03/12/2024
Por , , Katz Claudio
Mayo de 2008
El prolongado conflicto entre el ruralismo y el gobierno ha derivado en una agobiante pugna política. El primer bloque busca acaparar la renta agraria a costa de la mayoría popular y el oficialismo necesita exhibir autoridad, para implantar un Pacto Social que favorezca al conjunto de los capitalistas.
Las acciones del denominado "campo" escalaron hasta crear un clima ingobernable y sus líderes se han envalentonado en las negociaciones. El gobierno reaccionó con dureza, pero fracasó y quedó desconcertado. Sufrió una erosión de electores y gobernadores, que lo indujo a buscar una conciliación. Ahora parece inminente una nueva tregua, pero si se logrará o no un acuerdo perdurable es una incógnita. Lo único evidente es que el conflicto ha erosionado la cohesión que mantuvieron las clases dominantes durante los últimos cinco años.
Causas y desencadenantes
Los ruralistas salieron a las rutas para resistir un sistema de retenciones móviles a la exportación de soja. Pero cuestionan también los mecanismos de impuestos y subsidios que determinan los precios de los alimentos. Junto a la distribución de la renta se define cuánto habrá que pagar por el pan, la leche o la carne.
Cualquier concesión al ruralismo implicaría aproximar el precio local de esos productos a su creciente cotización mundial, agravando el encarecimiento de la canasta básica. Este aumento tiende a revertir la disminución del índice de pobreza, que se ubicaría actualmente en un 30,3% luego de haber tocado el piso de 26,9 % a mediados de 2006.
El conflicto en curso forma parte de una vieja confrontación que afectó a todos los gobiernos. Como los voceros del "campo" se consideran propietarios de la renta natural que generan los cultivos en la Argentina han chocado con todas las administraciones, que intentaron equilibrar el reparto de ese ingreso.
La acción ruralista ha reactualizado todos los mitos que enaltecen a los dueños de la tierra. Se afirma que toda la población "debe darle gracias al campo", como si conformaran el sector laborioso que sostiene al resto de la sociedad. Suponen que la riqueza agraria es improductivamente redistribuida fuera de ese ámbito, mediante perversos sistemas de clientelismo estatal.
En realidad, ocurre todo lo contrario. La apropiación privada de la renta (históricamente, por los terratenientes; actualmente, por sus herederos capitalistas) ha sofocado el desarrollo industrial, perpetuado una inserción primarizada del país en la división internacional del trabajo. Lo que ha imposibilitado la prosperidad social es la ausencia de medidas de nacionalización directa o indirecta (por vía impositiva) de ese recurso.
La causa inmediata del conflicto ha sido la probable reducción de los grandes beneficios que obtuvieron los ruralistas en los últimos años, como se comprueba en el precio de la tierra o en cualquier otro índice de las ganancias del sector.[1]
Aunque persiste una favorable coyuntura comercial internacional, en el panorama económico local se avizoran fuertes turbulencias. Los beneficios fáciles que siguieron a la hiper-devaluación se han extinguido, junto al agotamiento de la transferencia regresiva de ingresos. Se han disipado tanto la capacidad ociosa como los salarios formales abaratados y el consumo demorado que predominaron entre 2002 y 2007. En un escenario más difícil, todos reclaman una tajada de la renta agraria: los ruralistas porque la consideran propia y el gobierno porque debe afrontar crecientes gastos para sostener un modelo de subsidios a los capitalistas de la industria y los servicios.
