(A Araceli y Juan Manuel)
En medio de la crisis política y la bancarización forzada se combatió en las calles de Buenos Aires. Mientras el interior y el cordón industrial de la Capital estallaban en un “motín de hambre” largamente anunciado, los barrios de la ciudad de Buenos Aires desafiaban un impotente estado de sitio y hacían renunciar a un gobierno que dos años antes había ganado por una abrumadora mayoría. Una semana después, otro gobierno efímero caía jaqueado por la movilización popular. Los partidos del sistema no se animaron a avanzar hacia un proceso electoral incierto y cerraron filas detrás de una figura poco quemada de la política burguesa. En las semanas siguientes, una devaluación hecha a la medida del capital financiero dejó un tendal mayor de damnificados. Crece sin cesar la movilización y la autoorganización de las masas presionando por reivindicaciones concretas, cuestionando a las instituciones del sistema y poniendo en tela de juicio las formas de “representación” política clásicas.
Régimen político, modo de acumulación e imaginario social
Asistimos a una fuerte crisis de consenso y a un creciente cuestionamiento por los hechos de un determinado equilibrio en las relaciones sociales y de toda una arquitectura del poder que era funcional a dicho equilibrio. Existen cambios en la subjetividad popular y en las acciones concretas que abarcan a franjas importantes de la población. Pero ¿hasta qué punto estos cuestionamientos tienen la profundidad y la extensión suficientes para poner en tela de juicio la continuidad del sistema capitalista y de la democracia burguesa?
Nosotros trabajamos alrededor de la hipótesis de que en este estadio del proceso abierto con la crisis de diciembre no existen elementos que permitan hablar de una situación revolucionaria. La construcción de una voluntad revolucionaria deberá encararse a partir de una dura tarea, que nos obligará a responder a situaciones inéditas, a amortiguar retrocesos y a coexistir, en el movimiento auténtico de las masas, con realidades no siempre gratas.
La sociedad argentina es una sociedad que arrastra una herencia de fuerte divorcio entre pensamiento radical y las masas. En los últimos 50 años hemos asistido a varias crisis de consenso hegemónico de desigual profundidad. En ninguna de ellas el bloque de izquierdas logró retener un apoyo de amplios sectores del pueblo. El nuestro es un país en donde los mecanismos de integración y recomposición de los consensos hegemónicos durante las crisis se han revelado como muy eficaces. A la vez que la incapacidad de la izquierda para superar una práctica política unilateral que privilegia la acumulación política partidaria y subordina su estrategia en todos los frentes a ese fin se ha dejado sentir de forma cruel en épocas de crisis, cuando se abrían posibilidades de ampliar su audiencia.
No obstante, algunas cosas han cambiado. Han fracasado una serie sucesiva de opciones políticas reformistas o populistas. El peso de los aparatos burgueses se ha ido deteriorando. Bajo la presión de los hechos se fueron agotando una serie de imaginarios de fuerte vigencia en el inconsciente colectivo de los explotados. Los engranajes del sistema crujen y es necesario hacer un análisis serio para buscar aquellos flancos de las defensas del viejo orden por donde se pueden abrir brechas. Si decidimos leer los sucesos de diciembre como un parto luego de un largo proceso de gestación, son dos los ordenadores político-sociales que han entrado en crisis: a) el régimen político construido a partir de 1983; b) el modo de acumulación neoliberal.
El concepto de régimen político incluye un tipo de relación entre los distintos poderes del Estado entre sí, entre el Estado y los partidos políticos y un equilibrio determinado entre las clases sociales y entre las distintas clases con el poder político.
[1] Desde 1983 se fue consolidando un régimen cuyos rasgos salientes eran: a) un predominio del Poder Ejecutivo como árbitro de las contradicciones interburguesas; b) un bipartidismo de tipo no confrontativo; c) una creciente gravitación de
lobbies sectoriales en el aparato del Estado; d) una gradual y creciente rigidez del poder político frente a las demandas populares a caballo de una erosión de la capacidad operativa de las clases subalternas. La “democracia de baja intensidad” se fue construyendo en sucesivas etapas que incluyeron los acuerdos de gobernabilidad con Alfonsín, las leyes de impunidad y el indulto, el acuerdo legislativo para la ofensiva neoliberal de Menem y el pacto de Olivos y la reforma constitucional a medida del sistema de acuerdos bipartidistas.
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Este régimen fue la superestructura del proceso de contención de la crisis de la deuda a partir de 1982
[3] y de la consolidación de un nuevo modo de acumulación en el decenio menemista. Este modo de acumulación se basó en el desmantelamiento de ramas enteras del aparato del Estado, el disciplinamiento de la fuerza de trabajo a través de la desocupación y la flexibilización, el incremento de la productividad por trabajador a través de los cambios tecnológicos y la transferencia de ingresos de los sectores medios a los sectores altos por distintos mecanismos.
