Paul Krugman monta en el caballito de la desigualdad, de la extrema desigualdad. Claro es que no está sólo, lo acompañan nada menos que el FMI, con un informe de comienzos de año, y la calificadora de riesgos Standard & Poor’s, que se lució en su momento calificando como buenas las hipotecas basura, con otro del 5 de agosto.
Dos también son los peligros esenciales que alertan a los citados y a otros más. La gobernabilidad y la disminución del crecimiento. Dejemos por ahora la primera, que es bastante obvia.
Hay niños pobres que no pueden hacer uso de su talento. Esto “no sólo es injusto sino caro. La desigualdad extrema significa un desperdicio de recursos humanos”. Los programas de gobierno que hagan alguna redistribución pueden hacer las naciones más ricas “si reducen ese desperdicio”. Este es el argumento de Krugman: un poco de desigualdad es necesaria, demasiada es cara.
A Joseph Stiglitz no le es ajeno el tema de la desigualdad; este ex vicepresidente y economista jefe del Banco Mundial, escribió El precio de la desigualdad. Pero Stiglitz está empeñado en demostrar que el capitalismo no tiene leyes y que la desigualdad no es inherente al capitalismo, que sólo se trata de malas o buenas políticas. Por eso un fallo como el de Griessa “se torna en una amenaza para el funcionamiento de los mercados financieros internacionales”. Porque “alienta la usura”, es decir el exceso. Para salvar a los “mercados financieros”, es decir a los prestamistas, no hay que excederse en los intereses.
En suma, la desigualdad no debe ser tanta que no sólo haga peligrar la dominación, sino que no desperdicie a quienes todavía se les puede hacer producir riqueza. Los demás pueden ser desechados. Y, dado que el capitalismo no tiene leyes y la desigualdad no le es inherente, ésta no tiene nada que ver con la apropiación de la riqueza para lo que son necesarios los mercados financieros.
Para resguardar entonces estos mercados es necesario preservar la existencia de deudores, es decir clientes que compren dinero, de los que al por mayor los más importantes son los estados que generan lo que se llama “deuda soberana”. Para que éstos sigan existiendo es conveniente no acogotarlos, de allí que dice Stiglitz que hay que respetar “un principio básico del capitalismo moderno: los deudores insolventes necesitan un nuevo comienzo” (El País, 24/08/14).
Desde ese lugar lidera una lista de economistas asesores de negocios y finanzas que solicitan a la ONU se tomen recaudos para la restructuración de las deudas soberanas.
Y en el mismo rumbo, la Asociación Internacional de Mercados de Capitales, que nuclea a 450 bancos e inversores globales, propone que en caso de quiebra de un Estado es suficiente que éste se rinda ante el 75% de los bonistas y, en ese caso, la minoría se tiene que aguantar el acuerdo, las condiciones de la rendición.
Para que todos cobren y el deudor insolvente tenga un nuevo comienzo: siga endeudándose para pagar.
Los deudores somos nosotros, los griegos, los españoles, los portugueses… en el mundo de la deuda y de las deudas.
El préstamo y los deudores. Capitalismo de crédito
Pagad a todos lo que debéis...
Pablo, Romanos 13, 7
La deuda aparece cuando su pago no parece posible. Mientras tanto convivimos natural e irreflexivamente con ella y con ellas. Con ella, cuando se trata de la llamada deuda soberana, la deuda asumida por los gobernantes en nombre de un Estado, con ellas cuando se trata de las que reconocemos individualmente. En ambos casos resultan de un préstamo, un anticipo, reductible siempre a dinero, que otorga quien lo posee a quien promete reembolsarlo a cambio de un precio. Se trata del préstamo a interés. Una relación social que constituye a algunos individuos en acreedores y a otros en deudores. Una relación entre poseedores de dinero y desposeídos de él, donde el poseedor dispone del dinero como de cualquier mercancía, y la vende.
El préstamo es la venta de una mercancía que se llama dinero, cuyo precio es su valor que incluye un interés, que es la ganancia. Es una venta temporaria, tiene un plazo, y es condicional ya que lo prestado se debe devolver. Parecido a un alquiler pero que, a diferencia de éste, donde si lo alquilado se destruye no se puede devolver, dado que el dinero no huele, siempre puede ser reemplazado por una suma igual y, por lo tanto, siempre puede y debe ser devuelto. Tomo III de El capital.
