29/03/2024

La forma mercancía y el olvido. O la importancia de la memoria en la lucha anticapitalista

 

 
I
 
Unos meses después de que el movimiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) fue duramente reprimido y muchos dirigentes e integrantes de las organizaciones que conformaron el movimiento fueron detenidos o se vieron en la necesidad de huir para proteger sus vidas, un grupo de jóvenes me invitó a dar una plática en esa ciudad. El tema de la charla fue el de la autonomía y los movimientos sociales. En esa ocasión (creo que era un día sábado por la tarde) nos tocó exponer a Gilberto López y Rivas y a mí.
Después de concluida la exposición, me despedí de los muchachos y de Gilberto. Mi compañera y yo nos dirigimos al hotel donde estábamos hospedados; pero, de repente, nos entró la curiosidad por ver la ciudad donde a escasos meses se había producido la insurrección popular urbana más importante de la historia contemporánea de México.
Para nuestra sorpresa todo estaba bonito, en orden, limpio.
Las paredes del casco central se mostraban rebosantes del color artificial de la pintura industrial recién aplicada. El zócalo, muy bien iluminado, dominaba la noche, y los meseros de piel morena habían adoptado el gesto servicial ante el consumidor local y el turista. Indígenas vendían prendas bordadas como parte de una dura sobrevivencia en el marco del espectáculo. La Oaxaca turística, la Oaxaca como museo o artefacto de historia congelada donde los de abajo no aparecen sino como folclore u objetos, la Oaxaca como objeto de consumo, se podría decir, se había impuesto de nuevo.
Las huellas de la rabia colectiva habían sido borradas de la superficie de las paredes y muros. A su vez, el conglomerado abigarrado de clases y sectores subalternos que en los días más álgidos de la lucha se constituyó en pueblo desafiando el poder estatal (pueblo como categoría en contra del poder establecido), e hizo suya la ciudad, era ya como un trazo imaginario en el tiempo y, definitivamente, ya no habitaba aquel espacio; aparentemente, se había disuelto en las categorías del orden cotidiano de la dominación: ciudadanos, trabajadores, trabajadoras, amas de casa, maestros, estudiantes, etcétera.
La represión había logrado su objetivo inmediato: romper, fragmentar el cuerpo colectivo popular y reconstituir la vida social a partir del viejo orden. Sin embargo, debajo de la pintura casi fresca de los muros del centro de la ciudad, se podía adivinar la fiesta-de-la-rabia en el silencio atormentado de los cientos de graffitis y de huellas simbólicas y materiales que llenaron la ciudad de colores abigarrados y trazos zigzagueantes de la autodeterminación popular.[1]
  