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Las violentas reacciones regionales producidas durante la primera mitad del decenio menemista no se constituyeron en un polo de poder alternativo, ni siquiera repercutieron en una erosión del consenso electoral de los partidos patronales. La segunda oleada de levantamientos provinciales iniciada en 1995 fue reflejo de la crisis del modelo que iba desarrollándose de forma reptante. La expresión más vigorosa de esta oleada de resistencias al sistema fue el nacimiento del movimiento piquetero, expresión del inmenso ejército de desocupados producto directo de la política neoliberal. El gobierno de Menem concluyó con cortes de ruta y puebladas en las cuales comenzaron a producirse alianzas locales entre trabajadores y desocupados con otros sectores de menos tradición de lucha (vecinos, consumidores).
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El agotamiento del menemismo planteó la necesidad de un recambio que garantizaría la continuidad del modelo de acumulación y del régimen del pacto de Olivos. A comienzos de la década del ’90, durante la ofensiva neoliberal contra las masas (privatización, despidos, flexibilización), una poderosa red de aparatos ideológicos que incluían el partido gobernante, la burocracia sindical, la oposición “sensata” y los medios de comunicación ejercieron una presión combinada para encerrar el debate de los problemas sociales dentro del universo cerrado del discurso que afirmaba la imposibilidad de cualquier camino alternativo.
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Aún sectores golpeados por la coyuntura imaginaron horizontes de prosperidad detrás del doloroso proceso de cambios.
Fenómeno que adquirió ribetes caricaturescos en los desocupados que usaban sus indemnizaciones o retiros voluntarios para poner comercios asociados a la nueva cultura del consumo (maxikioscos, canchas de Padle), hasta que las leyes del mercado
los bajaron de las nubes.[7] En 1999, el imaginario del país shoping había encontrado sus límites. ¿Cómo podía instalarse una subjetividad que apoyara el recambio hacia el posmenemismo? La alianza UCR-Frepaso logró construir una mayoría electoral a partir de la instalación del imaginario de la “vuelta a una normalidad posible”.
No se trataba de volver al Estado de bienestar con pleno empleo y la distribución del ingreso. Era el regreso a la república con división de poderes y poca corrupción. La disminución de la desocupación a niveles tolerables, exorcizando al fantasma de la violencia social. Un precario sostén a lo que quedaba del aparato educativo y de salud y un tibio control sobre las empresas de servicio privatizadas. La realidad demostraría que ni siquiera este mínimo programa podría llevarse adelante.
La acelerada erosión del gobierno de De la Rúa ofrece cierto campo de reflexión al análisis de los nexos entre modo de acumulación, régimen político y subjetividad popular. El imaginario de la vuelta a la normalidad se agotó bajo la presión de la crisis financiera internacional, la recesión continua durante tres años y la presión por el pago de intereses de la deuda. El gobierno avanzó hacia la rebaja de salarios estatales, la quita de fondos a las provincias, recortes de gastos en áreas clave del presupuesto
[8] y finalmente la retención de los depósitos bancarios de los pequeños ahorristas. Desde el punto de vista de la subjetividad popular la nueva etapa fue avizorada como el inicio de un proceso “consfiscatorio”.
Percepción de la realidad que el gobierno de Menem había logrado exorcizar de la forma que hemos descrito. La Alianza no pudo recrear un consenso semejante alrededor de ilusiones conformistas.
La crisis del modo de acumulación repercutió en el debilitamiento de los mecanismos con que el régimen pensaba su relación con las masas y la contención de las contradicciones interclasistas. Quince años de lobbies que atravesaban las fronteras partidarias y de la construcción de aparatos políticos gerenciales, hicieron eclosión. La administración de De la Rúa armó una arquitectura de poder camarillesca que tensó los sistemas de acuerdos y reparto de porciones de poder en la coalición gobernante. La historia repetida como farsa de otra farsa: De la Rúa por Menem, Lopérfido por Ramón Hernández, Santibáñez por Yabrán y Cavallo II por Cavallo I.
La idea de un gobierno de incondicionales, que fingía actuar más allá de las presiones sectoriales y que apostaba a solucionar los conflictos desgastándolos. Política que había sido posible con las vacas “gordas” pero que ya no lo era con las vacas flacas.