La república sojera
Varias semanas de conflicto han permitido conocer las transformaciones agrarias que impuso la reconversión a la soja. Todo el bloque ruralista participa del modelo que desplazó a los cereales y generalizó un monocultivo, que amenaza la soberanía alimenticia, encarece el resto de los productos y contamina el medio ambiente. Esta transformación ha provocado, además, una mayor concentración de la propiedad. Solo el 20 % de los productores controlan el 80% del circuito de la soja.[2]
Tres grandes sectores controlan la elevada rentabilidad que genera esa oleaginosa. En primer lugar, los contratistas ("pool de siembra") que se nutren de fondos de inversión y operan en gran escala sobre las tierras arrendadas. Grobocopatel, por ejemplo, es solo propietario del 10% de las 150.000 hectáreas que explota. Los proveedores de agroquímicos (Monsanto, DuPont, Bayer) conforman el segundo grupo de beneficiarios. Acaparan lucros mediante la fuerte dependencia que tiene la producción de soja de las nuevas semillas y fertilizantes. El tercer sector que se enriquece aceleradamente está constituido por cinco grandes compañías exportadoras, que manejan el 90% de las ventas, con beneficios corrientes que superan ampliamente los 1.000-1.500 millones de dólares disputados con la introducción de las retenciones móviles.
En esa cadena de comercialización -que principalmente controlan Cargill, Bunge, Dreyfus, Nidera y Aceitera General Deheza (AGD)- se procesan los principales beneficios de la soja. El cultivo es manejado desde la tranquera hasta el barco por un enjambre privado de acopiadores, puertos y molinos. De esa actividad participan también los agro-financistas, que operan mediante compras y ventas a futuro, a través de acciones especulativas que podrían ser afectadas por las retenciones móviles, si establecen un diagrama más previsible de evolución de los precios.
Ninguna voz del bloque ruralistas ha cuestionado este circuito capitalistas. Despotrican contra las regulaciones oficiales, pero no han dicho una sola palabra contra los mayores dueños de este negocio.
El sostén oficial
Tampoco el gobierno menciona a los grandes grupos de la soja, ya que mantiene una excelente relación con sus cúpulas, especialmente con Urquía (AGD), Grobocopatel, Elsztain y el clan Werthein. El modelo en curso ha sido intensamente apadrinado desde el ámbito oficial y ninguna medida que improvisaron los Kirchner para resolver la actual disputa ha rozado los intereses de sus aliados. A lo sumo evalúan ahora la formación de nuevos organismos para "conocer la realidad del sector", pero sin introducir gravámenes significativos.
Los ministros -que despliegan discursos demagógicos en defensa del pequeño productor- han destinado durante cinco años el grueso de los reintegros (formalmente dirigidos a ese sector) a subsidiar a las industrias alimenticias más concentradas. Este conglomerado acaparó, por ejemplo, los 473 millones de dólares de compensaciones aprobadas durante 2007, y como no existe ningún registro de productores de soja es un misterio cómo se revertirían esos privilegios. Para caracterizar quiénes son los amigos del gobierno basta con recordar la cobranza mínima del impuesto inmobiliario, la falta de actualización de este gravamen (en función de la valorización de los campos) o el visto bueno oficial al incumplimiento de los pagos de seguridad social.
Todas las preocupaciones gubernamentales se han concentrado en las retenciones, ya que, al igual que el IVA, este impuesto se recauda fácilmente y no se coparticipa con las provincias. Su recolección apunta en la actualidad a engrosar la caja, no solo para sostener los auxilios a los empresarios sino especialmente para afrontar un encarecimiento de los pago de deuda externa.
Algunos defensores del gobierno elogian por sí mismas a las retenciones, omitiendo que capturan una parte de la renta, sin redistribuirla[3]. Quienes afirman que la iniciativa oficial sólo falló en sus tiempos y formas de presentación, ocultan la utilización regresiva de un impuesto que no ha servido para mejorar sustancialmente el nivel de vida popular. Un mecanismo regulador -que resulta indispensable para divorciar los precios internacionales de los locales- ha sido principalmente utilizado por el gobierno a favor de los poderosos.
Productores y explotadores
El conflicto ha ilustrado cuán obsoleto ha quedado el retrato clásico del campo argentino, como un paisaje de latifundios improductivos y chacareros-minifundistas. Pero en el nuevo contexto se ha instalado la falsa imagen del pequeño productor agrario como una clase media empobrecida. El ingreso de este grupo es reducido en comparación con los grandes capitalistas del sector, pero no conforman un segmento agobiado por la miseria.
