La economía mundial está cayendo en una recesión que probablemente sea seria. Esto se debe, en términos generales, a que no pudo superar durante los noventa el largo descenso que la ha afectado desde el comienzo de los setenta. El exceso de capacidad y sobreproducción en el sector industrial internacional ha sido responsable de la reducida rentabilidad, y a su vez, el largo estancamiento aún no ha podido ser superado; como resultado, las bases para una rápida acumulación del capital siguen debilitadas. Dentro del contexto más amplio de un crecimiento aminorado continuamente en el curso de los noventa a escala internacional, la economía estadounidense logró una expansión poderosa y sirvió como el motor principal del crecimiento económico internacional. Pero las dos fuerzas principales que empujaron la expansión americana se agotaron y no hay nada a la vista para reemplazarlas.
A fines de 1993, la economía norteamericana inició una aparente interrupción del estancamiento a largo plazo. Esto tuvo su raíz en una importante aunque incompleta recuperación de la tasa de ganancia en el sector industrial que proporcionó la base inicial para un aceleramiento notable en la acumulación de capital, y por ello un crecimiento en la productividad que se extendió rápidamente al conjunto de la economía, y perduró hasta el fin del milenio. No obstante, el renacimiento de la rentabilidad se invirtió durante la segunda mitad de la década, cuando la tasa de ganancia industrial cayó agudamente, bajando la tasa de ganancia de las corporaciones no financieras y privando a la expansión de gran parte de su base real.
Al mismo tiempo, mientras la tasa de ganancia industrial se estancaba y caía entre 1995 y 2000, el mercado de valores norteamericano despegaba en una de las escaladas más importantes de su historia y reemplazaba a la revitalización industrial como principal motor de crecimiento económico. Esto se logró, a partir de permitirle a las corporaciones ganar un fácil acceso -sin precedentes hasta entonces- a las finanzas, ya sea vendiendo sus acciones enormemente sobrevaluadas o usando sus activos enormemente sobrevaluados en teoría como garantías para tomar préstamos. Sobre la base de sus capitales virtualmente sin costo, las corporaciones sostuvieron y aceleraron el “boom” de inversiones durante la segunda mitad de los ‘90; y lograron sustanciales, aunque a menudo exagerados, éxitos en el crecimiento de la productividad. La economía siguió expandiéndose velozmente. Pero el aceleramiento de las inversiones corporativas arrojó una reducción en la tasa de retorno, aunque acompañado por un más rápido crecimiento tanto en la productividad como la demanda de consumo. Por lo tanto mucho de esto se transformó en una sobreinversión que tuvo el efecto de exacerbar la ya existente sobrecapacidad de producción a escala internacional. Elevándose a la estratosfera sin relación con las ganancias implícitas, la burbuja del mercado accionario y el boom que se apoyó sobre ella estaban condenados a caer a tierra con estrépito, que por supuesto fue lo que ocurrió.
Cuándo la burbuja finalmente estalló en el año 2000, la economía se quedó sin motor, al no tener ni el empuje de elevadas tasas de ganancia industrial, ni el del efecto riqueza de altos precios de las acciones. Cayó, en primer lugar, por el “efecto riqueza inverso”, producido por la quiebra del mercado de acciones. Cuando las corporaciones y las familias vieron gran parte de su riqueza en el papel evaporarse al bajar el valor de sus acciones, tuvieron menos capacidad y deseos de tomar préstamos; y por lo tanto, menos capacidad y deseos de inversión y consumo. El porcentaje del endeudamiento empresario en relación con el producto bruto interno cayó bruscamente y la tasa de ahorro comenzó a crecer notablemente.
Pero el principal problema era la enorme dimensión del exceso de capacidad. Este ahora se revelaba en su total magnitud, cuando cayó la demanda de consumo y de inversión, que habían sido hasta entonces sostenidas por el efecto riqueza de la burbuja de los precios de las acciones. Las corporaciones quedaron entonces en posesión de una cantidad inmensa de plantas, equipos y programas recientemente adquiridos, pero resultaron incapaces para vender su producción a precios que cubrieran sus costos.
La rentabilidad industrial, que ya había caído de manera significativa entre los años 1997 y 2000, ahora se hundió. Frente a tanto exceso de capacidad, la inversión naturalmente colapsó, poniendo en marcha la clásico espiral descendente característica del desarrollo capitalista anterior a la Segunda Guerra Mundial. La caída de la demanda de medios de producción provoca así crecimiento del desempleo, de las quiebras, y de incumplimientos de pagos, que provocan a su vez caídas del consumo y la demanda de inversiones, etcétera.
La economía estadounidense cayó en picada, arrastrando con ella a la economía mundial. En realidad, la economía internacional había comenzado a caer agudamente en 1997-1998 bajo el impacto de la crisis originada en Asia Oriental. Sin embargo, había sido salvada de manera temporaria de la recesión –o algo peor– por el enorme aumento de demanda, y por lo tanto de las importaciones desde los Estados Unidos que acompañó a la última y más frenética fase de la burbuja del mercado accionario. Pero hoy, sin el apoyo de la expansión de la demanda norteamericana empujada por la burbuja, una economía mundial que llegó a depender cada vez más del mercado estadounidense, tiene poco para mantenerse a flote. Hay una progresiva caída internacional, mutuamente reforzada.
Un sistema mundial debilitado
La severidad de la caída recesiva, ya manifiesta, es menos sorprendente si se toma en cuenta las profundas limitaciones de la expansión de los noventa, hasta aquí mayormente ignoradas.