II
 
La imagen de la Oaxaca restaurada, con sus edificios y casonas luciendo el color y la textura de la pintura recién aplicada, puede ser una metáfora que nos permite visualizar la relación entre la forma mercancía y la memoria colectiva.
Veamos. Podemos suponer, que queda claro que la aplicación de la pintura no tenía como objetivo primordial embellecer las casas y los edificios, y que la población de a pie disfrutara a sus anchas del lugar. Más bien, el objetivo era limpiar, borrar, cubrir, para hacer invisibles la furia y el dolor humanos que se expresaron en los días en que la gente, organizada en la APPO, se apropió del espacio urbano y, momentáneamente, lo transformó en un espacio del pueblo. La pintura en las paredes era algo más que color y textura: era la aplicación de una capa de olvido después de la represión.
Se puede decir en ese sentido, que capas de olvido y represión son necesarias para que el orden burgués funcione, ya que las mercancías huyen en un clima de turbulencia social, y el espacio fijo que no atrae dinero pierde rápidamente valor. Sin embargo, el asunto es más complejo, y no se reduce a las características del contexto en que la mercancía y el dinero se mueven, como si dicho contexto les fuera externo. Más bien, el contexto es interno a la forma mercancía, así como la represión y el olvido son aspectos constitutivos de la misma.
Para explicar lo anterior, no tenemos más opción que hacer un breve recorrido teórico por el tema de la mercancía. En el primer capítulo de El capital, Marx (1975) dice que la mercancía es la “forma elemental” de la riqueza en las sociedades donde domina el modo de producción capitalista. También plantea que la mercancía es una forma muy especial porque implica una inversión: lo que es producto social, creado por los humanos, se presenta como atributo de las cosas.[2] Esta característica, que Marx llamó el fetichismo de la mercancía, no es nada más un fenómeno ideológico, equiparable a una religión, que acompaña a la racionalización de la praxis capitalista y a la secularización del mundo, sino algo más. Es una relación de poder cosificada (Lukács, 1969), donde la dominación social no es de carácter directo y personal sino que adquiere un carácter objetivo (Marx, 1975: 94-95). La expresión más evidente de esto es nuestra dependencia del dinero y el papel que éste juega en la sociedad actual como poder universal (Marx, 1971: 156-157).
Para explicar el “enigma” de la mercancía y el tipo objetivo de dominación que se despliega históricamente de esa forma social, Marx nos dice que, en primer término, la mercancía es “un objeto exterior”, una “cosa” que satisface necesidades humanas. Las características materiales, físicas, de la mercancía, sin las cuales no podrían satisfacer necesidad concreta alguna, constituyen su “valor de uso”. Sin embargo, esa dimensión material no hace a la mercancía mercancía; es nada más su “cuerpo” (Marx ,1975: 44). Lo que hace a la mercancía mercancía es otra cosa: un tipo específico e históricamente determinado de relación social. (Para no llamar a equívocos, es importante tener presente que el análisis de la mercancía en Marx implica que, como ya se planteó, esa categoría sea la “forma elemental” de la riqueza en la sociedad, es decir, que la producción social sea de mercancías y a través de mercancías).
Siguiendo con su argumentación, ese tipo específico de relación social tiene que ver con el trabajo. La mercancía es resultado de un trabajo que tiene la característica de ser dual: la unidad entre trabajo concreto y trabajo abstracto. El trabajo concreto es el que crea los valores de uso de las mercancías, el cuerpo físico de las mismas, destinado a satisfacer necesidades de distinta naturaleza. En cuanto valores de uso, las mercancías se diferencian unas de otras, su relación es de carácter cualitativo. Entonces, ¿cómo es posible que objetos cualitativamente diferentes entren en un intercambio en el cual sus cualidades se desvanecen en una relación de carácter meramente cuantitativo? ¿Cómo explicar esa suerte de magia donde los objetos adquieren vida propia haciendo abstracción de sí mismos para transformarse en dinero? Marx argumenta que el intercambio es posible debido a que la mercancía no sólo es valor de uso sino valor. Si el valor de uso es producido por el trabajo concreto, el valor es resultado del trabajo abstracto, del trabajo general, destilado como gasto de tiempo de trabajo. Es ese trabajo (abstracto) el que se intercambia, haciendo posible la circulación generalizada de mercancías al ser él mismo una mediación social. Postone (2006: 213) lo plantea de la manera siguiente:
 
 
En una sociedad caracterizada por la universalidad de la forma mercancía […] un individuo no adquiere los bienes producidos por otros por medio de relaciones sociales manifiestas. En lugar de ello, el trabajo mismo –tanto directamente como expresado en sus productos– reemplaza esas relaciones sirviendo de medio “objetivo” por el que se adquieren los productos de otros. El trabajo mismo constituye una mediación social en lugar de las relaciones sociales abiertas.
 