El nuevo gobierno debió afrontar una temprana ruptura con las conducciones sociales pequeñoburguesas que habían apoyado a la alianza (CTA, núcleo del Polo Social). Incluso con aquellas conducciones sectoriales que constituían un mecanismo de promoción en las elites partidarias (Franja Morada). En la UCR se reabrían heridas causadas durante el contubernio con el menemismo y en la mediática elite del Frepaso se abrían las puertas a tendencias centrífugas presentes desde su origen. En el PJ la experiencia de la oposición puso en evidencia el desgaste de diez años de gobierno y la aplicación del programa neoliberal a rajatabla. El peronismo se convirtió en una coalición de gobiernos provinciales, jaqueados por la protesta social, que negociaban cuotas de coparticipación conspirando unos contra otros. La férrea articulación a escala nacional del partido que había sido abrumadoramente mayoritario en la clase trabajadora era cosa del pasado.
En la provincia de Buenos Aires, un poderoso movimiento de desocupados, orientado por sectores de izquierda, midió fuerzas con lo que quedaba del otrora poderoso aparato del justicialismo bonaerense, reducido a una legión de empleados municipales, profesionales del asistencialismo y patoteros rentados. La crisis hegemónica tuvo su máxima expresión en el desdibujamiento paulatino de las identidades partidarias y la pérdida de la capacidad de representatividad de los partidos de masas con relación a las clases o fracciones de clases que habitualmente se sentían expresados en ellos. El sentimiento popular anticorrupción que había nacido como rechazo al clan menemista comenzó asociarse en algunos sectores de la opinión pública como un fenómeno funcional al régimen y al modelo económico. La “oportuna” (ista) renuncia del vicepresidente Álvarez por las coimas en el Senado fue la prueba contundente de la impotencia del reformismo de la mano pulite, aplicador de la vaselina ética que ya no lograba anular el dolor del coito contranatura del capital financiero sobre los explotados.
Las elecciones legislativas de 2001 fueron un preanuncio de la tormenta. El masivo voto en blanco e impugnado y el salto cuantitativo de los partidos de izquierda a los que los votantes recurrían más como protesta que como expresión de una identificación programática, marcó el comienzo del derrumbe de la democracia de baja intensidad. El torrente de votantes que abandonaba a la Alianza y al PJ no pudo ser captada en su totalidad por las nuevas fuerzas reformistas que se proponían como un recambio a los partidos agotados. Ni el ARI con su propuesta de “capitalismo serio”, ni el Polo social con su ridícula reminiscencia neoperonista lograron convertirse en los contenedores de la crisis. Casi 1.400.000 votantes sufragaron por partidos anticapitalistas.
[9] La inmovilización de los depósitos bancarios fue la gota que colmó el vaso. Los saqueos que comenzaron en la semana previa a la Navidad provocaron la caída de un gobierno inoperante y represivo en el que se condensaban todas las tensiones irresueltas de la Argentina posproceso.
La revuelta de los “abrochados”
Desde la tarde del 17 hasta el 19 los saqueos se trasladaron del interior del país a los barrios del Conurbano e incluso a zonas de la ciudad de Buenos Aires. Los medios audiovisuales transmitieron los sucesos a través de mecanismos de connotación que no ponían en primer plano el problema del hambre sino el de la violencia. Las imágenes mostraban a comerciantes llorando entre sus negocios destrozados, a lúmpenes robando televisores, a empleados de Coto peleando con carenciados y a vecinos de barrios humildes repeliendo a tiros a pobladores de villas vecinas. Un recorte que buscaba evocar el fantasma de la “guerra de pobres contra pobres” azuzada por minorías extremistas que querían promover el caos y la anarquía. Pero el grueso de la población de la ciudad de Buenos Aires y el resto de las grandes ciudades del país no realizó la misma resignificación del proceso que durante los saqueos de 1989. Cuando sube la marea aun los más poderosos mecanismos de encubrimiento de la realidad encuentran sus límites. Los vecinos de la Capital identificaron como culpables de lo que estaba pasando al gobierno y al poder financiero que había paralizado la economía del país por medio del “corralito”.
Proponemos leer los sucesos del 19 y 20 de diciembre como una coyuntura en la cual las acciones de los sectores sumergidos fueron interpretadas por sectores más amplios como una oportunidad para presionar por demandas propias. Sería simplista afirmar que los barrios que salieron a la calle se sintieran completamente identificados con las masas que fueron a reclamar comidas en los supermercados, pero sí puede decirse que los saqueos fueron el disparador de un consenso intersubjetivo alrededor de la necesidad de derrocar a un régimen que golpeaba con su política al 80 % de la población.
Luego de los combates del 19 y 20 de diciembre, el poder político siguió siendo percibido por las masas como presionable y poco sólido. La caída del gobierno de Rodríguez Sáa y la llegada al poder de Duhalde, luego de la fumata de las conducciones burguesas, terminaron de dibujar el escenario de la crisis. Con tal grado de conflictividad, gobernar sin la legitimación del voto era un salto al vacío, pero las elecciones implicaban riesgos aun mayores. Esta es la prueba de la crisis de representatividad que se vive en el país.