Empeoramiento internacional del estancamiento
Durante el transcurso del ciclo económico de los noventa, el comportamiento económico de las economías capitalistas avanzadas tomadas en conjunto fue (tomando en cuenta mediciones comunes: crecimiento de PBI, ingreso per capita, productividad laboral y salarios reales, así como nivel de desempleo) peor que durante los ochenta, que a su vez ya era peor que en los setenta; cuando por supuesto ni siquiera se acercó al de los años sesenta y cincuenta. En otras palabras, aún cuando se fueron implementando medidas neoliberales y más permisivas del mercado en forma cada vez más global, la economía del núcleo capitalista fue cada vez menos capaz de proveer bienes, especialmente a los trabajadores. Para el mundo capitalista avanzado en su totalidad, el crecimiento salarial durante la última década cayó a su más bajo nivel del período de posguerra, el desempleo rondó los picos alcanzados en la posguerra (fuera de los Estados Unidos) y el Estado Benefactor se contrajo, aunque a diferentes ritmos. Y esto fue así a pesar del enorme estímulo impartido a la economía internacional por el boom norteamericano.
Mitos del Boom norteamericano: La Nueva Economía como ideología de la burbuja del mercado accionario
Por supuesto, la descripción estándar de la expansión de los noventa es bien diferente. Esta ignora al conjunto del sistema: una economía mundial que continuó estancada, y se concentra en los supuestamente extraordinarios dones especiales y comportamiento de la economía estadounidense. Si los otros sólo hubieran seguido este modelo, los problemas de la economía mundial hubiesen desaparecido. Según la versión oficial, expresada en el Economic Report of the President of 2001 (¡publicado a principios de 2001!) por el Consejo de Asesores Económicos (Council of Economic Advisers) como también en los discursos de Alan Greenspan, la economía estadounidense se apoyó en sus especiales instituciones financieras y empresariales –en particular en sus altamente desarrolladas compañías con capitales de riesgo, sus mercados bursátiles, y sus innovaciones en alta tecnología– para sacar el mejor provecho de una revolución trascendental en la tecnología de la información y así lograr quebrar definitivamente el largo bache económico.
De acuerdo, entonces, a la interpretación estándar, el largo estancamiento de los setenta y los ochenta fue el resultado de un repentino (inexplicado y sin pruebas) agotamiento en la innovación, el cual fue ostensiblemente responsable del largo freno al crecimiento de la productividad. Pero con la igualmente repentina disponibilidad de las técnicas de la Nueva Economía a principios de los noventa, los productores que pudieron movilizar “el capital intangible” necesario, en forma de inventiva, habilidad, organización, etcétera, fue premiado con ganancias potenciales sin precedentes. Esto motivó a las compañías con capitales de riesgo a financiar nuevas iniciativas de alto riesgo, y cosechar generosas recompensas vendiendo sus acciones en estas compañías a precios inflados en ofertas públicas de acciones (initial public offerings - IPOs). Los inversores supuestamente estaban dispuestos a pagar precios astronómicos por estas acciones y las de otras compañías de tecnología de la información, debido a las enormes ganancias que se esperaba que estas empresas darían. Los bancos estaban bien dispuestos a otorgarles créditos por la misma razón.
De esta manera la promesa de la Nueva Economía elevó la tasa de ganancia esperada, permitiendo un auge en las inversiones. Esto alentó nuevos avances en la tecnología, permitiendo un crecimiento mayor en la productividad; ésta elevó aún más las ganancias potenciales, derivando en lo que el presidente del FED
[1], Greenspan, denominó como “un ciclo virtuoso” de expansión centrada en la bolsa. Bajo este argumento, el sorprendente regreso a las “IPOs” de la Netscape Corporation en agosto de 1995 anunció el enorme potencial de la Nueva Economía, y por ello, puso en marcha el apoyo mutuo entre la escalada de la bolsa y el auge económico; que provocó lo que el
Council of Economic Advisers insistió en llamar, pese a la aplastante evidencia que lo contradecía, la “extraordinaria actuación” del período 1995-2000.
De hecho, el funcionamiento económico de los Estados Unidos durante el pico del auge –desde 1995 hasta 2000– aunque mejor que durante cualquier otro período de cinco años comparable desde el comienzo del largo estancamiento en 1973, no fue nada extraordinario. Desde cualquier perspectiva histórica o comparativa, aunque en la prensa de negocios más influyente se refiriera a él como el “más grande de todos”, aquel boom no fue nada del otro mundo. Teniendo en cuenta una vez más los índices usuales, el funcionamiento económico norteamericano en ese lustro (entre 1995 y 2000) no tuvo comparación con los veinticinco años que van desde 1948 hasta 1973… y el crecimiento productivo, supuestamente en el corazón del importante avance de la economía norteamericana, fue 15 por ciento más bajo.
