01/11/2024
Por Frierio Leonardo
"Dejemos ya de extrañarnos: la extrema derecha ha llegado, está aquí, está normalizada y ha venido para quedarse. Es momento de abandonar la sorpresa y pensar cómo combatirla". Entrevista de Leonardo Frierio a Steven Forti para Jacobin. Steven Forti es Doctor en Historia, investigador del Instituto de Historia Contemporánea (IHC) de la Universidad Nova de Lisboa y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Durante los últimos años ha enfocado sus estudios de la historia y el pensamiento político hacia el análisis de un fenómeno de impacto global que se encuentra en pleno auge: la ultraderecha. Su último libro es "Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla" (Siglo XXI, 2021).
LF: Desde las primeras páginas de tu último libro señalas que las nuevas extremas derechas son un actor político de primer plano en todo el mundo occidental, ¿cómo llegamos a este escenario?
SF: En primer lugar, quiero decir que en lo personal me parecen un poco naif las reacciones que la opinión pública, los medios de comunicación e incluso de la dirigencia política suelen tener después de cada elección en que la extrema derecha, en un país u otro, consigue un importante resultado electoral. Apenas ocurre eso comienzan a sonar las alarmas como diciendo «cuidado que la extrema derecha puede ganar unas elecciones», extrañándose por el hecho de que la extrema derecha haya entrado en el sistema político o por que haya aumentado su peso electoral.
Es importante remarcar que la extrema derecha no se ha normalizado en los últimos cuatro años, sino que lleva normalizándose desde los años 80, en algún contexto antes que en otro. Tenemos que tener muy en claro que la extrema derecha ya es un actor normalizado, ya está legitimado y, efectivamente, lleva gobernando en algunos países desde hace años o ha llegado al gobierno y luego lo ha perdido en otros países: Jörg Haider llegó al poder en Austria por primera vez en coalición a finales de la década de los noventa tras las elecciones del 1999; la Liga Norte y Alianza Nacional en Italia, este último el partido antecesor de Hermanos de Italia, de alguna forma gobernó Italia en tres ocasiones desde el 1994; Orbán está gobernando con su giro autoritario ininterrumpidamente desde 2010.
Dejémonos ya de extrañarnos, la extrema derecha ha llegado, está aquí, está normalizada y ha venido para quedarse.
Y acerca de cómo llegamos aquí, bueno. Por un conjunto de factores. Cuando Donald Trump ganó las elecciones en 2016 se popularizó la noción acerca de que la profundización de las desigualdades económicas causadas por la globalización neoliberal, que conllevó el achicamiento de la clase media y el aumento de la pobreza entre la clase trabajadora del mundo occidental, explicaba el giro de los electores hacia la ultraderecha.
Esto es cierto, aunque solo de forma parcial. Sería equivocado hacer este tipo de simplificaciones y reducir el fenómeno de la expansión del ultraderechismo a una forma de economicismo. ¿Por qué digo esto? Porque para entender cómo hemos llegado hasta aquí tenemos que sumar una serie de elementos y de factores que no se pueden explicar desde el análisis de las desigualdades económicas, como por ejemplo por qué algunas ideas y valores sostenidas por partidos ultraderechistas, que tienen poco que ver con la economía, son también mayoritarias.
Entonces, por un lado, desde luego que podemos trazar una relación entre la reacción a la globalización neoliberal debido a las consecuencias socioeconómicas que ésta generó, pero también tenemos muchos casos en los que el crecimiento del ultraderechismo es antes una reacción cultural que una reacción económica. Aquí entran en escena fenómenos diversos como las migraciones, la expansión del multiculturalismo en Europa, la expansión de la lucha feminista y por los derechos del colectivo LGBTIQ+.
Por otro lado, no podemos dejar de lado otras dos cuestiones: primero, la crisis que está viviendo la democracia liberal desde hace unas cuantas décadas. Una crisis de la que venimos hablando desde hace tiempo y que no ha hecho más que empeorar. La desconfianza de la ciudadanía en todas las instituciones de la democracia liberal está en niveles exorbitantes. En Europa y los Estados Unidos es difícil encontrar más de un 30% de aprobación en instituciones como el Parlamento o el Poder Legislativo. Este problema es muy profundo, pero también permite preguntarnos cómo podemos haber aguantado hasta ahora. Lo más lógico para la democracia liberal es que hubiera estallado mucho antes (de una forma u otra) ante esta pérdida cabal de consenso social.
Ante la crisis de la democracia liberal, buena parte de nuestros sistemas políticos siguen funcionando de forma clásica, novecentista digamos. Seguimos pensando en el partido como organización de masas, en el sindicato como organización de masas, pero ya ni los partidos ni los sindicatos son organizaciones de masas (tal vez un poco más los sindicatos, pero no tienen la función ni la capacidad para llevar adelante las funciones que tenían en el pasado).