El préstamo funciona siempre como un anticipo fundado en la confianza en esa devolución. Una confianza desconfiada, dado que el grado de confianza determina la razón, el porcentaje de interés. Confianza que miden las calificadoras de riesgo, que son empleadas de los acreedores desconfiados.
Pero confianza al fin porque uno sólo es el que pone, no hay intercambio, de parte del deudor sólo hay una promesa, escrita pero promesa. El acreedor confía en las virtudes personales del deudor. Por eso se habla de honra.
El negocio del prestamista está en que siempre haya hombres honrados que le estén debiendo. Que existan siempre los que necesitan anticipos.
Estos hombres honrados son los deudores, individuales o colectivos, cuyo cometido es pagar. Una forma de subjetividad, por lo visto, muy generalizada. Vivir para pagar. El homo debitor.
Servidumbre de la deuda es la paráfrasis de servidumbre de la gleba, que acuña David Harvey, y no parece exagerada, para referirse a la dependencia de la vida de los hombres de la inversión de los flujos literalmente vitales de capital-dinero.
Dinero que, para seguir siendo capital, debe generar deudores que produzcan ganancias aunque sea fabricando propietarios que compren sin dinero propio. Consumidores a crédito.
Propietarios del humo, porque no se puede ser propietario de lo que se agota en el consumo y no se es propietario más que en los papeles de aquello que se debe. Ilusión que se acaba cuando no se paga el préstamo. Consumir significa, dice Marc Augé, el deber de endeudarse.
Deber de endeudarse, servidumbre de la deuda.
Fábrica del hombre endeudado, dice Maurizio Lazzarato, de esta “economía de la deuda”, de este capitalismo financiero o de este capitalismo post-fordista hegemonizado por el capital financiero. Capitalismo de crédito, creo que podríamos decir.
La producción del deudor
“Decime, Rengo, ¿tiene sentido esta vida?
Trabajamos para comer y comemos para trabajar”.
Roberto Arlt, El juguete rabioso (1925)
Hasta que Henry Ford encuentra la fórmula de producir consumidores los productores asalariados nacían deudores.
Una desigualdad originaria, la desposesión de las condiciones de vida, de los medios de subsistencia, acompaña la desposesión de los medios de producción y obliga a los desposeídos a trabajar. Los medios de subsistencia residen en la forma de capital variable, el destinado para el pago de salarios, en manos del capitalista industrial. Con él paga la capacidad laboral. Al pagarla en dinero la clase capitalista industrial otorga la forma de intercambio al acto de alimentar a los portadores de la capacidad laboral que necesita volcar a la producción. Como se alimenta a los chanchos para que produzcan chanchitos, pero en dinero, el salario.
Se convierte así el trabajo en una mercancía y al obrero en su propietario.
Adquiere la capacidad o fuerza de trabajo suficiente y necesaria que sea rentable conforme a su capacidad de producción y el mercado. Ni más ni menos. De modo que la clase de los capitalistas industriales, en cuyas manos se halla en forma dinero las condiciones de vida y subsistencia de los poseedores de la fuerza laboral, alimentará solo a aquéllos que les sean necesarios. Para conservar esa capacidad, pero también para reproducirla. De manera que el salario contendrá el equivalente a los gastos de reproducción, es decir los futuros asalariados. Esto significa que el capitalista industrial anticipa en forma dinero los medios de subsistencia de la prole asalariada. Prole que, entonces, nace con una deuda que pagará obligatoriamente trabajando. Marx, Borradores1857-58, Cuaderno VI, La pequeña circulación.
Con el capitalismo industrial, la renovación de los ciclos y la consiguiente acumulación, los productos deben realizar su valor en el mercado. El crecimiento depende, sobre todo, de la demanda, es decir del consumo. Henry Ford encuentra la fórmula: altos salarios y venta en cuotas. Es necesario generar consumidores: publicidad para fabricar nuevas necesidades y préstamo para el consumo.
Ahora el deudor producido está forzado a consumir, si no lo hace queda excluido y es el consumidor el que nace deudor.
A la deuda básica originaria se agregan, superponen y subordinan otras deudas originadas en otras necesidades, genuinas o ficticias, pero que sin duda transforman las condiciones de vida. Productos de confort a los que, en la época de Marx, los productores sólo accedían en momentos de auge económico, como artículos de lujo, pasan a ser de consumo generalizado.