El fenómeno de las asambleas populares y la creciente audiencia de las coordinadoras de desocupados representan un cuestionamiento tácito a las formas de representación (políticas, sindicales) que implican delegación del poder. La crisis del régimen de la “democracia de baja intensidad” ha derivado en una valorización de formas embrionarias de democracia directa. Este es un fenómeno heterogéneo que no puede identificarse sin más con un proceso de radicalización revolucionaria de las masas. Igual que en otros movimientos sociales modernos en los que floreció la autoorganización de la población urbana, asistimos a distintos grados de cuestionamiento de los mitos de la democracia representativa, a un tomarse “...
en serio el lenguaje democrático”.
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Franjas importantes de la población se autoorganizan y presionan en pos de reivindicaciones y demandas. La gran conquista del movimiento de los cacerolazos ha sido canalizar el creciente repudio de la población a la delegación de poder en representantes electos, profundizar su ruptura con las conducciones reformistas y abrir la posibilidad de alianzas entre distintas capas y estratos de las clases subalternas. El rol de los sectores medios en el proceso de movilización obliga a revisar los enfoques tradicionales con que las fuerzas de izquierda han intentado analizar los movimientos de la pequeñoburguesía. El clásico concepto de clase media empobrecida refleja bien la situación del pequeño comercio y los dueños de Pymes, tal como lo señalan las cifras que reflejan la creciente brecha en la distribución del ingreso. Pero junto con el deterioro de las condiciones de vida leídas desde el nivel de ingresos, la participación de franjas de los sectores medios en las protestas refleja el desdibujamiento de una serie de certezas que hacían a su percepción de la realidad. En los últimos años la “clase media desarticulada” vio degradarse, una detrás de otra, las distintas alianzas políticas que intentaron representarla. La pérdida de confianza en la “democracia de baja intensidad” y en el progresismo “honesto”, se comenzó a manifestar en el crecimiento de las formas de protesta, con objetivos y orientaciones disímiles, pero que significaban la maduración de la crisis de una cultura política meramente electoralista.
Echemos una mirada sobre las formas de organización vecinal en Buenos Aires en el pasado reciente. En el último lustro en distintos barrios se fueron formando organizaciones de vecinos. Se trataba, en su gran mayoría, de grupos que buscaban preservar el valor de las propiedades y consolidar un espacio de poder de elites de propietarios sobre el espacio barrial. Estos grupos presionaban para proscribir la oferta sexual callejera, desalojar edificios ocupados por marginales, impedir el asentamiento de villeros y apoyar a las seccionales policiales en sus internas con el poder político. Se trataba de una red de organizaciones fascistoides, solidarias con los aparatos de Estado, represivos e ideológicos.
Crisis mediante, el movimiento vecinal ha experimentado un vuelco. En el barrio de Saavedra, donde hace unos pocos meses los vecinos habían incendiado instalaciones del ferrocarril para impedir que se instalaran en ella habitantes de la villa 31, existe actualmente una asamblea vecinal que marcha a la cabeza de los cacerolazos.
¿En el actual punto de movilización se han disipado los bolsones reaccionarios entre los sectores medios de la ciudad de Buenos Aires? Creemos que sería muy aventurado hacer una afirmación tan contundente. La autoorganización de los vecinos es representativa de los sectores más avanzados de la pequeña burguesía capitalina y refleja la traslación al terreno de la movilización del giro que se había producido en las elecciones de la Legislatura porteña en el año 2000 y luego en las elecciones nacionales del año 2001.
Mas allá de su representatividad en términos cuantitativos, la emergencia de las asambleas barriales ha alterado el equilibrio de muchas relaciones en el espacio urbano, posibilitando que la iniciativa cambie de manos. En el actual estado del movimiento social es imposible imaginar que aquellas oscuras organizaciones alentadas por cooperadoras policiales, lobbies inmobiliarios y ligas de madres puedan disputarle la calle a los vecinos autoconvocados.
Durante el mes de enero el proceso de autoorganización popular se ha extendido ha distintos puntos del país, siendo una de las características salientes de este fenómeno la consolidación de las organizaciones de bases en lugares donde existían procesos de lucha en curso. En amplias zonas del gran Buenos Aires se vienen formando asambleas populares en donde es importante la presencia de sectores de trabajadores en lucha y del movimiento de desocupados cuya importancia en esta coyuntura es de primer orden. La creciente incidencia del movimiento piquetero expresada en las marchas a Plaza de Mayo durante el mes de enero y en los cacerolazos nocturnos donde confraternizaron con las asambleas barriales, representan el punto de arribo de un proceso iniciado hace un lustro.