Hoy los partidos políticos tienen a muy pocos militantes, en muchos casos no tienen secciones en el territorio o tienen muy poca actividad territorial. La función de un partido político de masas era hacer funcionar de manera sana una democracia fungiendo como una correa de transmisión entre territorios e instituciones, es decir, canalizando las demandas, las reivindicaciones, las frustraciones de las poblaciones a través de los canales democráticos. Evidentemente eso no funciona ya como funcionaba antes, y esto no es del todo una novedad.
Por último, como tercer elemento aparte de la reacción económica y la reacción cultural a la globalización y de la crisis de la democracia liberal, creo que debemos tomar el rol de las percepciones sociales, una dimensión que ha sido desatendida. Cuando una persona elige la boleta electoral lo hace en base a cómo percibe el estado integral de la sociedad en la que vive y participa. Quiero decir, hay mucha gente que percibe con preocupación e inclusive con temor las rápidas transformaciones que estamos viviendo en el mundo, y no me refiero solo a la pandemia o al peso de la guerra en Ucrania, sino también a los cambios en el mundo del trabajo, con la inteligencia artificial y las nuevas tecnologías, cambios que también han impactado con fuerza en las últimas dos décadas en el mundo de la comunicación y las relaciones personales.
Estamos en un mundo donde es muy difícil prever que pasará dentro de diez años —eso la pandemia nos lo ha puesto bien en claro—, y este proceso trae aparejado un conjunto de sensaciones, temores y miedos que las extremas derechas han sabido interpretar y politizar. Las extremas derechas han logrado utilizar el miedo para transmutarlo en odio. Evidentemente la gente tiene preocupaciones, tiene temores, que son más que legítimos; eso es un hecho. Creo que ese es también un elemento que explica por qué las propuestas de las extremas derechas han conseguido en los últimos años imponerse de forma cada vez más habitual en los escenarios políticos de muchos países en diferentes partes del mundo.
LF: Tu opinión sobre este último punto me recuerda que solemos leer autores que piensan el populismo justamente como una forma de catalizar esta contradicción que nombras entre las «correas políticas de distribución» que cada día son más finas en democracia liberal.
El libro hace un análisis bastante exhaustivo sobre los usos del populismo como factor explicativo de la consolidación de la ultraderecha, dejando entrever una postura bastante clara acerca de las limitaciones de relacionar al populismo con la ultraderecha. ¿Por qué tendríamos que evitar pensar a la nueva ultraderecha como un fenómeno populista?
SF: Sobre la cuestión del populismo se vienen gastando ríos de tinta desde los últimos quince años al menos y con tesis bien distintas. Por un lado, la noción de populismo de Cas Mudde es sin dudas la más extendida tanto a nivel académico como también en la opinión pública. Esta noción entiende al populismo como una ideología delgada que se acopla a otras ideologías, lo que explicaría por qué hay populismos de izquierda y de derecha. En resumidas cuentas, nacionalismo más populismo de derecha resultaría en ultraderecha, mientras que populismo más socialismo resultaría en una extrema izquierda.
También hay otras interpretaciones de qué es el populismo, como por ejemplo la de Ernesto Laclau, que entiende al populismo no como una ideología sino como un estilo, una política, un lenguaje, una retórica y una estrategia política. Yo estoy más de acuerdo con esta interpretación. Para mí el populismo no es una ideología porque no dispone de un corpus doctrinal; es un estilo de hacer política y una retórica y un lenguaje para comunicarla.
En ese mismo sentido, me parece más acertado por ejemplo lo que proponen para el caso italiano y francés Marc Lazar e Ilvo Diamanti cuando hablan de pueblocracia. Un concepto que remite a que, desde la crisis de los partidos políticos de las últimas décadas, la política se ha personalizado, los partidos políticos son cada vez más ligeros, con menos estructura, con menos arraigo en el territorio, y la comunicación y el marketing son cada vez más importantes.
Pensemos en la figura de Silvio Berlusconi. Estamos viviendo en una época donde prácticamente todos utilizan un lenguaje, un estilo, una retórica populista, lo que me hace pensar que más bien tenemos que hablar de pueblocracia. Aquí quiero añadir una reflexión: si miramos las elecciones presidenciales de abril pasado en Francia, los tres candidatos más votados —Emmanuel Macron, Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon— han sido tachados de populistas. El primero de populista de extremo centro, la segunda de populista de ultraderecha y el tercero populista de extrema izquierda. Pero si todo es populismo, ¿de qué nos sirve esa categoría? Entonces, volviendo al centro de la cuestión, ¿es la extrema derecha populista? Yo creo que la extrema derecha utiliza las herramientas, la retórica, el lenguaje, el estilo populista… al igual que lo utilizan otros actores.
Ahora bien, con qué intensidad y con qué efectividad utilizan al populismo dependerá tanto del contexto como del momento, ¿Es la extrema derecha populista? Sí, pero estamos en un momento marcado por el populismo. Lo que quiero decir es que para entender a la extrema derecha el populismo nos sirve de forma más bien relativa. Creo que el populismo nos sirve para entender más bien nuestra actual época histórica. En ese marco general, la extrema derecha utiliza de forma muy inteligente al populismo, pero el populismo es una característica más de la extrema derecha que de por sí no nos permite ni entenderla ni definirla.
