no es de carácter meramente teórico sino es una elaboración desde las luchas y para las luchas. La mediación de la práctica revolucionaria en el concepto es parte fundamental, y es notable el lenguaje que han logrado desplegar para dar a entender una praxis revolucionaria de nuevo tipo.iv Tomando el grito como punto de partida, se podría decir que el zapatismo parte del grito pero encarnado en luchas concretas, y no del grito en términos abstractos.
Ese “método”, por supuesto, no es nuevo. Algo similar existe en Lenin (1997: 71-72) quien, apoyándose en Marx, plantea que hay conocimientos que solamente se pueden adquirir en las experiencias históricas de la lucha de clases, tales como por ejemplo, la necesidad de destrucción del aparato estatal burgués para el triunfo revolucionario, cosa que no se podía deducir de la teoría, según su interpretación. Pero traemos colación a Lenin no solamente por ese tema de carácter más general en la elaboración del conocimiento, sino también porque es un punto de entrada al tema puntual de la violencia revolucionaria. ¿Nos podemos liberar de la violencia revolucionaria? ¿Ya no existe esa necesidad dadas las condiciones actuales del aparente consenso en la democracia liberal representativa? ¿La violencia es parte de la lucha de clases? Se pueden hacer muchas preguntas al respecto, pero lo que aquí queremos plantear en ese aspecto particular es que Lenin asume la necesidad de la violencia revolucionaria desde la perspectiva de la construcción de una nueva totalidad, es decir, como violencia positiva que constituye un nuevo orden estatal de carácter necesariamente totalizante y vertical. La violencia revolucionaria zapatista tiene otro contenido: la necesidad de la defensa de un proceso auto-determinante de carácter horizontal. Es entonces una violencia negativa, de carácter destotalizante.v ¿Qué quiere decir esto? Que el proceso de organización auto-determinante va en contra de totalización social y política, ya que ésta, con su remate estatal, es el proceso de negación de la autodeterminación social. Es aquí, donde la paradoja salta a la vista como expresión de una condensación de contradicciones. Si en Lenin y la teoría clásica de la vanguardia, la contradicción es de alguna manera entendida como externa al sujeto revolucionario, el zapatismo, por el contrario, la asume como parte de un proceso propio, del propio conocimiento y del hacer del sujeto revolucionario. Esto es central porque nos habla de un proceso de conocimiento dialéctico (el zapatista), y que el otro, el leninista, tiene rasgos positivistas asociados íntimamente a la razón instrumental.
En ese sentido, sospechamos que la organización revolucionaria y la estrategia son entendidos por el zapatismo como una suerte de tiempo vertical que es parte del tiempo horizontal de la auto-determinación colectiva, y que no se autonomiza de éste.vi Esto, tanto en la construcción de las autonomías en territorio zapatista, como en las iniciativas a nivel nacional, como la Otra campaña y la Sexta declaración de la Selva Lacandona. Su estrategia es una suerte de anti-estrategia, porque si la lógica de la razón instrumental y de la temporalidad abstracta predominan en una noción clásica de estrategia y de organización revolucionaria, y esta lógica solamente es posible separando dirigentes y dirigidos, en el zapatismo es nada más un momento de la auto-determinación, el cual tendría que ir perdiendo relevancia en la medida que el proceso auto-determinante avance, es decir, que deja de ser necesario. El EZLN, como ejército, está hecho para desaparecer, no para afirmarse. Esa es una violencia negativa, una violencia que no se afirma como universalmente legítima.
 