Las coordinadoras de desocupados han tomado el espacio abandonado por la burocracia sindical y han constituido una red que aglutina a una gran variedad de actores sociales. Es notoria la participación de grandes contingentes de mujeres lo que refleja, entre otras cosas, la disolución de la familia celular entre la población que se halla por debajo de la línea de la pobreza. Más allá de la persistencia en su seno de lógicas y elementos que remiten a resabios de asistencialismo, en su conjunto el fenómeno piquetero ha sido el vehículo del proceso de politización de importantes franjas de los explotados. Sobre la base de la convergencia de las asambleas y las coordinadoras de desocupados nacieron una serie de diálogos en el seno de las clases subalternas y ha comenzado a formarse un nuevo equilibrio en las relaciones interclasistas en la Argentina.
El crecimiento de la autoorganización de las masas, ¿representa un fenómeno tendencial a la consolidación de una situación de doble poder? Creemos que no existen elementos que avalen la afirmación de que exista una voluntad mayoritaria de crear órganos que desafíen las estructuras del Estado, asuman sus funciones y organicen la defensa popular contra un ataque contrarrevolucionario. Cuestionar la acción de los órganos “representativos” y presionar por demandas no es lo mismo que ejercer un contrapoder en competencia directa con el poder del Estado. El doble poder es la expresión de un grado de polarización política y social que caracteriza a la crisis terminal de la vieja sociedad. En la Argentina, el sistema aunque golpeado se encuentra lejos de estar vencido. Para ilustrar nuestro diagnóstico proponemos revisitar este fragmento de Trotsky en su Historia de la revolución rusa, en donde define cuál es el grado de ruptura de las masas con el antiguo orden necesario para que se consolide una situación de doble poder:
(...) no hay ninguna clase histórica que pase de la situación de subordinada a la de dominadora súbitamente, de la noche a la mañana, aunque esta noche sea la de la revolución. Es necesario que ya en la víspera ocupe una situación de extraordinaria independencia con respecto a la clase oficialmente dominante; más aún, es preciso que en ella se concentren las esperanzas de las clases y de las capas intermedias, descontentas con lo existente, pero incapaces de desempeñar un papel propio. La preparación histórica de la revolución conduce, en el período revolucionario, a una situación en la cual la clase llamada a implantar el nuevo sistema social, si bien no es aún dueña del país, reúne de hecho en sus manos una parte considerable del poder del Estado, mientras que el aparato oficial de este último sigue aún en manos de sus antiguos detentadores. De aquí arranca la dualidad de poderes de toda revolución.
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Crítica del presente y crítica del sistema
En una coyuntura en la que el viejo orden pierde terreno pero donde no asoma la voluntad mayoritaria de construir un nuevo orden, la izquierda tiene que impulsar la crítica contra los intentos de reconstruir un consenso alrededor de la idea de la instalación de una “alianza productiva” o de una “democracia participativa” que suplante a la “democracia de baja intensidad”.
La lucha contra la reconstrucción del consenso hegemónico tiene que trabajar alrededor de la discusión sobre la inviabilidad de los proyectos reformistas y asociarla a la lucha por demostrar la falsa neutralidad del Estado y develar su carácter de clase.
¿Qué elementos autorizan a pensar que estos argumentos hoy pueden tener mayor impacto que ayer en las masas? La posibilidad de recrear un imaginario populista o reformista ha encontrado sus límites en la crisis de representatividad y el proceso de autoorganización. Bajo la presión del conflicto social, el imaginario del Estado como poder que vela por el bien común ha perdido terreno frente a cierta percepción básica del Estado como instrumento de clase. La crisis ha impulsado el cuestionamiento de las representaciones electas y de ramas del aparato de Estado tradicionalmente alejadas de la percepción de las masas (Poder Judicial). Esa es la fisura a partir de la cual se puede elevar la crítica del presente a una crítica radical del sistema. Esa es la brecha para transformar la crítica al Poder Legislativo por corrupto e ineficaz en un testimonio contra el mito de la “representación nacional”, y que la crítica a la Corte Suprema “por su dependencia del poder político” se convierta en un testimonio contra la ficción de la división de poderes. El objetivo final de esta lucha debe ser el conseguir que las masas cuestionen el actual monopolio de la justicia, la administración y la violencia legal en manos de los funcionarios públicos.
Las asambleas nacidas de la crisis han sido los espacios en donde ha fructificado la concreción de acuerdos alrededor de cuestiones como la nacionalización de la banca, la defensa de la gratuidad de la educación, el control del comercio exterior, la reestatización de las AFJP y de las empresas de servicios, los subsidios para los desocupados, la devolución de los depósitos en moneda original, la derogación de los recortes a estatales, el control de las obras sociales por los afiliados, el control del gobierno por las asambleas populares. El encolumnamiento de un sector importante de las masas detrás de estas reivindicaciones representa una conquista importante en el proceso de transformar el rechazo de lo existente en una crítica radical de la realidad. No es un programa revolucionario, pero son demandas que no pueden ser satisfechas de forma satisfactoria en los marcos del sistema y representan un desafío para las fuerzas que quieren cooptar el movimiento de base y reconstruir el consenso hegemónico.