En principio sólo cambia el contenido material de las condiciones de vida conforme a los nuevos resultados de la producción. Pero la transformación sustancial estriba en que el préstamo para el consumo, creciente con la aparición masiva en los años ochenta de la tarjeta de crédito, es otro anticipo que se agrega por fuera del pago del salario o cualquiera de sus formas sustitutas. Anticipo que también deberá saldarse con trabajo futuro del propio productor deudor.
Claro es que estos anticipos no aparecen como tales. En la caja del supermercado, en el cajero automático o en la compra on line, lo que aparecen son respuestas casi automáticas a requerimientos informáticos. Gestos corporales que conforman algo parecido a aquello que Bourdieu llamaba creencias irreflexivas, no cognitivas. Estos préstamos en los cuales y por los cuales respiramos no requieren de la presencia del usurero ni de la visita al montepío.
Estos automatismos constituyen nuestra nueva subjetividad adecuada a los mecanismos de funcionamiento del sistema. Mecanismo de disciplinamiento ya no sólo en el trabajo sino en el consumo. La bancarización de los salarios y nuevas formas de remuneración no son sólo una cuestión de innovación técnica ni un negocio de encaje y comisiones de los bancos, tiene un efecto ideológico de ocultamiento. Entre otras cosas oculta las estrategias de dominación y desposesión del capitalismo financiero a través del consumo. Del que derivan las deudas.
Este nuevo anticipo señala un mayor endeudamiento y devela, a pesar de la posesión precaria de mayores bienes, servicios e ingresos, una mayor desigualdad. Una tasa creciente de la desigualdad que tanto alarma. Este endeudamiento amplía la famosa brecha empírica, pero sobre todo evidencia la consolidación de las posiciones entre quienes poseen el poder de disposición de las condiciones de vida y los desposeídos, paradójicamente, por el consumo. El consumo es un medio para fabricar deudores.
Y excluidos.
En el funcionamiento del capitalismo financiero la expectativa de consumo, los potenciales clientes, que son potenciales deudores, tienen tanto valor como los consumidores-deudores efectivos. La expectativa de la ganancia resultante se contabiliza como un activo inmaterial o intangible con un valor estimado. Como el valor de una cosecha futura que se negocia en la bolsa de Chicago.
Ese valor contable que forma parte del activo se convierte en un título que puede ser negociado, convertido en dinero líquido disponible. Esto significa que las ganancias no necesitan esperar a que el consumo sea efectivo y, por lo tanto, es posible retardar una nueva producción. Vale decir, que se pueden realizar ganancias reales sin necesidad de aumentar la masa de productores. Es la célebre distancia entre las llamadas economías reales y las ficticias. Y, como recuerda Harvey, los inversores dirigen siempre su mirada a la rentabilidad.
Pero de ello resulta que muchos productores quedan excluidos y, de este modo, no tendrán a su alcance ni las mínimas condiciones de vida, nos les llegan los flujos vitales. Son los muertos de hambre que no tienen donde caerse muertos, literalmente. Son los que no pueden cumplir su deber de deudores, como dice Augé.
Y los buenos deudores serán consumidores forzosos y más intensivos mediante varios expedientes. Expedientes que significan formas de control y disciplinamiento. Nuevas formas que ya no son sólo las que describió Foucault en los comienzos de la revolución pasiva neo-liberal.
Las innovaciones
Las innovaciones aparecen como el motor del capitalismo. Parece verdad que los productos son asiento de mayor valor merced a las innovaciones, es decir al contenido creciente del componente inteligente que soportan. Pero estas innovaciones no sólo se valorizan por el agregado tecnológico intangible. Su valor queda determinado también por las expectativas de ganancia o de plusvalía, de acuerdo a la jerga contable de los bienes inmateriales. El simple anuncio de un proyecto de innovación genera un aumento de precios de las acciones de una empresa realizable inmediatamente en el mercado de valores, independientemente de la materialización efectiva del nuevo producto. Por lo tanto las innovaciones no se dirigen tanto a la mejora del producto cuanto a su papel de medio financiero.
Pero el consumidor queda atado a la innovación. La rápida obsolescencia de los productos que no admiten reparaciones, de soportes que no admiten nuevos programas. Se trata de la estrategia de la obsolescencia programada.
Queda atado por tanto a nuevos anticipos, una especie de Sísifo post-fordista. Sujeto de un futuro sólo repetitivo de un nuevo presente. En el que queda preso, controlado. Alienado.