 
X
 
El Zapatismo es una organización revolucionaria cuya estrategia no implica la toma del poder estatal sino otra revolución “que haga posible la revolución” (Subcomandante Marcos, 1995), es decir, para que la sociedad anticapitalista emergente sea un verdadero proceso de autodeterminación social desde “abajo y a la izquierda”. En ese sentido, habría que ver las iniciativas de los Caracoles y la Juntas de Buen gobierno, así como las que se han desplegado en el ámbito nacional como la Otra campaña y la Sexta Declaración de la Selva Lacandona.
El zapatismo es contradictorio, como ellos mismos lo reconocen. Es paradójico. Pero lo paradójico es parte de una dialéctica que rechaza la idea de un sujeto revolucionario homogéneo y puro, porque tal pureza y homogenidad esconden la voluntad de dominación y una subjetividad totalizante que niega el proceso de autodeterminación. En términos de Holloway sería difícil desentrañar el contenido dialéctico de esa paradoja, quizás, sospecho, porque su análisis del poder y del no-poder tiende a estar más cargados a la antinomia que al de contradicción, a pesar de todo el despliegue de un arsenal teórico de claramente dialéctico. Probablemente esto tenga que ver con el hecho de que el tema de la violencia, particularmente de la violencia revolucionaria, no guarda una centralidad en su teorización. Soy consciente de que aquí me arriesgo a una interpretación de la cual no estoy muy seguro, pero que puede resultar importante en la discusión de los temas planteados. En todo caso, lo más importante es que, tanto la experiencia paradójica del zapatismo como la teorización de Holloway, son parte de una rica elaboración-discusión sobre una dialéctica revolucionaria abierta, donde lo contingente es un momento central. Y es importante entender esto como parte del complejo proceso de la lucha de clases hoy, el cual implica de manera central la actualización de la idea de revolución.
 
 
 
Bibliografía
 
Adorno, Theodor, Dialéctica negativa. Madrid:Editorial Taurus, 1975.
Gramsci, Antonio, Cuadernos de la cárcel: Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado Moderno. México:Juan Pablos Editor, 1975.
Holloway, John, “Crisis, Fetichism, Class Composition”. En: Open Marxism, volume II. Londres: Werner Bonefeld, Richard Gunn and Kosmas Psychopedis, Pluto Press, 1992.
Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy. Buenos Aires:Herramienta Ediciones/Universidad Autónoma de Puebla, 2002.
Holloway, John, Agrietar el capitalismo. El hacer contra el trabajo. Buenos Aires: Herramienta Ediciones, 2011.
Lenin, Vladimir I., ¿Qué hacer? Teoría y práctica del bolchevismo, (edición a cargo de Vittorio Strada), Ediciones Era, México, 1977 (edición italiana, 1971).
Lenin, “Nuestras Tareas y el Soviet de Diputados Obreros”, Obras Completas, T. X, pp. 9-21, ed. Cartago, Buenos Aires.
Lenin, El Estado y la revolución. Madrid: Fundación Federico Engels, 1997.
Lukács, Georg, Historia y consciencia de clase. Estudios de dialéctica marxista.México Editorial Grijalbo, 1969.
Subcomandante Insurgente Marcos, “La historia de los espejos” (1995).
Tischler, Sergio, Revolución y destotalización. México:Grietas Editores, 2013.
 
 
i En Lenin, existe una relación de hegemonía entre el partido como vanguardia del proletariado y el soviet (consejo obrero) como expresión amplia y heterogénea de los trabajadores y campesinos. Al respecto, ver “Nuestras Tareas y el Soviet de Diputados y Obreros”. Para Lukács, el soviet es “la superación político-económica de la cosificación capitalista” (Lukács,1969: 87). Sin embargo, el partido es “la forma de la consciencia proletaria de clase” que permite la unidad entre teoría y práctica (Lukács, 1969: 44-45).
ii Al respecto, ver la crítica que hace Adorno (1975: 32-33) a la idea de sistema en Hegel.
iii La experiencia de la autonomía revolucionaria de los kurdos es otro caso emblemático, pero no tenemos un conocimiento profundo del mismo.
iv Para tener acceso a esa producción, consultar el sitio enlacezapatista.ezln.org.mx
v En términos muy sintéticos, estamos entendiendo la destotalización como un concepto de la lucha de clases, que señala que la categoría de totalidad y el proceso de totalización que implica, es una relación de poder ligada al dominio del trabajo abstracto en el capitalismo, y al despliegue de la dominación como abstracción-real en las diversas formas en que se presenta (forma-capital, forma-estado, etc). La totalización es la lógica del capital. La revolución, entendida como la construcción de una nueva totalidad a partir de un sujeto totalizante, no puede quebrar radicalmente con esa lógica; por el contrario, prolonga y refuerza la separación entre dirigentes y dirigidos, entre un arriba y un abajo, según la terminología del zapatismo; es decir, niega el proceso de autodeterminación social. Esto es un rasgo que puede verse en la historia del llamado “socialismo real”. Para una idea más desarrollada del concepto de destotalización, ver Tischler (2013).
vi Para una visión sobre esa dialéctica, ver Tischler (2013).

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