 
Esto quiere decir, que el vínculo social se establece por medio del intercambio de cantidades de trabajo social o equivalentes que se expresan en dinero. Por esa razón, el dinero puede jugar el papel de síntesis social o de vínculo social (Marx, 1971; Sohn Rethel, 2001); lo que implica, a su vez, que el vínculo social se establece por medio de una abstracción que no es de orden subjetivo sino de carácter objetivo (el equivalente es la abstracción expresada en una homogeneidad –trabajo general, abstracto– que no es física sino social).
La mercancía es entonces la expresión necesaria del trabajo en la sociedad capitalista, de su carácter dual. Más propiamente, es la forma elemental (Marx, 1975: 43) del capital. Por un lado, es un objeto que satisface necesidades y tiene un cuerpo físico; por otro, es un tipo de relación social en la que las relaciones entre las personas están mediadas por las cosas, y dichas relaciones se presentan como propiedades de las cosas mismas. Por esa razón, la mercancía es una forma en tanto que manifestación necesaria de un contenido (el carácter dual del trabajo), pero también es su encubrimiento y mistificación: lo que es social aparece como atributo de las cosas. El capitalismo se presenta como la sociedad de las mercancías porque es la sociedad de las mercancías en el sentido aquí expuesto; es decir, porque la existencia en esta sociedad está dominada por la forma mercancía de las relaciones sociales, la cual lleva adherido el fetichismo de la cosificación como fenómeno social y cultural (Marx, 1975; Lukács, 1969).
Ya en esto encontramos un acercamiento al tema de la producción de olvido como parte constitutiva de una subjetividad propia del mundo dominado por la forma mercancía. El hecho de que lo que es social aparezca en la forma de actividad del objeto, de la cosa, implica la negación del sujeto en la objetivación misma. En la mercancía no aparecen los trabajadores que la produjeron y el trabajo vivo como fuente de la misma, sino el trabajo coagulado, ya objetivado o “muerto”, según la expresión de Marx. Es decir, que el origen del objeto (que no puede ser otro que la actividad del sujeto que lo produjo) ha sido borrado en la forma cósica de trabajo general objetivado. En ese sentido, la inversión que la forma mercancía supone es un olvido radical: el olvido del hacer (Holloway: 2011) en la categoría trabajo.[3] A su vez, ese olvido es también parte de un proceso de represión en términos de la imposición una actividad productiva determinada de manera externa a los trabajadores, a la cual se tienen que subordinar como “apéndices” de un mecanismo objetivo. Este mecanismo implica una racionalidad homogenizante y demanda una subjetividad que es la negación de la libertad y la autodeterminación creativas. Y el olvido se traduce en una suerte de naturalización de este mecanismo represivo.
En ese sentido, se puede decir que el olvido es parte de la producción de una subjetividad que tiende a la identidad con la mercancía. Nos identificamos con la mercancías no sólo por la vía del consumo sino fundamentalmente en la medida en que nuestro horizonte es definido por el dinero. Por ejemplo, como trabajadores nos identificamos con el salario, y gran parte de nuestras demandas están dirigidas a que el salario sea mayor, es decir, a recibir un poco más de dinero. Ésta es una cuestión muy entendible, pero, por desgracia, puede resultar trágica, en la medida en que las luchas por el salario refuercen nuestra representación en términos de vendedores de fuerza de trabajo, como mercancías.
Se puede decir, por consiguiente, que el trabajo, como categoría del capital, no es meramente una mediación de las relaciones sociales sino también una tendencia hacia la totalización social. Es importante señalar que por totalización social estamos entendiendo un tipo de reproducción social caracterizada por relaciones de poder y dominio de carácter abstracto, pero en el sentido de abstracto-real[4], como es el caso del trabajo abstracto y su expresión en la categoría dinero. Sólo por ese carácter abstracto-real de la dominación el capital aparece como el sujeto y la sociedad como su resultado (Bonefeld, 2007). En esa relación, la dominación no es personal, de carácter directo, ni implica la ausencia de libertad formal; más bien, la libertad formal, jurídica, se corresponde con esa forma de dominio. Su eje vertebral no es el Estado sino la mercancía, pero no cualquier mercancía sino la fuerza de trabajo. Esto, por supuesto, requiere de explicación.
El capital se reproduce mediante la valorización del valor, y esto es lo que hace el trabajador en su calidad de productor de plusvalía. La fuerza de trabajo es la única mercancía que produce valor. En la producción de valor la fuerza de trabajo produce un valor superior al que corresponde su salario, un valor por encima del valor de la fuerza de trabajo. Ésta es la fuente de la valorización, y uno de los descubrimientos más importantes de Marx. Pero la valorización aparece como resultado del capital, y el capital como la fuente de sí mismo (D-D´ = dinero que produce más dinero). Esto se explica por el hecho de que el trabajador vende su fuerza de trabajo y el capitalista la compra por un precio que corresponde su valor. Lo que se efectúa en ese acto es un intercambio de equivalentes entre propietarios de distintas mercancías: el propietario de los medios de producción y del dinero y el propietario de la fuerza de trabajo. El propietario de la fuerza de trabajo se la vende al capitalista, el cual dispone de ella como su propiedad durante un lapso de tiempo (jornada de trabajo) en el cual el trabajador produce el valor de su propia fuerza de trabajo más otro valor (plusvalía), del cual es despojado. La forma salarial encierra esa relación de apropiación del excedente por parte del capital. Es decir, que en la mercancía está contenida la plusvalía; esto es, la relación de explotación y dominio del capital. Lo que aparece como una simple transacción entre individuos libres es en realidad el establecimiento de una relación asimétrica entre distintos tipos de propietarios de mercancías (Rubin, 1974) que da lugar a la valorización. Como se ve, esa forma mercantil de la relación es fundamental para entender la dominación del capital. Por un lado, la dominación no es un acto de sujeción directa mediante el cual el trabajador pierda su calidad de individuo jurídicamente libre; al contrario, la dominación del capital presupone la forma mercantil de la sujeción, es decir, la reproducción del trabajador como vendedor de fuerza de trabajo, y, por tanto, su condición de propietario de la mercancía que posee en su cuerpo. Por otro lado, en la forma mercantil de la sujeción, expresada en la forma salarial, la explotación no es evidente. Sólo en esas condiciones es posible que prospere la figura del ciudadano como expresión política de una forma de dominación que hace abstracción de las relaciones de clase, al igual que el dinero.
Se puede decir, en ese sentido que la forma mercancía de las relaciones sociales es el establecimiento de un tipo de comunidad muy especial, la comunidad de las cosas y del dinero; en otras palabras, una comunidad abstracta compuesta de individuos aislados. Es importante decirlo, porque la dominación moderna, expresada políticamente en la ciudadanía y el Estado, es parte de ese tipo de comunidad. Marx lo expresó de la siguiente manera:
 
