28/03/2024

La filosofía de Lukács ante la cosificación de las posibilidades

1.  Introducción.

 La obra Historia y conciencia de clase, de Georg Lukács, constituye un gran ajuste de cuentas con el reformismo, al cual cuestiona principalmente dos cosas: desde el punto de vista político, haber abandonado el carácter revolucionario del marxismo, y, desde el punto de vista filosófico, haber abandonado la dialéctica en aras de un pensamiento incapaz de trascender la realidad inmediata (aun cuando sea capaz de conocerla en detalle y de operar dentro de ella).

 Lukács hablaba, todavía, en nombre del marxismo ortodoxo por existir, en los primeros años de la década de 1920, una extendida confianza en el proceso revolucionario soviético. Su crítica no estuvo, pues, orientada hacia las deformaciones del marxismo presentes en dicho proceso, las cuales no harían sino agravarse con el ascenso de Stalin al poder. Habría que esperar casi veinte años para que el filósofo húngaro se pronunciara abiertamente contra ellas. Sostendremos, sin embargo, que en Historia y conciencia de clase pueden hallarse las claves que anticipan la postura de Lukács frente al estalinismo, con tal de entender que dicha postura no adoptó el camino más directo. En efecto, el “camino más directo” hubiera sido hacer extensiva al marxismo ortodoxo la crítica esgrimida contra la socialdemocracia. Será Karl Korsch quien, después de publicar en 1923 Marxismo y Filosofía, donde criticara al revisionismo en términos análogos a los de Lukács, y habiendo merecido por parte de los miembros del partido comunista idéntico repudio que aquél, acabe por reservar la categoría de “marxismo ortodoxo” al marxismo mecanicista, pretendidamente científico, que llegó a ser oficial en la URSS y que, en líneas generales, no difirió del que había primado en la Segunda Internacional. En efecto, en un complemento a dicho texto titulado “El estado de cuestión (Anticrítica)”, del año 1930, después de señalar que los argumentos esgrimidos contra su obra por socialdemócratas como Wels, presidente del Partido Socialdemócrata Alemán (quien vio en ella una herejía “comunista”), y por comunistas como Zinóviev, presidente de la Internacional Comunista (quien vio en ella una herejía “revisionista”), fueron, sin embargo, los mismos; Korsh declaraba:

Creo formar objetivamente un solo frente con Lukács en lo principal, es decir, en la actitud crítica frente a la antigua y la nueva ortodoxias marxistas –la socialdemócrata y la comunista (Korsch, 1971: 69).

 El riesgo que Lukács advierte en esa postura, y que después verá en el marxismo occidental, es el de acabar dirigiendo los pasos, a la manera de Edipo, hacia el punto exacto que se quería evitar. En otras palabras, Lukács creía que, por esa vía, el marxismo bien intencionado acabaría, como la socialdemocracia, abrevando en el capitalismo y, lo que en la Europa de esos años venía a ser lo mismo, en el fascismo. En nombre de una “idea” socialista pura, añorando incluso una espontaneidad de las masas que dentro del proceso revolucionario se mostraba reticente a la institucionalización revolucionaria, no haría más que sustraerse a la construcción de la sociedad socialista. En su ensayo sobre el problema de la organización, llega a admitir, incluso, el centralismo, la disciplina y las purgas partidarias. Es el pensamiento teórico, según se desprende de su ensayo sobre la cosificación, el que puede abstraerse a los procesos abiertos en la realidad y juzgarlos con rigor matemático o rigorismo kantiano, desde una lógica pura. Pero el pensamiento que se esgrime desde la práctica (y es eso, efectivamente, la dialéctica) no puede sustraerse a las contradicciones internas con que necesariamente toda realidad, incluso la del socialismo, se presenta.

 Lo que Lukács, como habremos de ver, estaba descubriendo es que la escisión sujeto-objeto que desgarrara la historia del capitalismo moderno, afecta también al marxismo, al separar esos dos momentos en la existencia misma del proletariado.  No es descabellado advertir en esa escisión el germen de degeneración de la Revolución Rusa. El mismo Trotski, cuando intente explicarse el surgimiento del estalinismo, insinuará que las “masas gigantescas” perdieron energías, acentuándose la separación entre ellas y la burocracia del partido.

 El hecho de que la mira de Historia y consciencia de clase estuviera, como el “búho de Minerva”, vuelta hacia atrás, hacia los acontecimientos que tuvieron lugar en el marco de la Segunda Internacional, y no hacia adelante, le impidió explorar posibles soluciones a dicho desgarro. Es claro que no estuvo en sus propósitos brindar precisiones sobre las formas democráticas que, tanto en lo económico-estructural como en lo político, hubieran podido corresponder al socialismo. Lejos de eso, parece dejar librado al decurso histórico, y a la “recta conciencia del proletariado”, o de sus dirigentes, la resolución de dicho desgarro. Un análisis del ensayo “La cosificación y la conciencia del proletariado” nos permitirá, sin embargo, reconocer en esta obra el mérito de haber hecho un buen diagnóstico y haber abierto una perspectiva de resolución, la de las posibilidades objetivas, que, años más tarde, él y algunos seguidores suyos habrían de profundizar.

 

2. El fetichismo de la mercancía.

 Habiendo cuestionado al revisionismo -en el ensayo “¿Qué es marxismo ortodoxo?- su tendencia a detenerse, tanto en el plano de la teoría como de las reivindicaciones, en la realidad inmediata del capitalismo; el primer paso del ensayo “La cosificación y la conciencia del proletariado” va a consistir en señalar lo escasamente “científica” que es esa actitud, para lo cual habrá de retomar los análisis marxianos sobre el fetichismo, a fin de mostrar el carácter “irreal” con que aquella “realidad” se presenta.

