En junio estuvo en la Argentina la investigadora holandesa José van Dijck, quien es autora de un trabajo original sobre la “cultura de la conectividad”, título de su libro publicado en 2016 en castellano. Con ese título la van Dijck alude al nuevo ambiente de relaciones sociales, productivas y de ocio, que se configura a partir de la emergencia de la web 2.0 y, en particular, de la diseminación fulgurante y global de las redes sociales digitales como Facebook, YouTube, Twitter, Instagram y servicios como WhatsApp.
¿Quién tiene derecho a poseer información sobre el comportamiento y los gustos de las personas? ¿Quién está autorizado a interpretar, conjugar y vender información ligada a estos datos personales? ¿De qué forma las plataformas permean los hábitos comunicativos y de creación cotidianos, y qué poder tienen los usuarios y los propietarios para dar forma a la sociabilidad online? Estas y otras preguntas orientan la producción de van Dijck y dan en el centro del debate sobre el funcionamiento de la red y los desafíos para una sociedad democrática.
Es paradójico: una sociedad que digitaliza toda su información y sus procesos de comunicación y que cuenta con intermediarios globales que acumulan los datos públicos y personales a escala planetaria, sin embargo cuenta con una precaria capacidad para sacar provecho de esos volúmenes inéditos de datos en beneficio de mejorar sus condiciones de existencia. Y los intermediarios globales, que suelen enarbolar consignas de transparencia y de buen comportamiento (“Don´t be evil” fue el eslogan de Google), se resisten a brindar al espacio público y a sus propios usuarios información elemental sobre ellos mismos, tanto en términos sociales como individuales.
La conectividad es perpetua y ubicua gracias a la diseminación urbi et orbe de conexiones más robustas y de dispositivos móviles que fueron en el pasado teléfonos celulares y hoy son procesadores multiplataforma. De allí que para fines comerciales y políticos, las redes funcionan también como dispositivos de control social, pero ¿quién controla al controlador? El algoritmo que jerarquiza búsquedas e indexa información, procesa recomendaciones y sugiere contactos y contenidos no es un robot autogenerado, sino que se trata de un programa definido por los actores (humanos) de los conglomerados digitales globales.
Autores como Evgeni Morozov advierten que semejante acumulación de poder basada en la captura masiva de datos no tiene antecedentes en la historia universal y que sólo un acuerdo en el seno de las Naciones Unidas podría garantizar al mismo tiempo un espacio público donde se exija a los conglomerados globales responsabilidad sobre esos datos y, al mismo tiempo, evite su abuso para fines económicos o de manipulación política como los que se denunciaron en elecciones recientes como la que consagró a Donald Trump como presidente de EEUU o la que motivó el Brexit en Gran Bretaña.
Así como otros recursos estratégicos, la información condiciona el desarrollo de las sociedades y su excesiva concentración es una amenaza para el interés público. Interrogarse sobre la gestión y el control de esos datos es hoy una pregunta central sobre el tipo de convivencia democrática presente y futura.