21/11/2024
Por Mazzeo Miguel
La ultraderecha que, en Argentina, asumió el gobierno el 10 de diciembre de 2023 está implementando con celeridad un ajuste ortodoxo, confeccionado a medida de los grupos económicos concentrados y del Fondo Monetario Internacional (FMI). Un ajuste cuyos costos –altísimos, tal vez insoportables para buena parte de la población– ya se hacen sentir sobre extensas franjas de la pequeña y mediana burguesía y, especialmente, sobre los sectores medios, las clases trabajadoras, las jubiladas y los jubilados. Pero el ajuste dista de ser el objetivo principal del gobierno de la ultraderecha.
No se trata solo de un plan de ajuste, estamos frente a un plan de reformas estructurales (en contra del trabajo y a favor del capital) mucho más radical que el implementado durante los gobiernos de Carlos Saúl Menem (1989-1999). Estamos frente a una revolución reaccionaria, la más ambiciosa desde la Dictadura Militar (1976-1983). La ultraderecha aspira a la refundación de Argentina en una clave capitalista neoliberal, colonial, pro-imperialista, racista, patriarcal y misógina; anhela una “occidentalización” a fondo de nuestra sociedad. Definitivamente, estamos frente a una calamidad ético-política.
El Decreto de Necesidad de Urgencia (DNU) presentado el 20 de diciembre de 2023, entre otras cosas, plantea: una remodelación a fondo de la sociedad argentina conforme al mercado, una profundización del proceso de expansión de la gubernamentalidad neoliberal, un asalto a los restos de la soberanía nacional y del Estado Benefactor. El DNU disuelve instituciones protectoras del trabajo, de lo público y lo común; destruye buena parte del patrimonio institucional y moral de la Nación a la que ofrece como botín; sanciona el principio de desigualdad invocado por los autores favoritos del presidente.
El DNU expone al conjunto de la sociedad argentina, en especial a los sectores más vulnerables, a la voracidad de los grupos económicos más concentrados y poderosos que ahora, gracias al mismo DNU, cuentan con mejores condiciones para cartelizarse. En fin, “paradojas” de la libre competencia. Con el guión de Federico Sturzenegger, superministro sin cartera y con un currículum espeluznante, con el asesoramiento de las grandes empresas y sus estudios jurídicos más íntimos, el DNU es música para los oídos de Techint, Arcor, Ledesma, Mercado Libre, La Anónima, el JP Morgan, las empresas de medicina prepaga, las grandes petroleras, Farmacity, etcétera.
El tono abiertamente provocador de las figuras más prominentes del gobierno, la retórica violenta desplegada desde el primer día, la apelación a la “pacificación” de una sociedad que está muy lejos de cualquier situación de guerra, las inflexiones que remiten a una venganza clasista sin mediar impugnaciones de fuste, anuncian que no habrá espacio para las medias tintas. La violencia para la ultraderecha ya no es la última ratio, la “razón exasperada”, como la llamaba José Ortega y Gasset; ahora ha pasado a ser la prima ratio: una verdadera sinrazón anticomunitaria, pura crueldad. La revolución reaccionaria ha declarado la guerra a los resabios más democráticos y piadosos del “antiguo régimen”: a la regulación estatal, al “colectivismo”, al “progresismo”, al “marxismo cultural”, al “feminismo”, etcétera.
Estamos frente a un plan de disciplinamiento social. La revolución reaccionaria, revolución al fin, buscará imponer su propia racionalidad. No se ajustará a las reglas y a las normas jurídicas. La revolución reaccionaria se perfila como un golpe de Estado ininterrumpido. Asimismo, todo indica que buscará extender el autoritarismo al conjunto de la sociedad, hasta naturalizarlo.
Reconocer sin ambages esta dimensión revolucionaria de la ultraderecha es el punto de partida imprescindible para pensar-hacer los modos de resistirla y, sobre todo, para vislumbrar las alternativas a la misma.
¿Qué hacer frente a una revolución reaccionaria? ¿Nos limitamos a defender un orden imperfecto (la democracia “liberal”, el “capitalismo con inclusión”) porque nos espanta la alternativa que está curso? ¿A quién puede seducir la idea de barnizar con falso humanismo esta democracia? ¿Acaso no sería mejor luchar contra la revolución reaccionaria reivindicando nuestra propia alternativa revolucionaria o, como mínimo, asumir una posición defensiva, firme e intransigente, respecto de los viejos derechos (los usos “arcaicos”, las costumbres “antiguas”, todos los vínculos sociales no colonizados por la mercancía), pero reivindicados como regiones a resguardo de la desintegración que impulsa el capital y como punto de partida de un proyecto verdaderamente emancipador que permita liberarse de la mera vida, de la vida de mierda?
La moderación, los lenguajes indirectos que buscan evitar la confrontación, los modos suplicativos, la opción por una defensa “negociada” del “antiguo régimen”, no parecen ser las mejores respuestas frente a una revolución reaccionaria. Los afanes de las organizaciones sindicales y de los movimientos sociales centrados en la dirección de “procesos ordenados”, su acostumbramiento a los automatismos que garantizan la gobernabilidad del sistema (y que no ahondan demasiado en el sentido de esa gobernabilidad), junto al fervor institucionalista de las izquierdas y los progresismos, solo servirán para que las clases subalternas y oprimidas pierdan un tiempo vital. La apelación a lejanos calendarios electorales como instancias destacadas para la intervención política es, en esta coyuntura histórica aciaga, lisa y llanamente, una canallada.