 El fenómeno del fetichismo comienza con la generalización de la forma “mercancía” que sólo se consuma con el capitalismo moderno, cuando el intercambio mercantil deja de ocupar un lugar secundario para pasar a ejercer un rol central, determinante incluso de la producción (se produce para el intercambio). Como Marx explicaba en las primeras páginas de El capital, sin embargo, aunque toda mercancía contiene dos aspectos, en el intercambio mercantil se oculta el aspecto cualitativo (valor de uso). El valor de cada mercancía no es sino una determinada cantidad de trabajo humano abstracto, medido según horas de trabajo y según la media de tiempo socialmente necesario para realizar dicho trabajo. Y entre lo cualitativo que se oculta, figura el trabajo vivo, la actividad humana misma. Toda la dinámica de la sociedad tiende a aparecer como un atributo de las mercancías. Como dice Marx:

El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios productos del trabajo (Marx, 1999: 37).

 Es por esto que el análisis económico de Marx, que se despliega, en primer lugar, en la esfera del mercado, ocupándose del valor y sus efectos (fetichismo de la mercancía, fetichismo del dinero, etc.), no se detiene allí, sino que, a diferencia de la economía política burguesa -que sí tiende sí a fijarse en los movimientos inmediatos del mercado, tratando de hallar sus “leyes”, para extraer de allí recomendaciones como la de ofrecer a los capitalistas condiciones “favorables” para la inversión, vale decir, perjudiciales para el trabajo-, se ve impulsado hacia la esfera de la producción y, por tanto, al tratamiento del otro “momento” de la mercancía “fuerza de trabajo”.

 Pero no debe creerse que baste quitar la vista de la esfera del mercado y dirigirla, en un giro feuerbachiano, hacia la esfera de la producción, para ponerse a salvo de todo ese fetichismo. El resultado de una tal mirada sería igualmente “aparencial”, pues el “valor de uso” de la fuerza de trabajo sólo puede mostrarnos, tomado en su unilateralidad, trabajos individuales de hombres atomizados. Dado que el momento del intercambio aparece como determinante de la producción, con el desarrollo del capitalismo, el “trabajo abstracto”, que en un primer momento aparecía como mero producto de un cálculo mental realizado por los hombres en el mercado, irá plasmándose en la realidad, irá configurando la producción, transfiriendo su homogeneidad abstracta a los trabajos que ya no conservarán sus diferencias cualitativas. Dice Lukács:

Si se estudia el camino recorrido por el desarrollo del proceso del trabajo desde el artesanado, pasando por la cooperación y la manufactura, hasta la industria maquinista, se observa una creciente racionalización, una progresiva eliminación de las propiedades cualitativas, humanas, individuales del trabajador. (…) En esa racionalización y a consecuencia de ella se produce el tiempo de trabajo socialmente necesario, el fundamento del cálculo racional, primero como tiempo de trabajo medio registrable de modo meramente empírico, más tarde, a través de una creciente mecanización y racionalización del proceso de trabajo, como tarea objetivamente calculable que se enfrenta al trabajador con una objetividad cristalizada y conclusa (Lukács, 1985: 82).

 Entonces, la abstracción originada en el mercado se traslada a la esfera de la producción, disgregando toda comunidad de productores[1], cuya cohesión pasará a ser garantizada por el mecanismo “en el que están insertos y que media sus relaciones” (Ibíd.: 16). Todas las esferas de lo visible (mercado y producción en el análisis de Marx, más todas las que agregará Lukács en su análisis) se han vuelto aparenciales, y si quisiéramos traspasar esa cáscara cósica de lo concreto, deberíamos ensanchar nuestra mirada no ya hasta abarcar alguna otra esfera de la realidad capitalista sino hasta trascender la realidad capitalista en su conjunto. Esto implica, en principio (y sólo en principio), dirigir la atención hacia los tiempos de su gestación histórica. Ya Marx señalaba que “ todo el misticismo del mundo de las mercancías, todo el encanto y el misterio que nimban los productos del trabajo basados en la producción de mercancías, se esfuman tan pronto como los desplazamos a otras formas de producción” (Marx, 1999: 41). El recurso a la historia ejerce, dentro del materialismo histórico, un rol metódico semejante a la duda en el cartesianismo, en la medida en que propugna una ruptura con los hábitos mentales adquiridos. Sin embargo, la superación del misticismo no es un mero trabajo de consciencia. El paso adelante que da Marx frente a Feuerbach (y frente a todas las filosofías que, de Nietzsche en adelante, pasarán este aporte marxiano por alto) es mostrar las abstracciones fundamentales de la sociedad como abstracciones reales, indicando con ello que la superación de las mismas no requiere un cambio de actitud sino una transformación social.  

 

3. La cosificación de todas las manifestaciones de la vida.

 El siguiente paso de Lukács será mostrar que el proceso de abstracción real se da en todas las manifestaciones de la vida en la sociedad burguesa, tanto objetivas cuanto subjetivas. Dice Lukács, respecto de dicho fenómeno:

 Ocurre objetivamente en el sentido de que surge un mundo de cosas y relaciones cósicas cristalizado (el mundo de las mercancías y de su movimiento en el mercado), cuyas leyes, aunque paulatinamente van siendo conocidas por los hombres, se les contraponen siempre como poderes invencibles, autónomos en su actuación (Lukács, 1985: 11).

 El sujeto queda, en este sentido, escindido de la objetividad, y aunque el conocimiento de la misma pueda ayudarle a sacar provecho de ella, no puede, en cambio, ayudarlo a transformarla. El hombre de la inmediatez capitalista permanece subordinado a ese orden del mundo[2]. Y, continúa la cita:

 Y [ocurre] subjetivamente porque, en una economía mercantil completa, la actividad del hombre se le objetiva a él mismo, se le convierte en mercancía.

 Lukács va a enfocar aquí el análisis de Marx según el cual la fuerza de trabajo del productor se convierte en mercancía, desde el punto de vista subjetivo, esto es, de cómo impacta esa escisión en la interioridad del obrero y de cada miembro de la sociedad capitalista (sin excluir al burgués).

 

3.1. La cosificación objetiva.

 A la hora de extender el fenómeno del fetichismo a todas las relaciones humanas, Lukács se apoya en Weber, el cual observaba la similitud entre el proceso histórico de desarrollo del Estado moderno, concebido como empresa, y el desarrollo del capitalismo tal como lo describiera Marx. Decía Weber:

 La dependencia jerárquica del obrero (…), el funcionario estatal y el militar, se debe uniformemente a que los instrumentos, las reservas y el dinero imprescindibles para la empresa y para la existencia económica se encuentran en poder del empresario en un caso y de los dueños políticos en el otro (Citado en Lukács, 1985: 22).