Más aún, si el boom norteamericano de fines de los noventa hubiera sido sostenible, podría muy bien haber tenido la capacidad de sacar a la economía mundial de su largo estancamiento. Sin embargo, el boom estadounidense dependía de la escalada en la bolsa, y no a la inversa. Las empresas de capital de riesgo financiaron masivamente a las compañías de alta tecnología; aunque no hasta que la burbuja de los precios de las acciones se aproximara a su pico, en cuyo punto que éstos lograron extraer ganancias de los retornos alocadamente inflados en las IPOs. En términos generales, los inversores bursátiles ayudaron a las finanzas de algunas de estas compañías, así como también a otras, comprando sus acciones. Pero lo hicieron, no porque estas compañías hayan provisto grandes ganancias, sino porque los precios de sus acciones estaban disparándose hacia la estratosfera como consecuencia de la especulación. Las corporaciones, a su vez, se lanzaron a una gran estampida de inversiones y por ello fueron capaces de acelerar el crecimiento de la productividad, pero esto pudieron hacerlo solamente debido a que los precios inflados de sus acciones hicieron tan fácil el acceso al capital, no porque la Nueva Economía haya elevado las posibilidades de hacer ganancias. Una vez más, la brecha creciente entre el precio de las acciones y las ganancias definió la burbuja y impulsó el auge; pero también constituyó la tara mortal que por último los llevó a sufrir un chirriante frenazo.
Las cambiantes bases de la expansión de los noventa: de la revitalización del sector industrial a la burbuja de los precios bursátiles
La historia real va más o menos en la dirección opuesta a la de la historia oficial. Mientras hay poco que indique un descenso en la innovación en los setenta y los ochenta, hay una evidencia irrefutable en aquellos años de una profunda y continuamentemente reducida rentabilidad en especial en los Estados Unidos y en el sector industrial internacional, y este último contribuye en gran medida a la explicación de la reducción a largo plazo de la acumulación del capital que debe a su vez asumir gran parte de la responsabilidad por el largo período de reducción, en el ámbito internacional, de la innovación y del crecimiento de la productividad.
Brevemente, a finales de los sesenta y principios de los setenta, la intensificación de la competencia internacional, provocada en particular por la entrada de productores con costos más bajos, situados especialmente en Japón pero también en Europa Occidental, generó para el sistema internacional sobreproducción y sobrecapacidad, así como una caída de las tasas de ganancia en la industria. Durante los setenta empeoraron la sobrecapacidad y sobreproducción. Por un lado, las empresas en toda la economía mundial tendieron a tratar de responder a los problemas de rentabilidad y competitividad incrementando la inversión en sus propias líneas, en lugar de volcarse a nuevas, reproduciendo entonces el problema inicial. Por el otro lado, las firmas establecidas en las nuevas economías en desarrollo del Asia Oriental, y hasta cierta medida en Brasil, México y otros, encontraron que podían incorporar ciertas líneas con utilidades, a pesar de la sobrecapacidad, y esto empeoró las cosas. Sólo el gasto deficitario keynesiano a lo largo de la década previno una crisis profunda.
Al comienzo de los ochenta, los Estados Unidos y otros países capitalistas avanzados procuraron combatir la sobrecapacidad y la sobreproducción internacional heredada de la era keynesiana, introduciendo altas tasas de interés y profunda austeridad, diseñados para sacudir la gran base de medios de producción con altos costos y baja rentabilidad que estaba manteniendo baja la tasa de ganancia. Pero el resultado inmediato, fueron la crisis de las deudas en el Tercer Mundo y la amenaza real de una depresión en los países avanzados. Así, el keynesianismo tuvo que ser nuevamente introducido de veras por la gestión Reagan, a través de masivos gastos militares y reducciones de impuestos a los ricos. La combinación de baja liquidez y altos déficits gubernamentales que había sido introducida en los Estados Unidos estabilizó a las economías capitalistas avanzadas, pero también aminoró la sacudida que todavía se necesitaba para restaurar la rentabilidad, y lo más importante, elevó las tasas de interés reales. Las economías capitalistas avanzadas, claramente, no estaban dispuestas a soportar el tipo de depresión severa que en el pasado había servido para eliminar medios de producción y trabajo excesivos y de altos costos y proveer la base para una nueva escalada. Pero el precio que se pagó por la estabilidad económica fueron los altos costos sin precedentes en los préstamos, los que en combinación con las todavía reducidas tasas de ganancia volvieron a frenar la acumulación de capital. De esta manera en los noventa el estancamiento se perpetuó.
Recuperación de la industria norteamericana, 1985-1995
Contra este trasfondo de tasas de retorno muy reducidas y lentitud en el crecimiento internacional, entre 1986 y 1995 el sector industrial norteamericano, y por lo tanto la economía privada en conjunto, logró una notable recuperación de la rentabilidad y de su vitalidad. Esto se logró siguiendo el ejemplo de sus principales rivales y líderes internacionales en Alemania y Japón para alcanzar una sorprendente recuperación tanto en competitividad como en exportaciones. Pero los industriales estadounidenses incrementaron sus tasas de ganancia no tanto a partir de la innovación tecnológica o un incremento en las inversiones –al menos hasta el final del proceso– sino a través del clásico mecanismo capitalista de cierres y redistribución de industrias. En los extendidos baches económicos cíclicos de la primera mitad de los ochenta y el primer tercio de los noventa, las corporaciones norteamericanas se deshicieron de enormes cantidades de medios de producción y en especial de trabajo, de alto costo y baja rentabilidad, iniciando un renacimiento del crecimiento de la productividad industrial. Se beneficiaron de manera simultánea manteniendo los salarios reales virtualmente constantes durante la década posterior a 1985 y aprovechando las reducciones de impuestos de la administración Reagan, que les permitía reducir notablemente la participación impositiva en sus utilidades. Durante el mismo período, pudieron beneficiarse poderosamente por la devaluación del dólar en un 40-60 por ciento respecto del marco y el yen. Finalmente, desde el momento en que asumió la administración Clinton procuró equilibrar el presupuesto, y de esta manera la reducción del crecimiento de la demanda agregada probablemente ayudó en algo a bajar la inflación y la tasa de interés a largo plazo, mejorando la competitividad mientras que también puso una presión adicional a la baja de los salarios. Hacía fines de 1993, los industriales norteamericanos incrementaron suficientemente su tasa de ganancias potencial para lanzarse a un poderoso boom de inversiones, proporcionando el ímpetu inicial para una larga expansión. En un mundo ideal de producciones especializadas mutuamente complementarias, la revitalización de la economía norteamericana podría haber terminado propulsando a la economía mundial hacia una nueva era de crecimiento. Pero antes de la mitad de los noventa, en este mundo de producciones redundantes y competitivas, no solo impartió un dinamismo poco incrementado a la economía mundial, sino que en gran medida fue a expensas de las economías de sus principales competidores y socios comerciales –en especial Japón y Alemania–. Esto ocurrió porque hasta fines de 1993, sobre un fondo de sobrecapacidad y sobreproducción industrial internacional, los productores norteamericanos aseguraron sus ganancias primero por medio de la caída del dólar y un achatamiento de salarios reales, así como la reducción en los impuestos a las empresas, pero con el beneficio de un pequeño incremento en las inversiones. Por lo tanto, elevaron sus tasas de retorno atacando los mercados de sus rivales, pero en el proceso generaron un incremento relativamente escaso en la demanda, tanto en la de inversiones como en la de consumo, para los productos de sus rivales. Cuando el gobierno de los Estados Unidos actuó en 1993 para equilibrar el presupuesto, el crecimiento generado por la demanda de los Estados Unidos en el mercado mundial recibió un impacto negativo adicional.