LF: Además de la «cuestión populista», el otro gran debate que desató la expansión de la ultraderecha en los últimos veinte años fue de carácter historiográfico, acerca de la vigencia o no del fascismo. En el libro propones desligar las nuevas ultraderechas del fascismo histórico e incluso formulas una macrocategoría —que da nombre al libro— la de «extrema derecha 2.0». ¿En qué consiste esa propuesta?
SF: Mi propuesta no deja de ser un poco provocadora e irónica. La definición de extrema derecha 2.0 intenta superar un debate que me parece un poco cansino y que ya no aporta demasiado. La pregunta sobre cómo llamamos a los Trump, los Salvini, a Le Pen, las Meloni, los Milei, los Bolsonaro dio lugar a un sinfín de definiciones: derecha radical, populismo de derecha, posfascismo, neofascismo e incluso el fascismo a secas. Luego del asalto al Capitolio en los Estados Unidos se disparó otra vez el debate sobre si el trumpismo es un fascismo. Además, ahora el propio Joe Biden ha hablado de «semifascismo» para referirse al trumpismo como movimiento. Sin dudas el debate va a seguir.
Ahora bien, yo creo que (y en esto hay un gran consenso en el mundo historiográfico que ha trabajado el fascismo histórico) lo que hay hoy en día en ese tipo de personas y movimientos no es fascismo. Pero atención —y esto es una premisa fundamental— decir que Trump o Bolsonaro no son fascistas no quiere decir que no sean peligrosos para las democracias liberales y para el sistema democrático. Yo creo, y no soy el único, desde luego, que las extremas derechas son hoy en día la mayor amenaza a las democracias liberales, pero también creo que son algo distinto al fascismo a pesar de que puedan tener elementos de continuidad que en algunos casos resultan evidentes.
Es decir, por un lado, la extrema derecha se ha transformado después de 1945, tanto a nivel organizativo como sobre todo a nivel ideológico, con el surgimiento de figuras como Alain de Benoist y la Nouvelle Droite francesa. Pero por otro lado, el mundo también ha cambiado. El fascismo fue hijo de su época: surgió como ideología en 1919, se expandió en la Europa de entreguerras y fue derrotado militarmente en 1945 por una alianza entre comunismo y liberalismo. Ese fascismo tenía una serie de características centrales que las nuevas extremas derechas no tienen. Quiero decir, las extremas derechas son ultranacionalistas al igual que el fascismo histórico; también las nuevas extremas derechas utilizan elementos del populismo como el fascismo histórico y también son xenófobas, en algunos casos explícitamente y en otros implícitamente, de la misma forma en la que el fascismo histórico fue racista.
Ahora bien, el fascismo histórico, como señaló Emilio Gentile, fue una religión política. Las extremas derechas de hoy no lo son. Como remarcó Roger Griffin, el fascismo histórico se proponía llevar adelante una revolución palingenésica para transformar radicalmente a sus sociedades por medio de la construcción de un «hombre nuevo» para la edificación de una nueva sociedad a largo plazo. Ahora las extremas derechas no proponen la creación de un mundo radicalmente distinto al actual, sino que se rebelan contra las transformaciones rápidas del liberalismo, contra el «marxismo cultural» y contra una izquierda que identifican como hegemónica y a la que señalan como el germen de la destrucción de las sociedades. Así, lo que proponen las extremas derechas es volver a una noción idealizada del pasado, algo que se aleja de la radicalidad revolucionaria del fascismo histórico.
Por otro lado, el fascismo histórico buscaba encuadrar a las masas en grandes organizaciones, una tarea política clave para su época. Las extremas derechas de hoy solo buscan votantes. Les da exactamente igual que sean o no militantes de su partido. Las extremas derechas no organizan manifestaciones de masas como hacían Hitler, Mussolini, el integralismo brasileño o la falange española, por poner algunos ejemplos.
Y la otra gran diferencia, sin dudas, es el rol de la violencia. El fascismo histórico concebía y utilizaba a la violencia como una herramienta política clave para conseguir sus objetivos, entre los cuales estaba la creación de un régimen político unipartidista y totalitario. En cambio, las extremas derechas de hoy en día no defienden la utilización de la violencia política —a pesar de que su lenguaje sí es violento, y ese discurso genera que determinados sectores o colectivos de la sociedad sí sufran violencia, ya sea psicológica o física—. De cualquier forma, la violencia de la nueva extrema derecha es mucho más «indirecta». La nueva ultraderecha no promueve abiertamente la organización de fuerzas paramilitares ni busca un régimen de partido único. El gran ejemplo de lo que las nuevas extremas derechas buscan es llegar a un régimen como el de Viktor Orbán en Hungría, que no es una democracia plena pero tampoco un régimen totalitario.