 Se trata de la misma escisión entre el trabajador y las condiciones objetivas para su trabajo a la cual Marx concede un profundo análisis histórico en los Grundrisse  (“Formas que preceden a la producción capitalista”). Dice Weber:

 En todas partes el desarrollo del estado moderno comienza cuando el príncipe inicia la expropiación de los titulares ‘privados’ de poder administrativo que junto a él existen (…). Ahora bien, en el curso de este proceso político de expropiación que, con éxito variable, se desarrolló en todos los países del mundo, han aparecido, inicialmente como servidores del príncipe, las primeras categorías de ‘políticos profesionales’ (…). Pero a los príncipes no les bastaba, naturalmente, con estos auxiliares ocasionales o semiprofesionales. Tenían que intentar la creación de un equipo dedicado plena y exclusivamente a su servicio, es decir, un cuadro de auxiliares profesionales (…). A lo largo de un desarrollo que dura ya quinientos años, el funcionario especializado según la división del trabajo ha ido creciendo paulatinamente en Europa (Weber, 1979: 91).

 Esta burocratización de la institución estatal es, sin embargo, parte de un proceso más general de racionalización que ha llegado a abarcar todas las áreas de la cultura.

 Lukács toma como punto de partida, pues, la analogía entre la generalización de la “racionalización” y la de la “forma mercancía”. En ambos casos se observa el paso a primer plano de lo universal abstracto y el relegamiento de lo cualitativo, del contenido concreto. Por otra parte, la actitud del sujeto escindido de esa objetividad regulada sólo puede ser meramente contemplativa. Pues es la contemplación la actitud coherente con esa universalidad abstracta de la mercancía que va forjando el mundo a su imagen y semejanza:

 [Mientras la “práctica se orienta] a lo cualitativamente único y peculiar, al elemento de contenido, al sustrato material del objeto de cada caso (…), la contemplación teorética aparta precisamente de ese momento (…). La depuración teórica, el dominio teorético del objeto, culmina precisamente en la explicitación cada vez más intensa de los elementos formales desprendidos de todo contenido (Ibíd.: 59).

 Así, por ejemplo, la propagación de una legalidad abstracta alcanza al sistema jurídico. Ya Weber señalaba la necesidad para la empresa capitalista de un conjunto de leyes rigurosamente sistematizado, inflexible ante “los acontecimientos singulares de la vida social” (Ibíd.: 24). Y la actitud subjetiva coherente con la sistematicidad jurídica, esto es, la actitud esperable de un juez, es la de “un autómata de aplicación de artículos cuyo funcionamiento es calculable en líneas generales” (Ibíd.: 22).

 Ahora bien, además de la pérdida de contenido, lo que va a caracterizar a esta forma de conocimiento es su incapacidad para dar cuenta de la unidad del todo. Y es que la realidad misma que “refleja” se muestra incapaz de articular los momentos que la componen. Dice Lukács:

Esta racionalización del mundo, aparentemente ilimitada, que penetra hasta el ser psíquico y físico del hombre, tiene, empero, un límite en el carácter formal de su propia racionalidad (…). El desprecio de la concreción de la materia de las leyes, desprecio en el que se basa su legalidad, se refleja en la real incoherencia del sistema legal mismo, en la independencia relativamente grande que poseen esas partes las unas respecto de las otras. Esa incoherencia se revela del modo más craso en tiempo de crisis, cuya esencia – vista desde la perspectiva de estas consideraciones – estriba precisamente en que se rompe la continuidad inmediata de la transición de un sistema parcial a otro, con lo que la independencia recíproca de todos, el carácter casual de su referencialidad recíproca, se impone repentinamente a la consideración de todos los hombres (Ibíd.:  28).

 Así como, con la racionalización del proceso de trabajo, el “trabajo abstracto” invadía con efecto disolvente el dominio mismo de lo cualitativo, esto es, la esfera de la producción (taylorismo); con la crisis, lo cualitativo, lo no calculado, irrumpe en la esfera del mercado, ejerciendo un efecto disolvente sobre aquella racionalización del mundo, que hasta allí se presentaba como absoluta. En otras palabras, el trabajo abstracto sólo podía configurar al trabajo concreto (recortando toda comunicación entre los trabajos racionalizados y entre éstos y los consumidores) a costa de que lo “concreto” así formalizado irrumpiera en el mercado en la forma de crisis. La crisis, pues, no es una calamidad que aconteciera repentinamente, sino que es la esencia del sistema de producción de mercancías.

 Lukács, en consonancia con el análisis que viene desarrollando, amplía el alcance de esta no racionalización al señalar que el capitalismo, basado “en el cálculo económico privado, impone en toda manifestación de la vida esa correlación de detalle regulado y todo casual” (Ibíd.: 30).

 El proceso de racionalización del mundo (y con él, el esfuerzo teorético por reflejarlo) encuentra, pues, su límite objetivo. Y este límite es, aunque en un sentido más general, el mismo límite con que choca el sistema de producción capitalista en su desarrollo, a saber, la crisis. Tal límite estaría indicando la necesidad de realizar un salto cualitativo, revolucionario, que supere las contradicciones propias del sistema productivo y de todas las manifestaciones del hacer y el pensar de los hombres en la sociedad capitalista.