Esto significa una destrucción acelerada del producto del trabajo humano y una explotación incontrolada de las materias naturales, a la vez de la creación de vaciaderos de desechos contaminantes. Pero esta aceleración de la producción en nombre del progreso es, desde el punto de vista de los capitales, el acortamiento de los ciclos de rotación con la misma cantidad de consumidores, atados a las innovaciones.
Consumidor cautivo, es decir deudor cautivo, forzoso. A lo que se puede agregar un ejército de reserva de consumidores, formado por aquéllos no totalmente desechables que Krugman quiere recuperar, para el caso de que sean necesarios. Consumidor-deudor virtual que, sin embargo, valoriza la cartera capitalizándose como un activo intangible, palanca de nuevos anticipos, bases de las famosas burbujas.
Varias son las formas de atar al deudor, también como trabajador. Como negocio a dos puntas. Los servicios, cuyo peso económico es cada vez mayor y sobre cuyos agentes hace ya tiempo Harvey llamaba la atención, son asiento de nuevas formas de explotación. Sobre ellos se genera una nueva subjetividad. Son los franquiciados, emprendedores. Cuya remuneración aparece como la renta de un capital, muchas veces anticipados por le marca franquiciadora. Lo que sitúa al franquiciado en esa “clase media” de la cual se forma parte, según la CEPAL, cuando los ingresos están entre los 4 y los 10 dólares diarios.
En realidad el franquiciado está pagando el valor intangible de la marca, que supone potenciales clientes. Pero a la vez, al incorporarse a la cadena está incrementando el valor de la marca que él paga. Es decir paga lo que contribuye a crear lo que, a la vez, sirve a los grupos titulares de la marca para apalancar nuevos negocios.
Como se ve la base es un préstamo, pero el deudor no aparece como tal, sino como un pequeño capitalista. A esto se ha llamado “desproletarización”. Trátase, como se ve, de una nueva forma de alienación, más que del trabajo, de la deuda.
Aumento de la rentabilidad, mayores capitales disponibles que, sin necesidad de ser reinvertidos en la producción, buscan salida en la especulación. Aumento de las deudas en las que se asientan los movimientos especulativos, dadas las expectativas de ganancias. Así crece la brecha, es decir la desigualdad. A pesar del acceso a bienes y servicios que conforma a los atados al consumo como lo que ha sido llamado clase cuasi media.
Esto es lo que abruma a ciertos economistas de la CEPAL que observan que a pesar de haber descendido, conforme a sus mediciones, los niveles de pobreza, aumenta escandalosamente la desigualdad.
Además, asegurada de este modo la rentabilidad, se hacen innecesarios más consumidores y, por lo tanto, trabajadores. Con lo cual los niveles de desocupación se hacen crónicos, la flexibilidad de los “ejércitos de reserva” cada vez más reducida, lo que es lo mismo que decir que la exclusión es crónica. Eufemísticamente desocupación estructural, lo que no significa más que exclusión sistémica.
La producción del deudor no parece ser sino la producción de la desigualdad y la exclusión por el capitalismo bajo la hegemonía del sector financiero.
“La deuda”
El llamado neoliberalismo, es decir la forma política de la culminación de la dominación del capitalismo financiero, entre todas sus políticas privatizadoras emprendió la que quizá haya sido la atribución mayor de la soberanía estatal. La creación y gobierno de la moneda que caracterizó al Estado-Nación.
El ya clásico gambito de Soros que, en 1992, forzó la devaluación nada menos que de la libra esterlina, puso en evidencia el dominio de la moneda-crédito.
Moneda-deuda, dicen algunos. Los bancos centrales están condicionados por la liquidez del sector financiero. Es decir, dependen de esa cuasi-moneda que son los bonos, títulos de deudas, que se negocian secando o licuando la plaza, sin proporción con la moneda soberana. La clásica “independencia” de los bancos centrales depende del mercado de capitales.
El papel de la deuda pública en las decisiones políticas no es nuevo, como tampoco lo es que, en definitiva, se trata de lo único íntegramente socializado, como decía irónicamente Marx. Sólo que ahora, lo soberano ya no es la emisión de la moneda y la fijación de su valor, sino las deudas resultantes de los préstamos que asumen los gobernantes en nombre del Estado, del que en última instancia sus ciudadanos son, somos, garantes. Es decir, deudores.
