22/11/2024
Por Radice Hugo , ,
Quedé horrorizado por los ataques al World Trade Center y al Pentágono. Fue un crimen contra la humanidad, y espero que quienes sean encontrados responsables y no hayan muerto en los ataques sean enjuiciados por un tribunal internacional apropiado. Y puedo comprender por qué tantos en los Estados Unidos interpretan los ataques como un ataque a ellos mismos. Después de todo, el WTC era una importante atracción turística de Nueva York, y de haber estado en la ciudad como turistas o visitando amigos el 11 de septiembre, podrían también haber muerto.
En todo caso, muchos de quienes apoyan los ataques son perfectamente francos cuando no hacen distinción entre los ciudadanos y el gobierno de los Estados Unidos. Dado que las tres grandes religiones abrahámicas, tanto en las escrituras como en la historia, autorizan la venganza, no es difícil comprender porqué tanta gente en los Estados Unidos, así como sus parientes y amigos en Europa y en el resto del mundo, debieran estar apoyando a la actual campaña militar contra Bin Laden y los talibanes, sus anfitriones y protectores.
Pero si la civilización significa algo, está basada en la razón y el interés común, no en la venganza y la diferencia. Tomemos primero el interés común. No conozco ningún sistema ético digno de ese nombre que no sea universal: alle menschen werden bruder, como dijo Schiller, no arios ni cristianos o alguna otra parte diferenciada de la humanidad. Y hoy, más que nunca, todos los pueblos están relacionados, nos guste o no, a través de mercados globales, culturas compartidas, y una común preocupación por nuestro crecientemente castigado medio ambiente.
Lo que realmente me preocupa hoy, sin embargo, es la razón. En las toneladas de papel de prensa de estas últimas semanas, nada ha sido más deprimente que la opinión ampliamente expresada de que ejercer la razón en relación a los ataques, explorar sus causas, no sólo en las mentes de los atacantes, sino en los orígenes sociales de sus ideas y acciones, es algo así como condonarlos. Quienes ejercemos la razón tenemos el derecho, en verdad la obligación, de considerar si la conducta de los gobiernos, las corporaciones y los individuos de los Estados Unidos y otros países occidentales pudieron haber contribuido a las condiciones sociales, políticas y económicas en cuyo contexto fueron planeadas y ejecutadas estas desesperadas medidas.
Mayormente, quienes han estado razonando a este respecto, se han concentrado en las condiciones y eventos de las últimas décadas más visibles: la política exterior de los sucesivos gobiernos estadounidenses que ha impuesto o apoyado a regímenes favorables a sus intereses, y socavado o derribado a los que eran considerados como opuestos a los mismos. Dejando de lado las numerosas anteriores aventuras, desde 1945 los gobiernos de los Estados Unidos han derribado a gobiernos legítimos y/o apoyado a dictaduras crueles en el Irán, Guatemala, Viet Nam del Sur, Chile, Indonesia, Arabia Saudita, Camboya y el Zaire; y financiado a terroristas (bautizados “luchadores por la libertad”) en Nicaragua, El Salvador, Colombia, la Argentina, Angola, Mozambique... y esta lista es sólo ilustrativa, no abarca a todos los casos.
Más cerca nuestro, en los primeros años de la posguerra, desplegaron medios encubiertos para limitar la influencia de socialistas y comunistas en los sindicatos y en la política democrática dentro de Europa Occidental. Y esto sin mencionar siquiera la cuestión más inmediata de los derechos palestinos, el bombardeo continuo de Iraq, y por supuesto su apoyo a Bin Laden y a los señores tribales de la guerra y sus exitosos esfuerzos para echar a la Unión Soviética del Afganistán e instalar un régimen basado en una forma pervertida del Islam. Encima, los gobiernos de los Estados Unidos han repetidamente ignorado a las Naciones Unidas, que constituyen el único foro para regular las relaciones entre estados. Todo esto provee suficientes razones por las cuales muchos, muchos millones de personas en todo el mundo tienen razón en detestar a la política exterior egoísta ejercida por todos los gobiernos norteamericanos sin excepción desde 1945.