 

3.2. La cosificación subjetiva.

 El sistema de producción capitalista tiene como una de sus premisas la aparición del “trabajador libre”. Tal libertad legal (es decir, abstracta) se da como epílogo del proceso de separación del trabajador respecto de las condiciones materiales de su actividad. Así “desposeído”, el trabajador se ve en la “necesidad” de salir a ofertar en el mercado su fuerza de trabajo. Pero con esto, lo que en el análisis de la cosificación objetiva se reveló como una oposición externa al sujeto, una oposición entre él y la objetividad, aparece ahora como una escisión interna al mismo. Tal escisión, mientras aún se conserva el carácter cualitativo de la producción, resulta sólo formal, es decir, limitada a la esfera del mercado, pues una vez en el “taller”, el obrero “calificado” despliega en su actividad todo su ser: despliega ideas propias, dispone los tiempos y los modos de realizar lo que se propone, etc. Sin embargo, en la medida en que lo abstracto avanza sobre la producción, la escisión se vuelve real. Dice Lukács:

Con la descomposición moderna, ‘psicológica’ del proceso de trabajo (sistema Taylor), esta mecanización racional penetra hasta el ‘alma’ del trabajador: hasta sus cualidades psicológicas se separan de su personalidad total, se objetivan frente a él, con objeto de insertarlas en sistemas racionales especializados y reducirlas al concepto calculístico (Ibíd.: 13).

 El proceso de racionalización ha penetrado en el hombre relegando, allí también, los aspectos cualitativos, a tal punto que “las propiedades y las peculiaridades humanas del trabajador se presentan cada vez más como meras fuentes de error respecto del funcionamiento racional y previamente calculado de esas leyes parciales abstractas” (Ibíd.: 14).

 El trabajador, inserto dentro de un mecanismo como un engranaje más, tiene que someterse a su funcionamiento, tiene que contemplar sus leyes y sus ritmos. El hecho de que el trabajo asuma carácter “contemplativo”, por lo demás, no disminuye, sino que incrementa, su fatigosidad (tanto más si se toma en cuenta que uno de los objetivos de Taylor era la eliminación de los “tiempos muertos” dentro de la producción).

 Lukács convierte este destino del trabajador en “destino típico”, en la medida en que señala que la separación de la fuerza de trabajo respecto del trabajador se repite en todas las subjetividades que integran la sociedad capitalista cuyas “cualidades y capacidades” se presentan cada vez más como “cosas”. La misma función del capitalista, a quien Marx comparaba con un personaje típico teatral, queda sometida a las leyes de la competencia. El “interés egoísta” del burgués, por consiguiente, es también una propiedad escindida de su persona, como lo era, según dijimos, el criterio del juez, mantenido al margen de toda consideración “personal”. Y lo mismo vale para el funcionario estatal, cuyas funciones quedan insertas dentro del mecanismo de un Estado racionalizado. El cumplimiento de las mismas entraña una “renuncia a sí” que, en su sentido más extremo, se configura como lo que Hegel llamara valor militar, cuya “entrega voluntaria de la realidad personal” era la expresión de las “supremas antítesis” (Hegel, 1987: 266).

 Ahora, esta misma extrañación se observa en el resto de los funcionarios estatales, los cuales, tanto como los militares, hacen de ella una cuestión de “honor”. Dice Lukács:

 La necesaria y plena subordinación al sistema de las relaciones cósicas en que se encuentra cada burócrata, la idea de que su ‘honor’, su ‘sentimiento de la responsabilidad’ le exige precisamente esa subordinación completa, todo muestra que la división del trabajo ha sido aquí arraigada en lo ‘ético’, al modo como el taylorismo la ha arraigado ya en lo ‘psíquico’ (Lukács, 1985: 27).

 En cuanto a aquellos que llevan al mercado su saber, esto es, aquellos trabajadores cuya “fuerza de trabajo” es su pensamiento, no puede atribuírseles ningún carácter “excepcional”:

El capitalismo ha producido, con la estructuración unitaria de la economía para toda la sociedad, una estructura formalmente unitaria de la consciencia para toda esa sociedad (…). El vendedor de sus capacidades objetivadas y cosificadas no sólo es espectador del acaecer social, [no sólo es un sujeto escindido de la objetividad] (…), sino que se sume en una actitud contemplativa respecto del funcionamiento de sus propias capacidades objetivadas y cosificadas. Esta estructura se revela del modo más grotesco en el periodismo, en el cual la subjetividad misma, el saber, el temperamento, la capacidad expresiva, se convierten en un mecanismo abstracto, independiente de la personalidad del ‘propietario’ igual que de la esencia concreta material de los objetos tratados: en un mecanismo que funciona según sus propias leyes. La ‘falta de consciencia y de ideas’ de los periodistas, la prostitución de sus vivencias y de sus convicciones, sólo puede entenderse como culminación de la cosificación capitalista (Ibíd.: 27).

 Ahora bien, también el filósofo, como sujeto, aparece en la inmediatez de la sociedad capitalista escindido de la objetividad. La actitud filosófica moderna parte de la aceptación de lo dado; la escisión sujeto-objeto se le presenta como un dato inamovible, y se limita a asumir dentro de ella una actitud meramente teorética. La situación se agrava aún más porque lo que la filosofía acepta como dado no es la realidad sino lo que la ciencia dice de ella. Como señala Lukács, la tendencia básica del desarrollo filosófico ha consistido en “aceptar como necesarios, como dados, los resultados y los métodos de las ciencias especiales y atribuir a la filosofía la tarea de descubrir y justificar el fundamento de la validez de esas conceptuaciones. Con lo cual la filosofía se sitúa respecto de las ciencias especiales como éstas respecto de la realidad empírica” (Ibíd.: 39). Con ello se amplía la distancia del filósofo respecto de la realidad y, por consiguiente, la posibilidad de transformar la misma.

 

4. El método matemático.

 A medida que la forma mercancía se hacía omniabarcativa, a medida que la racionalidad formal iba reconfigurando toda la cultura occidental, se desarrollaba el racionalismo moderno, esfuerzo del pensamiento por alcanzar el mismo grado de generalidad que estaban adquiriendo los fenómenos. Hemos visto que el despliegue de la forma mercancía a toda la sociedad relegaba los aspectos cualitativos de la misma. La inmediatez capitalista se determinaba sólo cuantitativamente. Correlativamente, pues, el “racionalismo” asumía para sí el método matemático; reducía todo fenómeno a sus aspectos formales hasta convertirlo “en objeto de un cálculo exacto” (Ibíd.: 62). El conocimiento, lo mismo que el poder o el ordenamiento social, empezaba a ser abordado como construcción humana. Kant no habría sido el primero en atribuir a la subjetividad un rol constitutivo del conocimiento, aun cuando haya tenido el mérito de haber explicitado y haberle dado nombre a ese “giro copernicano”. Tampoco fue el primero en concebir esa subjetividad interviniente de manera abstracta, en una escisión originaria respecto del objeto, aunque fue el primero en calificarla, de forma tan ilustrativa, como “trascendental”. La subjetividad, según él, opera con ciertas categorías a priori, esto es, independientes de la experiencia que, por eso mismo, no pueden verse modificadas por ella. La subjetividad trascendental, en su proceso de conocimiento, retorna desde el objeto, si es que puede decirse que retorna, siempre idéntica a sí misma; no tiene historia.

