24/11/2024
Por Bihr Alain , Thanassekos Yanis
Bajo la presión de sus contradicciones interna, la mundialización del capital hace implosión, acumulando crisis (económicas, sociales, financieras, sanitarias, ecológicas) y precipitando al mundo en una nueva era de confrontaciones y de guerras interimperialistas.
La invasión de Ucrania por el imperialismo ruso es el último síntoma de esta reorganización de las relaciones de fuerza ente los múltiples polos imperialistas (Estados Unidos, Unión Europea, Japón, China, Rusia). Y, desde el comienzo del conflicto, el lavado de cerebros a que se dedican con placer los grandes medios y los intelectuales formateados que tienen vía libre, destila una histeria guerrerista que asfixia el pensamiento. Todo intento de explicar y comprender cómo se ha llegado a esto es inmediatamente descalificado, o denunciado, como pro-ruso o cripto-ruso, acusado de buscar atenuantes a la agresión rusa.
Desgraciadamente, parte de la izquierda que se considera radical participa a su manera en este “estado de guerra” que se apodera de los espíritus.
Un relato unilateral
No basta con reconocer la responsabilidad primaria de Putin en el desencadenamiento de la guerra y condenar con firmeza su agresión imperialista. No basta con exigir el cese del fuego y el inmediato retiro de las tropas rusas del territorio ucraniano. No basta con reconocer el derecho del pueblo ucraniano a la autodeterminación y proclamar a viva voz nuestra solidaridad con él. No basta con denunciar el régimen absolutista del capitalismo ruso. No basta con respaldar a todas y todos los que, en la misma Rusia, se oponen a la guerra arriesgando su libertad y su vida. No, todo eso no alcanza.
Para estar en consonancia con el relato dominante (pues se trata sólo de un relato y no de un análisis mínimamente reflexivo sobre la actual situación geopolítica), es preciso además “satanizar” unilateralmente al autócrata ruso, compararlo e incluso identificarlo con Stalin o Hitler, cuando no con Iván el Terrible. De él, se conocían ya las agresiones brutales en Chechenia, en Georgia y en Siria, que no habían entonces provocado semejante conmoción: claro que en esas ocasiones, solo masacró a Caucásicos y a Orientales, que en su mayoría ni siquiera eran cristianos.
Y el mismo relato exige sobre todo cerrar lo ojos y no decir nada sobre las estrategias y las maniobras del imperialismo de los Estados Unidos, tanto en Europa como en el Indo-Pacífico. Es preciso entonces no recordar cómo, desde 1991, imponiendo su hegemonía a los aliados europeos, sometiendo regularmente la Unión Europea a sus diktats (entre los que la venta de material militar a un costo extraordinario no es el menor), los Estados Unidos extendieron la OTAN hasta las puertas de Rusia, integrando antiguas Repúblicas soviéticas (Estonia, Letonia, Lituania), sin excluir la ulterior integración de Ucrania misma, y sin esperar dicha integración, para enviar desde 2014 equipamiento militar ultramoderno, entrenar tropas y establecer consejeros e instructores militares. Y evidentemente, no es cuestión tampoco de recordar tempranas advertencias sobre probables consecuencias de esa extensión de la OTAN en Europa Central y Oriental. Como la lanzada ya en 1997 por George Kenan cuando esa ampliación no era más que un proyecto:
La ampliación de la OTAN sería el más fatal error de la política americana desde el fin de la guerra fría. Cabe esperar que esta decisión atice las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas de la opinión pública rusa; que relance una atmósfera de guerra fría en las relaciones Este-Oeste y oriente la política exterior rusa en una dirección que no corresponde verdaderamente a nuestros deseos.[1]
No es cuestión tampoco de recordar que, operando en el marco de la OTAN pero violando su carta, los Estados Unidos fueron los primeros en ponerse a “rectificar” las fronteras internacionales en Europa, al intervenir contra Serbia en 1999 para favorecer la secesión de Kosovo, violando la legalidad internacional pues actuaron sin mandato de la Organización de las Naciones Unidas. No es cuestión tampoco de recordar que, instrumentalizando la OTAN u operando por fuera de ella, agredieron otros dos Estados soberanos, Afganistán en 2001 e Irak en 2003, violando también la legalidad internacional, y encubriendo sus agresiones con enormes mentiras en ambos casos (el supuesto apoyo de los talibanes afganos a Al-Qaeda en el primero, la supuesta posesión de “armas de destrucción masiva” por Saddam Hussein en el segundo). No es cuestión tampoco de recordar el retiro unilateral en 2002 de los Estados Unidos del tratado ABM (Anti-Balistic Misiles, que limitaba y regulaba el despliegue de misiles antimisilísticos), tratado que fue firmado en 1972 con la URSS y reafirmado en los años 1990 por Rusia y por el conjunto de los Estados postsoviéticos. Retiro al que siguió a partir de 2007-2008 el inicio del despliegue en Europa Central (sobre todo en República Checa, en Polonia y en Rumania) de elementos Missile Defense (el “escudo” antimisilístico estadounidense) en flagrante contravención del Acta fundacional OTAN-Rusia firmado en 1997. Y, en estas condiciones, finalmente, no es cuestión de preguntarse si, al ver estos elementos, las autoridades rusas no tenían alguna razón para inquietarse en cuanto a las intenciones estadounidenses, sin necesidad de invocar su legendaria obsesión paranoica.