Un productor chico de la región pampeana con una propiedad de cien hectáreas (es decir una extensión minúscula para la zona) obtiene una renta mensual de 10 mil pesos y en menos de un año su propiedad territorial se ha valorizado en un 50%.[4]. Esta ubicación social en gran medida explica por qué la Federación Agraria (FAA) actúa en bloque con la Sociedad Rural.
Mantienen una sólida alianza con la entidad tradicional de los millonarios y proponen en común la eliminación de las retenciones móviles. Ni a Buzzi ni a De Angeli se le ha escapado una sola palabra contra el establishment agrario y han cajoneado los antiguos reclamos de regulación estatal de los cereales y la carne.
Para justificar este giro, han recurrido a dos planteos. Por un lado, afirman que "el gobierno no los atendió" y debieron "actuar con las otras entidades". Pero olvidan que también podrían haber intentado un programa de alianzas con los trabajadores.
Por otra parte, subrayan que "las bases nos han pedido una acción coordinada". Pero si esa demanda es cierta, ilustra cuál es el perfil social de sus asociados, que se sienten a gusto actuando con la Sociedad Rural. Quienes efectivamente soportan el endeudamiento y la expoliación en el heterogéneo universo agrario han quedado sometidos a este manejo procapitalista de la Federación Agraria.
Esta actitud tiene antecedentes en las divergencias que enfrentaron en los años 70 a la FAA con las Ligas Agrarias, y en la actualidad se manifiesta en la distancia que esa organización mantiene con agrupaciones de los desposeídos, como el Mocase o el Movimiento Nacional Campesino Independiente. Estas agrupaciones canalizan las demandas de sectores realmente oprimidos. Expresan, por ejemplo, a las 300 mil familias campesinas desalojadas de sus tierras en los últimos 10 años por el avance de la soja. También representan a los 220 mil pequeños productores de regiones no centrales, que son víctimas de la expansión de un cultivo que ya provocó el desmonte de 1,1 millón de hectáreas[5].
Pero el sector más invisible que aglutina a los explotados del sector está conformado por 1,3 millones de peones rurales. El 75% de ellos trabaja en negro y percibe un sueldo promedio de 600 pesos, soporta el mayor porcentaje nacional de accidentes laborales y carece de protección social. Este segmento no ha recibido ningún goteo de la bonanza exportadora y su total ausencia durante el conflicto confirma el carácter procapitalista de las demandas en juego.
La acción que convulsiona al campo es un lock out y no una rebelión de oprimidos. Se ha desenvuelto como una acción patronal, con cortes de rutas que coexisten con la continuidad de la actividad laboral tranqueras adentro. Sus protagonistas retraen productos de la venta y especulan con el momento oportuno de comercializar los granos o hacienda. Se guían por cálculos de mercado y no por criterios de rebelión popular.
Aquí radica la diferencia abismal con el levantamiento de 2001. Quienes actúan en el agro no son desempleados, ni luchan por subsistir, y quienes aún "cacerolean" a su favor en las grandes urbes forman parte de la clase alta. Los mensajes de 2001 eran inclusivos y los actuales son excluyentes. En ese momento los pequeños ahorristas se movilizaban contra los bancos, mientras que ahora la clase media rural actúa junto a los poderosos.
Reacciones y comparaciones
La derecha se ha montado en el conflicto para reforzar el polo político que construye desde el triunfó de Macri en Capital Federal. No solo retoman el discurso neoliberal, sino que han resucitado también posturas gorilas que parecían extinguidas. No ha faltado la tónica racista que enaltece el gringo europeo de las colonias frente a los cabecitas negros del interior. Con esta diferencia de piel reavivan el rechazo oligárquico al "aluvión zoológico" que advirtieron en los años 50 y se han ganado el favor de los medios de comunicación, que denigran a los piqueteros pero reivindican a los participantes en tractorazos.