Los gobiernos emiten moneda en base a la emisión de deudas, de donde la moneda depende de la deuda. Es decir de los préstamos que otorgan los bonistas congregados en los grandes grupos financieros. Grupos que fijan las condiciones, sin condicionamientos. A la sombra de los bancos aparentemente regulados, pero a los que nadie tiene interés en regular. Tampoco los gobiernos porque son alimentados por ellos.
La celada es el crecimiento. La consigna es la competitividad para el acceso al crédito.
Los modelos son las llamadas economías emergentes. Para “atraer” capitales asegurar rentabilidad. Para asegurar rentabilidad mano de obra barata y baja carga fiscal. Baja carga fiscal se traduce en menos gasto social, menos sanidad, menos educación, menos seguridad social. En suma, precarización y degradación de trabajadores. Rentabilidad para los inversores globales que se traduce en valorización de sus acciones y, por lo tanto, nuevos negocios financieros.
A pesar de cierta ralentización las tasas de crecimiento son aun elevadas con fuertes alzas del PBI. Alzas que se apoyan en los commodities. Es decir productos del extractivismo y la expoliación de la tierra cultivable cuyo destino son los mercados de futuros y derivados. Es decir, la industria financiera.
No es para extrañarse, entonces, que el crecimiento sea acompañado por la desigualdad creciente que preocupa a célebres economistas de la CEPAL. Ni que continuemos en estado de “inseguridad alimentaria”, según el eufemismo de la FAO. Con 842 millones de desnutridos, 1.300 millones en extrema pobreza y 2.500 millones que hacen sus necesidades al aire libre.
Acceder al crédito, atraer capitales, no significa más que embarcarse en más deudas, condicionadas siempre por los prestamistas. No sujetos a más control que los propios de sus alianzas, sus fusiones, sus absorciones y sus guerras. Distinguir entre buitres y palomos es, cuanto menos, ingenuo. Si no hipócrita.
Para preservar el negocio, como postula Sitgliz, hace tiempo que se vienen intentando los acuerdos de Basilea.
Las innovaciones exceden el ámbito de la producción. Hay también innovaciones financieras. Se trata de la creación de figuras jurídico-negociales acordadas privadamente entre grupos de negocios no sujetas a regulación legal.
Estos negocios operan a la “sombra” de los bancos.
La globalización o transnacionalización de las empresas requiere grandes capitales y suficiente liquidez para realizar las transacciones que la globalización implica.
En principio son los bancos, con su capital propio o sus disponibilidades de depósitos quienes pueden proveerlos, además de las bolsas de títulos y acciones.
Pero estas distintas innovaciones financieras son transacciones en la que se adjudica valor a bienes intangibles que pueden avalar préstamos, depósitos o aportes. Atraer dinero líquido disponible, inversores. No sólo por medio de los bancos sino por entidades financieras no bancarias, los fondos de inversión. Pero los bancos, los grandes bancos (Too big to fail) administran esos fondos, aunque no figuren en sus balances. Esa administración no sólo genera comisiones y ganancias sino que sirve para avalar otras operaciones del banco. Todo eso se hace a su sombra, porque esa actividad no está regulada. Los bancos, por lo general tienen ciertas regulaciones. Por ejemplo un capital mínimo y, generalmente, en una determinada proporción a sus operaciones e inversiones en activos fijos o de determinada calidad.
La proliferación de estas modalidades y los riesgos implícitos que pusieron de manifiesto las crisis financieras impulsaron ese furor por la estabilidad. De allí resultaron los acuerdos de Basilea entre los Bancos Centrales de Alemania, España, los Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Luxemburgo, Holanda, el Reino Unido, Suecia, Suiza, Bélgica y Canadá. El fin declarado fue regular la actividad financiera.
Se trata de recomendaciones para tratar de achicar el riesgo sin que se escapen los inversores ni mermen las utilidades. Están a cargo del Comité de Basilea, el Comité de Supervisión Bancaria.
En estas innovaciones financieras los protagonistas son bienes intangibles. Por lo tanto difíciles de evaluar. Pero estos bienes se titulizan, es decir se convierten en títulos de crédito, como si fuese un pagaré, como garantía a un inversor. Se trata de endeudamiento con la expectativa de realizar negocios que presuntamente dejarán ganancias.