Mientras tanto, la ultraderecha avanza instituyendo sus propios standards en diversas materias. Sabe que fue importante pero no suficiente la batalla que ganó en las urnas, por eso se apresta a librar las batallas más significativas aprovechando al máximo la cuota de legitimidad que le dieron los votos, antes de que se disipe con los efectos del ajuste.
La ultraderecha trabaja para construir legitimidad, a su modo, apelando a los emplazamientos reaccionarios realmente existentes, a la vocación de los verdugos sociales, a la ilusión del emprendedorismo, a los pliegues más sádicos, insensibles, indiferentes y mezquinos de esta sociedad. Pero también canaliza a su favor algunos deseos legítimos de las y los de abajo, por ejemplo, el deseo del trabajo de liberarse del mando del capital, o el deseo de “des-intermediación”, entre otros. Ya sabemos qué hará la ultraderecha con esos deseos: desarrollará nuevas formas para sojuzgar al trabajo y para crear nuevas categorías de sujetos desechables, reemplazará las intermediaciones estatales por las intermediaciones mercantiles (pagas y de peor calidad).
Es evidente que ultraderecha sacó provecho de la situación de sectores de las clases subalternas y oprimidas inhibidos a la hora de pensar su diferencia respecto de las clases dominantes, sectores por fuera de la conflictividad tradicional y tipificada, una parte del pueblo que tampoco fue interpelada por las izquierdas y por los progresismos que se mostraron incapaces de dar cuenta de las nuevas formas de la conflictividad social, con escasa predisposición a escuchar a los nuevos sujetos plebeyos (inasibles, “mutantes”) y a atender sus particulares valoraciones de motivos y experiencias de goce. Claro está, la enunciación conservadora y “populista”, la celebración del falso igualitarismo, dejó un terreno más que propicio para el individualismo envidioso y deprimente. ¿Se puede resistir la ofensiva de la ultraderecha apelando a una recomposición del mando “tradicional” del capital? ¿Acaso servirán las representaciones moralizantes del trabajo para resistir la ofensiva de la ultraderecha? Lo mismo cabe preguntarse respecto de la representación política tradicional.
Es imperioso disputarle a la revolución reaccionaria la inteligencia estratégica del presente y las formas fundamentales de comprensión de la realidad. Hay que hacerlo sin dilaciones, en las calles, en los barrios, en los lugares de trabajo. Debemos producir “espacios vivientes” en las escalas micro y macro: espacios afectivos, deliberativos y ejecutivos. Tenemos que aumentar nuestro poder reflexivo por la vía de las reflexiones combinadas y lanzarnos a la reconquista de las regiones subjetivas colonizadas por la ultraderecha. Las circunstancias exigen la promoción de los círculos virtuosos entre lo espontáneo y lo organizado. Necesitamos de nuevas lenguas aglutinantes.
Tal vez el impulso popular, la fuerza de la política profana y profanadora, contribuya a que las dirigencias sindicales, sociales y políticas dirijan, o sea: a que señalen un horizonte, en lugar de surfear la realidad. Un horizonte que valga la pena, uno que no se limite a la “inclusión” en el mercado capitalista y a una ciudadanía de segunda. Un horizonte de confrontación con las clases dominantes. Un horizonte y un rumbo. Debemos obturar sistemáticamente cualquier manifestación del sentido de venganza horizontal promovido por la ultraderecha con el fin de canalizar la agresividad social. La fórmula de “la gente de bien” no hace más que postular una configuración intraclase del (falso) enemigo y, por lo tanto, su cometido es la producción de paranoia entre iguales.
El tiempo apremia y debemos apurarnos. Si el gobierno de la ultraderecha consigue que el conjunto de la sociedad lo perciba como la última trinchera frente a una catástrofe mayor, si despliega alguna capacidad para mantener oculta la brecha que separa el mito liberal de la realidad, si consolida la insustancialidad semántica y convence a la mayoría de la sociedad argentina de las ventajas de “democratizar” la desigualdad y la injusticia, si gana terreno la figura de “la casta” como chivo expiatorio polisémico y abstracto (como aquello que debe ser castigado), si no logramos desestatizar y recomponer desde abajo significantes como “militante”, política”, “cambio social”, “poder popular”; si triunfa la política de cosificación impulsada desde el ministerio de “capital humano” (nombre distópico si los hay y, además, un oxímoron), si el gobierno de la ultraderecha logra gestionar la crisis (no tanto la heredada, sino la que está provocando deliberadamente) combinando dosis parejas de asfixia y miedo, las posibilidades del “campo nacional-popular” de frenar esta revolución reaccionaria serán mínimas, por lo menos en el corto plazo. Después, seguramente, costará mucho más salir del fondo del infierno.
Publicado originalmente en el portal Contrahegemonía