Estas y otras preguntas encontraron, pese a todo, personas, organizaciones, líderes políticos e incluso algunos gobiernos (en América Latina: Cuba, Nicaragua, Venezuela) que se reclaman de la izquierda antiimperialista, que las plantearon. Algunos han llegado a justificar, en base a esto, la agresión rusa, otros se contentan con señalar las responsabilidades occidentales (y sobre todo estadounidenses) en la génesis de esta guerra, rechazando en consecuencia enrolarse en una cruzada antirusa bajo una bandera estrellada, sea la de los Estados Unidos o la de la Unión Europea.
Que fueran inmediatamente agredidos (verbalmente) y reducidos a un cuasi-silencio mediático por el partido occidentalista no es para nosotros sorprendente. Nuestra sorpresa nace de que, entres los cruzados en cuestión, se encuentran también miembros de la misma izquierda antiimperialista, que acusan a los anteriores de caer en la eterna trampa del campismo, que pretende que el enemigo de mi enemigo puede ser, sino un amigo, un aliado circunstancial.
Los segundos entonces acusan a los primeros de convertirse en cómplices, objetivos sino subjetivos, de la agresión rusa, y de traicionar al pueblo ucraniano que lucha por su liberación y su autodeterminación. Más aún, algunos de ellos defienden la la necesidad de socorrer a ese pueblo con el envío masivo de armas pesadas, defensivas o incluso ofensivas, lo que en la actual situación geopolítica solo puede ser realizado por la OTAN. Llamado por lo demás ampliamente atendido: actualmente los estrategas occidentales, estadounidenses, británicos, españoles e incluso alemanes, inundan abiertamente al ejército ucraniano y a sus fracciones ultranacionalistas con armas cada vez más sofisticadas. Con la segura consecuencia de la prolongación de la guerra, con su cortejo de víctimas y destrucciones, y sobre todo, con el riesgo hacer estallar el polvorín: crear las condiciones para la extensión y generalización del conflicto, como una confrontación directa entre la OTAN y Rusia, con potenciales derivas nucleares. Asimismo, la inminente adhesión de Suecia y de Finlandia, hasta ahora neutrales, no hará más que agravar una situación ya extremadamente tensa.
En síntesis, aludiendo al campismo, estos “antiimperialistas” denuncian alegremente la paja metida en el ojo de algunos de sus adversarios sin advertir la viga que obstruye el suyo. Nos intiman, ni más ni menos, a elegir entre un imperialismo que se dice “democrático” y “liberal” y un imperialismo autocrático y absolutista. Y dado que concretamente, en el campo de batalla ucraniano, sólo el primero puede garantizar la derrota del segundo, y por tanto la libertad de Ucrania, la opción sería automática. En sus análisis, además, omiten la dimensión interimperialista del conflicto en curso, no viendo más que el conflicto de un joven Estado-nación enfrentando los objetivos y acciones imperialistas de su vecino. Sin decir que cierran púdicamente los ojos sobre las tribulaciones internas del mencionado joven Estado-nación, cuyas virtudes democráticas no han sido demostradas, a diferencia de sus aptitudes para la corrupción, que no tiene en verdad nada que envidiar a su gran vecino agresor.
Sobre la cuestión nacional en el marco de conflictos interimperialistas
Desde la Gran Guerra, la izquierda radical se distinguió por un enfoque mucho más complejo de lo que se juega en las guerras inter-imperialistas. Guardando las proporciones, en la actual configuración del conflicto, hay elementos de similitud con el contexto histórico que precipitó el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.
Todas las guerras imperialistas reorganizan invariablemente el espacio (tierras, mares y aires) y rediseñan, también inevitablemente, las fronteras según zonas de influencia de las potencias en guerra.
En el espacio europeo, durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, los territorios que cargaron con el pesado costo de esta reorganización de espacios y fueron los del Centro-Este y el Sud-Este de Europa, Rusia incluida. Lo mismo se juega hoy con la guerra en Ucrania.