La crítica radical debe desarrollarse en las redes de base asociadas a las luchas que se desatarán en lo próximos meses contra las consecuencias de la devaluación, la caída del salario real y los nuevos ajustes que se avizoran en el horizonte. Con base en estos conflictos la militancia autoconvocada podrá trabajar para desarrollar la tendencia a una mayor coordinación entre las asambleas barriales, las organizaciones de desocupados, las coordinadoras de base en el ámbito sindical y en el movimiento estudiantil. Las convergencias que se están dando en distintos puntos del país entre trabajadores docentes, estatales, desocupados, representan una tendencia a la consolidación de coordinadoras zonales, que deben de convertirse en los pilares de una articulación nacional del conjunto de redes, como la que intenta ponerse en pie con la asamblea nacional piquetera.
Una izquierda que arrastra una serie de tensiones no resueltas en su concepción de las relaciones entre partido político y movimiento social tiene que lograr articular su trabajo de acumulación partidaria, sin duda legítimo, con una acción tendiente a la preservación de los espacios pluralistas a través de los cuales las masas llevan adelante sus demandas y hacen su experiencia política y social. En circunstancias como las actuales una lucha de aparatos para repartirse los despojos de los espacios autoconvocados sería un acto de sectarismo cuasi criminal que arrojaría a las masas en brazos de los aparatos reformistas o de algo peor.
Un eje sobre el cual las corrientes de izquierda pueden buscar la concreción de acuerdos para un frente común contra las propuestas de “conciliación de clases” que por los caminos más insospechados se hacen presentes en las asambleas y coordinadoras. La forma concreta que viene adoptando la presión reformista es la de iniciativas tendientes a transformar las asambleas en multisectoriales u orientarlas para “ocupar” espacios en los Consejos de Gestión Ciudadana en Capital o en los Consejos de Crisis en la provincia de Buenos Aires. El camino para profundizar la radicalización del proceso es acentuar el carácter autónomo de los espacios de base y defender el nivel de reivindicaciones alcanzado que desafían los límites de contención del sistema.
Pluralidad de sujetos: presión social y articulación política
¿En un proceso como el que se ha abierto en la Argentina la clase trabajadora conserva la centralidad que tradicionalmente se le ha atribuido en la construcción de una alianza revolucionaria? Actualmente la clase que vive del trabajo está formada por un cúmulo de obreros industriales y de servicios; ocupados, desocupados y precarizados que no constituyen un sujeto social homogéneo, semejante al trabajador industrial del período fordista.
[12] A pesar de su diversidad y heterogeneidad, esta constelación de grupos representa la principal contradicción del capitalismo, que en esta etapa de la historia tiende a multiplicar estatus y atomizar identidades. Las víctimas de la globalización pueden converger en un nuevo sujeto a partir de su integración a un proceso de luchas en el que vaya identificando a sus enemigos de clase. La centralidad de la clase que vive del trabajo debe ser entendida a partir de la superación de concepciones esencialistas de los sujetos sociales. Las clases existen en la historia y se convierten en sujetos sociales como consecuencia de sus conflictos, luchas y alianzas.
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Dentro de esta concepción dinámica de las luchas sociales, las fuerzas políticas anticapitalistas tienen la tarea de articular de una forma dialógica un espacio integrado por un cúmulo de grupos y movimientos (deudores, ahorristas, asentamientos, comerciantes minoristas, redes de defensa de los hospitales) cuya emergencia desafía los esquemas de una tradición rígidamente obrerista. La articulación de una alianza amplia dentro del seno de las clases subalternas pasa por la articulación de un conjunto de redes con distinto grado de radicalización y distintas posibilidades de convergencia entre sí. La militancia de izquierda tiene que apoyar todas las demandas grupales que no reproduzcan contradicciones secundarias entre los explotados y que tiendan a fortalecer la acción autónoma de las masas y su incorporación a la gestión de distintos procesos sociales.
Los reclamos sectoriales en las asambleas presentan un mosaico de propuestas no siempre progresivas. Veamos algunos ejemplos. Los reclamos de los comerciantes minoristas, de fuerte presencia en las asambleas, expresan el activismo de un sector golpeado por la crisis y muchas de sus demandas son compatibles con los reclamos más generales de las masas. Pero otras no. Pensamos, por ejemplo, en los reclamos de las cámaras de almaceneros que presionan a las municipalidades del Gran Buenos Aires para excluir de zonas cada vez más amplias a supermercados y autoservicios y mantener a extensos vecindarios como mercados cautivos del comercio minorista.