Desde 1985 las economías industriales de Japón, Alemania y el resto de Europa Occidental enfrentaron un ajuste cada vez más intenso; era la otra cara de la misma moneda. El aumento de sus divisas, así como el rápido crecimiento relativo de los salarios, provocó una caída en la competitividad, y de esta manera se incrementó la presión a la baja en las ya reducidas tasas de ganancia y de acumulación de capital. Mientras tanto el declinante crecimiento de las demandas de las inversiones y los consumidores, y el incremento de la demanda gubernamental expresaron un estancamiento en el poder adquisitivo de sus productos, tanto interior como exteriormente, en especial en los Estados Unidos. Estas economías no pudieron evitar entonces ni la intensificación de los problemas durante la segunda mitad de los ochenta, ni la severa crisis durante la primera mitad de los noventa, y entraron en una de las peores recesiones de la época de posguerra.
La burbuja de los precios bursátiles en los Estados Unidos, 1995-2000
Para 1995 el yen había aumentado tanto y con tan desvastadoras consecuencias que el gobierno de los Estados Unidos –ya traumatizado por la crisis del peso mexicano asociada al efecto tequila– se vio obligado a rescatar a una economía industrial japonesa cercana a la crisis. Lo hizo de la misma manera en que los gobiernos japoneses y los alemanes habían rescatado a la economía industrial estadounidense en 1985: poniendo en marcha, en colaboración con las otras potencias del G-3, un nuevo aumento en el valor de sus divisas. El posterior ascenso del dólar, así como de las monedas asiáticas atadas al mismo, y la paralela caída del yen y el marco, inició un cambio histórico, muy lejano del patrón de desarrollo internacional de la década anterior.
Cuando el dólar comenzó a crecer hacia fines de 1995, el peso de una continua sobreproducción y sobrecapacidad internacional se volvió en contra de los Estados Unidos. La revaluación del valor de la moneda inmediatamente acotó ese extenso crecimiento de la competitividad del sector industrial estadounidense que estaba detrás del renacimiento de la rentabilidad. En 1996 y 1997, la expansión industrial norteamericana pudo sostenerse mientras la produccion se disparó, el crecimiento de la productividad se aceleró, y los costos de producción cayeron en forma impresionante. Sin embargo, la industria norteamericana perdió vitalidad, atrapada entre la intensa presión a la baja de precios resultante del exceso de oferta industrial internacional y el propio aumento en los costos relativos que surgieron del aumento del valor de su moneda. Por cierto, si el sector industrial norteamericano no hubiera logrado una reducción real de salarios en estos años, la rentabilidad industrial podría haber comenzado a caer ya entonces. Tal como están las cosas, no estamos lejos de una seria caída.Mientras tanto, en 1995, bajo los términos del Acuerdo Reverse Plaza, por el cual las potencias del G-3 habían acordado un cambio total en las tasas de cambio dolar/yen/ marco, los gobiernos de Estados Unidos, Alemania y en especial de Japón volcaron una gran cantidad de fondos en los mercados financieros norteamericanos para elevar el dólar, principalmente a través de la compra de bonos del Tesoro norteamericano. Los gobiernos del Este Asiático, así como especuladores de todo el mundo, hicieron lo mismo. Como resultado, las tasas de interés norteamericanas a largo plazo cayeron agudamente y, al mismo tiempo, la Reserva Federal bajó las tasas de interés a corto plazo para ayudar a combatir la crisis del peso mexicano. El enorme alivio en los mercados financieros que tuvo lugar en 1995, así como el aumento del dólar, detonaron la gran escalada de la Bolsa. Hasta entonces –entre 1980 y 1995– los precios bursátiles en los Estados Unidos habían crecido de manera significativa, pero no más que las ganancias de las corporaciones. Hasta ese momento, en otras palabras, el aumento de la Bolsa había sido totalmente justificado por el aumento subyacente de las ganancias corporativas. Pero a partir de entonces, los precios de las acciones se elevaron muy por encima de las ganancias corporativas, especialmente cuando la tasa de ganancia industrial dejó de crecer y tomó un curso descendente, mientras se inflaba la mayor de las burbujas bursátiles en la historia de los EE.UU.Si los cambios financieros internacionales de 1995 pusieron en marcha la escalada de la Bolsa, Alan Greenspan y las corporaciones la perpetuaron. Hacia finales de 1996, Greenspan estaba ostensiblemente preocupado por la “exuberancia irracional” de los precios de las acciones, pero estaba claramente más preocupado por el posible tropiezo de la economía norteamericana; especialmente por el aumento del dólar y el crecimiento económico, que al principio se había mostrado indeciso. Greenspan entonces no hizo ningún intento por controlar el enorme incremento de liquidez provocado por el ingreso de dinero extranjero y su propia reducción en la tasa de interés. De hecho, aparte del aumento de un cuarto de punto a principios de 1997, Greenspan no elevó la tasa de interés entre comienzos de 1995 y la mitad de 1999. El régimen monetario libre tuvo el efecto de empujar más a la Bolsa, y no accidentalmente, acrecentando el “efecto riqueza”, o sea, dotando a las corporaciones y hogares con la incrementada riqueza teórica que les permitió pedir préstamos en condiciones más fáciles y apuntalar la expansión económica, sobre la base de acelerar sus inversiones y consumos.