La tendencia de los bancos es a titulizar cualquier expectativa de ganancia y a sobrevalorar esos títulos. Ello genera el riesgo de que al momento de hacerse efectivo el crédito, es decir de pagar la deuda, el valor no sea el esperado o no tenga ningún valor.
Las presuntas regulaciones pretenden evitar esas sobrevaloraciones o sugerir reservas suficientes para hacer frente al riesgo, capitales mínimos, etcétera. Pero el negocio de los bancos (y de cualquier grupo financiero) es hacer plata con la plata de otros. De este modo el regulador que supervisa tiene el límite de que el negocio deje de funcionar. Para ello se asesora o con los mismos bancos interesados o con las famosas agencias calificadoras de riesgos, cuyos sistemas y modelos de evaluación no difieren del de las propias entidades y, además, viven de los fondos de esas empresas.
El Comité de Basilea viene dando recomendaciones desde 1974, hace ya entonces 40 años.
En la última actualización de 2013 el Comité dice que las recomendaciones se están revisando en un período de observación para hacer frente a consecuencias no deseadas y que esperan obtener algún estándar mínimo de regulación para el año 2018.
Este es el universo de la economía de la deuda, del capitalismo de crédito. La fábrica del hombre endeudado. Los mercados financieros que los Nobel quieren preservar.
El fetichismo del dinero
Es en el capital a interés donde la relación
de capital cobra su forma […] más fetichista.
Marx, El capital.
El capitalismo reproduce y amplía la desigualdad originaria.
El capital financiero no es dinero, es la concentración de la propiedad privada del trabajo social en forma de dinero. Dinero que, para seguir siendo capital, vale decir acrecentarse, necesita venderse como cualquier mercancía. Y cobrarse.
Los intereses que pagamos no son más que trabajo social. Trabajo social es el ajuste: más impuestos menos salarios. Desposesión de un lado, concentración del otro. Pagar significa mayor desigualdad.
En el préstamo a interés parece que es el propio dinero que produce dinero. Eso es el fetichismo del dinero que denunciara Marx. Así se le aparece al inversor y por eso reclama su interés como un derecho. Pero, por eso mismo, no vale demonizar el dinero. Sería una réplica especular de la misma fetichización. La cuestión no está en él sino en las relaciones que oculta y, hoy, la relación social hegemónica es el préstamo a interés. Callarlo es complicidad o, al menos, resignación. Resignarse a la condición de dominado. En estos registros parecen moverse los gobiernos, los políticos profesionales y, desgraciadamente, muchos intelectuales.
No cabe frente a esto una actitud soberbia, sólo la modestia de reconocer que estas cuestiones merecen ser atendidas y estudiadas, como reconoce Augé.
Alguna vez el viejo Marx fue joven, un joven estudioso, intuitivo e inconforme. Rebelde.
Por 1844 escribió a mano algunos textos conocidos como tales, Manuscritos. Entre ellos uno con el título de “Crédito y banca” que, al menos que yo sepa, no está traducido al castellano y que, me parece, viene al caso.
“El crédito es el juicio que la economía política tiene sobre la moralidad de un hombre”.
En el crédito “un hombre reconoce a otro por el hecho de que le adelante valores. En el mejor de los casos…cuando [el prestamista] no es usurero, señala su confianza en su prójimo al no considerarle un bribón, sino como un hombre ‘bueno’. Por ‘bueno’, el acreedor, como Shylok, entiende solvente”.
“Vemos que la vida de un pobre, sus talentos y su actividad son, a los ojos del rico, una garantía de reembolso de lo prestado: dicho de otra manera, todas las virtudes sociales del pobre, el contenido de su actividad social, su existencia misma, representa para el rico el reembolso de su capital y de sus intereses. La muerte del pobre es, por lo tanto el peor accidente para el acreedor. Es la muerte del capital y los intereses”.
A aquél joven no le dieron el Nobel de Economía. Stiglitz dice que la muerte del deudor “se torna en una amenaza para el funcionamiento de los mercados financieros internacionales”. Por eso –dice– Griessa “desafía un principio básico del capitalismo moderno: los deudores insolventes necesitan un nuevo comienzo”.
Los acreedores necesitan deudores vivos, es un principio básico del capitalismo moderno.
La muerte del deudor es la muerte del capital y los intereses. Nos quieren buenos, es decir sometidos.
Edgardo Logiudice
Septiembre de 2014
Artículo enviado por el autor para su publicación en Herramienta.