Entonces, más que al fascismo histórico las nuevas extremas derechas pueden ser más bien pensadas como el resultado de más de siete décadas de transformación histórica del fascismo y del neofascismo como ideología. En ese sentido, la búsqueda de retorno a un pasado idealizado, la crítica al multiculturalismo y la defensa de valores sociales ultraconservadores tiene su razón de ser en las derivas del neofascismo luego de la segunda posguerra. En suma, es central entender que cuando hablamos de nuevas extremas derechas nos referimos a un fenómeno singularmente nuevo. Entonces me parece equivocado, académicamente hablando, llamar fascistas a Trump o a Bolsonaro, principalmente porque esto nos impide entender cómo funcionan, cómo se organizan, cómo piensan y qué proponen sus formaciones políticas.
Cuando hablo de extrema derecha 2.0 busco remarcar que la nueva ultraderecha es algo diferente al fascismo, y en algunos casos radicalmente novedoso con respecto al fascismo histórico. Sobre esto, quiero agregar, primero, el rol central de las nuevas tecnologías, que han sido cruciales para la viralización de las ideas, los discursos y los valores que defienden las extremas derechas. La idea de señalarlas como un fenómeno «2.0» tiene que ver con eso. Por último, yo defiendo la utilidad analítica de las macrocategorías que nos permiten agrupar a un número importante de experiencias como parte de una misma cosa. Por supuesto que entre Trump, Salvini y Orbán hay diferencias, matices y distintas declinaciones, pero son lugar a dudas más las cosas que comparten.
La cuestión de las macrocategorías también nos lleva a un debate que se generó —y que en parte sigue vigente— acerca de la extensión del fascismo de entreguerras. Hay una discusión infinita acerca de si el franquismo fue o no un régimen fascista o si fue, en cambio, un régimen autoritario. Hoy en día creo que, como señaló el historiador español Ricardo Chueca, cada país da vida a la extrema derecha que necesita. Y la forma que adopte dependerá del contexto social, de las culturas políticas, del pasado de ese país, de las experiencias autoritarias previas, etcétera. Entonces tanto Trump, como Orbán, Le Pen o Javier Milei son diferentes expresiones de lo que agrupo en la macrocategoría de extrema derecha 2.0.
LF: Nombraste a Viktor Orbán y al caso húngaro, y me gustaría que entremos un poco en ese tema que en el libro tiene una centralidad descriptiva muy importante. ¿Qué es lo que podemos aprender de lo que ocurrió en Hungría y qué nos dice sobre el ultraderechismo actual?
SF: Lo que el caso húngaro nos muestra es qué puede llegar a ocurrir cuando la ultraderecha no solo gobierna, sino cuando tiene una mayoría necesaria para realmente poner en práctica las políticas que defiende. Salvando todas las distancias, probablemente descubriremos si en Italia la extrema derecha logra hacer lo que Orbán en Hungría, aunque es esperable que las instituciones italianas sean algo más sólidas que las húngaras, pero aun así eso no quita que Hungría sea ahora el modelo a seguir de todo ultraderechista.
Budapest se ha convertido en el lugar de peregrinaje de las principales figuras de la ultraderecha a nivel global y van principalmente para «aprender» cómo se hizo. No perdamos de vista que Hungría no es una república exsoviética de Asia central, sino que es un país integrado a la Unión Europea y miembro de la OTAN. Es decir que lo que vimos en Hungría durante estos últimos doce años fue el proceso, bastante rápido, de vaciamiento de la democracia liberal en un país del centro de occidente.
La Hungría de Orbán se convirtió en modelo porque es el único país —aunque podríamos agregar a Polonia, con algunos matices— donde la extrema derecha logró gobernar por más de un período. Aún más, en Hungría la extrema derecha no colabora en el gobierno, sino que tiene el poder casi sin contrapesos. Orbán tiene una mayoría absoluta, con los dos tercios necesarios para cambiar la constitución. En ese sentido, para los ultraderechistas Hungría es el paraíso. En Hungría hay elecciones, los partidos de la oposición existen, pero la libertad de prensa está coartada y nueve de cada diez medios de comunicación están o directamente en manos del gobierno o son propiedad de oligarcas vinculados al Fidesz, el partido de Orbán. Las leyes se modifican a voluntad única del partido de gobierno y las circunscripciones electorales son legalmente manipuladas para asegurar que la matemática parlamentaria no se modifique.
En cuanto a derechos civiles, por supuesto, el vaciado es notable. La reforma constitucional de 2011 consagró que la única familia concebible es la que se basa en la unión de un hombre y una mujer, buscando acorralar al colectivo LGBTQI+, lo que activó una ola de medidas ultraconservadoras. La nueva constitución se confirma en una serie de medias más prácticas, más concretas, de dónde y para qué se utiliza el dinero público que controla exclusivamente el gobierno de Orbán y donde la oposición no cuenta con muchas herramientas para contradecirlo.