 En definitiva, para el método matemático el conocimiento debía ser producido por el hombre pero con carácter de necesario, lo cual exigía abstraer al mismo: a) de “lo dado”, porque sus determinaciones escapan constantemente a lo cognoscible a partir de ciertos principios. Bajo la influencia de Hume, será Kant el primero en querer asumir “lo dado”, conservando, no obstante, el método matemático.

                                                                                                                  b) del “devenir”, porque el decurso  del mismo escapa constantemente a lo previsible y calculable a partir de dichos principios. Será Hegel quien reintroduzca la historia aunque, ahora sí, despojándose del método matemático.

 Consideraremos, en primer lugar, los desafíos que se le plantean a Kant cuando intenta asumir lo dado (el contenido) dentro del marco formal del sistema matemático. Los desafíos que se le plantean a Hegel al asumir el devenir será el paso siguiente.

 

4.1. La Crítica de la razón pura y la cosificación objetiva.

 En la Crítica de la razón pura Kant explicita su principio programático: “Pensamientos sin contenidos son vacíos, intuiciones sin conceptos son ciegas” (Kant, 1945: 107). Se observa aquí la intención kantiana de asignar a lo dado en los sentidos igual estatus ontológico que a lo puesto por el entendimiento. Pero este compromiso, lejos de superar el dualismo forma-contenido, lo asume como punto de partida. Kant intentará subsumir sin más (sin contradicción) las intuiciones sensibles en la estructura formal del entendimiento. Pero es entonces cuando se le plantea el siguiente problema, que él mismo expone al comienzo del capítulo sobre el “esquematismo”:

En toda subsunción de un objeto bajo un concepto, la representación del objeto debe ser de naturaleza semejante a la del concepto (…). Pero los conceptos puros del entendimiento comparados con las intuiciones empíricas (o sensibles en general) son por completo heterogéneos (…). Es, pues, evidente que debe existir un tercer término que sea semejante por una parte a la categoría y por otra al fenómeno, y que haga posible la aplicación de la categoría al fenómeno (Kant, 1945: 148).

 Kant halla esa mediación en las determinaciones trascendentales del tiempo:

Una determinación trascendental del Tiempo es homogénea a la categoría (…) en cuanto que es universal y descansa en una regla a priori. Pero por otro lado es homogénea al fenómeno en cuanto también el Tiempo está comprendido en todas las representaciones empíricas de la diversidad (Ibíd.).

 Sin embargo, esa mediación presupone la noción de formas puras de la sensibilidad (espacio y tiempo), las cuales implican una cierta configuración previa de toda experiencia posible. Son determinaciones a priori de esas formas puras de la sensibilidad, sin ir más lejos, todas las leyes de la matemática y de la física moderna, juicios sintéticos a priori a los cuales habrá de ajustarse toda experiencia posible, incluso si pertenece al orden de lo personal o social. Así, “lo dado”, el contenido que Kant se propuso compatibilizar con el método matemático, resulta depurado para ello.

 Frente a esta materialidad adaptada, sin embargo, asoma la pregunta por la verdadera materialidad, por “la cosa-en-sí”, que será declarada incognoscible. Conocer lo que las cosas son en sí mismas supondría poder aprehenderlas sin la mediación de nuestra facultad de conocimiento, lo cual es imposible. El programa kantiano se ve, pues, frustrado. Nuevamente el sistema matemático formal expulsa de sí al contenido.

 Ahora bien, esta dificultad de captar el “contenido” de las formas con que conocemos el mundo se relaciona con la imposibilidad de captar el todo y la sustancia última de ese conocimiento (Dios, Alma, Mundo), tal como se presenta en la “Dialéctica trascendental”, donde fenómenos y noúmenos son puestos en una oposición absoluta. La “irracionalidad del todo” (su no racionalización), que en el plano económico se ponía de manifiesto a través de la crisis, en el plano gnoseológico se pone de manifiesto en las antinomias de la razón: no habiendo intuiciones con que contrastar las “ideas”-que remiten no a fenómenos delimitados en el espacio y el tiempo sino a totalidades-, careciendo por tanto de un sustrato empírico, la razón encuentra argumentos para defender una cosa y su contraria. Lo mismo puede defender, por ejemplo, que el mundo es finito o infinito. Las antinomias de la razón representan la “crisis” de la razón pura, de la formalidad de un pensamiento que sólo acusa recibo de fenómenos y hechos aislados.

 Hemos visto que la forma mercancía, generalizada en la esfera del mercado, al configurar la realidad de la producción, atomizaba los trabajos particulares. A la generalidad del mercado le correspondía la fragmentación del trabajo. No debe, pues, sorprender que algo semejante ocurra en el plano gnoseológico: a la generalidad del entendimiento puro le corresponde la fragmentación de los “hechos”. El conocimiento, como el trabajo, se dividirá en campos parciales cada vez más específicos, cuya unidad sólo podrá ser pensada como una agregación de unos conocimientos a otros dentro de una progresión al infinito. El pensamiento, en su esfuerzo por abarcar todos los fenómenos, pierde de vista la captación de la totalidad. Lukács visualiza en este destino del pensamiento el destino de la sociedad que lo engendró:

La clase burguesa domina crecientemente las singularidades y los detalles de su existencia social y los somete a las formas de sus necesidades, pero, al mismo tiempo y también crecientemente, pierde la posibilidad de dominar intelectualmente la sociedad como totalidad y, por lo tanto, su calificación como clase dirigente.