Las corporaciones norteamericanas se apresuraron a explotar el régimen de moneda barata otorgado por Alan Greenspan. Entre 1995 y 2000, incrementaron sus deudas con relación al PBI corporativo a niveles récord; fundamentalmente no para financiar las compras de nuevos equipos y plantas, sino para cubrir los costos de recompra de sus propias acciones. De esta manera, evitaron el tedioso proceso de crear el aumento de valor de las acciones por medio de la producción real de bienes y servicios con ganancia, y directamente aumentaron el precio de sus acciones para beneficiar a sus propios accionistas, así como a sus ejecutivos, quienes estaban muy bien remunerados al optar por cobrar en acciones. Entre 1995 y 2000, los mayores compradores netos en la Bolsa fueron las corporaciones norteamericanas.
La expansión económica norteamericana de los noventa fue entonces capaz de continuar y acelerarse durante los años que siguieron a 1995, aún cuando la presión a la baja de la tasa de ganancia industrial los privó de su base inicial. Esto ocurrió porque las acciones corporativas fueron capaces de crecer a pesar del estancamiento y de la declinación de la rentabilidad. Con los valores teóricos de sus activos inflados mucho más allá de cualquier posible valor económico subyacente, las corporaciones encontraron que tenían vastos recursos alternativos de fondos baratos, al margen delas ganancias. Podían emitir acciones sobrevaluadas y podían obtener acceso a ofertas inagotables de créditos, tomando como referencia el valor inflado de sus activos. De esta manera pudieron mantener, y aún incrementar, la tasa de crecimiento de sus gastos en nuevas plantas y equipos, a pesar de la relativa contribución de las ganancias en descenso. Tampoco tenían restricciones, como las hubieran podido tener, por la dificultad de realizar sus gigantescas inversiones en el mercado. Esto ocurrió porque las familias y corporaciones pudieron utilizar el aumento en el valor teórico de sus acciones para incrementar sus compras. Gracias, entonces, al efecto riqueza, la expansión continuó y aún se aceleró.
Límites al efecto riqueza
No obstante, había un límite definido a la expansión sobre esta base. La Bolsa estaba corriendo sobre el precipicio; pero como el conocido personaje de las tiras cómicas, mientras los inversores bursátiles se negaran a mirar hacia abajo o se a preocuparse por la tendencia de la rentabilidad, podía continuar avanzando. Pero no podían desafiar a la gravedad para siempre. Una vez que los precios de las acciones comenzaran a caer, como inevitablemente lo harían bajo la presión del estancamiento y caída de la rentabilidad, el efecto riqueza se revertiría y la economía se hundiría.
La crisis internacional de 1997-1998
Los problemas de rentabilidad no estaban confinados a los Estados Unidos. Entre 1985 y 1995 las economías industriales del Este de Asia habían logrado un crecimiento extraordinario basado en la exportación, mayormente sobre la base de la caída de sus divisas, que estaban atadas al declinante dólar. Esto les permitió grandes logros de competitividad y de participación en el mercado, frente a sus rivales japoneses. Pero a principios de 1995 el mismo dólar en ascenso que estaba reduciendo la rentabilidad industrial norteamericana y ayudando a elevar los precios de las acciones estadounidenses empujó a las divisas asiáticas hacia las nubes. Las economías asiáticas comenzaron entonces a experimentar la misma tendencia dual que había ocurrido en EEUU: a la reducción de la competitividad industrial que fuerza una caída en la rentabilidad industrial y a un influjo de fondos del exterior que llevan a una presión ascendente en los precios de activos. Pero la reacción en cadena no se detuvo allí. Entre 1985 y 1995, en respuesta al yen sobrevaluado, los productores japoneses reorientaron la producción al Asia del Este, incrementando las exportaciones de bienes de capital a esa región, mientras reubicaban allí industrias terminales con menores costos. Cuando el yen cayó, tras el acuerdo Reverse Plaza, los productores japoneses lograron recuperar participación en su mercado interno a costa de sus rivales asiáticos, así como expulsarlos de otros mercados. Pero la crisis resultante del sector industrial asiático no podía más que volverse en contra de la economía japonesa, pues privaba a sus corporaciones y bancos de los que hasta hacía poco se habían convertido en sus mejores mercados. Para 1998 Japón había vuelto a caer en la recesión.