Todas las guerras inter-imperialistas impulsan invariablemente al primer plano de la escena histórica los “intereses nacionales”, subordinado sin embargo su suerte a los objetivos que se asignan las principales potencias imperialistas en conflicto, que usan y abusan de la pretensión de erigirse en potencias protectoras. Así fue en junio-julio de 1914 con Serbia, “sostenida” por el Imperio zarista, Francia e Inglaterra frente al Imperio Austro-Húngaro y su aliado alemán; de los países bálticos, Polonia y Ucrania (¡ya entonces!) apoyados financiera y militarmente por Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos frente a la joven República soviética; de Polonia en septiembre 1939, defendida (muy mal) ante la Alemania nazi y la URSS stalinista; de Corea del Sur defendida entre 1950 y por una coalición de Estados Occidentales y aliados conducida por los Estados Unidos frente a la Corea del Norte sostenida por sus “hermanas” del campo “socialista”, y así fue en Vietnam cuya reunificación nacional opuso los mismos dos campos.
Así, instrumentalizando la “cuestión nacional”, las potencias imperialistas alcanzan con una piedra dos objetivos. En el plano interno, hacen valer la primacía de los “intereses nacionales” por encima de los “intereses de clase” (la sacrosanta Unidad Nacional) en tanto que, a nivel internacional, toman como rehenes las aspiraciones nacionales a la autodeterminación de los pueblos, para dotarse de nuevos protectorados, nuevas zonas de influencia, nuevos “espacios vitales”, sobre las ruinas de esas aspiraciones. Esta misma configuración se juega hoy también en la guerra de Ucrania. El principio de la “autodeterminación de los pueblos” no es un artículo de fe ahistórico. Debe analizarse siempre en función de contextos históricos.
Las consignas antiimperialista elementales, “hacer guerra a la guerra” y “transformar las guerras interimperialistas en guerras civiles” (entiéndase: en guerras de clase), siguen siendo por cierto pertinentes teóricamente y su corrección se confirmó, en Rusia y en el corazón de Europa, durante la Gran Guerra y hacia el fin e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, en Yugoeslavia, en Grecia, en las revueltas y revoluciones anticoloniales en Asia y en África. Pero hoy, desgraciadamente, en el marco de la guerra en Ucrania, estamos lejos, en todos los aspectos, de semejante contexto, como para esperar ver eclosionar la posibilidad de semejante radicalización emancipatoria. Algunos militantes de la izquierda radical que respaldan el envío masivo de armas pesadas y ofensivas a Ucrania para infringir una derrota al invasor ruso, pretenden que con esas armas se tendría de hecho “un pueblo en armas” que, galvanizado por la guerra de liberación, desencadenaría una dinámica social de radicalización política contra sus propios “oligarcas” (¡tal es la denominación local de la alta burguesía!) y contra sus “protectores occidentales” del momento –los Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea- exigiendo sobre todo la anulación de la deuda ucraniana. ¡Están soñando! Otros, menos optimistas, sostienen que eliminando o al menos reduciendo al máximo la amenaza rusa, la derrota de Putin gracias al armamento de los Occidentales tendría un doble efecto positivo: por un lado, conduciría a una desescalada de la actual carrera armamentista y, por el otro, haría posible una mayor resistencia de la Unión Europea a los dictados de la OTAN. Pero también puede afirmarse lo contrario: la derrota de los Rusos daría aliento a los halcones del Pentágono para su estrategia de restauración de la hegemonía del imperialismo americano –muy devaluado luego del fiasco en Irak y Afganistán- cercando tanto a Rusia como a China en el Indo-Pacífico (ver el tratado recientemente establecido entre Australia-Reino Unido-Estados Unidos, AUKUS).
Ciertamente, la empatía hacia los sufrimientos del pueblo ucraniano que lucha, que se autoorganiza y que resiste la brutal agresión rusa, es absolutamente justificada y legítima, pero la subjetividad no debe obstaculizar la distancia y sangre fría que exige cualquier análisis, incluso en caliente. La hipertrofia del optimismo de la voluntad y la atrofia del pesimismo de la razón conducen frecuentemente, sino siempre, a auroras decepcionantes, al fracaso de las ilusiones. En las actuales condiciones e incluso en las que aparecerán en caso de prolongarse la guerra, hay más chances de que se imponga la lógica de las fuerzas ultranacionalistas ucranianas (frecuentemente subestimadas), que la lógica de las fuerzas emancipadoras que da por descontada cierta izquierda radical europea.
En vista de lo antedicho, sin dejarnos impresionar por las formales intimaciones a alinearnos con las posiciones occidentales, proponemos a la izquierda antiimperialista que actúa en el marco de los Estados Occidentales a adoptar las siguientes proposiciones y hacer campaña por:
Traducido al español por Aldo Casas.
[1] Citado por David Teurtrie, « Ukraine, pourquoi la crise ? », Le Monde diplomatique, febrero 2022, pag. 8. George Kenan (1904-2005) fue el que concibió la política de « contención » (containment) del autodenominado comunismo soviético en las administraciones Truman (1945-1953) y Eisenhower (1953-1961). No puede ser sospechado de rusofilia.