 Así, pues, la fortaleza del proletariado debía consistir en asumir él ese dominio intelectual y material de la totalidad social que la burguesía, desde su mismo ascenso al poder, se había mostrado incapaz de ejercer. La vuelta a Kant por parte de Bernstein ponía de manifiesto que el revisionismo renunciaba a dicha captación, renunciaba a la potencialidad proletaria de configurar el todo social. En vez de ello promovía la acumulación de conquistas aisladas dentro de las formas sociales vigentes. Y como la capacidad de fragmentación de la realidad es infinita, el “progresismo” se adentraba así en una “progresión al infinito” en la cual a cada nueva conquista le sucedería otra por conquistar, mientras la estructura subyacente de la sociedad, el orden de clases, permanecía incólume… y dispuesto a echar abajo, como a la piedra de Sísifo, los derechos conquistados.

 

4.2. La Crítica de la razón práctica y la cosificación subjetiva.

 Hemos señalado que el desarrollo del racionalismo filosófico tenía su fundamento en el proceso de racionalización de la vida que se dio en la Modernidad. “La filosofía crítica moderna ha nacido de la estructura cosificada de la consciencia”, decía Lukács (Ibíd.: 40). Ahora bien, dijimos que ese proceso de cosificación se daba al mismo tiempo en dos direcciones: objetiva y subjetiva. La cosificación objetiva implicaba la separación del sujeto respecto de la objetividad, frente a la cual sólo podía asumir una actitud contemplativa. La Crítica de la razón pura constituía la expresión filosófica más acabada de esa escisión: el sujeto conocedor quedaba divorciado de lo conocido por él, la cosa-en-sí, sobre la cual nada podía decir, aunque sí pudiera ir alcanzando un conocimiento acabado de sus manifestaciones fenoménicas. La cosificación subjetiva, por su parte, implicaba la escisión en el interior mismo del sujeto, la separación de una parte de su ser que pasaba a integrarse a la naturaleza (segunda naturaleza). La Crítica de la razón práctica constituirá la expresión filosófica más acabada de esta segunda dirección del proceso cosificador. Allí el programa de Kant será superar en la esfera práctica lo que en la esfera teórica resultaba insuperable. Si en el plano gnoseológico la escisión entre el sujeto conocedor y el objeto conocido era absoluta, no debía ocurrir lo mismo en el plano práctico, donde el sujeto no sólo debe contemplar la realidad sino que debe operar sobre ella. La filosofía kantiana avanzaba así hacia una concepción de la praxis como ámbito de superación de las antinomias de la pura racionalidad. Pero la permanencia del modelo matemático de conocimiento trabaría este desarrollo. Pues la “praxis”, para ser compatible con dicho modelo, debía reunir dos requisitos: primero, quedar circunscripta dentro de la interioridad del sujeto, toda vez que la realidad “fenoménica”, en su necesariedad, resultaba refractaria a la libertad y a los fines de la razón. De esta manera, la ética kantiana asumía para sí la escisión implicada en su gnoseología: la práctica debe desinteresarse de sus efectos en la realidad.

 En segundo lugar, la praxis debía ser adaptada a un sistema de máximas autoproducidas, universales y ahistóricas. Esta “praxis” devino así una actitud contemplativa. Como el obrero ante las leyes del funcionamiento de la máquina, el individuo ético quedaba subordinado a los imperativos categóricos, para cuyo cumplimiento debía sacrificar todo lo cualitativo de su ser (las inclinaciones). Lo cualitativo, también aquí, sólo podía ser causa de error. Con esto, dice Lukács, la escisión entre forma y contenido “se trasplanta al sujeto mismo: hasta el sujeto se escinde en noúmeno y fenómeno, y la escisión irresuelta, irresoluble y como irresoluble eternizada, entre libertad y necesidad penetra hasta la más íntima estructura del sujeto” (Ibíd.: 69).

 

4.3. La Crítica del juicio y los límites del arte.

 Tras el “fracaso” de la Crítica de la razón práctica vemos plantearse nuevamente la necesidad de una práctica unitaria, previa a toda escisión que afecte a la subjetividad en su relación con el mundo y consigo misma. La Crítica del juicio encuentra esa praxis en el arte, cuya significación para la concepción del mundo adquirirá desde entonces una importancia que nunca antes había tenido. El principio del arte parecía asimilable a otra noción kantiana presentada, aunque marginalmente, en la Crítica de la razón pura, a saber, la del “entendimiento intuitivo”. Los sucesores inmediatos de Kant asociaron, pues, el principio del arte con el de un entendimiento productor de contenidos (de una realidad que no estuviera ya, como la realidad fenoménica, matemáticamente determinada) y quisieron conciliar en el plano estético lo que en el plano gnoseológico y ético resultaba inconciliable.

 Pero he aquí el límite de este intento: si bien la racionalización del mundo y la consecuente escisión entre forma y contenido han sido operadas en la realidad, su conciliación era perseguida en la subjetividad, a través de una recepción estética del mundo, a través de un arte que nos develara la realidad oculta. Tal búsqueda seguía siendo teorética. Podía, sin embargo, querer elevarse el principio estético a principio configurador de la realidad objetiva, como un relevo de la forma mercancía, pero esto implicaba mitologizar dicho principio, exagerar su potencialidad. El arte constituye, y constituirá siempre, lo mismo que la filosofía, una determinada producción dentro de la sociedad, y no es desde una producción en particular (ni la del arte ni la de la filosofía) sino desde la producción en general, desalienándola, que aquélla podrá ser reconfigurada. Así, pues, dejando de lado las hipóstasis de un romanticismo exasperado, el principio del arte no escapa a las escisiones que atraviesan la filosofía crítica y la realidad. El desarrollo artístico del siglo XIX así lo demostró. En efecto, con el modernismo literario, con la escuela del arte por el arte, éste se volvió una objetividad con leyes propias, opuestas a la subjetividad, una especialidad más entre otras, y todo intento de superar estéticamente las contradicciones de la realidad se mostró improcedente.