El supuesto elemental de la sociedad burguesa es que el trabajo produce inmediatamente valor de cambio, en consecuencia dinero, y que del mismo modo, el dinero también compra inmediatamente el trabajo, y por consiguiente al obrero, sólo si él mismo, en cambio, enajena su actividad. Trabajo asalariado, por un lado, capital por el otro, son por ello únicamente formas diversas del cambio desarrollado y del dinero como su encarnación. Por lo tanto el dinero es inmediatamente la comunidad, en cuanto es la sustancia universal de la existencia para todos. Pero en el dinero […] la comunidad es para el individuo una mera abstracción, una mera cosa externa, accidental, y al mismo tiempo un simple medio para su satisfacción como individuo aislado (Marx, 1971: 160-161).
 
Siguiendo ese argumento, es posible plantear que la relación entre trabajo asalariado y Estado moderno no es de exterioridad, como que se puede suponer si la economía se entiende como un ámbito separado de la política. Por el contrario, la relación es de interioridad: ambos planos son parte de una totalidad (Lukács, 1969), la cual presupone que la unidad entre las partes no es inmediata y mecánica sino mediada (Adorno, 1975).
Ahora bien, es importante entender la comunidad del capital de una manera que no sea rígida y cerrada, como cuando pensamos en la imagen de una estructura objetiva independiente de los sujetos; pensarla así, supone una proyección del fetichismo cognitivo en la noción de capital.[5] Más bien, hay que entenderla como una forma social contradictoria y antagónica, donde el sujeto existe en la forma de ser negado (Gunn, 2005). En ese sentido, la forma mercancía es la reproducción de un proceso de negación del sujeto en la categoría de trabajador asalariado. La valorización depende del trabajo asalariado, y éste supone la subordinación de los trabajadores al comando del capital. Dicha subordinación es violencia, supresión del hacer libre y autodeterminante de los seres humanos (Holloway, 2011); esto es, negación del sujeto. Esa negación no se limita a la fábrica o la empresa, es un proceso dinámico de totalización y homogeneización de la vida social en un sistema objetivo en la medida que la forma mercancía se universaliza. Adorno identifica el proceso radical de totalización con el holocausto y la aparición de la “negatividad absoluta”:
 