LF: En el libro abordás un tema que me resulta muy llamativo: la cuestión de los rojipardos, que sería una especie de sincretismo entre una variante de la izquierda y la adopción de tópicos popularizados por la ultraderecha. ¿Es un fenómeno al que hay que prestarle atención o es solo una especie de construcción mediática?
ST: Es cierto que muchas veces se ven rojipardos por todos lados, principalmente desde los medios de comunicación europeos. Desde luego que por ahora es un fenómeno minoritario, pero eso no significa que no sea un fenómeno preocupante, paradigmático de nuestra época de confusión ideológica, que además podría progresar y tener más relevancia en el futuro.
El rojipardismo no nace de un día para el otro. Como mínimo podemos rastrear hasta los primeros años de la República de Weimar, en la Alemania de 1919, algunos casos de supuesto sincretismo entre sectores del nacionalismo ultraconservador y sectores revolucionarios de izquierda. En este caso, lo que los unió fue la cuestión de la humillación de Alemania en el Tratado de Versalles, cuando la humillación nacional se conjugó con una profunda crisis económica. En general, el rojipardismo se refiere a buscar puntos de unión que pueda juntar a los «extremos»: la extrema derecha y la extrema izquierda. Con el pasar de los años, principalmente en la pos-Guerra Fría, encontramos diferentes casos minoritarios donde el sistema liberal y el orden unipolar estadounidense son criticados con una mezcla de discursos de derecha e ideas originales de la izquierda. El caso del surgimiento del Partido Nacional Bolchevique de Eduard Limonóv y Aleksandr Duguin en el contexto de la Rusia de Yeltsin popularizó la idea de la existencia de los nazbols.
El tema del rojipardismo es bastante resbaladizo, pero lo que sí podemos decir es que el rojipardismo es el intento de sectores neofacistas de utilizar ropaje, retórica, discursos y lenguajes izquierdistas o pseudoizquierdistas. De hecho, no es casual que si luego analizamos en profundidad algunas experiencias rojipardas, nos encontremos con discípulos de la Nouvelle Droite francesa y de Alain de Benoist, o de gente que simplemente se familiarizó con esas ideas y las intentó trasladar a sus países. En España, por ejemplo, el grupo de Antonio Jopar y el Movimiento Social Republicano es una clara muestra de esto.
Por otro lado, el impulso del rojipardismo también se relaciona con el impacto de las nuevas tecnologías y las subculturas de la era digital. Así es que encontramos en internet cada vez más grupos o grupúsculos que viralizan ciertas ideas y encuentran en algunas plataformas el lugar adecuado para hacerlas circular. Hoy por hoy, el rojipardismo es principalmente adoptado por pequeñas revistas digitales y pequeños partidos con poca o nula presencia callejera.
Ahora bien, si el fenómeno del rojipardismo estuviera solo delimitado a esos grupos minoritarios sería un problema muy relativo, y algo de interés apenas para un investigador apasionado por las rarezas de la política. Lo que pasa en realidad es que algunas de estas ideas rojipardas han ido superando las fronteras de esos pequeños grupos, partidos, revistas y pensadores marginales para llegar de alguna manera a la escena mainstream. Es decir, que han logrado ganar influencia ya no solo dentro de los partidos de la nueva ultraderecha, sino también en la centroderecha, en la centroizquierda y en algunos casos en la misma izquierda radical.
Pensemos, por caso, cómo la mal llamada «crisis de los refugiados» llevó a la adopción por parte de la izquierda radical del discurso de la extrema derecha. La adopción del discurso xenófobo por parte de la izquierda era validado con el extraño argumento de que el ingreso indiscriminado de migrantes iba a golpear a las clases trabajadoras mediante una reformulación totalmente impropia y equivocada de la formulación marxiana del «ejército industrial de reserva». Esto nos muestra un escenario preocupante donde lo que podíamos definir bajo el paraguas rojipardo ha empezado también a superar sus propias fronteras.
LF: Este tema se relaciona con la pregunta habitual que emerge ante la consolidación electoral de la ultraderecha sobre si los trabajadores votan a la extrema derecha. En el libro planteás que hay un error en el mismo punto de partida de la pregunta y que debemos buscar una explicación multicausal al fenómeno de la expansión de la ultraderecha, que no contemple solamente la reconversión de exvotantes socialistas y comunistas a opciones ultra conservadoras. Aun así, ¿pensás que no nos encontramos en un escenario de corrimiento hacia la derecha de los sectores populares?
SF: Bueno, si hablamos de sectores populares, la pregunta puede ser más correcta. Yo creo, por un lado, que la inserción de la ultraderecha en la clase obrera varía marcadamente de país en país, y eso es algo que no hay que perder de vista. Hay una serie de estudios que analizaron la situación de Francia en las décadas de los ochenta y los noventa, cuando el Frente Nacional entró con fuerza al sistema político (como por ejemplo el politólogo Pascal Perrineau, que habló de «lepenismo de izquierda», o Nonna Mayer, quien desarrolló el concepto de «lepenismo obrero»). En lo personal, soy muy crítico de la idea que propone que uno de los principales factores para explicar el aumento del ultraderechismo es el trasfuguismo de votantes de izquierda hacia la extrema derecha. Por supuesto es cierto que sí hay una parte de las clases trabajadoras que han pasado a votar consistentemente a la ultraderecha, pero creo que hay varios elementos que nos pueden ayudar a tener una comprensión más cabal de esto.