 

5. El pensamiento dialéctico.

 La filosofía kantiana y la de sus sucesores inmediatos dejaron como tarea a realizar la conciliación del pensamiento con la verdadera concreción de la realidad (y no con una realidad formalizada). La subjetividad y la objetividad debían conservar ambas sus derechos, sin que ninguna fuera subordinada a la otra. Este es el propósito que asume el método dialéctico a partir de Hegel. Ahora bien, la adaptación de la materia a la racionalidad formal, ocurre en la realidad misma y no meramente en los sistemas filosóficos. Así, aprehender la realidad en su verdadera concreción, en la unidad de sus momentos cualitativo y cuantitativo, requerirá “que el rígido ser cósico de los objetos del acaecer social se desvele como mera apariencia (…), o sea, que se pueda mostrar las cosas como momentos disueltos en procesos” (Ibíd.: 120). El capital, por ejemplo, tendrá que mostrarse como una apropiación en curso, la contracara exacta del proceso de enajenación del trabajo, y no ya como una realidad separada de él, subsistente por sí misma. De esta manera, al advertirse el constante fluir de lo que aparecía cristalizado, el devenir se manifiesta, en términos hegelianos, como la verdad del ser. Y en esta negación de la inmutabilidad de las formas matemáticas, cuando “‘lo verdadero’, como escribe Hegel en la Fenomenología, se ha convertido en aquel ‘torbellino báquico’ en el cual no hay ni un miembro “que no esté ebrio” (Ibíd.: 140), el  principio de la práctica, liberado de toda captura en la interioridad, puede al fin reconocerse y desplegarse. Lo verdadero, la realidad social, deja de aparecer exclusivamente como sustancia para revelarse, al mismo tiempo, como subjetividad en curso. Fue mérito de Hegel haber advertido que esa subjetividad cuya escisión respecto del mundo quedaba de esta manera desmentida, no era la del individuo, quien se enfrenta efectivamente “con la realidad objetiva como con un complejo de cosas rígidas” (Ibíd.: 140). El sujeto de la historia sólo puede ser hallado en un “nosotros”.

 Pero este hallazgo, según Lukács, no será logrado de manera concluyente hasta Marx, pues Hegel, que escribió en un momento en que el proletariado no se había desarrollado suficientemente, creyó hallar esa subjetividad colectiva en el Espíritu del Mundo, el cual se realizaría en la historia a través de los Espíritus Nacionales, de los pueblos. Como Lukács observa, sin embargo, el Espíritu del Mundo sigue siendo una abstracción tan grande como el sujeto trascendental kantiano, y en cuanto a los Espíritus Nacionales, éstos, como los individuos, ven desplegarse la historia con independencia de ellos. Así, pues, el paso decisivo lo dará Marx con el reconocimiento del sujeto de la historia en el proletariado. Éste es particularidad concreta y universalidad abstracta al mismo tiempo. Pero aquí salta a la vista una de las dificultades fundamentales que debe enfrentar el marxismo y que Lukács pone en evidencia. Aun si es cierto que lo universal, vale decir, los intereses colectivos de la sociedad, se hallan encarnados en la particularidad concreta del proletariado, no deja de haber entre ambos momentos una distancia ontológica: lo universal se da allí como potencia, se da con carácter de posibilidad, hacia la cual, sin embargo, no debe creerse que la realidad actual del proletariado brote espontáneamente. “Si se intenta dar a la conciencia de clase una forma existencial inmediata –dice Lukács- se cae inevitablemente en la mitología, se piensa en una enigmática consciencia genérica (tan misteriosa como los ‘Espíritus Nacionales’ de Hegel)” (Ibíd.: 115). De esta manera, aun cuando esos aspectos converjan en el proletariado, no dejan de ser discernibles, y existe en todo momento el riesgo de que se escindan drásticamente.

 Rechazado, pues, que el proletariado sea en su existencia inmediata sujeto de transformación social, habrá que explicar el proceso mediador a través del cual podrá devenirlo. Según Lukács, sólo si pone sus prácticas en referencia al porvenir, sólo si las orienta hacia la superación de la actual sociedad de clases, podrá el proletariado adquirir dimensión histórica. Es preciso señalar, sin embargo, que si esta apertura de las perspectivas proletarias implica un canto del gallo galo o un vuelo matinal del búho de Minerva, no implica en cambio una ruptura del vínculo con las condiciones objetivas. Lukács recurre, para explicar este carácter concreto de la conciencia, a la categoría hegeliana de posibilidad objetiva. “La teoría objetiva de la consciencia de clase es la teoría de su posibilidad objetiva” (Ibíd.: I, 165). Esta posibilidad objetiva está implícita en la realidad. La conciencia, a través de su elevación al punto de vista de la totalidad, no hace sino esclarecer, cuanto sea posible, esa “tendencia inmanente” (Ibíd.: 120). No estamos aquí ante ningún a priori del sujeto sino ante situaciones históricas, con toda su complejidad. Que se haya visto en esta concepción -que el propio Lukács haya llegado a ver- un “subjetivismo” constituye un triunfo del estalinismo y un desconocimiento de la dimensión ontológica que la misma supone (y que Lukács desarrollará tardíamente). La teoría de las posibilidades objetivas supone el estudio del todo social, el reconocimiento de los diversos sectores actuantes (la historia demostraría la importancia de los campesinos, los sectores medios, los movimientos sociales, etc.), si bien siempre desde la perspectiva de la reapropiación de los medios de trabajo por parte de los trabajadores. En esto consiste la conciencia del proletariado (y no ya del proletario individual, puesto que las mencionadas posibilidades son reales sólo para actores colectivos, mientras que para los individuos son sólo imposibilidades).