Pero quiero ver, no cómo estos gobiernos ejercitan su poder, sino, en primer lugar, por qué lo tienen. ¿Por qué es tan desigual el mundo? ¿Por qué los Estados Unidos son tan ricos, y el Afganistán, como muchos otros países, tan desesperadamente pobre? ¿Por qué este estado de cosas persistió, o en verdad, empeoró, durante tantas décadas, a pesar de todos los aparentes esfuerzos de gobiernos y organizaciones internacionales? ¿Cuáles son las raíces económicas del presente conflicto?
Podríamos comenzar esta investigación a partir de los hechos económicos que siguieron al 11 de septiembre. El colapso de las compañías de aviación, y las pérdidas de empleos en sectores relacionados como el turismo, son fenómenos mundiales que nos hacen dar cuenta de cómo están tan íntimamente interrelacionadas todas las partes de la economía mundial. Pero estos efectos inmediatos son pequeños al lado de la recesión económica mundial, centrada en la tecnología de la información y las industrias de telecomunicación, que ya estaba sobre nosotros mucho antes de septiembre: sólo la última en la larga línea de ciclos de auges y quiebras que ha caracterizado al capitalismo por varios siglos.
En su lugar, quiero comenzar por Silvio Berlusconi. Por supuesto, puede fácilmente ser despreciado como el segundo (después de Jorg Haider) ejemplar más despreciable de la nueva raza de los políticos así llamados “posfascistas” de Europa. Pero antes de que fuera silenciado por otros dirigentes más poderosos de la Unión Europea por explicitar opiniones inaceptables sobre el Islam, él también colocó a los manifestantes antiglobalización, de Seattle a Génova, en el mismo campo político de los atacantes del 11 de septiembre. Naturalmente, los voceros del movimiento antiglobalización se horrorizaron por esto. Si Berlusconi se refería a los actos de violencia demencial perpetrados por una minúscula minoría de manifestantes (y recuerden que hay una amplia evidencia de Génova sobre el papel de agentes provocadores, así como de violencia policial no provocada), entonces, a pesar de la enorme distancia que separa sus acciones de la de los pilotos suicidas, ellos también cometieron actos que la mayoría de nosotros consideraríamos delictivos. Pero el objetivo de Berlusconi era el movimiento en su totalidad, no la minúscula minoría violenta: eran los manifestantes pacíficos, decentes, mayormente de clase media del Jubilee 2000 y Condonen la Deuda; eran los millones que han apoyado y continúan apoyando las campañas de Oxfam, Greenpeace, Amigos de la Tierra, Salven a los chicos, y todas las otras organizaciones no gubernamentales que luchan por despertar al mundo tanto en relación a la injusticia económica como a la catástrofe ambiental.
Entonces, ¿por qué debería Berlusconi oponerse a los críticos de la globalización contemporánea? Aclaremos primeramente que estos críticos no son nacionalistas estrechos y caseros opuestos al comercio internacional y al flujo global de ideas y personas; a lo que se oponen es a un modelo y régimen de globalización en particular. Lo que Berlusconi representa es la fusión de intereses empresarios y poder político que asegura que la forma actual de globalización enriquece a los ricos, y empobrece y debilita más a los pobres. Berlusconi representa una forma particularmente descarada de esto, como el propietario de un vasto imperio empresario que incluye a muchos de los medios de comunicación masivos de Italia, que jugaron un rol crucial en llevarlo al poder, aunque el electorado y los opacos partidos políticos opositores no pueden ser absueltos de toda responsabilidad. Es como si Rupert Murdoch fuera primer ministro de la Gran Bretaña; y quien encuentre absurdo a esto, debería reflexionar sobre la influencia política ejercida realmente por los barones de la prensa británica durante el siglo pasado, desde Rothermere y Beaverbrook hasta Maxwell, Black y por supuesto el mismo Murdoch.