Primero, no podemos pensar mirando una fotografía fija. Me refiero a que las clases populares también han cambiado sustancialmente durante los últimos cincuenta años, lo que hace inútil mirar una imagen fija de una zona donde el Partido Comunista Francés ganaba las elecciones en la década de 1970 y contrastarla con una donde ahora gana el lepenismo. Eso nos puede decir algo, pero seguramente no nos dice todo.
Para tener idea cabal de lo que ocurrió entre una fotografía y la otra tendríamos que analizar cuál es el peso ahora de la clase trabajadora sobre el conjunto de la población después de años de crecimiento del tercer sector, de los servicios; analizar también el proceso de desindustrialización y además tomar en cuenta el hecho de que muchos de los hijos de los obreros de las décadas de los sesenta y los setenta muy probablemente se convirtieron en clase media. Podemos debatir luego qué es la clase media hoy en el mundo occidental, con condiciones de renta cada vez más bajas en general, pero podemos decir casi sin duda alguna que una fracción importante de ese sector de la población de origen obrero llegó a la universidad y se insertó al mercado de trabajo en una posición diferente a las de sus padres, a pesar de que esos trabajos sean hoy mal pagos y precarios.
Por otro lado, hay otro elemento que es clave: el de la abstención entre las clases populares. El nivel de abstención electoral ha ido incrementando sostenidamente al menos hasta los últimos años. El trabajo de Mayer nos permite ver cómo la cuestión no radica en que hayan crecido mucho los votantes de derecha de clase trabajadora en Francia durante los noventa, sino que una capa importante de trabajadores que votaban a la izquierda pasó a la abstención. Entonces los obreros que ya votaban a la derecha crecieron porcentualmente, pero como resultado de la abstención, no del transfuguismo ideológico.
Pero, además, esto nos muestra algo llamativo: muchas veces pensamos en una imagen idealizada del pasado en la que no había fracciones de la clase obrera que se referenciaban con alguna expresión política de la derecha. Hay que señalar que hubo sectores de la clase trabajadora que apoyaron fervientemente tanto al nacionalsocialismo alemán como al fascismo italiano cuando aún se celebraran elecciones en ambos países. Siempre existieron sectores de la clase obrera que escogían opciones conservadoras y reaccionarias. Lo mismo puede decirse para los Estados Unidos y para Europa occidental.
Por último, si creo que hay un fenómeno a remarcar, es el de la radicalización de los votantes clásicos de la derecha, del clásico votante conservador que hoy elige a la ultraderecha. En el caso concreto de Italia, por ejemplo, el votante que quizás elegía a la democracia cristiana seguramente votó por Berlusconi, y más que seguramente votará en las próximas elecciones por la Liga de Salvini o por Fratelli d’Italia de Meloni, que ya no son una opción conservadora tradicional sino una extrema derecha del nuevo milenio.
LF: Hacia el final del libro nos compartís unas series de reflexiones sobre qué hacer ante el fenómeno ultraderechista. Una de las observaciones que hacés es que las extremas derechas 2.0 tienen una cara más «presentable» que las del neofascismo de la segunda mitad del siglo XX, y ahí me parece que el caso de Georgia Meloni es bastante representativo sobre el proceso de reconversión de la ultraderecha hacia nuevos cánones de imagen y conducta más o menos aceptables para la política en general. En ese sentido, recuerdo también que cuando Pablo Iglesias intentó presentar las elecciones autonómicas de la comunidad de Madrid como una lucha antifascista el resultado no fue bueno. ¿Cómo deberíamos pensar el antifascismo en el siglo XXI?
SF: Hoy en día tenemos que tener claro que, en general, hablar de «amenaza fascista» sirve de poco y nada para movilizar a gran parte del electorado. Puede ser que a Macron le haya funcionado hasta el momento presentarse a sí mismo como una «barrera contra el fascismo», pero no sé por cuánto tiempo más será útil para contener a la ultraderecha francesa. Creo que tenemos que tener en claro que si la ultraderecha ha logrado aggiornarse con un profundo proceso de actualización ideológica, también es necesario que tanto la izquierda como el antifascismo hagan lo mismo.
No podemos vivir de una retórica resistencial de la guerra partisana, del antifascismo que venimos repitiendo desde hace casi ochenta años. Se necesita de un paso ulterior, donde se logre reformular un antifascismo del siglo XXI. Eso no quiere decir que debamos tirar por la borda una serie de valores, de vivencias y de prácticas, sino que significa que estamos frente a la necesidad de actualizarlo para los nuevos tiempos que nos tocan.