El genocidio es la integración absoluta, que cuece en todas partes donde los hombres son homogeneizados, pulidos –como se decía en el ejército– hasta ser borrados literalmente del mapa como anomalías del concepto de su nulidad total y absoluta. Auschwitz confirma la teoría filosófica que equipara la pura identidad con la muerte. […] Cuando en el campo de concentración los sádicos anunciaban a sus víctimas: “mañana te serpentearás como humo de esa chimenea al cielo”, eran exponentes de la indiferencia por la vida individual a que tiende la historia (Adorno, 1975: 362).
 
En síntesis, la mercancía aparece como un objeto inofensivo, ajeno a las injusticias y amarguras de la vida; sin embargo, como hemos tratado de argumentar, la mercancía es una relación social “pervertida” (Bonefeld, 2007) que produce una universalidad violenta y un olvido radical.
Por esa razón, la metáfora del Centro de Oaxaca, pintado para borrar las huellas de la rabia colectiva contra el poder, no es algo artificioso y tirado de los pelos. La pintura, en el caso particular, no es inofensiva; señala la producción de olvido que la totalización de la mercancía requiere para el mantenimiento de su orden material y simbólico. Olvido de su violencia constitutiva; violencia hecha cuerpo en la existencia desgarrada del sujeto por la negación del hacer autodeterminante.
 
III
 
La totalización es un proceso que abarca el conjunto de la vida social. El Estado es una particularización de ese proceso. En esa particularización, el olvido radical se expresa en la ciudadanía en tanto categoría que hace abstracción de las relaciones de clase; abstracción que, como se ha planteado, es constitutiva de la forma mercancía.[6] Como ciudadanos, todos somos iguales ante la ley; es decir, que en la ciudadanía nos representamos en un cuerpo político homogéneo que se ha despojado, por medio de la abstracción de la ley, de las diferencias y antagonismos de clase que constituyen el centro de gravedad de la vida social dominada por la forma mercancía. En ese sentido, la ley expresa en términos jurídicos el principio de equivalencia que rige el intercambio mercantil.[7] Cumplir la ley, es cumplir con el principio abstracto de igualdad que oculta la diferencia y el antagonismo entre propietarios de medios de producción y el propietarios de fuerza de trabajo, es decir, las determinaciones de clase que constituyen el centro de las relaciones sociales de la sociedad capitalista. Por ese principio de abstracción, la violencia del Estado puede aplicarse con aparente neutralidad objetiva, como violencia blindada por la ley, y el Estado presentarse como el monopolio legítimo de la violencia (Weber, 1979). Ese tipo de violencia impersonal es de carácter totalizante, y se encuentra objetivada en como aparato legal-coercitivo del Estado.
El proceso de totalización incluye también las categorías de nación y pueblo[8], y, en general, a la cultura hegemónica. Quizás teniendo en mente algo similar a lo aquí dicho, Howard Zinn (1999) nos advierte respecto a la tergiversación que se produce cuando se asumen ideas como la de que “La historia es la memoria de los estados”, como escribió Henry Kissinger. Zinn, en su célebre libro la otra historia de los Estados Unidos, argumenta en contra de dicho planteamiento, diciendo:
 
Mi punto de vista, al contar la historia de los Estado Unidos, es diferente: no debemos aceptar la memoria de los estados como cosa propia. Las naciones no son comunidades y nunca lo fueron. La historia de cualquier país, si se presenta como si fuera la de una familia, disimula terribles conflictos de intereses (algo explosivo, casi siempre reprimido) entre conquistadores y conquistados, amos y esclavos, capitalistas y trabajadores, dominadores y dominados por razones de raza y sexo. Y en un mundo de conflictos, en un mundo de víctimas y verdugos, la tarea de la gente pensante debe ser –como sugirió Albert Camus– no situarse en el bando de los verdugos (Zinn, 1999: 19-20).
 