Por su parte, el gobierno optó por reforzar su repliegue hacia la burocracia sindical y el aparato justicialista, que Kirchner intenta alinear desde Puerto Madero. Supone que podrá contrarrestar con este sostén el fracaso del proyecto transversal y la pérdida de apoyo entre las clases medias. Pero hasta ahora solo logró reactivar a las patotas de la construcción y camioneros, que ya repitieron el matonaje ensayado en San Vicente.
El gran escollo de la política oficial radica en que el peronismo está agotado como movimiento popular. Conforma una estructura para administrar el Estado, pero que ya no entusiasma a nadie. Por esta razón las marchas oficiales son operativos rigurosamente manejados desde arriba. El complemento de acciones contestatarias que aporta D´Elia también carece de acompañamiento popular. Son iniciativas mayoritariamente percibidas como maniobras monitoreadas desde la Casa Rosada.
Por momentos, el choque político entre el gobierno y la derecha parece resucitar una vieja polarización entre el peronismo y el antiperonismo, pero esta confrontación presenta tintes más culturales que políticos y es poco probable que renazca como un conflicto significativo.
En cualquier caso, lo importante es evitar las falsas analogías, que algunos establecen entre la disputa con el agro y las confrontaciones que se libran en Venezuela o Bolivia. A diferencia de Evo y Chávez, los Kirchner han establecido una alianza con el establishment, no colisionan con el imperialismo norteamericano, no chocan con las clases dominantes, ni han puesto en juego demandas populares.
Como su gobierno tampoco es nacionalista, ni ha introducido reformas sociales, es falso asemejar el conflicto actual con el marco que rodeó al primer peronismo. Por otra parte, salta a la vista que la amenaza golpista solo existe para un discurso de ocasión. No hay fuerzas armadas, ni sectores del establishment interesados en que Cristina termine como Isabelita.
Posturas y programas
La izquierda ha intervenido en el conflicto con una variedad de posiciones, que ha cubierto todo el espectro de alternativas posibles. La postura más inadmisible es el sostén al lock out patronal en defensa de un "pequeño productor", como si perdurara un escenario de pequeños chacareros enfrentados con los latifundistas. Este supuesto se inspira en una fotografía congelada del pasado.
Por otra parte, la idealización de cualquier lucha con perfiles de auto-convocatoria ha conducido a perder la brújula, en la caracterización de los protagonistas y las peticiones en debate. Esta ceguera se alimenta de una falsa analogía con las cacerolas de 2001 y en el desconocimiento del papel reaccionario que pueden adoptar (en algunas circunstancias) las movilizaciones de la clase media (como ocurrió con los camioneros de Chile bajo Allende o con los estudiantes de Venezuela en la actualidad).
La incapacidad para registrar los conflictos de Kirchner con la derecha y la obsesión por ubicar al gobierno como enemigo principal conduce a compartir los espectros mediáticos y las acciones prácticas con figuras de la reacción.
Un error simétrico se verifica entre quienes apoyan al gobierno, aceptando el argumento de la escalada golpista (denunciada como una "acción destituyente"). En este caso se focalizan las críticas en los ruralistas y en los medios de comunicación, omitiendo denunciar la evidente complicidad de los Kirchner con las corporaciones de la soja. Se presenta al gobierno como una víctima, olvidando que ha sido artífice de la política agraria regresiva que precipitó el conflicto.
Es evidente que ningún argumento tradicional para aprobar al oficialismo ("mal menor", "adversidad de la correlación de fuerzas", "peligro de un retorno neoliberal") alcanza para disimular la connivencia oficial con el capitalismo sojero. A pesar de esta evidencia, el resurgimiento de la derecha impulsa a algunos intelectuales a participar de una segunda oleada de cooptación kirchnerista.