No sólo nos enfrentaremos a problemas derivados de las contradicciones secundarias entre asalariados y clases de la pequeña producción, sino también a problemas ligados de distintas formas de concebir el proceso de cambios. En algunas asambleas se han hecho propuestas tendientes a integrarse en clubes de trueque o para plantar hortalizas en baldíos suburbanos y autoabastecer a los barrios. Iniciativas de este tipo son absolutamente regresivas y representan una aceptación del proceso de expulsión de grandes contingentes humanos del mercado de trabajo. En contraposición, ¿se deben apoyar las propuestas de grupos de vecinos de presionar a los poderes públicos para mantener el sostenimiento económico de instituciones y servicios estatales, comedores, escuelas, hospitales públicos? Sería un gravísimo error confundir la lucha por cubrir necesidades elementales con “ilusiones asistencialistas de masas despolitizadas”. Es nuestro deber luchar para que de manera gradual la mayor parte de las instituciones estatales pasen a ser controladas por trabajadores y usuarios, pero la vía hacia ese objetivo no pasa por proclamar un antiestatismo ajeno al movimiento real de las masas y funcional a los rasgos más regresivos del capitalismo globalizador.
Queremos llamar la atención sobre un concepto que puede ser útil para revisar las formas de concebir la interacción en movimientos sociales heterogéneos y plurales. Este concepto es el de “presión social”. Existe cierta imaginería de izquierda tendiente a concebir la acción en los movimientos sociales por medio de un modelo racionalista unilateral. La inserción en las masas pasaría por la captación persona a persona, el grado de radicalización de un movimiento podría medirse por la votación de la mayoría eventual de una asamblea.
No se ha querido reconocer que en la concreción de acuerdos, la acumulación de poder y la instalación de la necesidad de ciertas acciones pesan presiones difusas, estrategias y equilibrios de poder que no siempre son explícitos y en los que las finalidades perseguidas no siempre coinciden en un ciento por ciento con los objetivos enunciados.
Nosotros trabajamos alrededor de la idea que durante la revuelta de diciembre se formó una alianza tácita entre distintos sectores sociales que activaron sus reclamos a partir de la presión concreta ejercida por los motines de hambre en todo el país. Uno de los rasgos salientes de la actual crisis de consenso es la tendencia de amplios sectores de la población a replantear sus vínculos políticos y alianzas sociales. En la medida que en un espacio o región se vaya consolidando la autoorganización de las masas como un polo de poder pueden empezar a ejercerse formas de presión tendientes a contener la fuga de sectores que entren en colisión con ciertos aspectos del proceso. Como ser el caso de las clases de la pequeña producción sobre las cuales los mass media y demás usinas del sistema agitan el fantasma de ser las víctimas a mediano plazo de un proceso de socialización de la economía. En este caso, la contrapresión pasaría por buscar que estos sectores luego de poner en la balanza las ventajas y desventajas que implica su inserción en una alianza con predominio de los asalariados, terminen valorizando su permanencia en ella a partir de que representa el polo que tiene la iniciativa en el microespacio donde se hayan insertos. Fenómenos de alianzas de este tipo se han dado en distintos puntos del país en donde el movimiento piquetero es fuerte y puede ejercer presión para integrar a distintos sectores en las puebladas en ámbitos regionales en donde todos se conocen.
El conjunto de redes y espacios de base constituyen un campo atravesado por múltiples presiones que se ejercen en diferentes sentidos. Las fuerzas revolucionarias tienen que pensar su ubicación en la red de organizaciones de base como objeto y sujeto de presiones. La acción de las corrientes políticas en las redes consiste en promover bloques capaces de proveer una articulación más centralizada pero no verticalista del movimiento social. En sentido opuesto, el cúmulo de grupos que actúan en la base puede ejercer una presión hacia los grupos políticos en el sentido de condicionar sus posibilidades de acumulación política a la mayor o menor capacidad de articular el conjunto de luchas y conflictos que se dan en los distintos frentes y espacios sociales. No existen recetas para pensar el desarrollo de un proceso semejante, pero proponemos este esquema como una forma de concebir un tipo de acumulación política que no entre en contradicción con el desarrollo de órganos del poder popular.
En la actual etapa del desarrollo del movimiento social en la Argentina se presenta la posibilidad de articular un conjunto de presiones que desde lo particular a lo general puede converger en una acción en el ámbito nacional en el cual las organizaciones de base puedan medir sus fuerzas con el cordón de defensas del sistema. La tendencia a la huelga general no se construye exclusivamente repartiendo volantes o proclamando su necesidad desde tribunas.