Tampoco la economía estadounidense resultó invulnerable. Tras el estallido de la burbuja de los precios de las acciones, tierras y construcciones, y la consecuente fuga de dinero de la región, la crisis asiática estalló en 1997-1998 y fue prontamente exacerbada por el retorno de Japón a un crecimiento negativo. Los productores norteamericanos perdieron parte del mercado en Asia del Este y Japón y fueron dañados por los bajos precios de las mercaderías del Este Asiático en sus mercados internos y externos. En 1998-1999, las exportaciones norteamericanas dejaron de crecer, mientras las importaciones continuaron creciendo como hasta entonces. Paralelamente, la tasa de ganancia de las corporaciones industriales norteamericanas cayó un 20 por ciento entre los años 1997-2000, provocando la correspondiente caída de un 9 % en las tasas de ganancia de las corporaciones no financieras en dicho período.
Mientras tanto, desde mediados de 1998 las acciones corporativas comenzaron a caer agudamente como respuesta a las declinantes ganancias. Tras la insolvencia rusa y la crisis brasileña, Norteamérica cayó a principios del otoño de 1998 en su más seria crisis económico-financiera de posguerra. Pero si los Estados Unidos entraban en recesión, gran parte del resto de la economía mundial, tan dependiente del mercado norteamericano, podía ser arrastrada a la depresión.
En los meses de septiembre y octubre de 1998, Alan Greenspan y la Reserva Federal lanzaron su famoso salvataje del fondo LTMC y bajaron las tasas de interés en tres ocasiones. Lo hicieron, en primera instancia, para detener la caída en el mercado bursátil y combatir una crisis que amenazaba con tirar abajo al sistema financiero internacional. Pero el objetivo de Greenspan no era meramente el corto plazo, para alejar el colapso de la Bolsa y el mercado financiero. Era asegurar a los inversores que él quería que los precios de las acciones subieran… de modo que el “efecto riqueza” del continuo ascenso de la Bolsa pudiera mantener a la economía estadounidense y mundial en funcionamiento. Lo que Greenspan estaba intentando podía ser descrito como un “keynesianismo bursátil”. Mientras que en el keynesianismo tradicional la demanda era “subsidiada” por medio del aumento en el déficit público provocado por el gobierno federal, en la versión de Greenspan la demanda podía incrementarse a través del aumento de los déficits privados de las corporaciones y las familias ricas, alentadas por una creciente riqueza teórica representada por el engrosado valor de sus acciones. Dado que desde 1997-98 la campaña estadounidense para equilibrar el presupuesto redujo el déficit a cero, estaba descartado recurrir al keynesianismo tradicional. El Tesoro federal no tuvo más alternativa que forzar a la suba al mercado bursátil, para estimular la demanda de inversiones y consumo y, por lo tanto, contrabalancear el agravamiento de las caídas de la competitividad industrial, las exportaciones y la rentabilidad.
El Tesoro Federal sostiene la burbuja, y la burbuja sostiene el boom
Gracias a su aliento material a la Bolsa, así como a sus elogios a la Nueva Economía, Alan Greenspan logró más o menos sus objetivos, con resultados trascendentales. Entre fines de 1998 y mediados de 2000, la Bolsa subió y, a su vez, el boom económico estadounidense entró en su fase más afiebrada, caracterizada por una intensificación del crecimiento económico, de la acumulación de capital, y del aumento en la productividad. Con los precios de acciones alcanzando sus niveles más altos, las corporaciones ganaron acceso a fondos prácticamente sin costos, a través de enormes préstamos sobre la base de sus infladas garantías y por la emisión de acciones a precios astronómicos. Por lo tanto, pudieron acelerar y ampliar un boom de inversiones que ya estaba en marcha. Esto se vio especialmente en las empresas de tecnología, medios y telecomunicaciones, las cuales vieron crecer hacia la estratosfera a sus acciones, dejando muy lejos a los precios de las acciones de la Vieja Economía.
Al rescatar a la economía mundial de su crisis de 1997-1998, la enormemente intensificada demanda norteamericana que surgió de la aceleración de la expansión, más el continuo encarecimiento del dólar, incitaron un nuevo crecimiento económico internacional en 1999-2000. El impacto del crecimiento de las importaciones en los Estados Unidos y del declive de su competitividad provocado por el aumento de su divisa, fue quizás más evidente en Asia del Este, donde la demanda sin precedentes de componentes de alta tecnología producidos localmente llevó a los “países recientemente industrializados”, y en cierta medida también a Japón, de una profunda recesión a un rápido crecimiento. Pero también fue imprescindible, a pesar de las expectativas adversas, para Europa occidental, donde la demanda norteamericana de autos, maquinarias, herramientas, y otros productos posibilitó las rápidas recuperaciones de las economías alemana e italiana, mientras que sus propias divisas abaratadas facilitaron a los productores europeos el acceso a otros mercados.