La creencia que se debe tomar posición a favor de los ruralistas o del gobierno plantea una disyuntiva completamente falsa. Resulta perfectamente posible denunciar el lock out sin apoyar al oficialismo, y es conveniente explicar por qué razón las retenciones son necesarias con modalidades muy distintas a su instrumentación actual.
Hay otro camino para superar la crisis con programas alternativos, que han sido ya formulados por varias corrientes e intelectuales de izquierda. El punto de partida es un plan agrario para frenar la omnipresencia de la soja, recuperar la diversidad de cultivos, asegurar la soberanía alimenticia y facilitar la baratura de los alimentos.
Pero el papel regulador del Estado no puede limitarse a una administración de retenciones diferenciadas, regionalizadas y coparticipables. Esta intervención debe apuntar al control integral del circuito de producción y comercialización agraria por medio del monopolio estatal del comercio exterior y la nacionalización de las grandes corporaciones de exportadores, comercializadores y pools de siembra. Esta transformación debería ser acompañada por una modificación radical de la propiedad en el campo, introduciendo impuestos progresivos y erradicando las condiciones de explotación del trabajador rural. Lo inmediato es derogar la ley de la dictadura que rige las actividades de este sector.
Pero no alcanza con enunciar un paquete de medidas formalmente correcto si no se encuentra la manera de difundirlo en forma apropiada, estableciendo vínculos con el conflicto real que opone a los ruralistas con el gobierno. La tentación abstencionista de declararse al margen de este choque puede convertir al mejor programa en un papel carente de influencia. No basta acertar con la respuesta. También hay que saber exponerla, buscando conformar una tercera opción, en un momento de fatiga de la población con las maniobras ruralistas y las contramarchas oficiales.
El panorama actual podría cambiar si un programa popular de transformación del agro empalma con la reactivación de la protesta social. Hay un nuevo dato a favor de esta confluencia. El conflicto rural le ha otorgado legitimación por arriba a la acción directa, ya que esta vez los artífices del piquete no fueron los desocupados, los estudiantes, los obreros o los ambientalistas, sino los propios beneficiarios del modelo. Este elemento puede favorecer el desarrollo de una próxima oleada de movilizaciones sociales.
[1] El precio de la hectárea en Pergamino se elevó 132% entre 2003 y 2007, y las cotizaciones en la Pampa Húmeda superan a sus equivalentes de los Estados Unidos. En zona triguera el precio de la tierra es cuatro veces y medio superior al vigente en 1995, dos veces y medio el promedio de los últimos 10 años y casi el doble de la época de Lavagna. Como resultado directo de la devaluación aumentaron los precios para los productos agrícolas, que desde 2005 oscilan entre 80%, 30% y 15% (maíz, trigo y soja). La renta agraria obtenida durante la campaña 2003-2004 equivale a la obtenida entre 1992 y 1996 y es más del doble de la conseguida entre 1997-2001. (Página 12, 14-7-07, 6-4-08, 5-8-07, 6-8-07).
[2] En las últimas cosechas la soja ya ocupó el 60% de la tierra sembrada. Desplazó al trigo, al girasol y generó una caída del arroz, la avena y el centeno, afectando también a la fruticultura y horticultura. Como se siembra el tipo RR con glifosato, su impacto sobre la contaminación ha sido reiteradamente denunciada por los especialistas. El tamaño medio de las explotaciones agropecuarias pasó de 469 hectáreas (1988) a 588 (2002), en un cálculo que subestima el nivel de concentración, ya que los mismos propietarios poseen más de una unidad (Página 12, 6-4-08, 20-4-08).
[3] Es el caso de Humberto Tumini: "Los aciertos y los errores", Página 12, 6-4-08.
[4] Página 12, 12-5-08.
[5] Diversas informaciones sobre esta realidad han sido expuestas en las últimas semanas por artículos aparecidos en Página 12 (11-4-04, 25-4-08, 17-4-08).