Las acciones de agitación política e ideológica juegan un rol en este proceso, pero nosotros proponemos pensarlas como insertas en un movimiento tendiente a superar una práctica funcional a la lucha de aparatos por otra que sea más acorde con la activación de acciones en el seno de un movimiento de masas. O sea pensar la acción tendiente a desatar un proceso que desemboque en la paralización del país a partir de la articulación de un conjunto de presiones motorizadas desde lo particular hacia lo general por una pluralidad de sujetos. Desarrollemos este concepto.
Los espacios de base que expresan el pulso de la movilización (asambleas interbarriales, coordinadoras de piqueteros) tienen la suficiente fuerza como para convocar jornadas de protestas capaces de integrar a algunas franjas de los grupos menos combativos que realizan reclamos específicos (ahorristas, deudores, minoristas). El movimiento estudiantil, cuyas acciones suelen ser tomadas por los sectores medios como un indicador importante del deterioro del consenso en el poder político, debe lanzar un plan de tomas generales de facultades que se prolongue en la creación de espacios autoorganizados formados por estudiantes y docentes. En aquellos puntos del país donde la organización de base esté más desarrollada se pueden articular acciones más profundas como tomas de edificios públicos, ocupación de parques petroleros y yacimientos en manos de grupos imperialistas, la toma de juzgados por los campesinos que resisten al remate de terrenos y la organización de las masas en función de su autodefensa frente a las fuerzas represivas. Finalmente los conflictos en curso de sectores cuya actividad les confiere un rol de mediadores sociales (docentes, ferroviarios, estatales) pueden convertirse en el eje aglutinante que termine de configurar una tendencia a una gran huelga general.
En el contexto de una crisis de consenso como la que atraviesa la Argentina, la paralización del país por un movimiento que sobrepase a los aparatos reformistas, logre imponer demandas populares y muestre la debilidad del Estado, puede ser el inicio de un escenario inédito. Entonces se mejorarían las perspectivas para que comience a ganar terreno el consenso sobre la necesidad de una transformación revolucionaria. Comenzarían a reunirse las condiciones para que la red de espacios autoconvocados evolucione en una tendencia al doble poder ejerciendo funciones arrancadas al aparato del Estado, presionando en el sentido de avivar las contradicciones que existen en su seno y a quebrar su monopolio de la fuerza, ultima ratio de la defensa del viejo orden.
El futuro dirá si colocados ante esta oportunidad histórica los socialistas de la Argentina fuimos capaces de contribuir a un proceso en el cual las masas comenzaron a luchar para construir la sociedad sin explotación ni opresión que desde siempre venimos anunciando.
[1] Poulantzas, Nicos. Poder Político y clases sociales en el Estado Capitalista; México, Siglo XXI, 1997; págs. 417-421.
[2] Lizarrague, F., Werner, R. y Castillo, C. “Del Cordobazo al Jujeñazo”en Lucha de Clases; Otoño-invierno de 1997, N° 1; págs. 13-56. CR; “Régimen político y lucha de clases en la Argentina” en Debate Marxista; junio de 1998, N° 10; págs. 21-32. Antognazzi, Irma; “De la democracia de la burguesía a la de los grupos financieros”en Herramienta; N° 12; Otoño de 2000; págs. 139-148.
[3] Gigliani, Guillermo; “La economía política de Alfonsín (1983-1989): ¿Ajuste o modernización?”en Cuadernos del sur; N° 19, noviembre de 1989; págs. 43-66.
[4] CR; “Crisis y acumulación en la Argentina” en Debate Marxista; junio de 1998, N° 10; págs. 21-32.
[5] Cotarello, María C.; “La protesta social en la Argentina de los ‘90”en Herramienta, N° 12; Otoño-invierno de 2000; págs. 79-90.
[6] De Lucia, Daniel Omar; “El sistema de los talk-shows. TV, sociedad y régimen político en la Argentina” en
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[7] Astarita, Rolando; “Ciclos económicos en la Argentina de los noventa” en Herramienta; N° 16; Invierno de 2001; págs. 141-143.
[8] Becerra, Luis y Méndez, Andrés; “La larga, larga crisis de la economía argentina” en Herramienta; N° 17; Primavera de 2001; págs. 135-140.
[9] “
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[10] Certeau, Michel; La toma de la palabra; México, UIA, 1995; págs. 54-57.
[11] Trotsky, León; Historia de la Revolución Rusa; Madrid, Sarpe, 1985; T I.
[12] López Collazo, Néstor; “La organización del trabajo, el sujeto social y el Programa de Transición” en Herramienta; N° 9; Otoño de 1999; págs. 61-85.
[13] Thompson, E.P.; Tradición, revuelta y conciencia de clases; Barcelona, Crítica, 1979.