Había, sin embargo, un problema muy importante. Las empresas pudieron acelerar su acumulación de capital en los últimos años del milenio por medio del fácil acceso a la financiación, gracias a la escalada de los precios de sus activos. Pero incluso habiendo logrado esto, como fue remarcado en varias oportunidades, la rentabilidad de las corporaciones industriales cayó de manera significativa, arrastrando con ella a la rentabilidad de las corporaciones no financieras. Sorprendentemente, la rentabilidad del sector no financiero y no industrial (la economía de las corporaciones no financieras menos las industriales) logró al menos sostenerse durante esos años, aún cuando los costos en el sector de las corporaciones no financieras y no industriales crecieron más rápido que en las corporaciones industriales. Por lo tanto, es evidente que aquello que estaba forzando una caída en la tasa de ganancia del sector industrial, y por lo tanto en la de las corporaciones no financieras, fue la fuerte presión a la baja de los precios resultante del aumento de la sobrecapacidad industrial. La caída en la rentabilidad fue, durante un tiempo, parcialmente compensada por los importantes aumentos de productividad obtenidos por los industriales por medio de un incrementado crecimiento en las inversiones. Fue también parcialmente equilibrada por la paralela intensificación del crecimiento en el consumo del 20 por ciento más rico de las familias norteamericanas. Este último sector se apoderó del 90 por ciento del incremento en las riquezas representado por la escalada de la Bolsa, y fue el responsable de la caída sin precedentes históricos de la tasa de ahorro personal en los EEUU en el curso de los noventa. Pero el hecho de que, aun frente al acelerado crecimiento de la productividad y el consumo, así como el paralelo mantenimiento de una muy elevada capacidad instalada, la rentabilidad de las corporaciones industriales y en consecuencia la de las corporaciones no financieras cayera de manera significativa indica que el exceso de capacidad ya era bastante importante en pleno apogeo del boom. Este exceso resultó ser abrumador cuando estalló la burbuja, y los productores industriales quedaron en posesión de una enorme acumulación de plantas, equipos y programas que la escalada de precios de sus acciones había hecho posible, pero esta vez sin la demanda para sus productos que hasta entonces había podido proveer el efecto riqueza de esos mismos aumentos bursátiles.
Desde el final de la burbuja hacia el final del boom
La Bolsa comenzó a caer desde la primavera y luego, más definitivamente, desde fines del verano de 2000, cuando ya no pudo ignorarse más que no se estaban materializando las ganancias que pudieran dar sustento a los astronómicos precios de las acciones. Una vez que sus fondos se agotaron, colapsaron primero gran cantidad de empresas de “comercio por correo electrónico” que nunca habían logrado ganancias, Pero, pronto la caída consumió a casi todo el sector tecnológico, incluyendo a los favoritos de la Bolsa, como los fabricantes de equipos Cisco, Lucent, y Nortel y los productores de componentes JDS Uniphase y Sycamore. Quizás una tercera parte del valor total de los activos existentes a fines del invierno de 2000 se hizo humo.
Como resultado de la caída de precios de las acciones, el efecto riqueza se revirtió agudamente. Al descubrir que el valor de sus activos teóricos se había reducido drásticamente, las empresas y las familias no solamente encontraron más complicado, sino también menos atractivo endeudarse, especialmente desde que la creciente amenaza de quiebras y desempleo los obligó a tratar de arreglar sus sobrecargados balances. Por otro lado, esto obviamente los llevó a recortar gastos en bienes de capital y de consumo. Pero con la caída del crecimiento de inversiones, el crecimiento de la productividad tuvo también que caer, presionando aún más hacia abajo a la rentabilidad.
Sobre todo, la economía se ha encontrado en posesión de grandes cantidad de plantas, equipos y programas que no pueden ser realizados, especialmente cuando el crecimiento del consumo cayó a pique. La sobrecapacidad resultante había ya logrado durante la primera mitad de 2001 reducir la ganancia absoluta en el sector industrial 33 por ciento por debajo de su punto más alto, alcanzado en 1997 y reducido la tasa de ganancia de las corporaciones no financieras 17,5 por ciento por debajo del pico de 1997, a niveles no que no habían sido tan bajos desde comienzos de los noventa.
Espiral descendente y recesiones mutuamente reforzadas
Bajo el impacto de la reversión del efecto riqueza y frente a la gigantesca sobrecapacidad, los crecimientos de producción y de inversión han caído más rápidamente que en cualquier otro período comparable desde la Segunda Guerra Mundial. El crecimiento del PBI cayó del 5,2 por ciento en el año que terminó a mediados de 2000, a un 0.8 por ciento (sobre una base anualizada) en la primera mitad de 2001. El crecimiento de las inversiones no residenciales cayó de 11 por ciento a menos de 7.4 por ciento en el mismo intervalo. El empleo y la producción en el sector industrial comenzaron a bajar de manera inmediata y profunda. Pero fue solamente a partir la mitad de 2001 que la economía norteamericana de conjunto comenzó a registrar completamente la profunda contracción de sus mercados, que siguió a las caídas del crecimiento y acumulación del capital, y a tomar las medidas comunes de autopreservación. Desde entonces, las corporaciones estadounidenses han estado podando grandes zonas de su capacidad productiva y en particular de su fuerza laboral, en un esfuerzo por restaurar la competitividad y sus balances contables, ejerciendo una gran presión sobre sus rivales para que respondan con la misma moneda. El efecto agregado ya es una espiral descendente, en la que las inversiones y el consumo en caída arrastran un aumento de quiebras bancarias e insolvencia de deudores de préstamos, conduciendo a agudas caídas adicionales en la demanda y abriendo el camino una recesión más profunda.