Desde nuestra perspectiva, lo que señala enfáticamente Howard Zinn, en lenguaje coloquial y aparentemente sencillo, es que las categorías de pueblo y nación son construcciones históricas reificadas, expresiones de una síntesis[9] hegemónica de poder de carácter totalizante. La historia oficial es parte de esa trama; construye un discurso donde los antagonismos de clase son sustituidos por una entidad trascendente, por una esencia que somos todos: la nación, y el pueblo como parte de ella y del Estado. Pero, como nos dice Zinn, esa es una abstracción que borra del discurso las relaciones de explotación y de opresión, y se identifica con los “verdugos”. O, parafraseando a Walter Benjamin (2007), es un discurso que se identifica con los que hasta ahora han dominado y siguen dominando; un discurso destinado a producir el olvido en los oprimidos de sus propias luchas, y a extirpar de la memoria colectiva el índice no-realizado-aún de libertad y dignidad que hay en ellas, e identificar, de esa manera, la historia con el poder.
Otra manera de pintar los muros para borrar la libertad negada y presentarla como libertad realizada.
 
IV
 
Como hemos visto, la forma mercancía de las relaciones sociales produce un proceso de totalización y un tipo de subjetividad cosificada que hace abstracción del drama humano constitutivo del capital. Por el contrario, la memoria colectiva de los sujetos en lucha contra el poder del capital tiene otra textura, otro sentido, otra manera de ser. Está construida con los materiales de la no-identidad. Para Adorno (1975) la no-identidad es el movimiento de rechazo a lo establecido a partir de lo que es negado en el sistema; no-identidad es el sujeto, si por sujeto entendemos la lucha de los seres humanos contra su reducción a categorías que obedecen a la lógica objetiva del capital. También no-identidad se puede interpretar como negación del poder hegemónico de la forma mercancía, en tanto que la identidad con lo existente es la afirmación y naturalización de ese poder. Pero lo más importante a destacar es que la no-identidad puede ser entendida como el anhelo de comunidad concreta que surge del rechazo y negación de la comunidad abstracta del capital. En ese sentido, la no-identidad es una lucha particular porque no pretende establecer una nueva síntesis de poder sino que proyecta una imagen destotalizadora de las relaciones sociales.
Lo dicho puede ser considerado como un rasgo característico de la memoria colectiva, el cual, es cierto, es susceptible de perderse y pervertirse en la medida que esa experiencia se vea mutilada por su subordinación a las categorías totalizantes (donde la potencia autodeterminante ya ha sido degradada en lo determinado).[10] Como un arquetipo de esa memoria podemos encontrar el carnaval de la edad media, reconstruido por Bajtín (2003), donde el centro es la reconstitución festiva del cuerpo colectivo. En el tiempo extraordinario del carnaval se recupera lo que es mutilado en el tiempo de dominación de la vida cotidiana. Hay muchos ejemplos contemporáneos donde se combina la rabia colectiva y la festividad del acto creativo que destruye momentáneamente las relaciones de dominio. Los obreros de París disparando a los relojes en la revolución de 1830 representan la detención del tiempo de la dominación en la irrupción del tiempo mesiánico de la revolución (Ver Benjamin, 2007).