 Ahora bien, es justamente esta complejidad del análisis la que lo aleja de lo cotidiano. Al otorgársele un sustrato objetivo, la conciencia, entendida como perspectiva de clase, logra traspasar los límites del cogito individual; puede incluso estar ausente en la conciencia individual de un número importante de trabajadores. Pero con esto encuentra un límite lo que constituía la característica propia del proletariado frente a las otras clases que la precedieron históricamente, a saber, el carácter consciente de su acción. Una tal autoconciencia pareció alcanzarse en algunas formas organizativas de la clase obrera, como la de los consejos, en los que Lukács tendió a ver “el órgano de lucha del proletariado entero, capaz de desarrollarse hasta ser órgano estatal” y hasta la “superación político-económica de la cosificación capitalista” (Lukács, 1985, Vol. I: 165). Siempre estuvo tentado a ver allí un primer ensayo de totalidad concreta que tras un largo proceso (dentro del cual la toma del poder sería un momento ineludible) podría configurar, como antaño lo hiciera la formalidad abstracta de la mercancía, la sociedad entera. Para Lukács, sin embargo, la conciencia de clase requiere un análisis permanente de la realidad, un esfuerzo y entrenamiento constantes por desentrañar las posibilidades de acción, mientras que los consejos han sido históricamente experiencias relativamente fugaces, con flujos y reflujos propios de la espontaneidad. De allí deriva la necesidad de la organización partidaria, capaz de resistir la fuerza de arrastre de una corriente en retroceso.

 En el partido, entonces, el proletariado tiene su conciencia colectiva, pero la tiene enfrente, objetivada, existiendo con independencia de su cotidianidad. “En-sí” y “para-sí”, los dos momentos de la existencia del proletariado se escinden al interior mismo de la clase. Lukács constata esta fractura como “escisión dialéctica entre el objetivo singular y el objetivo final” (Ibíd.: I, 155), siendo su manifestación inmediata la de una oposición entre la clase y su partido político.

 

6. Conclusión.

 El último ensayo de Historia y consciencia de clase está dedicado a la cuestión organizativa. Allí Lukács intenta mantenerse distante de dos posiciones extremas: la que atribuye incondicionalmente a las masas la “recta comprensión de la acción revolucionaria” y la que las considera inconscientes de la misma, teniendo que ser sustituidas en la acción por una minoría consciente (Ibíd.: 235). Con esto se cierra el camino recorrido en Historia y conciencia de clase. El fetichismo de la mercancía y la cosificación de todas las manifestaciones de la vida en la sociedad capitalista, eternizadas por el modo matemático, no histórico, de pensar, fueron disueltas en procesos gracias al “método” dialéctico. La estructura cosificada de la sociedad se mostró en devenir y halló un sujeto capaz de superar los antagonismos que la desgarraban: el proletariado. El aspecto crítico de este camino se presentó cuando ese sujeto desde cuya unidad más o menos compacta debía darse el salto a la nueva sociedad, se mostró también fracturado. El “realismo” y no el “idealismo” de Lukács lo llevó a aceptar ese dato. Pero aun cuando dentro de la sociedad capitalista -donde el proletariado se halla, a excepción de los períodos revolucionarios, siempre atomizado- hubiera que asumir, a la manera kantiana, esa escisión como punto de partida (junto con el carácter necesario del Partido) la misma no tenía por qué ser asumida como punto de partida de la nueva sociedad. El proceso de burocratización que, bajo influencia de Weber, pudo Lukács detectar con toda claridad en la dinámica capitalista, no fue visto por entonces, en 1923, como una amenaza para el socialismo. A través de dicho proceso, sin embargo, las posibilidades reales de desarrollar el socialismo serían ellas mismas cosificadas, deteniendo la marcha de la democratización socialista.

 

* Ignacio Marcote es profesor y licenciado en Filosofía. Desde hace años está abocado a la investigación en dos temáticas principales: el socialismo y la dialéctica. Actualmente la Editorial Biblios prepara la edición del texto La dialéctica y sus críticos. Para una comprensión del pensamiento dialéctico, en donde expone los resultados de sus investigaciones sobre el tema.

[1] Aquí empezamos a observar una diferencia de contenido entre el término “fetichismo” y el término “cosificación”. Pues mientras el primero de ellos parece alcanzar sólo a la apariencia en el mercado, el segundo abarca incluso la realidad. El término “cosificación” está indicando que las relaciones sociales no sólo aparecen como relaciones entre cosas, sino que se vuelven realmente relaciones entre cosas.

[2] Es un error típico creer que en la separación sujeto-objeto coloca a la humanidad en una actitud de dominación frente a la realidad en su conjunto y no, en todo caso, frente a ciertos aspectos aislados de la misma. La separación de la objetividad le ha arrebatado al sujeto la capacidad de controlar la totalidad. El drama de la Modernidad ha sido quedar atrapada en una dinámica del capitalismo que no controla y que vacía de contenido todos y cada uno de sus postulados. Dado este carácter pasivo más que activo de la Modernidad, constituye un error atacar los ideales modernos sin cuestionar al capitalismo, verdadera fuente de degradación de todos los principios. 

 

Bibliografía básica.

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Fenomenología del espíritu. Trad. de Wenceslao Roces. Bs. As.: FCE, 1992.

-, Ciencia de la lógica. Trad. de Augusta y Rodolfo Mondolfo. Bs. As.: Solar, 1993.

-, Filosofía del derecho. Trad. de Angélica Mendoza de Montero. Bs. As.: Claridad, 1987.

Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura. Trad. de José del Perojo. Bs. As.: Sopena, 1945.

Korsch, Karl, Marxismo y filosofía.Trad. de Adolfo Sánchez Vázquez. México: Era, 1971.

Lukács, Georg, Historia y consciencia de clase. Trad. de Manuel Sacristán. Madrid: Sarpe, 1985. 2 Vols. Al menos que se especifique lo contrario, las citas corresponden al volumen II.

-, El hombre y la democracia. Trad. de Mario Prilick y Myriam Kohen. Bs. As.: Contrapunto, 1985.

Marx, Karl, El capital. Trad. de Wenceslao Roces. Bs. As.: Siglo XXI, 1999.

-, Grundrisse (1857-1858). Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política. Trad. de Wenceslao Roces. México: FCE, 2001.

Weber, Max, “La política como vocación”. En -, El político y el científico. Trad. de Francisco Rubio Llorente. Madrid: Alianza, 1979, págs. 81-179.

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