Y señalémoslo con claridad: la extrema derecha se ha normalizado porque ha entendido a partir de la década del setenta que tenía que emprender una «batalla cultural» a gran escala. Los ideólogos de la nouvelle droite identificaron que la izquierda era culturalmente hegemónica en espacios muy amplios de la sociedad, y que luego de Auschwitz las ideas del fascismo estaban hechas añicos. Frente a esto, la ultraderecha se enfocó a una lenta pero constante batalla cultural, reformulando su propuesta ideológica y diferenciándola del fascismo histórico, resaltando y viralizando sus puntos de novedad y menguando el peso de lo que heredó del viejo fascismo.
Hoy en día la extrema derecha en general no habla de racismo biológico, sino de «etnopluralismo». La extrema derecha reconoció que el racismo en términos biológicos no es un argumento político viable; pero, por otro lado, sí puede proponer que cada quien se quede en su país. Con el «etnopluralismo», la extrema derecha encontró un nuevo relato en el que las sociedades multiculturales destruyen las identidades. Este cambio de narrativa es aceptado por muchas personas, inclusive mucho más allá de los votantes de la ultraderecha. Popularizar esta idea le ha llevado a las usinas de pensamiento de la extrema derecha más de cincuenta años.
Otro ejemplo más evidente sobre el trabajo ideológico hecho con paciencia y constancia por el ultraderechismo ha sido la Teoría del Gran Reemplazo, que no comenzó ni con Trump ni con Le Pen, sino que existe con otros nombres hace prácticamente casi un siglo (recordemos la difusión de la teoría de conspiración Coudenhove-Kalergi durante los años de entreguerras). Lo que ocurre es que durante los últimos diez años presenciamos cómo esas ideas se hicieron mainstream, cómo aquellas ideas minoritarias gestadas en pequeños sótanos neonazis son hoy discutidas y defendidas en los grandes medios de comunicación y aceptadas por buena parte de la clase política.
Y en ese contexto, ¿qué ha hecho la izquierda? ¿Cómo se ha reconvertido luego de la caída del socialismo real? Evidentemente se han hecho cosas, y muy importantes, pero los resultados de la renovación de los valores y prácticas de la izquierda parecen estar todavía incompletos. Yo creo que lo que tenemos hacer y lo que tiene que hacer la izquierda es plantear cuanto antes una estrategia integral para dar la batalla cultural.
LF: Me gustaría abordar el tema de las elecciones en Italia. Estamos a solo unas horas de la votación, y lo que llamamos «nueva extrema derecha» se sitúa por encima del 40% de los votos, una anomalía para la propia Europa occidental. ¿En qué reside la potencia de la ultraderecha en Italia?
SF: La razón por la que la ultraderecha italiana se destaca es debida en parte a que su normalización se produjo antes que en otros países. Existen muchos otros factores que influyeron en esto, pero a mí me parece que este es el elemento central. Es decir, gran parte de la ciudadanía italiana no percibe ni a la Liga y ni a Fratelli d’Italia como una fuerza de extrema derecha comparable a otras que existen en otros países vecinos. Por supuesto que existe una porción de la población que sí es consciente de eso, pero una gran parte no. ¿Por qué? Porque la extrema derecha ha estado normalizada como mínimo desde los años noventa, ha sido legitimada para ser fuerza de gobierno en el ámbito nacional y también —no perdamos esto de vista— en el ámbito local, gobernando en municipios y regiones desde 1994.
Esto quiere decir que en Italia llevamos treinta años con alguna variante de la extrema derecha ostentando alguna cuota de poder. Disfrutando de la visibilidad mediática, aceptada por el resto del sistema político y avalada por una porción importante de la población. En este escenario, no es de extrañar que aunque cambien los actores —Salvini creció exponencialmente en 2014 y ahora Meloni lo ha reemplazado— la performance de la ultraderecha se mantenga alrededor del 40%. Esto ocurre porque había un terreno abonado que permite que el crecimiento de la extrema derecha a nivel internacional tenga un impacto superior en el escenario italiano.
Si la extrema derecha italiana se encuentra hoy donde está, es gracias a que el berlusconismo y Fuerza Italia no solo legitimaron y normalizaron a las extremas derechas llevándolas al gobierno en los noventa, sino que ese sector creó la idea de una gran coalición de derechas en las que el ultraderechismo también estaba invitado a participar. No es casual que hoy la ultraderecha se presente en tanto coalición, compartiendo un espacio electoral con partidos políticos que si estuvieran en Francia serían aliados de Macron.
A su vez, los medios de comunicación presentan este tipo de coaliciones como de «centroderecha», aunque de centro ahí no haya absolutamente nada. En resumen, la historia de la potencia de la extrema derecha italiana es el correlato de un largo proceso de décadas de normalización y de legitimación de esas fuerzas políticas como algo que no es ni extremista ni radical, sino —como le gusta decir a Salvini— «de sentido común».