Pero esta fusión de intereses empresarios y poder político hoy tiene un alcance mundial. Consideremos primero el alcance y el poder de los intereses empresarios en sí mismos, abstrayendo al poder político. Hace cuarenta años, las corporaciones transnacionales eran numéricamente pequeñas, casi todas norteamericanas, y mayormente confinadas a las materias primas y a industrias de producción en masa, como el petróleo, productos químicos, automóviles y computadoras. Hoy dominan todas las industrias en todas partes del mundo. No solo se han diseminado en muchos sectores de servicios como los bancos y el turismo, sin luego de veinte años de privatizaciones son una fuerza importante en sectores de servicios públicos y de infraestructura (agua, electricidad, rutas y ferrocarriles, telecomunicaciones) que antes eran propiedad de los gobiernos o al menos, como en los Estados Unidos, muy regulados por ellos. Aquí, en la Gran Bretaña, tenemos transnacionales (TNC) norteamericanas proveyendo electricidad y administrando prisiones, TNC francesas administrando concesiones de líneas férreas; mientras que compañías británicas de aguas y telecomunicaciones tienen subsidiarias en la Argentina y en Alemania. La lamentable y mezquina historia de los ferrocarriles en la Gran Bretaña tiene sus paralelos en todo el mundo. Intimamente ligada a las TNC de nuevo estilo están las instituciones financieras –bancos, aseguradoras, AFJP, comisionistas de bolsas de valores- y los principales mercados de valores del mundo, que los financian y enjuician los resultados de sus estrategias empresarias; y los ejércitos de consultoras, agencias de relaciones públicas, publicitarias y educadores de escuelas empresarias, quienes entre todos crean las ideas y las ideologías que promueven sus actividades como la forma más alta del esfuerzo humano.
Pero a pesar de toda la ostentación de las empresas y el camelo de las “public relations” se trata del viejo buen capitalismo, cada vez más grande. Esta es la producción por la ganancia, vendiendo todo y a todos los que pueden ser vendidos a quien se pueda persuadir, u obligar, a comprar. La actual forma de la globalización consiste en encontrar la fuerza de trabajo más barata donde se pueda, esquilmarla lo más que se pueda, y vender donde se puedan lograr las mayores ganancias. Qué se compra y se vende, bajo qué condiciones se produce, y con qué consecuencias para la humanidad y la naturaleza, bueno, eso depende de la habilidad con que se pueda salir impune de esos detalles. Por supuesto, la mayoría de la gente que trabaja para las TNC y sus organizaciones satélites no se proponen conscientemente explotar. Quienes no tienen muchos bienes propios son obligados a buscar un empleo para ganarse la vida, y esto es verdad tanto para un contador graduado en Leeds como para una costurera dominicana, aún cuando no haya mucho en común en los niveles de vida y de seguridad social de ambos. Podría objetarse que las TNC, a través de sus inversiones traen trabajo y mejoras tecnológicas para las partes más pobres del mundo, y que esto puede eventualmente ayudar al tipo de rápido crecimiento económico que hemos visto en la región oriental de Asia en los ‘80 y los ‘90, o en la antiguamente comunista pero ahora incuestionablemente mal llamada República Popular China. Es verdad, pero para muchos millones de asalariados campesinos y urbanos, este desarrollo ha tenido lugar a expensas de un enorme empeoramiento de las condiciones de vida y de trabajo, como sucedió en este país a principios del siglo diecinueve. Pero ¿por qué, luego de todas la experiencias mundiales en las últimas dos décadas, con toda la riqueza y conocimiento a disposición de la humanidad, debieran tolerarse tales miserias? La respuesta es, me temo, que son toleradas porque hay elites acaudaladas, especialmente pero no sólo en los países ricos del mundo, que se benefician enormemente de la explotación global y permiten que una parte suficiente del resto de nosotros también se beneficien.
Si la economía empresarial de la desigualdad mundial es perfectamente clara, la política lo es menos, dado que nuestro sistema político, en las democracias ricas, está basado en los principios de la igualdad jurídica y electoral entre los ciudadanos de cada estado soberano. Pero fue sólo en el siglo pasado, y como resultado de muchas décadas de luchas políticas por y para los privados del derecho a votar, que los no propietarios ganaron sus derechos como ciudadanos; y dado que los derechos de la propiedad privada permanecen en su mayor parte intactos y tienen precedencia sobre los derechos políticos, el resultado es una democracia defectuosa en la que los ricos retienen la capacidad para dictar el programa político, comprar influencias políticas y lograr resultados que aseguren su propia posición.