Por eso se puede decir, que en la rabia colectiva que, de tanto en tanto, interrumpe el tiempo de la dominación hay una suerte de anhelo de infancia, traducido en juego y creatividad. No es una rabia seca, amarga, unidireccional, sino festiva. Esa rabia es también un sueño colectivo: el sueño de un mundo soñado muchas veces y por sucesivas generaciones como mundo sin explotación y dominación. La utopía está hecha de ese sueño nunca logrado y tercamente perseguido. Sin embargo, un sueño sin rabia, sin el choque de la acción colectiva, no es más que un buen deseo sin compromiso. Por el contrario, la utopía concreta es parte central de la lucha por transformar el mundo y hacer realidad el sueño tantas veces soñado y peleado (Ver Bloch, 2004). Es el puente con el pasado, sin el cual no existe la emergencia de lo nuevo, ya que por la voz del sueño rebelde de los vivos habla la herencia insumisa de los muertos. No de todos, por supuesto, sino de los muertos que nombramos y elegimos nuestros, en tanto que el sueño que soñamos es selectivo y ardiente, hecho de luchas y no de abstracciones (Ver Benjamin, 2007).
De ese magma se nutre la memoria rebelde. En ese sentido, la memoria colectiva no sólo es el acto de recordar un pasado compartido sino el recuerdo a partir de la lucha en el aquí ahora; es decir, la actualización en el presente de los combates del ayer por parte de un sujeto en lucha en el hoy.
En la actualidad, el mejor ejemplo de un movimiento anticapitalista que produce una política de no-identidad en el sentido señalado es el zapatismo. Por un lado, el zapatismo es un movimiento revolucionario que no pretende producir una nueva síntesis de poder a partir de la hegemonía de una organización revolucionaria. Por el contrario, su política consiste en construir un nosotros desde abajo y a la izquierda. Dicha cuestión, plantea varias cosas, entre ellas: a) la idea de un sujeto colectivo entendido como diversidad de luchas contra el sistema sin un centro homogéneo de mando; b) el diálogo y el consenso como método; c) un caminar colectivo interpretado en términos de desarticulación de las relaciones verticales de poder y la cultura en el aquí ahora, lo cual es una forma radicalmente distinta de hacer política revolucionaria e implica otra epistemología (Gómez Carpinteiro, 2010). A nivel local, es una política que se puede ver aplicada en los Caracoles y la Juntas de Buen Gobierno, y, en el plano nacional, se planteó en las propuestas centrales de la Otra Campaña en el 2006.[11]
En todo caso, lo importante de señalar para los propósitos de este trabajo es que la política zapatista es destotalizante. El nosotros zapatista, por ejemplo, es un movimiento que se esfuerza por disolver la síntesis burguesa de las categorías pueblo y nación así como formas paralelas de síntesis que puedan surgir desde la lucha misma de los de abajo.[12] Por otro lado, el zapatismo ha hecho de la memoria una herramienta fundamental no sólo de la resistencia sino para la proyección de una imagen de futuro posible que surge de la rabia y el sueño colectivos. Esa imagen, como se sabe, es uno de los elementos constitutivos del proceso zapatista de transformación de la comunidad indígena en comunidad indígena-revolucionaria. Tiene algo de universal, porque nos interpela a todos en el nosotros que proyecta, pero es universal en la medida que retiene lo particular de la forma indígena-campesina sin subordinarla a ninguna abstracción. Aquí lo universal como abstracción real está definitivamente roto. Este rasgo nos lleva a la centralidad de la memoria en las luchas anticapitalistas: sin memoria es imposible retener lo particular y darle un contenido real a la autonomía colectiva, en otras palabras, destotalizar el mundo. Entre otras cosas, porque el lenguaje humano, a diferencia del lenguaje del valor que se expresa en la forma mercancía, es choque, explosión, donde se ponen en contacto contenidos y experiencias heterogéneas sin que las mismas sean transformadas en un universal violento por la vía de la homogenización.
 
V
 
La teoría crítica es de fundamental importancia para potenciar la llama viva de memoria colectiva contra la totalización de las relaciones sociales del mundo de las mercancías. Justo es, en ese sentido, que terminemos esta exposición con lo expresado por Adorno en relación a la dialéctica negativa y su relación con la memoria.
 