No obstante, las presiones recesivas desatadas por el final de la burbuja y el enorme residuo del exceso de capacidad que dejó tras él no agotan las dificultades que enfrentan los EE.UU. y la economía mundial. La última y más afiebrada fase de la escalada en la Bolsa ha cumplido, debe recordarse, la función indispensable de rescatar, no solamente a los EE.UU. sino también a la economía mundial, de la crisis económica internacional de 1997-1998 originada en Asia oriental. Pero con los precios de las acciones y la inversión en colapso, especialmente en alta tecnología, la película ahora está rodándose al revés. En 1999-2000 el boom norteamericano en alta tecnología dirigido por la burbuja impulsó a la economía asiática y la sacó de su profunda crisis. Fue también el principal responsable del nuevo ascenso cíclico de Europa occidental. Japón también salió de su recesión, aunque apenas, sobre todo aprovechando la expansión de los mercados asiáticos y estadounidense. Pero cuando la economía norteamericana aminoró su marcha de manera profunda, el resto del mundo perdió su motor. Bajo el impacto de la caída de importaciones de los Estados Unidos, las economías de Asia oriental, Japón y quizás Europa occidental, han estado cayendo más rápidamente que la de EE.UU. El crecimiento de la exportación estadounidense cayó incluso más rápido. Está en marcha un proceso recesivo mutuamente reforzado.
Contra este fondo, los enormes “desequilibrios” heredados de la burbuja amenazan como oscuros nubarrones. 1) Los precios de las acciones obviamente cayeron enormemente, pero dado que las ganancias han caído a la misma velocidad, la razón precio-ganancia se mantiene inflada. El deterioro bursátil podría por lo tanto tener todavía por delante un largo camino para seguir cayendo, con las consecuencias depresivas adcionales que afectarán a la economía real. 2) Hasta el momento, los inversores del exterior han estado más que dispuestos a financiar un déficit en las cuenta corriente de EE.UU., que rompió records cada año, realizando inversiones directas en el país y comprando acciones de las corporaciones americanas, así como sus deudas. Pero a medida que la economía norteamericana entra en recesión y el mercado bursátil languidece podrían encontrar que los activos estadounidenses resultan relativamente menos atractivos. Si lo hicieran, el dólar entraría en una presión descendente y las tasas de interés deberían crecer, exacerbando la caída. 3) El ascenso record de los préstamos corporativos y familiares eran centrales para el boom. Pero con la amenaza de mayores quiebras y mayor desempleo, las compañías y los consumidores podrían verse obligados a reducir sus deudas para limitar su vulnerabilidad. Si esto ocurriera en gran escala, un nuevo apoyo a la demanda se quedaría en el camino.
¿Las políticas expansionistas pueden contener la marea?
No es fácil, por supuesto, predecir el impacto de la espectacular serie de reducciones en la tasa de interés que ha emprendido la Reserva Federal, las que han bajado los costos de los préstamos a corto plazo. Todavía es difícil ver cómo una mayor facilidad de acceso a los fondos puede provocar directamente un importante aceleramiento en la acumulación de capital, en vista de la poderosa pérdida de incentivo a la inversión que representa la enorme sobrecapacidad, especialmente en la industria. La caída de la tasa de interés reducirá el peso de los intereses en las corporaciones, disminuirá las quiebras y alentará la estabilidad. Pero las corporaciones ya están en posesión de demasiadas plantas y equipos recientemente adquiridos, y por lo tanto no se volcarán a la inversión y a tomar préstamos, no importa cuanto caiga la tasa de interés. En efecto, en términos keynesianos la Reserva Federal ha estado “caminando sobre la cuerda floja”.
Alan Greenspan y el Tesoro Federal, como en 1998 y 1999, están esperando aparentemente que los préstamos a costos más bajos puedan incitar una nueva carrera en los precios bursátiles y que el resultante incremento en el efecto riqueza, especialmente en los gastos del consumidor, pueda salvar la situación. Pero, resulte esto o no en el corto período, pareciera que se arriesga a una nueva miniburbuja y a una nueva quiebra, con el predecible daño adicional que esto generará a la economía real. Quizás la mejor esperanza de estímulo por parte de las alicaídas tasas de interés se apoye en una intensificación de los préstamos a las familias con los préstamos hipotecarios y el incremento en los gastos de consumo que pueden esperarse como resultado. Pero el peligro radica en que, una vez que comience de nuevo el crecimiento, las tasas de interés subirán más que proporcionalmente, dejando a las familias más expuestas que antes.
Teóricamente, contraer los grandes déficits keynesianos podría ser más prometedor; especialmente si se hiciera a través del aumento del gasto gubernamental. Sin embargo, es altamente dudoso que éste será un impacto suficientemente significativo en un futuro previsible. Esto se debe sobre todo a que, por ahora, el gran peso de los “estímulos” tomará la forma de recortes impositivos para los ricos. No hay absolutamente ninguna razón para esperar que los ricos beneficiarios los utilicen para invertir bajo estas circunstancias –con un nivel de retorno tan bajo–, antes que para engrosar sus cuentas bancarias.
Los gastos gubernamentales financiados por el endeudamiento oficial podrían dar una mayor expansión monetaria, pero probablemente serán demasiado pequeños. Los gastos militares están creciendo algo y habrá también gastos significativos relacionados con el 11 de setiembre. De todas maneras, el paquete total contemplado hasta ahora no alcanza a más del 1,5 por ciento del PBI. A menos que el déficit sea mucho mayor, el incremento del endeudamiento gubernamental probablemente esté equilibrado por una caída al menos equivalente en el endeudamiento privado, ya que las corporaciones procuran sobre todo fortalecer sus balances contables.
[1] Forma habitual de referirse a la Federal Reserve Board, el banco central de los Estados Unidos.