En el mundo de conjunto, los ideales políticos de libertad y democracia alimentaron dos siglos de lucha contra el dominio colonial de las potencias europeas, y crearon eventualmente una estructura de gobierno transnacional: el sistema de las Naciones Unidas, donde se suponía que prevalecería el derecho, no el poder. Pero hasta ese sistema reserva derechos extra para los estados más ricos y poderosos, a través del Consejo de Seguridad. Otros elementos vitales del orden interestatal, como el trípode de gobierno económico formado por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio consagran encubierta o abiertamente una distribución mucho más desigual del poder estatal. En los últimos veinte y pico de años, estas instituciones han dirigido la ampliación y profundización de la globalización capitalista, consolidando el poder de las empresas transnacionales. En parte lo han hecho usando la influencia del crédito: los gobiernos deudores son obligados, como condición de apoyo, a adoptar políticas diseñadas por el FMI y el BM, que abren sus economías a la desigual competencia de las TNC, y requieren la transferencia de las actividades productivas a manos privadas. La OMC, y su predecesor, el Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio (GATT), han discriminado descaradamente a favor de los países ricos, permitiéndoles proteger su agricultura e industrias, mientras demandan libre acceso a los mercados y recursos de los países pobres.
Las consecuencias de esto para la política de los países menos desarrollados han sido enormes. Los estados post coloniales de África y Asia, luego de varias décadas de optimismo acerca del progreso económico, y con la excepción de unos pocos favorecidos, han sido arrastrados a la dependencia de la deuda, y encuentran que el único tipo de desarrollo ahora permitido está basado en un clase específica anglosajona de así llamado capitalismo de libre mercado. La capacidad de estos estados para ejercitar cualquier iniciativa pública está estrechamente restringida, a favor de la emergencia de clases capitalistas locales que actúan como socios menores de las empresas transnacionales. El drástico deterioro de la provisión de servicios públicos alienta a los habitantes más educados a emigrar hacia los países ricos, quienes no dudan en aprovecharse de este drenaje de cerebros, sin importarles su impacto en las patrias de los inmigrantes. La distribución desigual de las ganancias del crecimiento asegura una continua provisión de trabajadores baratos, ya sea como obreros sin calificación en la base de las cadenas comerciales que van desde los talleres clandestinos asiáticos hasta los shoppings de la Gran Bretaña, o como empleados domésticos para las nuevas elites urbanas. No nos equivoquemos: las elites empresarias y políticas de Asia, Africa, América Latina, y por supuesto los países ex comunistas, son en general cómplices activos del nuevo orden económico.
Por supuesto, las modalidades de la subordinación política en los países ricos y pobres son muchas y varían a través del tiempo y el espacio. Hay muchos países que continúan prescindiendo de toda formalidad democrática (como la Arabia Saudita). Hay otros que mantienen regímenes que sirven en particular para asegurar su reelección por décadas, reprimiendo a la oposición política, como México bajo 70 años del gobierno del PRI, o Singapur, o Malasia. En algunas partes del mundo –la América Latina, el ex bloque soviético, Sudáfrica, Indonesia, las Filipinas, Corea del Sur- la democracia electoral ha reemplazado a las dictaduras, pero luego del entusiasmo inicial, parece haber cada vez menos diferencia en quien gane las elecciones. Al norte y al sur, al este y al oeste, el rebajamiento del nivel intelectual de la política, la reducción de la democracia a un proceso electoral, que tanto en forma como en contenido semeja a un certamen de belleza o un concurso de televisión, son rasgos comunes que reemplazan crecientemente a cualquier clase de compromiso real de la ciudadanía en la toma de decisiones políticas. El resultado es una suerte de exclusión política que se corresponde y confirma a la exclusión social y económica que sufren tantos millones de personas.
Ahora, sin embargo, Tony Blair ha declarado que su misión no es simplemente capturar y castigar a los terroristas responsables del 11 de septiembre, sino abordar las condiciones económicas y sociales de los países pobres del mundo. En resumen, erradicar el subdesarrollo. No seamos cínicos con él. Tomémosle la palabra. Y que él, a su vez, escuche mucho menos a los financistas, traficantes de armas y todas las fuerzas del imperialismo económico de hoy, y escuche mucho más a las voces de quienes han estado exponiendo a esta misma gente como la fuente fundamental de las miserias actuales del mundo.
Texto de un teach-in sobre la guerra, dado en la Universidad de Leeds, Gran Bretaña, el 15 de octubre pasado. La traducción del artículo en inglés fue realizada por Francisco Sobrino.