El pensamiento que no se deja reglamentar es afín a la dialéctica, que, en cuanto crítica del sistema, trae a la memoria lo que pueda haber fuera de él; y la fuerza que libera en el conocimiento el movimiento dialéctico es la que protesta contra el sistema. Ambas posiciones de la conciencia están unidas por su mutua crítica, no por un compromiso (Adorno, 1975: 39).
 
 
Puebla, enero de 2012
 
 
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Artículo enviado por el autor para Herramienta.
 

[1] Al respecto, se puede consultar el libro Memorial de agravios. Oaxaca, México, 2006 (2008).
[2] ¿De dónde brota el carácter enigmático de la mercancía?, se pregunta Marx (1975, 88). Y responde: de la “forma misma”. “Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales de las cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre objetos, existente al margen de los productores.” Lo cual no es una casualidad sino la forma de existencia del trabajo en el capitalismo: “Es por medio de este quid pro quo [tomar una cosa por otra] como los productos del trabajo se convierten en mercancías, en cosas, sensorialmente suprasensibles o sociales.”
[3] Siguiendo a Marx, el antagonismo entre la categoría trabajo y el hacer ha sido tematizado y desarrollado por Holloway (2011).
[4] Sobre la abstracción real, ver Backhaus (2007).
[5] Para una crítica de la idea de estructura como esencia “donde las propiedades sistémicas se convierten en poder subjetivo y el ser humano en ejecutor de las demandas que emanan del sistema”, ver Bonefeld (2007, 43).
[6] Al respecto, ver Holloway (1994).
[7] La relación entre el dominio asentado en la ley y las relaciones sociales de la forma mercancía fue planteada por Pashukanis (1976).
[8] Una importante aproximación al tema de la nación y pueblo como categorías de un proceso de totalización es la de Hardt y Negri (2002). Dicen: “Como lo señalaron Benedict Anderson y otros, la nación se experimenta con frecuencia como (o al menos funciona como si lo fuera) un imaginar colectivo, una creación activa de la comunidad de ciudadanos. Llegados a este punto, podemos ver tanto la semejanza como la diferencia específica entre los conceptos de Estado patrimonial y Estado nacional. Este último reproduce fielmente la identidad totalizadora del territorio y de la población del primero, pero la nación y el Estado nacional proponen nuevos medios para superar la precariedad de la soberanía moderna. Estos conceptos reifican la soberanía de la manera más rígida; convierten la relación de soberanía en una cosa (a menudo naturalizándola) y con ello suprimen todo residuo de antagonismo social. La nación es una especie de atajo ideológico que intenta liberar los conceptos de soberanía y de modernidad del antagonismo y la crisis que los definen.” “La multitud es una multiplicidad, un plano de singularidades, un conjunto abierto de relaciones que no es homogéneo ni idéntico a sí mismo y que mantiene una relación indistinta e inclusiva con lo que es exterior a él. El pueblo, en cambio, tiende a la identidad y a la homogeneidad interna, al tiempo que manifiesta su diferencia respecto de todo aquello que queda fuera de él y lo excluye. Mientras la multitud es una confusa relación constitutiva, el pueblo es una síntesis constituida que está preparada para la soberanía. El pueblo presenta una única voluntad y una sola acción, independientes de las diversas voluntades y acciones y una sola acción, independientes de las diversas voluntades y acciones de la multitud y con frecuencia en conflicto con ellas. Toda nación debe convertir a la multitud en pueblo” (Hardt y Negri, 2002: 99, 105).
[9] Sobre la síntesis y la totalización, ver Adorno (1975), Tischler (2007).
[10] Que en el pasado las de luchas por la construcción de una comunidad emancipada se hayan resuelto (para mal) en formas totalizantes (partido, estado, verticalización del poder, etc.) no quita la importancia del asunto. El movimiento de transformación de lo autodeterminante en determinado es planteado por Hardt y Negri (2002) al referirse al proceso por el cual la multitud se transforma la categoría pueblo.
[11] Al respecto, ver el texto colectivo de Holloway, Matamoros y Tischler (2008).
[12] Aspectos de ese nosotros los podemos encontrar en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona (2005).

 

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