LF: ¿Creés que, si se confirma la victoria categórica de la extrema derecha que auguran las encuestas, Italia podría comenzar un proceso de iliberalización democrática? ¿O se procurará evitar que un país de peso en la región caiga en esa espiral? Pienso, por ejemplo, cómo durante la crisis del euro la burocracia de Bruselas puso mucho énfasis para que Italia no caiga en bancarrota, lo que significó una especie de despertar acerca de que toda crisis debe tener un límite. ¿Una victoria de la ultraderecha en Italia podría significar una especie de despertar de la Unión Europea sobre el peligro que significa la popularización del ultraderechismo?
SF: Bueno, lo que es seguro es que Italia no es Hungría. Es la tercera economía de la Unión Europea y un país del G7. Italia es, además (no perdamos esto de vista), el país que más se ha beneficiado con el programa Next Generation EU, que le otorga prácticamente 200 mil millones de euros a desembolsar hasta 2026. Y eso no es un dato menor.
También será clave si el resultado le otorga una mayoría simple o una mayoría calificada de dos tercios del parlamento. Una extrema derecha con la capacidad total para imponer su programa —al menos desde los números— sí abriría la posibilidad para una «vía húngara» en Italia. Ahora bien, para que esto efectivamente ocurra se tiene que conjugar la situación local con la internacional, en la que guerra de Ucrania y la relación con Rusia es un factor importantísimo. En ese sentido creo que lo más probable es que un gobierno de ultraderecha en Italia adquiera un perfil «europeísta», sintonizando más con la ultraderecha polaca que con la húngara. Para un gobierno de ultraderecha en un país del occidente europeo, una postura «atlantista» es mucho más probable que una sintonía plena con la Rusia de Putin, como es el caso de Orbán. No hay que olvidar que Meloni es una aliada del Prawo i Sprawiedliwość (PiS) polaco, y que comparten el grupo de Conservadores y Reformistas en el Parlamento Europeo junto a Vox.
Ahora bien, ¿qué quiere decir que para la ultraderecha italiana sea más probable un «escenario polaco» que un «escenario húngaro»? Básicamente, eso significa que una Italia gobernada por la ultraderecha no cambiará de posición sobre la guerra de Ucrania o sobre su pertenencia a la OTAN, aunque conjugará eso con una retórica ultranacionalista y tirará de la cuerda lo más que se pueda en las cuestiones que atañen a la profundización de la integración europea. Miremos el caso polaco: el gobierno del PiS a veces ha hecho reformas que han sido duramente criticadas por la Unión Europea, pero el gobierno polaco jamás ha cruzado ninguna «línea roja». Cuando sus medidas de gobierno fueron criticadas, o bien las retiró o bien menguó su carácter, supeditando la pureza ideológica a la continuidad de los fondos europeos. Creo que este escenario es el más probable si la ultraderecha se impone en Italia.
LF: Para terminar, quisiera que pasemos un poco al escenario latinoamericano. Estamos a pocos días de una elección clave en Brasil, en la que todo indica que Bolsonaro será derrotado, pero donde también surgen algunos interrogantes sobre su reacción, teniendo en cuenta algunas declaraciones preocupantes y con el antecedente la toma del Capitolio en los Estados Unidos.
¿Pensás que hay una posibilidad real de que estas extremas derechas afronten la empresa de una ruptura del orden democrático y del estado de derecho ante una derrota electoral? Si eso sucediera, ¿mutaría el concepto de estas extremas derechas 2.0, que al menos en teoría se apegan a la legalidad del estado de derecho? ¿Las transformaría en otro tipo de fenómeno?
SF: Es un escenario posible el de una «toma del capitolio» en Brasil. En el caso de Brasil existe una movilización del ejército que hace que no podamos descartar un escenario de violencia ante una derrota electoral. Seguramente lo primero que hará Bolsonaro —y que estará haciendo en este mismo momento— es deslegitimar el proceso electoral lo más que se pueda. Esto es una característica de la ultraderecha en general, y con el caso de Trump ha quedado bien en claro. Esa carta será utilizada por Bolsonaro. Si luego de esto habrá o no un asalto definitivo es algo que no podemos saber.
Con respecto a la segunda parte de la pregunta, es útil recordar que las categorías están hechas para interpretar el mundo, y no al revés. Según las cosas cambien, también nos tocará revisar y repensar las categorías. Cuando hablamos de fascismo histórico hablamos de un fenómeno que tiene un principio y un final. Pero hoy nos encontramos en medio de un work-in-progress en lo que refiere a la extrema derecha. Es un fenómeno en plena mutación, que se transforma a cada momento. El fascismo mismo también se transformó: el fascismo de Mussolini tiene poco que ver con la fundación del movimiento fascista, y el programa de ese movimiento también difiere de lo que fue el fascismo como régimen en el poder. Esto se debe a que el fascismo tuvo que pactar con las élites de su tiempo, con los sectores clásicos del conservadurismo y lidiar con una situación internacional cambiante.
Necesitamos todavía tiempo para ver lo que pasará con las extremas derechas de hoy, qué hacen si gobiernan sostenidamente, y cómo son influidas por el contexto internacional. Estaremos atentos.